Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

martes, 30 de noviembre de 2010

Fin de trayecto. Tercera parte. Capítulo 31

Jueves, trece de octubre de 1988.
Cuatro de la tarde.

Hoy vuelve a ser jueves, por fin. Llueve en Madrid. Mansamente, como pidiendo permiso, pero llueve en Madrid.

Cuando llueve, Madrid se torna más hostil todavía, incluso contra sí mismo, como si las gotas de agua fueran millones de alfileres transparentes dirigidos hacia su propio corazón. Miles de paraguas de cientos de colores, acharolados por el agua arrojado desde lo alto, que corren a toda velocidad por las aceras abrillantadas, deslizantes y atestadas. Me rodean miles de coches impacientes y agobiados, acuciados y estridentes, agresivos y babeantes (niños en periodo de dentición), que discurren por calles insospechadas, o por callejones en apariencia imposibles, casi ignotos, expeliendo, como mudas maldiciones, vaharadas negras o blancas, incluso invisibles. Miles de suelas de gomas negras que descienden por las escaleras, también denegridas por la humedad y el tránsito, hacia el metro que, a lo que hoy se ve, nació con vocación de paraguas gigante, de útero materno, tantas veces añorado, donde miles de codos se aprietan en lugares inverosímiles buscando un breve espacio junto al andén, para quedar engullidos, segundos más tarde, en el tren que les llevará, algo bronquítico y tembloroso, por su garganta oscura y abisal, conducto intestinal, hacia un destino indefinido, pero inexcusable, donde otra vez los codos, las gomas negras, las escaleras humedecidas y denegridas, los coches impacientes y agobiados, acuciados y estridentes, agresivos y babeantes, las aceras abrillantadas, deslizantes, atestadas recorridas por miles de paraguas multicolores, acharolados, serán la continuación de un día ajetreado, como todos los demás, pero con la diferencia evidente, de que hoy llueve y, por tanto, Madrid, se hace más hostil todavía, incluso contra sí mismo, como si las gotas de agua fueran millones de alfileres transparentes dirigidos hacia su propio corazón.

Creo que me ha quedado muy bien. El profesor de lengua me habría puesto buena nota. Si todo hubiera normal en mi vida, a estas alturas estaría empezando primero de Filología Hispánica. Y sería, aproximadamente feliz.

Me he vuelto a vestir de Mila. Hoy mis piernas sienten la protección de los vaqueros, algo raídos ya. Hoy me he vuelto a cubrir con un sencillo y discreto jersey gris, bastante amplio, que esconde las formas que el resto de los días he de resaltar. Hoy vuelve a ser el único día de la semana en el que puedo, y procuro, ser yo misma. Hoy es el día en el que Venus desaparece por unas horas.
He estrenado un anorak que compré con Madelaine el otro día. Me siento tan a gusto, tan caliente, confortable y acogida dentro de los forros y pieles artificiales con los que se nutre esta prenda, que no habría hecho otra cosa al cabo del día que rebullirme en su interior y sentir su caricia, casi materna, aquella que ya olvidé, si es que alguna vez ha existi-do para mí.
Los días así, en los que el otoño ya ha comenzado y no tiene posibilidad de retorno, cuando el invierno no se vislumbra siquiera en el horizonte, cuando las primeras lluvias refrescan la atmósfera, soy feliz paseando bajo las finas gotas de agua, dejando que humedezcan mi rostro, que lo enfríen, que lo limpien, como una absolución que proviene, impregnada de pureza, desde el mismísimo cielo, al que tengo tan abandonado
¿O él a mí?
Ya era así en Euritmia, con más motivos en Madrid. Aunque este es un tema del que no quisiera hablar. Mejor que el silencio lo ocupe. Mi vida no reúne las mínimas condiciones para entrar en cuestiones morales y religiosas. Lo dejaré así.

Me he dado cuenta, una vez más, que a la gente no le gusta comprobar que una sea distinta de las demás. Todos tenían prisa por la lluvia, como si ésta les obligase a huir hacia algún remoto y desconocido destino. Y he sentido la mirada acusadora de más de uno que no podía entender mi paso parsimonioso, lento, casi tedioso.
Después de comer en el mismo restaurante que la semana pasada, quería llegar cuanto antes a la cafetería. Me apetecía encontrarme en aquel ambiente relajado, aunque tenía miedo de que volvieran a sonar aquellos violines, como el otro día. No por la música, sino por el efecto que podría hacer en mí. Tenía miedo de que no me afectaran, de que, de-finitivamente, mi espíritu haya muerto.

Esta tarde sonaba el saxo de una obra de jazz. Ese sonido profundo y desgarrador del instrumento metálico y brillante también me invadió, aunque la impresión no ha sido la misma que la de los violines de aquel jueves. Más bien me ha parecido meterme, de repente, en un película de gangsters norteamericanos, o de los suburbios también norteamericanos, llena de negros, humo, alcohol, violencia, droga, sexo y muerte... Pero sigo estando viva. Y me he alegrado por ello.

Allí estaba, ante la barra, leyendo un libro, que no he alcanzado a ver, mi camarero estudiante rubio. Definitivamente, es un estudiante en apuros.
En cuanto ha escuchado mi voz solicitando el café con leche caliente, ha levantado la cabeza sorprendido y ha depositado sus ojos claros, casi grises, sobre los míos.
¡Hacía tanto tiempo que no me ojeaban con esta limpieza!
Casi se me había olvidado. Me ha venido a la memoria cómo me observaba un amigo de mi barrio, Agustín, alevín de poeta. Ahora lo pienso, mientras el café se enfría a mi izquierda, y me doy cuenta de que ni las pupilas de Joaquín me contemplaban de esta forma: en su iris aparecían ciertos reflejos turbios, como si tuviera fango allá dentro, ahora sé, porque esos reflejos se repiten con asiduidad cada noche, que eran los destellos del deseo mal contenido. Sin embargo, Agustín, que debía estar secretamente enamorado de mí y nunca se atrevió a decírmelo, poseía esa mirada transparente, tranquila, algo miope, desprovista de los dobleces y ansiedades a los que ahora me estoy acostumbrando, mejor dicho me he acostumbrado, pues de lo contrario no me hubiera impactado esa luz impoluta de mi rubio camarero.
—Tú eres la chica que me preguntaste por la música de Barber el otro día, ¿verdad?
Asentí con una sonrisa. Por fin he establecido una relación de normalidad con alguien. (Es increíble con lo poco que se conforma el ser humano, cuando se ha deteriorado hasta el extremo su condición). No es compañera de profesión, ni jefa, ni cliente, ni amante. Simplemente un chico que habla con una chica, sin otras pretensiones. Tiene pocas ganas de leer, porque me ha seguido hablando.
—Así que otra vez por aquí, con lo que está cayendo.
—Pues sí. Tengo algo de frío y me apetecía un cafetito.
Observó mi cuaderno de pastas de hule negro. Y ha seguido inquiriendo, con cierta curiosidad.
—¿Vienes a estudiar?
No he querido entrar en detalles. Podía ser arriesgado entablar una conversación demasiado larga. Tengo la sensación que el silencio ha de ser el mejor aliado para mantener en secreto mi trabajo y, sobre todo, mi anonimato. Me he encogido de hombros y le he sonreído. He querido dar a entender que quizá, que pudiera ser, que algo así, que más o menos. Y me he dirigido rápidamente a la mesa del otro día, que estaba vacía, esperándome.
La semana, hasta anoche, ha sido tranquila, sin novedad.

(Mamá, si tu lectura ha llegado hasta aquí, y no se te ha parado el corazón, no creas que sin novedad quiere decir lo que piensas. Sin novedad, significa que me he acostado con unos quince o dieciséis tíos en una semana. Como ves, gano bastante más que papá en un mes).

Como digo, todo fue normal hasta anoche. Ayer, un cliente, que tiene un trato especial y preferente en el club, me ofreció una raya de coca. Se hace llamar Ricky. Tiene poderosas manos que ostentan dos enormes anillos de oro, de los llamados sellos, cubiertos por una amatista y una esmeralda respectivamente. Su muñeca derecha está rodeada por una cadena igualmente áurea y maciza. En la izquierda se aloja un reloj del mismo metal y textura, sobre la que resalta la esfera negra. Me dijo, al darse cuenta que me demoraba en su contemplación, que era un rolex y que valía un huevo y parte de la yema del otro.
Cuando hizo tal afirmación, ya nos habíamos desnudado en la habitación y yo estaba bastante afectada por el güisqui (como cada noche, por cierto), así que casi no sabía lo que hacía. Le cogí los testículos con la mano izquierda, y mientras le sonreía sardónica, le dije que allí no faltaba nada. Acerté en el comentario pues rió, con su risa bronca y estridente cargada de nicotina y efluvios alcohólicos.
Me impactó lo trapezoidal de su cara, los salientes casi ofensivos de sus pómulos, lo anguloso de su quijada. Pero más aún, la dureza de su mirada, que parecía metálica. Debe ser asiduo en el club, aunque en el tiempo que yo llevo allí no lo había tratado antes y no me había fijado nunca en su presencia. Saludó a todas las chicas con una confianza que no había visto a nadie: a algunas les besó la boca, a otras les acarició los  pechos, a otra le sobó el culo, a otra, a Reme, le apretó con sus manazas el sexo, a Madelaine la ciñó con fuerza por la cintura la levantó a pulso, y, en volandas, también la besó. Después de unas risas, nada comedidas, noté que me alufraban. Yo estaba al lado. Trató, diría yo, de que le oyera.
— ¿Qué tal la nueva adquisición?
Lo decía por mí, claro. Era a la única a la que no había dirigido aún ninguna deferencia especial, pero, sin embargo, sabía de mi existencia. Madelaine me examinó de arriba abajo. Ayer llevé puesto (es un decir) un sujetador rojo carmesí, trasparente, y un tanga de encaje a juego. Le respondió con seguridad, mientras me guiñaba un ojo.
—Ha hecho el rodaje. Es una chica aplicada. De sobresaliente, por lo menos, diría yo.
—Pues si tú lo dices…De todas maneras, veamos si es cierto.
Tras otro beso y una palmada en el culo de Madelaine, me ciñó la cintura con su poderoso brazo derecho y subimos a la habitación. No pagó, en metálico, por lo menos en aquel momento, por lo que deduje que tenía un estatus especial allá dentro, y por tanto debía hacer las cosas bien.
Tras una breve charla mientras me desvestía (es un decir, mamá), llegué a la conclusión de que posee buenas relaciones con la poli o la justicia o con ambas. Mejor dicho, muy buenas. Apostaría diez contra uno que es poli...
Madelaine lo trata con tacto y deferencia. Sospecho, incluso, que nuestros servicios son cobros en especie por trabajos prestados. Desde luego en el burdel (vaya palabrita, pero al fin ese es mi lugar de trabajo), no se trafica con droga, ni se permite que ningún cliente, salvo éste, la ofrezca. Madelaine sabe, creo yo, que éste es el tributo que tiene que pagar para evitar cualquier tipo de redada policial o de problemas con la justicia. De hecho, el despacho de bebidas alcohólicas es alegal, o por lo menos no tenemos la licencia pertinente. Por ello, Madelaine, como primera máxima para que el negocio funcione, y no haya problemas, exige que no se produzca ningún tipo de altercados o jaleo que pueda hacer que los vecinos llamen a alguna patrulla de la pasma y se prepare alguna redada (1).
Claro, que todo esto lo intuí un rato después, cuando apareció el polvo blanco extendido sobre el dorso de su mano. Remiré la sustancia de hito en hito; debí parecerle hipnotizada. Esto ocurrió después habernos lavado en el bidé. Después de la broma de los testículos, le hice un trabajito fino. Supuse, inocente de mí, que me podría caer alguna propinilla: tanto oro me había impresionado.
—¿Tienes miedo? —preguntó.
Tras un breve silencio dubitativo opté por la verdad.
—Sí, un poco —le contesté con cierto temblor en la voz.
—Pues no hay ningún problema.
Me miró a los ojos y sonrió. Se dispuso a venderme un producto milagroso.
—Tiene propiedades terapéuticas, alivia el estrés, consigue que las preocupaciones se vayan a tomar por culo, hasta que desaparecen del todo, evita ciertos corsés que nos ha impuesto una moralidad barata, o sea, que nos desinhibe y, sobre todo, consigue que el cerebro trabaje a mayor velocidad y con más claridad que nunca.
—Si te parece, lo dejamos para otra ocasión. Ahora no me apetece probarla —acerté a musitar con la suficiente elevación de tono para que me entendiera.
Se encogió de hombros y no insistió, para mi alivio. Él sí esnifó una rayita, que previamente depositó circundando mi ombligo, tras hacerse un tubito muy fino con un billete de mil pelas....
Cuando acabamos, habló con Madelaine, porque ésta, al poco tiempo, mientras me tomaba una copa de güisqui (otra más), se me acercó y acariciándome con las yemas de sus dedos el pecho que apenas llevaba cubierto por el transparente sujetador carmesí (en realidad, debería decir que me acarició el pecho que mostraba, apenas adornado por el transparente sujetador carmesí), me dijo que lo de la cocaína no era problema con Ricky.
—Ricky es especial, ¿entiendes? Digamos que él tiene la franquicia de la coca en este local. Como sabes, no tolero que en mi casa haya drogadictas. Lo que ocurre, simplemente, es que si Ricky quiere, y que te quede bien clarito, sólo él, no es malo que le acompañes. No sabes —me decía, mientras sus ojos brillaban de un modo especial—, cómo se perciben las cosas cuando estás un poquito esnifada. De todos modos, no te quiero obligar a que la pruebes si no quieres, pero de vez en cuando no estaría mal. Si tienes miedo por si te enganchas, o porque podamos tener algún mal rollo con la poli olvídalo, pues aquí no se trafica, ni habrá nunca una redada de la poli.
Colegí, a pesar del embotamiento que me producía el alcohol a esas horas indecisas y temblorosas de la madrugada, que la cocaína era uno de los armas fundamentales de los que se valía Madelaine para que las chicas no abandonaran el negocio. Probablemente el único arma con capacidad de enganchar a una mujer a esta profesión ruin y salvaje.
Me extraña que alguna de mis compañeras lleve tanto tiempo aquí. Por ejemplo Reme, si pienso que las pelas que se ganan no son pocas. Lo cierto es que las más veteranas son las que más cocaína prueban, con lo que quizá, buena parte de las ganancias se les escapen por ahí. Así que, al final, para la casa, es más del cincuenta por ciento en cada servicio que hacemos, puesto que a ellos no creo que la coca les cueste mucho. Apostaría que nada. Alguna está enganchada y si algún día no consume su elevada dosis tiene serios problemas para estar siquiera más o menos despierta. Aunque, he de reconocer que su dependencia produce diferentes efectos a los que he visto en los pobres yonquis heroinómanos que se ven por la calle. ¿Qué será de aquel grupito con el que me cruzaba cada noche?

