Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

lunes, 31 de diciembre de 2012

Del color de la luz. 2007


Catalina sonríe plácidamente, mientras el sol del final del otoño acaricia sus dedos que se afanan en la labor, a pesar de que a estas horas vespertinas ya están cansados y comienzan a sentir pellizcos del viejo redolor que no se aburre y, contumaz, reaparece cada jornada. Mas, no le importa esa molestia. Está tan habituada a ella, que se sorprendería si un día no percibiera sus inquietos pasos dentro los dedos, a la altura de los nudillos, más o menos.
Al alzar la cabeza de la labor, a través de la ventana contempla el vuelo zigzagueante de unas palomas que huyen o acuden, esto es siempre complicado de dilucidar, a una cita inaplazable. Deja la aguja sobre el regazo y se hace más consciente de la ternura de este calor de sol sobre sus fríos dedos, de aspecto un poco sarmentoso. Quizá conviniera ser más precisos: no se trata de un pensamiento, sino de una sensación casi ajena a su persona, porque su verdadera ocupación mental tiene a su nieto por destinatario.
*
El agua tibia de la ducha cae sobre el cuerpo de Ariel. El viernes es el gran día de la semana. Los diecisiete años se enraízan con toda la plenitud del futuro alojada al fondo de unas pupilas verdosas. A Ariel le gustaría que el tiempo se estancara, que nunca se acercara el lunes. Puestos a pedir, tampoco le entusiasma que llegue el domingo por la tarde. Le fastidian las despedidas, y la tarde dominical es la despedida del fin de semana, la despedida del tiempo en que es lo que quiere ser.
Acaba de finalizar el entrenamiento del equipo. Mañana, al fin, será titular. El entrenador se lo acaba de confirmar. En cuanto que se junte con los demás colegas, se lo dirá a voces, a ver si es posible que también lo oiga Bea, y, de una vez, acuda a un partido.
El agua cubre su cuerpo fibroso, se desliza por cada poro de su piel y siente que, más que limpiarlo, lo acaricia. Está cansado, pero satisfecho. Mañana es el sexto partido de la temporada y hasta ahora ha chupado banquillo. Se ha esforzado durante estas semanas para que el ‘míster’ se fije en él, para que anote en su mente las infinitas ansias de ocupar ese puesto mágico del campo desde donde mejor se ve el juego. No lo tenía fácil con Iván, pero ese esguince, no muy grave, puede ser una puerta que se abre de par en par.
Sabe que es una oportunidad que no puede desperdiciar. La lesión de Iván es tan leve que en un par de semanas estará de nuevo en el equipo, justo al acabar las vacaciones navideñas; tampoco olvida que Charly, camuflado tras su sonrisa pícara y el brillo charol de sus ojos, está agazapado cual gato montés, esperando su traspiés. Estos pensamientos se le atoran en el estómago que se aprieta hacia adentro y se encoge. Algo que se parece en exceso a la de los exámenes finales, cuando uno se la juega de verdad. ‘Sí, como un examen’, murmura, y cierra los ojos por culpa de una brizna de champú…
Tendría que estar feliz, lo sabe: mañana, como regalo anticipado de Navidad, saltará a la cancha desde el principio luciendo el uniforme verde que les distingue del resto de conjuntos de la liga provincial juvenil; pero, no puede evitar la tensión y la preocupación.
No sólo es que Bea no le haga mucho caso, o que se sienta presionado por la responsabilidad, ya que lo de Iván sólo es para un par de semanas y Charly anda al acecho. El recuerdo de su padre es una comezón que llena sus neuronas de sombras frías y oscuras… Quizá tal recuerdo en este minuto sea, no sólo inevitable, sino necesario. Al fin y al cabo, fue él quien le metió el gusanillo de la práctica seria del juego, y que no se conformara con retozar por el patio del colegio o en una plaza de la ciudad; quien lo llevó a un estadio por vez primera, aunque fuera un campo de tercera división casi ruinoso; quien le regaló libros que explicaban sus misterios; quien le acostumbró a la lectura de la prensa especializada… Si su padre estuviera, le llevaría mañana al partido, no le perdería de vista, le animaría, le tranquilizaría. ¿Después de siete años, por qué le asaltan tales recuerdos, si su padre es un recuerdo imposible…?