Acabo de levantar la vista de este diario y he comprobado que continúa lloviendo, acaso con más fuerza. Son las cinco y media de la tarde y parece anochece, la mayoría de los locales ya están iluminados. Empieza a llenarse el bar con las orondas señoronas que vienen salpicándolo todo con su agua de lluvia y su risa de focas ahítas.
¡Cuánto odio a esta gente! Sobre todo por lo que se parecen a mi propia madre. Si supieran que sus maridos, ocupan parte de su tiempo de las trascendentes reuniones del Consejo de Administración con mujeres como yo, supongo que me estrangularían. (Me encantaría que alguna de ellas fuese la legal de alguno de mis clientes). Pero claro, tampoco me dejarían explicarlas que las únicas culpables son ellas, que parecen adefesios estucados, que lo único que les interesa de su marido es que les llene la cuenta lo más posible, para poder lucirse ante sus amigas, igualmente estucadas, y en el fondo aburridas y solas. Me recuerdan a mamá, con dinero, eso sí. Estoy absolutamente convencida de que si en casa hubiese más dinero, del de metálico, del que corre de bolsillo en bolsillo, actuaría como cualquiera de estas petardas.

La puerta se ha abierto y ha entrado la niñita que lo hizo la semana pasada. Parece fija en el local, como yo. El gentío que abarrota el bar ni se ha inmutado. Está completamente aterida. Apenas cubierta por un chándal raído y sucio, que debió ser amarillo, y unas zapatillas de verano empapadas por la lluvia de todo el día.
Se va metiendo entre los distintos grupos de personas y extiende su manita derecha, algo temblorosa pero decidida y descarada. De vez en cuando, cae entre sus deditos, como distraída, como abandonada, alguna moneda. Cuando se ha aproximado a mi mesa, la he cogido del bracito y la he sentado a mi lado. Su frío y su temblor me han traspasado el costado con la misma contundencia que lo hubiera hecho un bisturí en manos del cirujano. El contraste de la calle con el tibio ambiente de la cafetería ha hecho que de su naricillas pequeñas y respingonas broten espléndidos mocos transparentes.
—Tómate un vaso de leche caliente y un bollo. Te invito.
Me ha observado atónita, con cierto fulgor de pánico. Ha intentado salir corriendo.
—No tengas miedo —le he dicho, mientras la sujetaba por el brazo—. Si quieres —he continuado con la mayor dulzura que he podido encontrar en el repertorio ajado de mi memoria—, te doy veinte duros (2) además, pero tómate algo caliente, si no acabarás con pulmonía.
—Gracias señorita, pero tengo que llevar dinero, monedas, sino mi papá se enfadará.
—No te preocupes—. He hecho una seña al estudiante camarero para que le sirviera—. Que la leche esté muy caliente —he remarcado. Después le he preguntado— ¿Cuántos años tienes?
—Ocho.
No los aparenta. Su físico muestra grandes carencias alimenticias. Su delgadez extrema, su estatura, la palidez, casi transparencia, de su tez olivácea, la endeblez de su osamenta, lo ralo de su cabello pajizo. Parece tener seis años. No es que yo sea una experta en niños pequeños, pero me lo imagino por lo que veo por la calle y no creo equivocarme en exceso.
A pesar del miedo inicial ha devorado el bollo que le han servido. Cuando ha acabado, le he dado veinte duros y un beso. Creo que ha sido el beso más puro que he depositado desde hace años en cualquier ser humano. No la he querido retener por más tiempo, para evitarle problemas. Eso sí, la he despedido con una cita.
—Mira, si vienes por aquí los jueves sobre estas horas, te invito a un vaso de leche y a un bollo, pero no se lo diremos a tu papá, ¿vale?
No ha contestado. Se ha limitado a sonreír. Por primera vez en todo este tiempo, supongo que en mucho tiempo, sus pupilas se han alumbrado.
Cuando se ha ido, he pedido otro café. Me lo voy a tomar rápido y me largaré. Esta niña me ha puesto mal cuerpo. Sé que es carnaza para una sociedad que la ha rechazado, que la ha condenado aún antes de na-cer.

He recorrido la cafetería con mirada de asco.
Nadie se ha dado cuenta. ¿Por qué se habrían de dar cuenta?
Supongo que la niñita, si llega a crecer, acabará robando, o drogadicta, o prostituyéndose en una esquina, para servir a cualquier chulo.
Sí, todavía hay categorías en la marginación, en la opresión, y el olvido. La mía no es la peor, gracias a Dios. Eso lo puedo asegurar después de haber notado en mis labios la piel cuarteada y áspera de una niña que la tenía que tener suave y delicada, como la seda, como el satén.
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(1) Como siempre digo, la realidad supera la ficción.
(2) Sesenta céntimos de euro.
Continuará...

sábado, 27 de noviembre de 2010

Fin de trayecto. Tercera parte. Capítulo 30

Jueves, seis de octubre de 1988.
Cinco de la tarde.

Por fin he llegado a un lugar en el que creo podré seguir escribiendo. Es una cafetería situada en una zona céntrica y comercial, cerca de Nuevos Ministerios. Aquí, mezclada con la multitud en perenne movimiento que todo lo fagocita, pasaré más inadvertida. Con un poco de suerte, me haré invisible, pues algo en estado de quietud, cuando todo a su alrededor se mueve, es como si no existiera.
A esta hora no ha empezado el bullicio de las meriendas, de las señoras que vienen del cercano Corte Inglés, o que traen a alguna academia cercana a sus hijos, después de que éstos hayan salido de casa. Se está tranquila y relajada. Una pequeña isla de sosiego en pleno cogollo del bullebulle que es Madrid.
Me gusta la decoración del local. Sencilla, discreta y cuidada. No es que tenga el gusto de los grandes expertos, pero tiene los logros de la intuición. Es un espacio rectangular suficientemente iluminado y amplio. Está dividido en dos zonas. Según se entra de la calle, a mano derecha, una barra espaciosa y larga de las de acero inoxidable, que llega hasta casi el final del local donde hace un recodo que es la zona de camareros y por la que se accede, a las cocinas donde se preparan las tapas y algunos platos combinados rápidos, las tostadas para las meriendas... La zona de mesas, donde estoy ubicada, está separada de la barra por unas vigas pintadas en ocre algo agrisado por el continuo humo acre del tabaco. Por las vigas y las paredes están distribuidos reproducciones de monumentos madrileños. Todas ellas tienen la particularidad de que son litografías del Madrid de principios de siglo. Cuando he entrado, me he entretenido contemplando alguna de ellas.
Me he colocado justo en la esquina más escondida y recóndita, una esquina preparada con una mesa pequeñita, solo para dos personas. Así pasaré más desapercibida.
La tranquilidad de la hora me ha permitido escuchar nítidamente la música que salía de algún aparato que no alcanzaba a ver. He sucumbido a la tristeza de sus notas melancólicas.

Creí que ya mi alma estaba completamente destrozada, que ya no existía. Sin embargo, en cuanto el llanto de los violines ha cruzado mis tímpanos, un violento escalofrío me ha encrespado los vellos de mi cuerpo, luego, cuando el violonchelo ha brotado de entre las lágrimas, como si fuera el dolor desgarrado, mis lágrimas han corrido presurosas mejillas abajo. Ha sido una verdadera fortuna que nadie me haya visto.
Al mismo tiempo que sentía el salobre gusto de las lágrimas en las comisuras de los labios, he sonreído aliviada. Todavía me queda un resto de sensibilidad a pesar de estar sometida al capricho de los hombres. Todavía, en algún rincón de mi espíritu, me queda algo de humanidad y sensibilidad. La capacidad del ser humano para sobrevivir en cualquier situación casi no tiene límites. Me alegra experimentar que, a pesar de todo lo que he pensado, y he escrito, todavía (lo sé gracias a esta música y a estas lágrimas) siento que podré levantarme. Será la enésima caída, pero volveré a alzarme. Tendré más cicatrices, probablemente más horribles, pero las podré contar en pie.

Cuando el camarero se ha acercado a mí, un rubio camarero con más pinta de estudiante en apuros que de camarero, le he preguntado, tras pedirle un café con leche, el título de la obra y me ha dicho que se trata de un concierto de Samuel Barber (1). No había oído en mi vida tal nombre, y dudo incluso haberlo escrito bien.

Ha pasado un buen rato desde que he escrito las últimas líneas. Me he dedicado a vagar con la mente por mis recuerdos. He saboreado el café. Me he dejado seducir por la música que continuaba inalterable en el aparato invisible.
Cada vez que lloro, y eso me ha pasado siempre, desde que era muy niña, me encuentro mucho mejor (Tú querido diario eres testigo de ello). Y si la razón del llanto es una emoción como la de esta tarde, el alivio para el espíritu es de tal consideración que es casi imposible explicarlo, pues no existe nada comparable a ello. Tan grande es el alivio porque no ha habido dolor inmediato que haya causado la tristeza, sino que simplemente algo ha impactado nuestro ánimo. Quizá el sueño reparador. No se me ocurre otra cosa.

Estoy bien en esta cafetería. Aumenta el bullicio, pero no me mo-lesta en exceso. Creo que volveré más jueves.
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(1) Pinchando en el enlace, se podrá escuchar El adagio para cuerdas de Samuel Barber, que es la música que oye Mila en la cafetería mientras escribe. N. del A.

Continuará...

jueves, 25 de noviembre de 2010

Fin de trayecto. Tercera parte. Capítulo 29

Jueves, seis de octubre de 1988.
Mediodía.

Creo que la única forma de escribir tranquilamente en tus hojas, y que las cosas que cuente tengan el mínimo de coherencia, es hacerlo el día en que no soy, o no he sido Venus. Si lo hago cualquier otro día, escribiré un diario pornográfico, y no quiero llegar a esos extremos. Mi día libre es el jueves y ese día podemos desaparecer de la casa y hacer lo que queramos. Para ser exactos, más que día libre, es la noche libre, todas las demás tengo que ir al club. La única condición es que estemos en el local a las diez y media de la noche del día siguiente, con lo que en realidad dispongo de buena parte del jueves y del viernes para mí misma. Todo depende del sueño que sea capaz de aguantar los jueves... Además escribir por las tardes en la casa tiene ciertos riesgos que, salvo necesidad imperiosa, no quiero correr.

El comienzo del otoño está siendo hermoso en Madrid, como casi siempre, según dicen. Los árboles se van tiñendo de oro por momentos, el aire tiembla con los últimos calores fuertes del sol. Pero la hora verdaderamente mágica es el atardecer. Es hermoso buscar espacios abiertos al poniente y contemplar, a pesar de su brevedad, los intensos y emotivos ocasos que tiñen el celaje de carmesíes y tornasoles.
Cerca del piso donde estamos, hay un jardincillo recoleto en el que me encuentro. Tengo mucho sueño, pues no he dormido ni cinco horas, pero no importa, es mi día de contacto con cierta libertad y lo exprimiré.
Sobre una superficie cuadrada, cubierta de fina arena, y separada del resto de la calle por un seto, se sitúan diez bancos graníticos formando un círculo. Tras ellos, también en círculo, crecen tranquilos, reposados y equilibrados unos castaños que deben estar a punto de desprenderse de su fruto. En el centro una fuente, también circular, gorjea sin descanso.
El primer día que lo vi, me impresionó por lo parecido que resulta a aquel jardín donde Joaquín me besó por primera vez. Un escalofrío recorrió mi recuerdo. Y una lágrima cruzó mi cara, lentamente.

La mañana de hoy es espléndida. Brilla el sol con intensidad. El cielo está limpio. El viento de los últimos días se ha llevado la nube de contaminación perenne de Madrid.
Desde el último día en que escribí, no ha habido novedades significativas. Ni leo la prensa, ni veo los telediarios, ni escucho la radio, así que no sé cómo van las cosas respecto de mi escapada. Cada vez me im-porta menos.
Supongo, que se acostumbrarán a mi ausencia. Probablemente, en el corazón del abuelo, ya no exista. Mamá me aborrecerá, pues, al ir a la compra, las conocidas le preguntarán por mí. Si no le preguntan peor, porque pensará que, después de que se vaya, la pondrán verde y la criticarán. Seguro que le está creciendo una úlcera. Me alegro que lo pase tan mal.
Me acostumbro a la rutina. Entre semana, la cosa es más o menos tranquila. A primera hora, hasta las dos o dos y media de la madrugada, es cuando tenemos más trabajo, luego para bastante. Por eso, y porque es la hora a la que vienen los clientes fijos, es cuando el ambiente es más relajado, como de familia. Nada más ver por el club a alguno de los fijos, sabemos con quién se irá. Madelaine está contenta conmigo. Según ella, he conseguido que más de un cliente aumente la frecuencia en sus visitas, por ejemplo Enrique, que, desde la primera noche, no ha querido más que acostarse conmigo. En realidad, aprovechamos la hora más para hablar, que para otra cosa. Cuando lo hacemos, suele ser rápido y como para justificarnos. Con él no estoy a disgusto. Es verdad que su físico no me atrae en exceso. Aunque no está gordo, ni nada de eso, sí que se nota que lleva una vida muy sedentaria y es un poco fofo. Se lo he dicho más de una vez.
—Como no te cuides acabarás poniéndote como una foca.
Al decirle eso, se pone de rodillas en la cama y con los brazos estirados hacia abajo palmea imitando a tales animales. Entonces nos reímos como niños pequeños. No nos damos cuenta, siquiera de que estamos desnudos. Es como si fuéramos amigos, aunque él y yo sabemos que fuera de este lugar, ni nos dirigiríamos la mirada.
Otro caso es el de Serafín. Ha aparecido un par de veces. Las dos, nos lo hemos montado entre Hellen, él y yo. Hellen no es como Sole, pero a la hora de trabajar es buena, y su cuerpo, tan blanco como el nácar, es muy atractivo. Es como el negativo de Belinda, en todos los aspectos: es blanquísima, muy callada, muy seria, muy estilizada, de pecho más bien escaso aunque firme y enhiesto. Sin embargo es igual de sinuosa y ardiente. Su único problema es que no se ríe nunca. Parece le debes algo. Las únicas sonrisas que le he visto han sido a los clientes, y muy forzadas, por cierto.
Noto cómo la rutina de cada día anestesia mi espíritu. Voy logrando separar el hecho de los contactos sexuales, del miedo y de la moral que me han enseñado. Dicho de otro modo, entiendo mi cuerpo como herramienta de trabajo. O sea, que hago mías las enseñanzas que me inculca Madelaine. Mila es alguien que no está presente, o está muy alejada, cuando Venus está con algún cliente, como una lejana figura esfuminada en el horizonte nebuloso: un fantasma.
Lo malo son los fines de semana. Se trabaja muchísimo más y viene gente de todo tipo. Incluso, Pedro, quizá por orden de la propia Madelaine, es más flexible a la hora de dejar pasar a los que tienen alguna copa de más. Al fin y al cabo, los fines de semana se trasnocha más y la propia policía permite más.
Pero lo peor, son las despedidas de soltero. Cuando un grupo que está celebrándola, acaba en el local, la cosa se complica. Se les huele desde lejos, casi desde antes de que hayan atravesado el umbral de la puerta. En primer lugar, alteran todo con sus voces y cantos. No reparan en nada. Nos soban a todas en cualquier parte. Ante esta situación, Madelaine nos tiene dicho que seamos pacientes, pues a éstos se les saca más pasta, la mayoría no vendrá nunca más. Además, una noche es una noche.

Me voy a ir de este parque. Han pasado un par de personas que me podrían reconocer, vecinos de la casa. Una chica de mi edad debería estar en un instituto. Estoy demasiado cerca de casa

Continuará...

martes, 23 de noviembre de 2010

Fin de trayecto. Tercera parte. Capítulo 28

Miércoles, veintiuno de septiembre de 1988.
Amanecer.

Son las siete de la mañana. Después de una semana te vuelvo a rescatar del fondo del armario, donde te he escondido, pues me imagino que Madelaine querrá saber lo que hago y dejo de hacer. Supongo que me habrá revuelto todo en las horas en que no estoy en la casa y paseo por la zona. Así que he procurado un escondite. No quiero que mis opiniones, sueños y secretos pasen hasta ella.
Mamá, te lo voy a decir con crudeza y con exactitud, como si fuera cirujana: acabo de llegar del burdel. Además tengo que añadir otra cosa: estoy un poco borracha. No es mucho, la verdad, pero para mí tres copas de güisqui y cuatro de champán son muchas. Siendo sinceras, una barbaridad. Pero había que celebrarlo, mamá. Querida mamá, ¿qué tal te suena que tu hija acabe de llegar del burdel de trabajar, y encima borracha?

Hoy ha sido mi estreno. Ya soy puta en ejercicio. Tal y como vaticinaste el día de la bofetada. A partir de ahora, mi DNI podrá decir algo así como Milagros de Andrés Sebastián, alias la Venus. Hija de Marcos y Milagros. Nacida el catorce de julio de 1971, en Euritmia. Profesión, prostituta... Vaya bobada que acabo de escribir, eso no lo pondrían jamás, pero si en los DNI figuraran las verdaderas ocupaciones de las personas, debería ponerlo...Además, prostituta. Lo de prostituta, da cierto estatus, ¿no te parece? Es como si fuera de más alcurnia, tú que entiendes de esas cosas, ¿qué opinas? Puta suena a calle, a esquina, si me apuras a droga, a delincuencia, a marginalidad, a detritus. A arroyo. ¿A eso se refiere el abuelo cuando habla del arroyo? Vaya, vaya... Definitivamente, mamá, estoy muy borracha...

Todavía resuena en el fondo de los tímpanos lo que anunció Madelaine a la concurrencia de cuatro hombres mayores. O eso me parecieron. Por lo menos cincuenta y tantos años. Parecía que presentaba a una gran artista. Yo estaba tras la puerta, donde el escenario de las cortinas rojas, no sabía qué iba a pasar. Mejor dicho, sí sabía lo que iba a pasar. Lo que desconocía, era mi reacción. Tenía frío y calor. Me sentía desnuda con el conjunto fucsia tan atrevido que Madelaine ha escogido esta noche de inauguración para mí. De repente, no sabía si llevaba bien sujetas las medias por el liguero, o se me caerían. Dudé si me había pintado correctamente los labios. Pero, sobre todo, sentí que, definitivamente, me estrellaba contra el pavimento de la cosificación. A partir del segundo en que pisara el escenario, mi persona no sería tal, sino sólo cuerpo anhelado por unos hombres que buscaban satisfacer una necesidad o qué se yo. Intuí que enterraba mi alma. Sentí que cerraba la última rendija a mi dignidad, a mi estima. Si yo no me estimo, nadie más, absolutamente nadie más, lo hará. Recordé las palabras de Isabel, y encogí los hombros de mi conciencia. Pero, al mismo tiempo, sentí que debía hacer las cosas bien. Mi libertad, la absoluta, la de poder hacer realmente lo que quiera, la libertad de dentro de un año, dependía de esta noche, de los movimientos en la pasarela de Jazmín. Actuaría como una artista, no había más remedio: representar un personaje y no pensar nada. En ninguna cosa. Me sentía como la prisionera de guerra que se juega la vida en un campo de concentración, y prefiere ser aniquilada moralmente, a ser destruida físicamente, porque siente que su única propiedad es su cuerpo, a pesar de la humillación. Si pasan los años, hasta las humillaciones lo son menos; como mucho, una cicatriz en algún lugar del espíritu, pero al fin y al cabo cicatriz. Si soportaba aquello, dentro de unos años sólo sería pasado vergonzante que habría que ocultar.