*
La aguja de ganchillo reposa sobre su regazo, mientras, el sol sigue entibiando el redolor diluido de sus dedos. Sabe, a sus setenta y siete años, que no debería preocuparse tanto, porque si se compara lo que hace el chico con lo que se ve por la tele o lo que dicen continuamente en la radio, Ariel no corre excesivos peligros. Es un chico sano, hace deporte, como sus amigos, y no es mal estudiante, aunque podría serlo mejor. Sin embargo, no puede evitar cierto agobio cuando escruta sus ojos verdes, reencarnación de las pupilas del abuelo. Es un chico demasiado triste o preocupado… A veces triste, a veces preocupado.
Con un resto de pretérita coquetería, menea la cabeza y aleja pensamientos tan asotanados. Ariel no es triste, ni siquiera melancólico, simplemente añora, de vez en cuando a su padre, lo cual —bien pensado—, es lógico, puesto que un padre es siempre un padre. Los tiempos, murmura Catalina en un susurro creyendo que es un pensamiento. Los tiempos… El caso es que por unas cosas o por otras, la alegría nunca es completa.
Como si se tratara del mejor lenitivo, los dedos, a penas descansados, tornan a la larga aguja plateada que ya ocupa su posición entre el pulgar y el índice para continuar escribiendo un largo poema en lana Un poema sin palabras, puesto que Catalina, como todas las abuelas, ha descubierto que, al igual que el amor, los mejores poemas tienen que ver más con silencios que con palabras. A medida que su mano derecha traza breves curvas que rizan la transparente crin del aire, la lana esmeraldina se extiende, crece, dibuja grecas y arabescos y figuras geométricas. Los ojos de Catalina cuentan los puntos con la exactitud de tiradores de precisión y sabe cabalmente, sin necesidad de repaso, en qué momento ha de retroceder, o ha de descender o ha de cambiar el dibujo.
Algunas veces ciertos pensamientos, quizá los más pequeños, se enganchan en el cerebro y es complicado que salgan de allá adentro. Son como chinitas en los zapatos. Éstas son los cantos más diminutos de los caminos, pero los más molestos si llegan a entrar. A veces hay suerte y quedan ocultos en algún rincón del calzado; pero lo habitual es que rueden bajo la planta en un subibaja que provoca molestias e incomodidades de todo tipo, por lo que, al final, hay que detenerse, descalzarse, echarlo fuera. Así actúa esa idea nimia en el interior de las circunvoluciones del cerebro de Catalina. El caso es que por unas cosas o por otras la alegría nunca es completa, ha pensado, y este pensamiento rueda en su interior sin cansancio, provocando que sus labios lo musiten como una jaculatoria: el caso es que por unas cosas o por otras, el caso es que por unas cosas o por otras…
*
Ginés, el padre de Ariel, desapareció de improviso, sin avisar, o él, un niño entonces, no tuvo precisa noticia del asunto. Una mañana el rostro afilado, triangular, de profundos ojos oscuros, que le llamaban tanto la atención pues eran muy distintos de los suyos, se desvaneció de su perspectiva infantil. Aquella ausencia era notable, ya que su padre era la figura más destacada del horizonte de su infancia. Le preguntó a su madre, y le respondió el murmurio marino de unas lágrimas que rodaban mansamente por sus mejillas. Con diez años Ariel percibió un crujido violento en su interior, una sensación de vértigo doloroso.
Ariel hasta unos años más tarde no supo que la historia entre Ginés y Celeste había nacido con la fecha de caducidad escrita en el envés del recipiente. Su abuela Catalina se lo había explicado algunas veces, con esa voz dulce que ella tenía. Cuando lo hacía, no había ni amargura ni tristeza, era como si describiera el contenido de la cesta de la compra.
—La mirada de tu padre nunca me gustó, hijo. Sí, sus ojos eran muy hermosos, de eso no cabe la menor duda, pero siempre hubo algo que no me terminaba de encajar. Si tu abuelo hubiese vivido, lo habría dicho de otro modo más poético… Ah, es una pena que no hayas conocido a tu abuelo. Él habría dicho que detrás de sus pupilas había una profunda sima oscura y fría que conducía al egoísmo.
La temperatura del agua de la ducha se ha elevado, pero la joven tersura de su piel parece no percatarse de tal incremento térmico. Siempre que piensa en su padre, le ocurre lo mismo. Primero recuerda el instante de aquella mañana en que se dio cuenta de que su marcha era para siempre, pues las lágrimas de su madre no indicaban otra cosa; luego acude a su recuerdo la frase de su abuela y de inmediato, ahora mismo, como si al tiempo que el dolor se activara la medicina para aliviarlo, se presenta el recuerdo del abuelo Hugo, analgésico del alma… Un recuerdo que, en realidad, no existe en su corazón. Es una remembranza postiza constituida por los comentarios de su abuela y por la fotografía del salón de su casa. Como un disfraz alquilado.
Su madre no habla mucho de este hombre misterioso, pues, como ella decía, le duele mucho no haber disfrutado más de alguien tan especial. A pesar de lo cual, el retrato desvaído ocupa lugar preeminente en el salón. Encerrada en un anacrónico marco dorado, aparece la cálida sonrisa blanca de un hombre extremadamente magro, con un bigote claro sobre unos labios que Ariel ya sabe definir como sensuales. Hasta hace poco, simplemente eran gordezuelos; ahora ya se da cuenta de que ellos, vuelo de mariposas cárdenas, son señal de un hombre apasionado y voluptuoso.
Por extraño que parezca, y a pesar de ser su viuda, su abuela Catalina no para de referirse a él sin sombra de dolor, como si nunca le hubiese dejado de tener al lado, como si continuase compartiendo su vida con él. Ariel intuye que esa es la clave; ahora que siente algo parecido al amor (¿qué es, si no, el rostro de Bea ocupando su mente cada minuto?), comprende que su abuela no deje de hablar del abuelo desconocido y, al mismo tiempo, tan presente. Lo hace como él lo haría de Bea, si es que no sintiera una vergüenza ilimitada porque el resto del mundo descubra su secreto. Cuando la abuela Catalina se refiere al abuelo Hugo, parece que sigue vivo en su corazón.
—Tu abuelo —comenta— dice que lo más importante de esta vida es encontrar con quién compartirla. No importa el tiempo que tardes en ello, ni siquiera si te equivocas algunas veces. El camino de la vida no se puede recorrer en solitario, porque sólo giraríamos sobre nosotros mismos y no avanzaríamos. El camino hay que hacerlo de la mano de alguien, porque las manos están hechas para vivir entrelazadas a otras manos. El abuelo dice que los momentos de silencio, mientras se camina con alguien de la mano, son los instantes más hondos de la vida.
Algunas veces, su abuela se ensimisma, y, entonces, su sonrisa es mucho más hermosa y cálida, rejuvenecida; el vigor del recuerdo es tan poderoso que aflora la sonrisa de los treinta años, cuando Hugo y Catalina se conocieron en Buenos Aires, se casaron y fueron tan felices.
Ariel no comparte eso del silencio, pues no es amigo de estar con los oídos desocupados, pero sigue las explicaciones de la abuela con atención. Intuye un tesoro oculto que él aún no puede disfrutar, pero que debe almacenar, porque con los años le será útil.
*
—El caso es que por unas cosas o por otras la felicidad no es completa —murmura Catalina, sin darse cuenta de que lo hace en voz alta. De pronto, el sonido de su propia voz le sorprende en el silencio de la tibia tarde otoñal, la que inaugura el invierno. —Vaya —se dice— debo ser una vieja medio chalada, no me doy cuenta de que hablo sola.
Se levanta, cansada de permanecer tanto tiempo en la misma postura. Como siempre, dirige una sonrisa a la foto de Hugo, la misma que está en casa de Celeste, acompañada de un pensamiento. ‘Ya sé que me escuchas, pero no me digas que no es de locos hablar en voz alta cuando una esta sola… ¿Qué te parece…? ¿Le gustará…?’
—¡Cómo no iba a gustarle! Aunque, con tan pocos años, es poco probable que comprenda su sentido, pronto, cuando empiece a saber de las cosas que importan en la vida, se dará cuenta de todo lo que significas para él, y que esa manta de ganchillo, es el resumen de tu cariño por tu nieto.
Extiende la labor sobre la mesa, y la contempla a cierta distancia, tal que un pintor cuando se aleja unos metros del lienzo para analizar la obra en conjunto. No va mal, quizá algo lento, pero el vigor de los dedos no es el mismo que el del alma. Sus articulaciones no responden con la misma energía que transmiten sus latidos, como si por el camino perdieran mucha de su vitalidad, como si se atascaran en algún punto del trayecto que, por otra parte, no puede ser muy largo, pues su cuerpo cada vez disminuye más y eso que nunca ha sido un cuerpo grande. Pero en los tres días que faltan para nochebuena acabará con la tarea. Tiene que acabar.