La verdad es que mi cabeza empezaba a desvariar. Acerté, por lo menos, a escuchar a la vez que elucubraba. Madelaine, que vestía un hermoso traje negro con escote ancho y sin mangas, cubiertos sus brazos hasta el codo con unos guantes, igualmente negros en un mal remedo de Rita Hayword en Hilda (antes de escaparme, había visto la película por la tele). Como digo, me presentaba a la exigua concurrencia. Era el primer pase de la noche. Lo normal es que se hagan cuatro o cinco. Uno cada hora u hora y media.

—Queridos amigos, después de este pase de Vicky, Belinda, Clara, Gracia, Hellen y Mesalín, tengo el honor de presentar por primera vez en esta pasarela la última adquisición de Jazmín, para todos ustedes, en absoluta primicia, ¡Venus!
Me he sentido como un frigorífico, o como una televisión, en venta; quizá, por no ser tan dura con Madelaine, como una obra de arte que sale a subasta y de la que va a obtener un pingüe beneficio. No sé por qué me quejo tanto. Al fin y al cabo sabía perfectamente lo que ocurriría.

Durante todas las noches de esta semana, me ha llevado de tapadillo a Jazmín, me ha llevado por el pasillo que da a las habitaciones. Cada pocos metros, justo frente a la cama de cada habitación hay unos muy bien disimulados agujeros a propósito para ver sin ser vistas. La primera parte del trabajo, consiste en un desfile soez y provocativo, estamos vestidas con lencería cara, atrevida y atractiva ante la concurrencia de machos ávidos. En defecto de lencería, se admite otra ropa, siempre y cuando se considere atrevida, o provocativa (faldas cortas, transparencias, profundos escotes...). En esos casos, no solemos llevar ropa interior. Lo normal es que la ropa atrevida no se utilice, o muy de vez en cuando. Lo habitual es la ropa interior, aunque ésta es también muy atrevida. Ese es nuestro atuendo ante los clientes. (Por lo que he visto, muchas veces el sujetador, incluso las braguitas, han desaparecido antes de que acabe el desfile. A cambio de dinero, se admite casi todo). Como me ha comentado Sole, que es con quien más pronto he congeniado, Jazmín, no es como otros sitios en que ha trabajado. Esto se parece más a lo antiguo que se ve en las películas. Lo normal, hoy en día, es que las chicas ocupen el local, que, en realidad, es un amplio bar, con pista de baile en algunos casos. Gran parte del negocio, en esos otros clubes son las copas. Jazmín, más bien, es algo rescatado del pasado, algo romántico, casi. Así que en un saloncito privado, si no hay clientes, tenemos una bata, o no, depende del calor y de las copas que llevemos, y vemos una pequeña tele, o jugamos a las cartas, o al parchís, o charlamos, o dormitamos, o fumamos, o pensamos, o lloramos en silencio y sin lágrimas, procurando que la melodía triste de nuestro corazón no la escuche nadie. Muy rara vez estamos en nuestra habitación solas... Tras el desfile, subimos al escenario de las cortinas verdes y completamos la danza. Si algún cliente lo “pide” (o sea nos entrega una suma adecuada) nos desnudamos definitivamente, en las escasas ocasiones en que llegamos al escenario con algo de ropa. También algún cliente, previo pago de una cantidad, no sé si diez mil pesetas, puede solicitar algo especial en el escenario. Si es en pareja, la cosa sube a veinte mil. Una vez seleccionada la chica por el cerdo de turno, como si fuéramos ganado y él el tratante, y tras pagar a Madelaine, veinticinco mil pesetas (el mínimo por una hora de alquiler [lo llamaré así] con servicio completo), siempre en metálico, no se aceptan tarjetas o cheques, se sube a la habitación de cada una. De las ocho, la mía es la número cinco. La uno, en teoría vacía, tendrá algún uso especial, o bien Madelaine la utilizará privadamente. Cada habitación cuenta con bidé, lavabo, y la adecuada decoración: reproducciones de parejas copulando o realizando algún acto sexual evidente.
Pornografía.
Además, en la pared que da al pasillo, casualmente frente a la cama, los correspondientes agujeritos. Gracias a ellos, y con otras explicaciones teóricas y técnicas complementarias, aprendí lo más elemental de este oficio, según dicen, el más antiguo del mundo.

También he aprendido que nada se le escapa a Madelaine, sobre todo lo concerniente al dinero, posibles propinas, fundamentalmente. Aunque todo tiene solución, tal y como nos contaba Reme.

Nuestro horario de trabajo va de las once de la noche a las cinco de la madrugada, más o menos. Descansamos una vez por semana, por supuesto entre las noches del domingo y el jueves, salvo que estos días sean víspera de festivo. En ese caso se nos abona un plus, no hay otro día libre a cambio.

Como ves mamá, trabajo en un local selecto (sus precios, son prohibitivos para la gran mayoría), tan selecto que se ajusta a lo que hoy en día se entiendo por club, además, no se admiten personas mal vestidas, ni drogadas o borrachas. A la puerta del local, hay un vigilante, Pedro, que controla las entradas y salidas. Si se produce algún altercado en el pequeño bar clandestino, atendido por Rufi, una joven que sirve las copas en top-less, pero que no ejerce, aparece él con sus fornidos brazos para “aclarar cualquier malentendido”. El viejo camarero que me abrió las puertas el primer día, Yago, es el padre de Rufi, una reliquia cubana que conserva Madelaine por oscuras historias del pasado a las que no he accedido aún. Su función, y su horario, son indeterminados: Ayuda a Rufi, charla con Madelaine, nos mira con ojos de cordero degollado, sabiendo que nunca podrá obtenernos.

Mamá, he estado llorando. He leído todo lo que he escrito, que ha sido bastante, y me ha dado por llorar. Se me está pasando el efecto de la borrachera. O es que me ha dado llorona, como a veces a papá. Ahora te lo digo en serio. Esto lo hago por dinero, porque ansío la libertad en un año, porque me habéis empujado tú, el abuelo, papá, Joaquín, o he sido incapaz de encontrar otra salida. Se pasa muy mal. Si hubiera tenido otra educación. Si pudiera separar la mente del cuerpo, quizá fuera más sencillo. Pero no sucede nada de eso, al menos todavía. Al fin y al cabo, soy hija de quien soy, tengo la educación que tengo y me es imposible separar mi cuerpo de mis sentimientos, sobre todo, en lo que concierne a abrirse de piernas ante un macho al que nunca has visto, y lo mismo no vuelves a ver.

Esta noche me he ocupado dos veces. Ha sido horrible.
El primero de los clientes me ha dicho que se llamaba Luis. Es un hombre amargado y aburrido. Tiene mucho dinero, se lo noté en la ropa y en el perfume que lo envolvía, como un halo suave y fresco. Es soltero, o eso ha dicho; desde luego no le he visto la alianza y no he percibido marca sospechosa en ninguno de sus cuidadísimos dedos. Ha sido muy rápido, gracias a Dios. He estado bastante nerviosa, y casi no he atinado ni a colocarle el condón adecuadamente. Tras unas breves embestidas, se ha vaciado con un ruido gutural, y, después, mientras se lavaba el miembro, ni me ha mirado. Lo he agradecido, porque unas lágrimas de odio a mí misma, recorrían mis mejillas, eso sí, he procurado volverme de espaldas a la pared con agujeros, para que no notaran mi llanto. Estaba segura de que me espiaban.
Han vuelto a mis ojos las imágenes, fragmentadas, rotas en mil pedazos, pisoteadas por la vida, de mis sueños infantiles, de las conversaciones picaronas con mis amigas, de los besos apasionados con Joaquín. Pero nada se parecía a este comercio carnal vacío, con el único sentido para nosotras de sacar dinero, y para ellos de decir que han estado con una mujer. Aunque deberían decir que han estado con el cuerpo de una mujer, algo muy distinto. Y ni siquiera, debieran decir que han estado con una muñeca que le latía el corazón. En el cuerpo de una mujer anidan la pasión y los sentimientos.
Mi espíritu volaba detrás de un sueño, sin embargo, el sueño se ha esfumado. Allí estaba yo, todavía abierta de piernas, sintiendo que me habían profanado, mejor dicho, que me había dejado profanar, que es peor todavía, y vislumbrando borrosamente el pene fofo de aquel Luis, mi primer cliente, que había pagado a Madelaine veinticinco mil pesetas por follar conmigo. Ha estado a penas dos minutos dentro de mí. O ni siquiera.
Han sido mis primeras doce mil quinientas pesetas porque un tío me lo hiciera. ¿O incluyo las quince mil que me dio Joaquín antes de largarse? Pensándolo bien debería requerir a Joaquín más dinero.

¿Dónde queda aquella fragancia agradable y pura que el amor tiene? ¿Quién podrá querer, ahora, mi cuerpo si lo saben usado por tantos hombres? Nadie podrá mirar a mis ojos sin encontrar en ellos un alma hecha jirones, hecha añicos, como una fina copa de licor estrellada contra el suelo. Si alguien viera mis entrañas, vería un roquedal rugoso y árido, en el que sólo se vislumbra desolación, abandono y muerte. Vacío, angus-tia, desesperación... Miré a la cama arrugada, miré mis ropas (es un decir) sobre la silla, miré al tal Luis, que se abrochaba los zapatos. Supuse que me tenía que acostumbrar a todo eso, al menos durante un año, o moriría, incluso físicamente. Nos hemos despedido poco menos que en silencio. Sólo cuando se ha ido, me he empezado a vestir. Entonces he pensado que la cosa había ido fatal, y que Madelaine, que sin duda había sido testigo, no me felicitaría, precisamente.

Después de aquello he ido al bar. Madelaine, me esperaba a la puerta. Me ha reconvenido, con dulzura, eso sí. No ha sido tan dura como temí en un primer momento.
—¿Por qué has estado tan torpe? Has de mostrar más pasión, más determinación. ¿Por qué no le has recorrido el cuerpo a besos? ¿Por qué no le has sonreído? En fin, tomemos una copa, te hace falta, niña. Al fin y al cabo, es tu primer cliente. Pero no has hecho absolutamente nada de lo que te dije que hicieras. Luis no viene mucho por aquí, y nunca protesta. Viene, escoge, paga, lo hace muy rápido y se va, más rápido todavía.
Mientras, me acariciaba los pómulos.

Lo de después ha ido un poco mejor. Tenía unas copas encima. Eso ayuda. Al menos, quita vergüenzas y evita que el cerebro haga cábalas. Parece que te deslizas por un tobogán.
He hecho un show con Belinda a petición de Enrique y, lo reconozco, me he puesto cachonda. Me ha encantado morder las tetas de Belinda y sentir su lengua. (Resulta que antes de lo que imaginaba, Madelai-ne tendrá razón y preferiré a las mujeres). Supondré que es el trabajo. Enrique ha pagado por estar con las dos. Antes de aceptar, Madelaine me ha consultado. He pensado en el dinero. Ya que estoy, cuanto más, mejor. El servicio con dos chicas, si el cliente quiere un lésbico, se considera, así que le ha costado setenta mil pelas (1). (O sea, diecisiete mil quinientas para mí).
Mientras subíamos a la habitación, y Belinda hacía reír a Enrique, Madelaine, al oído me susurró:
—Os lo tenéis que currar. Enrique es buen cliente desde hace un año. Es la primera vez que os ve, así que no he podido convencerle para que escogiera a otra. No sé si será mucho para ti en la primera noche. Son buenos billetes... Espero que os portéis. Déjate llevar de Belinda. Estaré detrás y mira — me llevó la mano a su entrepierna —, no llevo bragas.
Enrique y Belinda se han portado muy bien conmigo. Enrique nos decía en un murmullo, mientras le lavábamos
— Imagino que la pervertida de Madelaine, estará detrás, espiándonos, así que vamos a darle un buen espectáculo. Belinda, cachonda, trabájate bien a Venus. Mientras, que ella me la chupe...
Es la primera vez que lo he hecho. Joaquín, no me lo pidió. Pensé que vomitaría, pero con la dedicación de Belinda y de Enrique me he sentido mucho mejor. Además, el sabor del pene no es tan desagradable, al menos recién lavado. No es mucho peor que el del resto de la piel. Entre los dos, me hacían olvidar cualquier sensación que no fuera la de placer, los estímulos que desde la piel llegaban a las neuronas del cerebro. Era agradable, muy agradable. Por si no tenía suficiente con los dos cuerpos entregados a acariciarme con dulzura, y besarme con pasión, me imaginaba a Madelaine frotándose, mientras miraba ávida por los agujeros, por lo que el morbo ha aumentado la sensación de placer.
Agotamos la hora que se me ha hecho corta. Cuando hemos acabado, Enrique decía que saliéramos corriendo al pasillo para que Madelaine pasara a la habitación y seguir con la faena. Nos hemos reído de buena gana.

Después de eso, serían las tres y media. No ha habido clientes. He seguido bebiendo. Con lo cual, querido diario, estoy bastante borracha, y desinhibida. Como has comprobado. El alcohol será la forma que tenga de pasar este año lo mejor posible. Casi seguro que hasta disfrutaré más del curro. Pero puedo acabar alcoholizada. Un nuevo peligro.
Es curioso, ahora entiendo mejor a mi padre. Quizá el pobre papá era un espíritu tan indolente, que la única manera de afrontar sus problemas de casa era bebiendo, con lo que vencía su tendencia natural al apo-camiento.

En fin, este es el resumen de mi primer día en el Jazmín: estoy borracha, he ganado unas treinta mil pelas (sin sumar las actuaciones, y sin descontar las copas), me han follado un par de veces, además de que me lo he hecho en público, y en privado con la buena de Sole, alias Belinda.
No está mal.
¿No está mal?
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(1) Unos cuatrocientos veinte euros

Continuará...

sábado, 20 de noviembre de 2010

Fin de trayecto. Tercera parte. Capítulo 27

Martes, trece de septiembre de 1988.
Madrugada

Será el día más terrible de toda mi corta vida. Ni siquiera cuando te encargaste de humillarme como lo hiciste con aquella bofetada y aquel insulto, que ha resultado profético, mira por dónde. Ni siquiera cuando leí en el periódico que, según vosotros, me habían secuestrado. Ni siquiera cuando me dejó Joaquín.

Menos mal que no soy supersticiosa....

A pesar de lo que te he dicho, bueno de lo que te he escrito, mamá, has de saber que me duele lo que he hecho y más ve dolerá lo que haga a partir de hoy. Es más, ya me está doliendo y no he empezado. En esta loca carrera a la que tu despotismo me ha llevado, soy la gran víctima. Si te queda algo de lástima en el pedernal que tienes por corazón (si es que hasta aquí no ha reventado), utilízala en tu hija. Tú única hija. Al menos, mamá, ten un recuerdo compasivo. ¿Quieres saber cómo me encuentro ahora mismo? ¿Quieres saber qué veo se miro dentro de mi corazón? Soy una cosa más dentro de las muchas que bullen por este Madrid caníbal y devorador. Me siento únicamente hembra. Hembra por cuanto mi cuerpo tiene una herida abierta en su centro, por donde cualquier hombre quiere entrar… Lo que interesa de mí, es el cuerpo y el sexo. Justo aquello que tú, durante toda tu vida, has intentado que no conociera, y no sólo que no conociera, sino que me asqueara o me asustara… Algo que, incluso, has procurado esconderme hasta que llegara la hora de consumar el santo matrimonio con alguna hombre de alta alcurnia digna y merecedora de mis gracias y de los honores de los Sebastián de Villa Franca del Arroyo, provincia de Euritmia. Y a ser posible, con mucho dinero como para poder revivir el añejo pasado esplendoroso de tan in-signe familia.
Pues bien, esto ha sucedido en el día de hoy, o de ayer si soy estricta con lo que dice el reloj: tu santa y obediente hija, la que estaba destinada al altar para convertirse en santa y obediente esposa, y la no menos santa y obediente madre, ha torcido el camino y se ha convertido en sacerdotisa del amor, meretriz, profesional del amor, chica de compañía, prostituta, mujer de alterne, esclava del sexo, fulana, zorra, puta... Como ves, habrá pocas profesiones que se puedan llamar de tantas maneras. En fin, tú me lo llamaste. Al fin lo has conseguido. Lo único que ocurrió es que te adelantaste unos meses a la realidad. Quizá eres vidente y no lo sabes.
Pero no te creas, ni por un solo segundo, que la culpa es mía, o por lo menos solamente mía. Aquí la única culpable eres tú. O por lo menos la mayor culpable…¿Te duele mamá?

Ahora estoy en otra habitación diferente de la de la pensión. Resido en otra calle. El ambiente es otro. La marginalidad ha quedado en el centro (curiosa paradoja). Esto es una zona de la alta burguesía. (Te encantaría, mamá). Estoy en una casa enorme, en dirección al norte, pasada la estación de Chamartín, en los aledaños de la carretera de Burgos. Se ve que la mayoría de la gente gana bastante dinero, que vive bien. Es un lugar discreto, cómodo, bien comunicado y donde pasaremos desapercibi-das. Está claro que en Jazmín se saben hacer las cosas. Por lo menos lo que he visto hasta ahora.
Aquí todo está limpio, y es nuevo. Todo tiene clase. Diríase que es lujoso, aunque es un lujo que, probablemente, sólo descubrirían los entendidos, pues es un lujo discreto y refinado. Una decoración funcional, austera, moderna y bella. (Si vinieras aquí, mamá, aprenderías decoración, algo de lo que tampoco tienes ni idea, por mucho que quieras presumir delante de tus amigas, que, por cierto, y aunque no tenga nada que ver con nuestro tema, tienen el gusto donde las avispas la gracia... Ya me entiendes). Apenas alguna reproducción de Dalí, o Picasso, Matisse, Monet, pero elegidas con gusto y sin apabullar el ambiente. Abundan los espacios libres, que buscan la claridad, el serenamiento del espíritu... Probablemen-te como contraste a la luz escasa y opresiva del club.
La habitación tiene una ventana que va a dar a un hermoso patio interior con mucha luz y muchos tiestos. En eso hemos mejorado también. Es un espacio levemente trapezoidal. Duermo en una cama amplia de edredón blanco y cabecero coordinado con el resto de la ebanistería de la habitación. Esta noche me han puesto sábanas rosa palo. (Me han dicho que las cambian cada cuatro o cinco días). El colchón es firme y cómodo, como he comprobado. Frente a la cama, justo a la derecha de la puerta según entro, tengo un armario de madera clara, creo que de cerezo, con tres cuerpos. El interior de unas de las puertas esta cubierto por un gran espejo. Me ha parecido imposible que pueda llenar todo ese espacio con mis pertenencias, aunque hayan aumentado en las últimas horas. En la amplia pared de la izquierda, un pequeño tocador con cinco cajones, a juego con el armario y con un espejo biselado estrecho, pero suficiente. Al lado de esta pequeña coqueta se sitúa la ventana cuyo marco es de madera de pino. La pared de enfrente a ésta, tiene un cuadro, creo que es una reproducción de un acuarelista inglés: representa un paisaje marino oscuro, pero plácido. Bajo el cuadrito han situado una mesa escritorio, donde ahora me hallo. Junto a la cama, una mesilla con dos cajones. En definitiva, una estancia confortable y suficientemente amplia para mí. El lugar de reposo del guerrero (de la mercenaria del amor).
El cuarto de baño lo tengo dos puertas más allá. Es decir, no al lado, para que no moleste, pero muy cercano. Existen otros tres cuartos de baño. Lo que está muy bien, con tanta mujer en la casa…Suerte que no tenemos que madrugar para ir corriendo al trabajo…
Cuando he llegado, me han dicho que sólo me preocupe de lo que me tengo que preocupar. Del resto nada de nada... Aquí estoy para reponerme del trabajo, exclusivamente. Mi única preocupación es ofrecerme siempre dispuesta, descansada, joven, divertida: nueva y fresca cada noche, por decirlo de forma gráfica, a cada uno de los clientes que vaya a desahogarse conmigo. O a lo que sea que van los hombres a estos sitios. O sea, que me olvide de limpiezas, compras, comidas, lavadoras, planchas, y demás actividades del hogar para las que me has estado preparan-do todos estos años con tanta dedicación, con tanto esfuerzo.

Me doy asco, es la única verdad de la que estoy segura. Mi consuelo es pensar, que falta menos para el catorce de julio de mil novecientos ochenta y nueve, y a partir de esa fecha, no tendré que contar con un trabajo de estas características para poder sobrevivir, o al menos me lo podré plantear. Porque, al menos, espero contar con el suficiente dinero. Es lo único que me alivia.

Vale de tanto rollo. A lo que iba, mamá, te tengo que seguir con-tando lo que pasó cuando acudí a la cita ¿Te interesa? En el fondo, creo que sí.

...Gracias al metro, llegué a la dirección que me habían facilitado sin gastarme mucho dinero. Se trata de una zona distinguida de Madrid. No me hizo falta nada más que salir de la boca del metro para darme cuenta del detalle. Una zona lo suficientemente tranquila y pacífica, como hasta ella sólo lleguen o sus habitantes, o los caballeros que vengan al club. Tal y como me indicaron por teléfono, cuando salí del metro, me dirigí a una calle que salía a mano izquierda. Una calle estrecha, limpia y tranquila. No daba el aspecto de dejadez, suciedad y abandono de las que vi por el centro. En el exterior no vi las huellas que se suelen observar por el centro, las huellas de la marginación, la delincuencia, la droga, la destrucción, la antesala de la muerte. Observé un anuncio luminoso sobre una puerta estrecha y negra: Jazmín.
Lo que me imaginaba. Por si en mi subconsciente había quedado alguna duda pueril o utópica, que no había quedado, claro.
Un temblor recorrió mi espalda. Uno más. Sentí un lejano grito desde mi interior que me decía que todavía estaba a tiempo, que me podía largar. Solo tenía que dar media vuelta. Estuve a punto de girar los ciento ochenta grados. Fue mi última oportunidad. Pero la rechacé. No lo hice. Algo más poderoso, me retuvo allí.

(No me importa ser machacona, mamá. Fue el odio que os tengo a ti, al abuelo y a papá. Os haré mucho daño. Además, la huida de Joaquín ha sido demoledora para mí. Ya no me importa el daño que me pueda hacer a mí misma. Todos me habéis arrojado de vuestra vida. Me habéis demostrado que soy un trasto que os estorba. Total, ya estoy hundida para siempre. He descubierto que la vida es una sucesión de engaños y aprovechamientos. Ahora, me toca a mí).