El sonido de la cerradura le provoca una sonrisa melancólica. Por fin Celeste se digna a aparecer por aquella casa. Mientras contempla la figura de su hija, que taconea hacia ella a través del estrecho y corto pasillo que separa la entrada de la sala, intenta recordar cuánto ha transcurrido desde la última visita. Dos o tres semanas. Demasiado tiempo, sobre todo si ambas están solas, si viven tan próximas y la vida de Ariel, ya le deja mucho tiempo libre a Celeste… El rostro de su hija presagia marejada interior. Suspira hondo, le espera una tarde difícil, o eso intuye.
*
Ariel se encuentra perdido en medio de la multitud que, a las ocho de la tarde, deambula por la calle pintada de colores a causa de las luces navideñas. Camino del botellón del viernes, arroja sus ojos hacia cualquier silueta femenina que le precede, por si en alguna reconoce la imagen de Bea. Intuye que la encontrará antes de llegar al lugar de reunión. En realidad no es esa la premonición, más bien se trata de la necesidad de que tal casualidad se produzca. Luego, en presencia del resto del grupo, todo será más difícil, porque le ruboriza que los demás averigüen que siente algo tan especial por ella, pero más le avergüenza que ella no le haga ningún caso ante de los demás.
Al ser este viernes especial, el último antes de las vacaciones navideñas, parece que todo el mundo ha enloquecido y ocupa las calles como si hubieran prohibido permanecer en casa. El trasiego de personas le marea. Está algo cansado después del entrenamiento y después de toda la semana de madrugones para acudir al instituto. Sabe que no debe regresar muy tarde a casa, pues de lo contrario el partido de mañana será un desastre, pero también es consciente de que tiene que hacer todo lo posible por cruzar unas palabras con la chica. Al menos que sepa que mañana será titular, que antes del mediodía saltará al campo enfundado en su elástica verde para defender los colores del equipo. Supone él que, al conocer ella tal noticia, se alegrará y acudirá, tal vez, al estadio. Pensar en semejante posibilidad le enorgullece y le da alas. Al adivinar los ojos de ella puestos en sus ademanes sobre el césped, se da cuenta de que juega mejor, de que sus pases son precisos y definitivos, que ningún contrario lo supera, que su actuación roza lo memorable. Durante estos segundos en que la imaginación le lleva por estos derroteros, parece que acrece su estatura en una decena de centímetros y que mira a la mayoría de la turbamulta de paseantes por encima del hombro. Pero, inquieto porque se acerca al Descampado y no se topa con la joven, sus pensamientos se truecan en pálpito de fracaso que provoca su encogimiento físico situándolo a ras de suelo. Por alguna razón poco lógica cree que el éxito o fracaso de su actuación en el partido tendrá que ver con la presencia de Bea en el campo, más aún, por una presencia absorta en sus movimientos sobre el terreno de juego.
*
Catalina se apresura a recoger su labor. La sorpresa no sólo ha de ser para su nieto, sino para su hija; aunque, más que sorpresa, en Celeste busca evitar que comience a criticar la iniciativa. Intuye Catalina la burla filial, puesto que supone la abuela que su hija argumentará que para un joven de diecisiete años este regalo no es precisamente maravilloso. De hacer caso a los comentarios de su hija, tantas veces proferidos en su presencia, parecería que los jóvenes sólo estiman lo relacionado con música estruendosa, complicados aparatos electrónicos y cachivaches por el estilo… Misterios irresolubles para la abuela de Ariel. Sin embargo, en la conformidad del rostro envejecido serenamente que, a causa de una sonrisa casi perenne, presenta dos deltas de arrugas en las comisuras de los ojos, junto a las sienes ya plateadas, anida la seguridad de que su iniciativa no caerá en saco roto, sino que el joven aprendiz de futbolista y de hombre encontrará las caricias de su abuela escondidas, dispuestas y aún tibias, en la superficie de aquella manta de lana esmeraldina.