Llamé al timbre de la puerta. Un hombre algo mayor, con aspecto de camarero aburrido y cansado, me escrutó de arriba abajo, y de abajo arriba, e inquirió los motivos por los que estaba allí. A pesar de los años que aparentaba, descubrí el deseo revoloteando en sus pupilas, una mirada que se parecía mucho a algunas que me lanzaba Joaquín. Le indiqué, creo que con seguridad y calma, a pesar de que los nervios, que tenía una cita. Me franqueó, caballerosamente, el paso, seguro que contempló bien mi espalda…, y lo que no es mi espalda. Todo, sin que el cigarrillo que fumaba fuera desalojado de la comisura de sus finos y cuarteados labios que enmarcaba una cara, casi triangular y acartonada, de color ligeramente cerúleo. Me di cuenta de que no iba vestida para la ocasión. Mi cabeza no llegó a tanto. Iba, como decirlo, acaso demasiado sencilla y normal. Casi discreta.
Lo primero que vi de aquel local, cuando mi vista se acostumbró a la baja intensidad de la luz, fue un espacio cuadrado muy amplio. Sus paredes mostraban acuarelas, pasteles y aguafuertes de motivos eróticos y pornográficos. A aquellas horas, las luces que nos alumbraban procedían de unos globos blancos, que durante la noche no funcionan, según he comprobado, por lo que el aspecto de local es extraño. Por un lado, la iluminación blanca aséptica que le aspecto de biblioteca, o farmacia, por otro, las pinturas eróticas. Algo desentonaba. En uno de los fondos, existe un pequeño escenario con una puerta disimulada por unas cortinas de terciopelo rojo, rodeadas en el centro con un ancho cordón dorado. Bajo tal proscenio, cuatro peldaños más abajo, se forma un pasillo que parte el local en dos zonas simétricas, ambas flanqueadas por sofás y sillas, de aspecto cómodo y resistente, casi acogedor. Este espacio estrecho, enmoquetado en azul marino, desemboca en otra pequeña escalinata con otros cuatro peldaños, por los que se accede a otro escenario, un poco más hondo que el anterior, cubierto de cortinas, en este caso, de tono verde musgo, y también rodeadas por el mismo tipo de cordón dorado. Es decir, una pequeña pasarela con dos escenarios, uno en cada uno de sus extremos. No fue complicado imaginarse su destino. Supuse que, desde luego, no sería la decoración del local.
No fui la primera en llegar. Cuando entré, había otras dos chicas, una sudamericana y otra de aspecto no sé si centroeuropeo o eslavo. Durante unos minutos, que se me hicieron eternos, un denso silencio ocupaba el lugar, parecía que nos quería ahogar, era un silencio con premonición de sentencia dictada por un juez severo. Ninguna de las tres nos mirábamos... Al poco, del escenario de cortinas grana, surgió una mujer sonriente. Supuse que era la persona con quien había concertado la cita, y ante quien debía pasar examen.

No sólo nos examinaría, sino que se presentó como la encargada de aquel local. Y, por los ademanes, deduje que su dueña. De alguna forma, nuestra dueña. Nos dijo que se llamaba Madelaine. Era una mujer madura, aunque todavía atractiva, que, sin duda, se cuidaba con esmero. No era alta, ni baja. No estaba gorda, pero no era delgada, entrada en carnes, podría decirse, pero no fofas o fláccidas, sino más bien fuertes, a juzgar por sus brazos desnudos y lo que se apreciaba de pierna tras una atrevida abertura lateral. Parecía ir vestida para una fiesta. Quedó muy sorprendida de que una joven española con tan buen aspecto físico estuviera allí. Supuso, con acierto, que había gato encerrado, pero no indagó nada, al menos delante de las otras dos. Parece que voy a ser un filón para ella, pues, nada más verme (casi despreciando a las otras), exclamó con alborozo:
— Eres como la Venus de Botticelli. Les volverás locos. A ver niña, te tienes que desnudar y caminar por el pasillico.
El tiempo en Madrid no le había eliminado cierto acento maño. Ella se situó en uno de los sofás que está al lado de la pasarela, mientras, encendía un cigarrillo.

(Es increíble como en situaciones límite el ser humano se fija en detalles nimios. Por ejemplo, es la primera vez que me desnudo ante tres desconocidas, pues las otras dos chicas también estaban allí observándolo todo. Aunque bien pudieran ser cuatro personas, por cuanto aquel camarero podría estar por allí contemplando. La sudamericana se sonreía por todo. A la centroeuropea se le veía lánguida y melancólica. Pues bien, me fijé que el cenicero tenía otras cuatros colillas, con lo que supuse que el gran vicio de esta mujer era el tabaco. A los pocos minutos, he descubierto otro. También me fijé en que bajo la abertura de la falda, aparecía un liguero negro).

Nos dijo, que allí, donde estaba ella, se sentaban los clientes, que una parte del trabajo consistía en pasearnos por allí (normalmente con ropa interior muy sexy y altos zapatos de aguja) y ellos, elegían una, o dos chicas. Esto último lo remachó con un guiño que, supongo, pretendió fuese entre cómplice y divertido, pero a mí me asqueó.
De todos modos, ¿qué voy a esperar?, al fin y al cabo se trata de un burdel. Y si me contrataban, que era por lo que estaba allí, yo sería una puta, por tanto es lógico el lenguaje que utiliza. “Más vale que me acos-tumbre”, me dije.
Por un momento, pensé decir que las otras dos chicas habían llegado primero, que yo era la más joven, que no me importaba esperar. Pero acto seguido me dije que daba igual. De todos modos lo iba a hacer. Así que me desvestí, con cierto pudor, pero al final lo hice. Hay que reconocer que Madelaine tuvo paciencia conmigo. Estuvo callada aquellos minutos. Sentía todos los ojos clavados en mi cuerpo. Y notaba que el rubor subía a mi rostro. Al fin me dirigí a la pasarela. Me paseé con más miedo que vergüenza a la vista de estas tres mujeres y probablemente del camarero oculto, durante unos breves minutos que me parecieron años. Debieron de pensar que estaban viendo a un pato mareado. Creí que se me había olvidado andar. El resto de mi cuerpo es como si no existiera. No hice nada con él: ni con los brazos, ni con la cintura, ni con el cuello. Supongo que pensarían que era como un palo. Por fin Madelaine habló.
— Necesitas unas clases, hay que pulirte. Se nota que eres nueva en esto. Estaría por jurar que es la primera vez que te desnudas delante de alguien que no hayan sido mamá o el novio. No te preocupes, en quince días les volverás locos—. Lo volvió a repetir—. Les volverás locos... Primera lección que debes aprender. En este oficio la herramienta de trabajo es tu cuerpo, así que lo has de cuidar y engalanar, pero también lo tienes que saber vender. Sé consciente de que tienes un cuerpo precioso. Por cierto, Venus, así te llamarás desde ahora, no quiero saber nada de ti, y menos que nada tu edad. A cambio de mi discreción, tú te comportarás como es debido y no armarás ningún jaleo. Para cualquiera que te pregunte has cumplido diecinueve años, casi podrías decir que veinte. Pero da más morbo diecinueve. Y si te preguntan por tu nombre verdadero no se lo digas y si se lo dices inventa uno. Yo que sé, Elena García, por ejemplo, el que quieras. A cambio, si tú te portas bien no sucederá nada de nada...— Se sonrió felinamente, mientras me taladraba con la mirada—. Tengo mis contactos en el Ministerio del Interior. Unos contactos que conocerás muy pronto, por cierto… Bueno. ya me entiendes.
Lo cierto es que entender, lo que se dice entender, pues no, al fin, como quien dice, acababa de cruzar el umbral de la puerta de este mundo, y no tengo ni idea de cómo funciona; pero lo intuía, claro. Arrugó el en-trecejo ante el montón de ropa apilado en el suelo.
— No andas bien de vestuario, y supongo que de dinero. Si no, no estarías aquí. Espero que no seas drogadicta, al menos heroinómana. Lo cierto es que no tienes aspecto de ello. Si te gusta la coca no me importa mucho, incluso si quieres alguna rayita… Bueno, a lo que iba, luego me acompañarás. Ahora ven a sentarte a mi vera, Venus. Se entiende que te contrato..., bueno si aceptas las condiciones que os voy a explicar.
“Sí que ha sido fácil”, pensé, y no pude evitar otra idea cruel, “Por lo menos no me ha mirado la dentadura, como a los caballos”. A mi pesar sonreía, mientras recogía la ropa y me acercaba hasta aquel lugar. He de confesarte que me entretuve lo que pude para que me pudiese ver más de cerca. Continuó hablando como si tal cosa.
— Estas son las condiciones. Es que soy un poco lanzada. De paso vosotras también prestad atención, así no lo tengo que volver a repetir —. Se levantó para que la oyeran mejor. Aunque pudo ser para verme más cerca, pues yo seguía en la pasarela —. Se trabaja seis noches a la semana, desde las diez de la noche hasta las cinco o las seis de la madrugada. Se libra un día y medio seguido, siempre el mismo de la semana para cada una, salvo los fines de semana o vísperas de festivos. Del sueldo se descuentan cuarenta y cinco mil pesetas (1) al mes en concepto de alojamiento, comida y médico. El sueldo es un fijo de ochenta y cinco mil(2) al mes, más el cincuenta por ciento de cada servicio. El servicio normal es de veinticinco mil (3) pesetas. Aunque hay mucha variedad. Ya os enteraréis bien. El vestuario corre por vuestra cuenta, aunque yo lo revisaré personalmente. Os advierto, además, que las propinas forman parte del ingreso total, por lo que, si las hay, tendrán que entregármelas a mí los clientes, y no a ti. Lo que pasa es que tienen un tratamiento especial. De las propinas os lleváis el cincuenta por ciento. Como veréis este local, en realidad es un edificio de dos plantas. Por la puerta del fondo, la de las cortinas rojas se sube a las habitaciones en el piso de arriba. Y en aquella puerta — y me señaló con el dedo a una puerta que estaba a mano derecha según se entraba y que yo no había visto aún —, está un bar... Lo del bar no está autorizado, por tanto, aunque es un buen dinero, del que os corresponde dos copas por noche y el treinta por ciento, en función de las consumiciones que generéis, una vez descontadas las copas que consumáis por vuestra cuenta, claro, no debéis abusar de él, salvo algún día en concreto. Eso también lo iréis descubriendo. El restante porcentaje del bar es para los que le llevan: el caballero que os ha abierto la puerta, su hija, y la casa. ¿Lo habéis entendido?
Tantos números seguidos me mareaban. Pero los fundamentales habían quedado claros. Libres de todo, eran cuarenta mil pesetas fijas al mes, el cincuenta por ciento de cada polvo y el treinta por ciento de las bebidas que consumieran mis clientes en el bar, más dos copas cada noche. Si había propinas, de cada una el cincuenta. Puede que sea mucho o puede que sea poco, no lo sé. Nunca antes he tenido tanto dinero junto a mi disposición.

(Si se me da regular, querida mamá, pronto tendré más dinero del que nunca te has podido imaginar).
Después, las otras dos chicas hicieron lo mismo que yo. Primero la chica centro europea que hizo las cosas de muy mala gana y luego Sole que bailó con alegría y jolgorio. Y eso que no había música que sonara por ningún lado. Supongo que por ser sudamericana y mulata llevaba el ritmo y la música en el cuerpo.
A la chica centroeuropea la despidió con buenas palabras.
— Demasiada poca carne, y menos espíritu aún.
Musitó a mi oído pellizcándome suavemente el muslo derecho, mientras una mirada lasciva recorría mis pechos, todavía desnudos. En realidad sólo me había puesto las bragas. Al instante me arrepentí de tal audacia…Pero no tenía remedio.
La chica sudamericana, Sole, también se ha quedado en el club. A ella le ha puesto como nombre artístico Belinda, y ha dicho para justificar tal elección, “Tu risa suena como una campanilla. Y Belinda me suena a campanas”. Me gustó la idea. A parte de sus vicios, reconozco que tiene cierta sensibilidad. Tal nombre le ha hecho gracia y nos ha llenado el local con su risa cantarina, como rindiendo homenaje a Madelaine, y el constante vaivén de su enorme pecho negro, coronado por los pezones más oscuros todavía. Mientras Sole se reía, Madelaine me susurró al oído.
— Necesito un punto de exotismo. Si supieras lo que los hombres quieren... En fin, no te preocupes, que en menos que canta un gallo, si eres aplicada y pones un poco de imaginación, te haces con todas. Que conste que esta maña casi nunca falla.
A pesar de las advertencias que me había hecho sobre mi silencio, la he querido contar a Madelaine mi problema, sobre todo, porque necesito durante unos meses cambiar mi aspecto para conseguir llegar a la mayoría de edad. Le he explicado que este es mi único delito y con dieciocho años se acabaría el problema.

— Ay, Venus, hija — y me acariciaba mi melena —, con lo que me gusta este pelo negro... En fin —suspiró—, habrá que cortártelo mañana y teñírtelo de rubio, aunque con lo oscuro que lo tienes será necesario algún tiempo, en fin ya veremos—, subrayó—. Lo mismo, además, tenemos que ir a una óptica y comprarte unas lentillas de esas para cambiar el color de los ojos. De todas maneras, si en alguna ocasión vieras a alguien que te pudiera comprometer, antes de salir a la pasarela me lo dices y mientras no se ocupe con otra chica o se largue del club, pues no sales y en paz... Les vas a volver locos, Venus, hija, con este cuerpo que Dios te ha dado, y encima españolita, y sin malos rollos de droga, o enfermedades, con esa pinta de sana que tienes. Por cierto, lo de la edad no lo comentes con más personas. Hazte a la idea de que tienes diecinueve años.
Me acariciaba con la mirada. El vómito parecía acceder a mi boca desde el estómago, pero supe contenerme a tiempo. Disimulaba. Creo que, además de los clientes, tendré frecuentes trabajos extras y gratuitos con Madelaine.

(¿Qué te parece mamá? No te has muerto todavía. Espero que no. Espero y anhelo que te bebas hasta la última gota de todo el vaso, y creo que es bastante lo que te queda. Esta veneno lo has de tragar).

Esta es mi caída definitiva. Espero que este año, un poco menos, se pase rápido, y luego comenzar una nueva vida... (Eso sí, lo primero que haré en cuanto salga de Jazmín el próximo mes de julio será mandarte este cuaderno, querida mamá por correo urgente, certificado y con acuse de recibo, para entonces no importará que sepas mi dirección).

Empiezo a sentirme peor que un gusano, pero con el “cariño” que me tiene Madelaine estaré bien colocada en el local, suponiendo que no tenga caprichos del mismo género con las otras chicas, lo cual no es muy descabellado observando cómo sus manos se acercaban deseosas a mis mejillas..
Le he dicho dónde tenía el equipaje y que debía unas noches a la dueña de la pensión. he exagerado un poco el número de noches que debía. Se trata de ganar dinero, así que he procurado empezar temprano.
— No te preocupes, después de comer y de llevarte a comprar el nuevo vestuario, por cierto, por ser el primero correrá a cuenta de la casa, pero no se lo digas a nadie, vamos a la pensión, pagas, te despides, le cuentas que te vuelves a casa, y en paz. Si te he visto no me acuerdo.
No se pudo contener por más tiempo. Me ha besado en la boca. No ha sido un roce casual de labios, ni nada de eso, ha sido un enorme beso de tornillo. Un beso lleno de pasión y sabiduría. Un beso que ha re-corrido cada centímetro de mi boca sorprendida y aturdida. Un beso caliente y húmedo. Un beso largo y profundo. Un beso repugnante.
Creo que voy demasiado deprisa. Mejor dicho, creo que me llevan demasiado deprisa. Hace apenas seis semanas que he tenido mi primera experiencia sexual y resulta que ya puedo agregar a currículum vital relaciones sáficas, sin que yo sea lesbiana o algo parecida. Ni siquiera me imagino ser bisexual. Lo cierto es que me ha dado bastante asco, pero qué iba a hacer.  ¿Largarme? ¿Volver a casa...? ¿Robar...?

Belinda se reía tontamente, con una risa blanda, como por compromiso. Nos ha contado que tiene experiencia en el mundo de la prostitución, pero que las relaciones con otras chicas, siempre le ponen nerviosa. Sobre todo, cuando es espectadora. Creo que Madelaine ha estado por decir que se uniera a nosotros, pero me ha mirado y de algún modo, he transparentado el asco interno que aumentaba, tanto, que he estado a punto de no poder contener el vómito que me rondaba desde hacía unos instantes. Ya era demasiado tarde para retroceder...
Me he vuelto a jurar que con dieciocho años me despediré de aquel lugar. Aprovecharé para ahorrar. Sí, ahorraré para no tener problemas.

Después me ha acompañado a unos grandes almacenes. Antes ha despedido a Sole montándola en un taxi al que indicó la dirección donde ahora estamos. Previamente, creo, ha llamado por teléfono a esta casa y ha dado las instrucciones precisas...
— Tú, Belinda, como tienes experiencia, empiezas esta misma noche. Cuando llegues al piso, te organizas con Reme. Ella te explicará lo demás.
Nosotras hemos pedido otro taxi. Hemos pasado la mañana de comercio en comercio. No solo en grandes almacenes, sino en boutiques, tiendas especializadas en lencería, en fin, todo tipo establecimiento que tuvieran que ver con la moda femenina, sobre todo, la más sofisticada y atrevida. Donde había un modelo nuevo por estrenar que alguien en su sano juicio no se pondría por lo inmoral, salvo en íntimos momentos con tu pareja, allí estaba yo para probármelo. Nos dio tiempo, incluso, a entrar en alguna que otra perfumería.
Cada vez que me metía en un probador, acababa dentro conmigo para acariciarme, como accidentalmente. Pero, sobre todo, para comerme con ojos de lujuria y lascivia. En un momento determinado, ha debido percatarse de mi grima, de la repulsa que me daba, porque me ha dicho, eso sí, sin dejarme de tocar como casualmente y midiéndome cada centímetro de piel, conocedora de que tenía el poder sobre mí, pero con la suficiente paciencia para esperar a que la fruta esté madura.
— Querida niña, no te preocupes. Madelaine te quiere. Nadie te amará como yo. Te haré volar de placer. No te preocupes. Ya sé que ahora te repugna, pero acabará gustándote. Te lo garantizo. No sé si lo sabes, pero todos los seres humanos, en el fondo tienen tendencias bisexuales. Pronto estarás harta de la torpeza de tantos machos brutos y zafios, aunque tengan mucho dinero; buscarás, como compensación y alivio, las suaves manos de tu mami, de Madelaine.
Estuve por decirle que ojalá el cielo no lo permitiera, que los hombres me atraían, mientras que las mujeres me repelían sexualmente, pero me contuve. No tenía sentido, además podía ser contraproducente.

Para ser un regalo de la casa he de reconocer que mi vestuario ha aumentado considerablemente, y no sólo en cantidad, sino, sobre todo, en calidad y atrevimiento. Minifaldas cortísimas y ajustadísimas. Blusas esco-tadísimas. Largas faldas vaporosas repletas de aberturas casi hasta la cintura. Trajes de noche llenos de brocados, transparencias y profundos escotes, ajustados a mi piel. Un par de trajes de chaqueta por si, alguna vez, me contrata algún ejecutivo para acompañarle a algún sitio especial: cena de negocios, teatro, en fin esas cosas. De eso no nos había hablado en el club, porque, según me dijo, “Es algo muy raro para nuestro club, pero me huelo que en tu caso no será descabellado”. También me compró lencería fina, de encaje, con trasparencias, con brillos de satén, medias, y hasta ligueros, prenda que en ninguna ocasión me había puesto. Creo que en casa había alguno de mamá, pero no estoy segura. Se ha gastado una pasta. Fijo. Lo malo es que para salir a la calle no debo vestirme así, porque pueden detenerme por escándalo público. Debo comprarme algo cuanto antes, sobre todo de cara al otoño y al invierno, o no podré salir de la calle.

Acto seguido me ha llevado a comer. Una comida que no sabía que pudiera existir, y que soy incapaz de nombrar o de escribir. Del francés sólo sé que existe. Entramos en un restaurante presidido por conversaciones sostenidas casi en murmullo y arropadas por un suave hilo musical por el que se colaban obras de Mozart y Schubert, creo. Los comensales rezumaban elegancia y distinción en sus modales y en sus ropa. Para la ocasión estrené el traje de chaqueta rosa palo con los zapatos conjuntados (el otro que compró era de color negro), quizá de un corte demasiado serio y clásico para mi edad, que me hacía mayor de lo que era, e hizo que tras mis pasos se volvieran unas cuantas cabezas (no sólo masculinas). He notado que Madelaine sonreía ufana. Probablemente era la prueba que necesitaba para reafirmar la calidad del fichaje, y justificar un poco la inversión en vestuario que acababa de hacer. Dimos cuenta del exquisito menú servido en vajilla de lujo con esmero por profesionales a tono con ese esplendor.
Después del café he vuelto a la pensión.
Primero, lógicamente, me he vuelto a cambiar de ropa ante la alegría de Madelaine y mi repugnancia. Con buen criterio, Madelaine ha mandado parar el taxi tres manzanas más lejos del hostal y me he acercado hasta allí andando.
He intentado pagar a Isabel las noches que le debía, pero no me lo ha querido cobrar, detalle por supuesto que he agradecido a Isabel y he silenciado a Madelaine, total es una pequeña sisa, la segunda, a cuenta de los besos y miradas que ha robado a mi voluntad. ¿No me había dicho por la mañana que tenía que saber vender bien mi cuerpo? ¿No cobro por que utilicen mi cuerpo...? Pues eso.
Le he dicho a la buena de Isabel que iba a recoger el equipaje, porque como no encontraba nada, volvía a mi casa, en el primer tren que encontrara disponible. Le he dado sinceramente las gracias por su ayuda y discreción. Me ha mirado largamente, intentando adivinar, mediante un intenso y breve buceo en mis ojos. Al fin, tras un encogimiento de hombros, se ha despedido con cordialidad, y me ha advertido.
— Mila, no creo ni una sola palabra. Seguro que si llamo en un par de días a tu casa, no estarás. No me mires así mujer, que no lo haré, te lo prometo. Como creo que sabes lo que haces, adelante, ya eres mayorcita, a pesar de lo que diga el carnet. Eso sí, si crees que te puedo ayudar en algo dímelo, no lo dudes ni un momento, por muy complicada que te parezca la situación. Si puedo ayudarte lo haré. Si se me escapa el problema, por lo menos aquí tienes un refugio y un hombro donde llorar.
Tras una pausa que interpreté como que había finalizado de hablar, cuando me disponía a darle dos besos de despedida, ha continuado. Confirmando mis sospechas no ha creído que me fuera a largar.
—Ten mucho cuidado en esta ciudad, y nunca, nunca, pierdas tu autoestima. Si lo haces, es como si hubieras muerto, por mucho que respires y te muevas. Dará igual. Serás un zombi de los que salen en las películas de terror.
Creo que sólo se refería a la droga. Pero, a lo mejor sospechaba algo. Isabel es bastante más larga de lo que aparenta. Así que le dado dos besos de despedida y me he ido de allí bastante nerviosa e inquieta. Pen-saba confusamente, que para algunas personas, mi interior es un diáfano cristal.
Por fin, en el mismo taxi, hemos llegado hasta este lugar donde escribo. Me ha dicho que hoy descansara, que durmiera todo lo que quisiera. Me ha presentado a Reme y a las otras chicas y me ha mostrado el cuarto.
Tras la cena, he subido hasta aquí, el cansancio, sobre todo la tensión de estos días han desaparecido, aunque creo que me aparecerán otros. He quedado dormida hasta que el ruido de la puerta de la calle me ha desvelado.
También he sentido, antes de levantarme, el taconeo de las chicas, y unas cuantas risas, las de Sole. Parece que se ha integrado muy bien.
O sea, que más o menos, me acostaré un poco antes de amanecer. Eso coincide con lo que ha dicho Madelaine. En otoño e invierno será completamente de noche, por lo que será más fácil conciliar el sueño, pero en primavera y verano... Creo que esto es de locos.
Son las seis de la madrugada. La ciudad parece que despierta. El trasiego del tráfico aumenta. La ciudad honrada se despereza descansada tras la noche de reposo y comienza a producir. La ciudad golfa se echa en la cama, algo borracha y bastante hastiada.