—Dichosos los ojos, hija. ‘
—Estos días han sido complicados. En el trabajo andamos de cabeza con el balance de fin de año y con todo lo de la casa y el chico que no es que ayude mucho. Vamos, que un día por otro…
—Excusas, hija, excusas, que cualquier pretexto vale para no venir a ver a tu anciana madre…
La sonrisa pícara de Catalina aúpa al rostro la escondida mueca de Celeste, que comprende la ironía materna.
Hacía siete años que Ginés se había marchado de su vida sin dejar ni rastro, y había logrado salir adelante con bastante gallardía, pero incapaz de eliminar de su mirada la sensación de fracaso que le embargaba desde aquella mañana en que descubrió el abandono del padre de su hijo. Nunca supo si había otra, si sólo es que se había cansado de ella, si había enloquecido de repente, o qué.
Sólo que su vacío era un marchito aroma de ausencia.
Nunca más volvió a hablar con él. Mediante un abogado que se puso en contacto con ella, supo que renunciaba a todos los derechos que pudiera tener sobre el hijo y sobre los bienes que compartían (en verdad, mínimos), le pedía que se olvidara de su existencia, y le proponía pasarle una pensión alimenticia por Ariel poco generosa, casi simbólica, pero suficiente. Ella lo aceptó todo sin rechistar, sabía que Ginés no podría dar mucho más.
Luego dejó el piso alquilado donde la pareja había vivido y buscó uno lo más próximo posible a la casa de su madre. La suerte vino en su ayuda, ya que, a las pocas semanas, apareció una vivienda en la misma calle en que residía Catalina desde que regresó de Buenos Aires, una vez fallecido Hugo, por tanto su propia calle de adolescencia, la calle donde había descubierto la amistad y el primer amor, no el de Ginés, precisamente.
La visita de esta tarde no es desinteresada o de cumplido. No puede permanecer más tiempo callada. Las novedades en su vida, como un hermoso castillo de fuegos artificiales, han estallado de golpe, y de repente, hace unos días…
Catalina rectifica la impresión que ha tenido al contemplar el rostro de su hija. La tormenta interior no se debe a sufrimiento o preocupación, sino a una explosión contenida que necesita salir al exterior o le reventará el corazón a causa de su intensidad. La sonrisa de Celeste es más cálida de lo habitual, y no le ha costado trabajo subirla a la cara, que muestra mejor aspecto del que tenía hacía unas semanas. Mientras recibe los besos de su hija, más bien un tenue roce de sus mejillas, dirige una mirada fugitiva y veloz a la efigie de Hugo que le guiña un ojo. ‘¿Ah, sí, viejo, o sea que tú sabes algo…? Ventajas de los muertos, al fin y al cabo estás en ambas casas, truhán’.
*
Sólo falta Vero, que está enferma, para completar el grupo de dieciséis que se reúne cada viernes en el Descampado para pasarlo en grande, como hacen otros grupos que se concentran por allí. Unas horas de esparcimiento fuera del control de los mayores.
A pesar de lo que piensen algunos adultos, confundidos por culpa de unos pocos, ellos no se juntan para beber por beber. En el fondo, casi no lo hacen. Chapas, Róber y Ariel, forman parte del mismo equipo, Asun y Laura juegan al baloncesto, Adolfo y Juanito se dedican al atletismo y Marta, Cuqui y Merche cada sábado entrenan en la piscina municipal; por no hablar de que Manolín y Botas salen juntos a montar en bicicleta. Un par de botellas de cerveza bastan para que el grupo lo pase en grande.
Ariel no está muy comunicativo este viernes. Chapas y Róber no dejan de mirarse extrañados. Después de que el entrenador anunciase la alineación, en la que figura su amigo como titular, no así Róber que no ha sido convocado, ni Chapas que empezará en el banquillo, Ariel se ha duchado a toda pastilla y ha desaparecido sin esperarlos. Sin embargo ha sido el último en llegar, y, en vez de contarle al resto semejante notición, parece triste, está silencioso, casi hosco. Chapas lo dice gráficamente
—Tío, parece que has aparcado a kilómetros de aquí, como si te molestáramos. Si me hubieran dicho que mañana jugaría de titular, ya lo sabría todo el mundo, no sólo estos, sino todos los que andan por aquí.
Ariel sabe que su amigo tiene razón, pero no le sienta nada bien que haya dado la noticia. Está a punto de enfadarse, y tan inapropiado sentimiento le encorajina más. Es el primer partido de la temporada en que será titular y no está loco de contento, todo por no haberse encontrado con Bea a solas.
Precisamente la chica le mira con más detalle que el resto, como si analizara en profundidad aquel silencio extraño.
—Si que es raro que no nos hayas dicho nada…, a lo mejor es que no quieres que vayamos a verte.
Ariel sabe que se ha ruborizado; el repentino calor que le ha azotado en las mejillas no es producto de la cerveza apenas probada que dormita aburrida en un vaso de plástico. Al fin contesta.
—¿Pensáis ir?
Lo dice de tal modo, clava con tal intensidad sus pupilas verdosas en las melosas de la chica, que todo el mundo entiende que no es plural la persona del verbo que su corazón conjuga. Bea también lo entiende y no aguanta plácidamente aquella mirada, fulgor felino de luna ardiente.
Su corazón ha adivinado hace semanas la inclinación del de Ariel, y no sabe si está dispuesta a acompasar el ritmo de sus latidos, porque tiene miedo a que todo sea un espejismo. También sabe que no puede mostrarse, de pronto, tan interesada en él: es agradable el cortejo silencioso y admirado del joven futbolista. Mientras murmura, apoya sus ojos casi dorados sobre una estrella lejana.
—Es que el fútbol me aburre, pero si vamos unos cuantos, podríamos pasárnoslo en grande, viendo a veinte tíos en pantalón de deporte, corriendo como niños detrás de una pelotita.
Ariel se sonroja de nuevo; Róber no acepta la burla.
—Tía, son veintidós, no veinte. Como no tienes ni idea de fútbol, no sabes lo que dices. Pareces una Maruja… ¿Cómo que corriendo como niños detrás de una pelota…? Has de saber que el fútbol es un deporte de equipo y que la estrategia, la táctica, la solidaridad y la imaginación, son importantísimas, qué digo importantísimas, fundamentales, para que un equipo pueda ganar el partido.
Parece un catedrático. Ariel sólo está pendiente de que alguien secunde la propuesta de Bea. Patri, que quizá ande en el secreto, por fin se une a su amiga.
—¿A qué hora es el partido?
—A las once y media —dice Chapas lacónicamente, pendiente de Ariel y de Bea, mientras, Merche le acaricia el cabello.
—Pues yo —murmura ésta— si queréis os acompaño, así somos tres.
—Como no estoy convocado —comenta Róber resignado— me siento con vosotras y os explico.
—Sí, claro —se burla Adolfo— tú haces de comentarista.
—Pues si vienes —desafía Róber— lo mismo aprendes algo.
Por suerte para Ariel se enzarzan en una disputa liviana que le permite abandonar el foco de atención. Él y Bea frotan sus miradas que amenazan con provocar un incendio de vastas proporciones. A Ariel, de repente, no le importa que los demás sepan o no sepan de su inclinación por la joven. La joven es consciente de que en cuanto una palabra brote de los labios del chico, tendrá difícil oponerse por más tiempo.
Al unísono, acaso tironeados por las sabias manos de un titiritero, se levantan y se alejan hacia un lugar más tranquilo. Nadie del grupo se sorprende.
Hay cosas tan claras, que no conviene comentarlas.
*
Celeste canturrea con el claro y transparente timbre de voz que el cielo le otorgara. El primer tono del teléfono le pasa desapercibido. El segundo lo ha oído, pero tarda en caer en la cuenta de la procedencia exacta de aquel sonido estridente que interrumpe la melodía de sus labios. Cuando el tercero comienza a agitar el aparato, ya ha llegado junto a él. Al colgar el auricular, la música que inundaba su corazón de destellos luminosos se ha esfumado. Desde el hospital le comunican que Ariel está en urgencias porque sufre una lesión de cierta importancia en la rodilla derecha.
Vuela hacia allá casi de cualquier manera, sin preocuparse por la falta de maquillaje en su rostro, sin darse cuenta de que no lleva pendientes, sin percatarse de que la chaqueta marrón combina mal con el pantalón azul; no es que los colores se repelan, es algo más impreciso, algo similar al estilo, al corte de las prendas, a las distintas épocas de cada una de ellas, al efecto que hacen sobre su persona. También ha tomado al buen tuntún lo primero de abrigo que había colgada en el perchero de la entrada.