Ahora estoy más relajada, creo que dormiré algo más...
Continuará...
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(1) O sea unos doscientos setenta euros, según el cambio oficial, de peseta a euro. N. del A
(2) Quinientos diez euros, aproximadamente. N. del A.
(3) Ciento cincuenta euros, más o menos. N. del A.
(4) Doscientos cuarenta euros. N.A


jueves, 18 de noviembre de 2010

Fin de trayecto. Tercera parte. Capítulo 26

Domingo, once de septiembre de 1988.
Mediodía.

Estoy temblando, diario. Como una gota de rocío en el borde de una flor. Creo que en estos instantes se esta jugando mi futuro. Y no exagero.

Hace unas horas, he visto el periódico que compré ayer en la silla de la habitación, y he decidido que lo voy a intentar por última vez. Me ha dado el pálpito de que es la última oportunidad. Si no lo consigo, ya me puedo despedir de esta habitación pequeña, limpia y luminosa. Ya me puedo despedir de la pensión que me ha acogido estas semanas y que todavía no ha sido afectada por el mundo de droga, prostitución y margi-nalidad que la rodea. Ya me puedo despedir de mis yonquis y putitas, que hasta me saludan cuando paso a su lado, sin miedo ya. Ya me puedo despedir de ese Madrid que ha fagocitado, insaciable, otro cadáver más.
El periódico parece que me miraba, parece que elevaba una voz oscura hacia mi entendimiento, voz tentadora.
Buscaba, ¿por enésima vez?, las ofertas de trabajo y encontré una en la que se solicitaban chicas de buena presencia para un trabajo de señorita de compañía. Ofrecen gran remuneración económica, no son necesarias ni experiencia, ni referencias. Más bien todo lo contrario, se garantiza discreción.
Estas palabras: se garantiza discreción, así como la alta remuneración ofrecida son el lado positivo, la parpadeante luz que me llama. Pero el lado negativo es tan evidente. Sé a ciencia cierta lo que piden. No estoy tan tonta como para no entenderlo, ni soy tan niña. No me engañan. Tampoco lo pretenden, claro. Ahí están las palabras, el que quiera interpretarlas de otra manera será su problema.
Hasta ahora me he ceñido a lo legal, pero estoy tan harta que este anuncio es como si me hubiera atrapado. Supongo que habrá habido en estas semanas bastantes más de estas características, pero no me había fijado en ellos. O no me había querido fijar. Pero estoy en el límite. Y, sobre todo, me duele el alma sólo de pensar que tendré que volver a Euritmia y enfrentarme a mi familia, habiendo sido derrotada, a Joaquín, a los amigos. No estoy dispuesta a tener que dar tantas explicaciones.

Dentro del estómago siento una punzada contundente, yo diría que de hierro. La boca se me ha secado. Un sudor frío recorre mi espalda. Jamás he tenido tan cerca la salida definitiva de casa, pero jamás he tenido tanto vértigo a lo que ello supondría, pues esa huida es lanzarme por el acantilado. No sé si el mismo que contemplaron mis ojos en agosto, u otro parecido, o peor... Y no sé si llegaré al mar, o me destrozaré contra las rocas afiladas.
Primero de todo, no sé si me aceptaran, pues lo mismo no se arriesgan con una menor, ya que sería añadir un delito a esa actividad que si no es delictiva, al menos bordea la ley, comenzaría una vida que me puede conducir al exterminio personal.

Lo segundo, suponiendo que me aceptaran es que no sé si soportaré sin destruirme lo que me espera. Como acabo de decir, ni estoy ciega, ni soy tonta. Sé lo que voy a hacer, por lo menos en teoría. Y es la degradación mayor a la que pueden someter a una persona.
En tercer lugar, si sobrevivo, ¿podré dejarlo el próximo catorce de julio, cuando cumpla dieciocho años? O será todo más difícil.
Cuando he leído el anuncio, he pensado en el dinero, y en que un año pasa pronto (En realidad, diez meses). El trabajo en sí mismo se podrá aguantar, digo yo. Según dicen, es el oficio más antiguo del mundo, por el que habrán pasado millones de mujeres a lo largo de la historia. Yo no sería más que otra gota de agua dentro de ese caudaloso río.

Volver a casa, que parece lo lógico, dada mi situación, se me hace imposible. Estoy segura de que me echan. O si no, me emparedan. Si en Madrid no encuentro trabajo, creo que Euritmia será peor. Además, querida mamaíta, tengo que demostrarte que puedo vivir la vida sin tu presencia carnívora y opresiva.
Antes de seguir con los pensamientos, me he desnudado ante el espejo, casi me ha dado vergüenza a mí misma contemplarme como lo he hecho.

Con este ajetreo por Madrid, he adelgazado, pero creo que soy vistosa y apetecible en conjunto. El óvalo de mi cara no resulta feo, casi al contrario. La mirada tiende a ser melancólica y he de destacar las pestañas que los dotan de cierta magia y sensualidad. Mis pechos, firmes, suaves al tacto, no son pequeños, ni grandes. Mi cintura ha perdido un par de centímetros por lo que se hace más cóncava y a lo mejor (o a lo peor) más atractiva para los hombres, que, al fin, es de lo que se trata. Mi pubis forma casi un triángulo perfecto, denso y oscuro. Mis piernas torneadas, musculosas sin exageración a causa del ejercicio, igualmente suaves al tacto, y largas, concluyen en un gracioso adelgazamiento del tobillo. Mis pies son pequeños, finos, alargados.

Releo las líneas anteriores. Siento rubor de verme así descrita…

He de hacer un esfuerzo por reflexionar. Seamos realistas. Me quedan dos opciones. Primera, volver derrotada y plegarme a los requerimientos familiares: verme abocada a la persecución y al odio, sobre todo, del abuelo pues el nombre y el sacro santo honor familiar ha sido difamado por mí para siempre, porque la salida de Joaquín a la palestra, ha cambiado todo, y no sólo, ya no hay delito, así que la poli, aunque me busque, no pondrá el mismo interés, sino que, además, se ha aireado mi deshonor. Toda Euritmia conoce que me he escapado con un jovencito sin oficio ni beneficio, y, además, ya no soy una joven intacta. Segunda, no rendirme y hacerles un daño atroz, más aún, aunque la primera víctima sea yo misma. Más daño aún. Que puedan morder el polvo, que sean incapaces de levantar la cabeza, cuando salgan a la calle, que no puedan mirar de frente a ninguno de los vecinos.

Esto es lo que debo valorar, si merece la pena arriesgarme tanto por este odio que siento. Aunque, a lo mejor no hay tanto riesgo, un año, pasa pronto. Después, con dinero ahorrado, puedo plantearme otras metas... Si hay un después.

(Mamá, el odio es el motor que moverá mis actos a partir de ahora. Si piensas que comeré de tu mano, te equivocas. No soy la servil palomita que imaginas. Sé lo que he leído. Sé a dónde voy. Tengo miedo, pues más abajo no podré caer. ¿O sí? Cuando leas todo esto (algo menos de un año), tu corazón parará. De un sólo golpe, te haré más daño que el que tú me has hecho a mí desde que recuerdo.
Nada tiene sentido para mí.
Vosotros me odiáis, Joaquín me ha dejado. No puedo volver a Euritmia. En Madrid sólo me queda morir. Antes de hacerlo físicamente, quiero que sufras más de lo que lo estás haciendo. No es justo que sea yo sola la que pene. A partir de este instante, solo tengo un anhelo. A partir de hora, y durante los próximos meses, me dedicaré a escribir con detalle cómo ha sido vejada y cosificada tu querida hija, a la que nunca supiste entender y la arrojaste al fondo del abismo. Y por añadidura cómo queda destrozado para siempre el honor de la familia, de la estirpe nobiliaria. ¿No era eso lo único que te importaba? Pues ahí lo tienes, formando parte del lodazal. Los Sebastián de Villa Franca del Arroyo, provincia de Euritmia, han caído en lo más abyecto. Simplemente quiero hacerte daño y juntar dinero para pasártelo por delante de los ojos algún día. Acaso más dinero del que te puedas imaginar, y nunca hayas visto, ni, por supuesto hayas juntado).

Después de comprobar mi estado físico, rápidamente, no me fuera a dar un ataque de miedo, temblando por la ansiedad, he salido a la calle. He rebuscado en el monedero. Desde la primera cabina libre que he encontrado, he telefoneado al número indicado en el anuncio.

Mi corazón latía desacompasadamente, incluso sin espejo delante, sabía que mi cara se había enrojecido y luego ha palidecido. Un sudor frío y pegajoso me recorría por el centro de la espalda y encharcaba las palmas de mis manos. Aquello no era precisamente lo que se entendía por una forma de vida, pero he pensado de nuevo, machaconamente (es mi único asidero), que diez meses pasarían pronto. Seguro que hay más de una mujer respetable y respetada, que no le ha quedado más remedio que acudir a los apestosos machos para equilibrar su economía. No en vano, todos dicen que de la prostitución, si no es en las esquinas de las calles, se saca buen dinero. Respecto de la moralidad, prefiero no hacerme preguntas. Intentaré evitarlas hasta donde me sea posible. Intentaré hacer un hueco en el alma. Sólo son diez meses, me repetía tozudamente.

Todas esas cosas las pensaba, a la vez, mientras escuchaba el sonido de llamada que daba al otro lado del auricular. Me impacientaba que no cogieran el teléfono, y, a la vez, me asustaba que lo hicieran.

La conversación ha sido breve. Quien me ha atendido era una voz femenina agradable que lo primero que ha hecho ha sido calmarme y hablar con cierta frialdad y distancia. Tras indagar mis propósitos, me han citado para mañana. Espero tener suerte. ¿Pero qué sería la suerte que me contrataran, o que no lo hicieran? Me quedan mil quinientas pesetas, exactamente las que le debo a Isabel por estas noches. Ya le dije que no comería en la pensión. Si lo de mañana no sale, se acabó. Está decidido. Lo escribí ayer, o antes de ayer, no me acuerdo y me reafirmo.

Te juro, diario mío, que si mañana no tengo trabajo, me voy a la poli y se acabó esta aventura. Habrán ganado. Mi límite está en la calle. He visto demasiado dolor, y demasiada destrucción. A eso no estoy dispuesta a llegar. Intentaré por todos los medios que no me envíen de nuevo a mi casa. Pero eso será otra historia, en la que de momento no quiero entrar. Como las chicas con las que me cruzo cada tarde, no acabaré. Eso lo tengo claro. Gracias a Dios, o a quien sea, yo no aguanto a tipos como los que tienen que aguantar ellas. Ni me pongo en la situación física y psíquica en la que ellas están metidas. Por lo menos, si tengo que poner mi cuerpo al servicio de los hombres, que tengan dinero y garantías, no lo que se ve por aquí. Al menos, aunque en el fondo, el trabajo sea igual de aberrante, si me aseguro un cierto nivel económico y sanitario tendré más posibilidades de salir del hoyo. Para ellas ya es imposible. Por lo menos, intentaré no destruir mi cuerpo.

Continuará...