Han asegurado que no es grave, pero hasta que no vea a Ariel con sus ojos, rima consonante de su nombre, no se convencerá. Ella es la verdadera traumatóloga del alma de su hijo. Han hablado de la rodilla y a ella le duele el alma, pues, inevitablemente se pone en lo peor: Ariel tendrá que dejar el fútbol, o sea que la verdadera lesión será en el corazón, y tal dolencia tiene cura lenta, difícil y, a veces, deja secuelas irrecuperables.
Ha sido una caída fortuita hacia la mitad del segundo tiempo. Según le explica el propio joven, con la voz velada por el dolor y la preocupación, estaba solo en el centro del campo y ha saltado para cabecear un balón que volaba por allí tras varios rebotes, tropiezos y rechaces. No ha impactado con el esférico, pues calculó mal la altura de su trayectoria, y al caer al suelo, lo ha hecho desequilibrado, con la mala fortuna de que la pierna derecha, la que percutió sobre el césped, lo hizo completamente rígida. El crujido de los tendones ha sido instantáneo y desde esa precisa décima de segundo sabe que se ha roto. Teme lo peor, pues el dolor es insoportable, pero, por el momento, no desespera. El médico no acude. La espera es hormiguero en pie de guerra a la entrada del estómago. Celeste observa cómo se inflama la rodilla, cómo palidece el rostro de su hijo.
El partido iba bien. Su juego, sin ser espectacular, era digno y nadie recordaba a Iván. Ganaban por dos a uno, aunque tal cosa dejó de preocuparle de inmediato. Sabe de sobra que se le ha acabado la temporada…, como mínimo. Ariel no quiere pensar más allá, no quiere que su cerebro maquine otras ideas más siniestras que aquélla, que ya es bastante truculenta. Vano intento. Oscuras intuiciones de futuro sin balompié ensombrecen su ánimo. Es consciente de que, si se trata de la tríada, sólo la pertenencia a un equipo de elite garantizaría la recuperación para la práctica del fútbol. Su único pensamiento es un deseo, que no sea la temida rotura de los ligamentos anteriores…
El doctor, tras la primera exploración, no parece muy optimista, pero no cierra todas las puertas.
—Lo primero, en todo caso, es esperar que baje la inflamación, después realizaremos las pruebas necesarias, para evaluar el alcance exacto de la lesión. Así que, de momento, durante una semana, reposo absoluto, inmovilizaremos la rodilla y ya se verá.
A esas alturas el entrenador y alguno de los compañeros han acudido a su lado. El partido se ha ganado, y su sustituto, Charly, ha jugado muy bien.
Piensa, mientras construye una fugaz sonrisa de compromiso, que aquel día no ha generado buenas nuevas. En realidad, las malas noticias comenzaron la víspera, cuando Bea, a pesar de su interés, no se decidió a darle el sí. De pronto, a la chica le entró miedo.
En la soledad de su habitación, repasa los acontecimientos desde la víspera.
—A eso de la media noche comencé a lesionarme —musita con una sonrisa triste.
Bea le dijo que tenía que pensarlo despacio, que nunca había tenido novio y que le asustaba la idea de salir con alguien. Sí, le gustaba, claro que le gustaba, eso lo veían todos, pero tanto como para empezar a salir los dos solos, ir de la mano por la calle, y todas esas cosas… A él le dolió, le dejó estupefacto la respuesta, pero aparentó comprensión. Intuyó que si forzaba la voluntad femenina, la negativa sería contundente, pero si dejaba las cosas en el lugar en el que la joven se sentía a gusto, conservaba intactas sus posibilidades.
No había dormido prácticamente nada.
Al saltar al campo, escrutó la poco poblada grada y vio que ella era la que faltaba. Estaban los demás del grupo que dijeron que iban a ir, pero ella no había acudido. Intentó abstraerse de ese nuevo contratiempo, pero el revés tenía la contundencia del granito. Notaba, mientras el juego se mecía a su alrededor, que no se centraba completamente en su desarrollo. No se distraía, no erraba lo fácil, sino que los pensamientos le fluían más lentos de lo que él hubiera deseado, le faltaba el toque de genialidad que siempre había soñado para un instante como aquél. De hecho, si no midió bien el salto, si cayó mal y si se rompió los ligamentos, se debió a que había un porcentaje no pequeño de su atención pendiente de la ausencia de Bea, porque, aún más que las palabras de la víspera, le preocupaba su ausencia en el campo. A lo largo de la hora precedente al momento de la rotura, la verdadera esencia de su pensamiento fue la ausencia del apoyo de los ojos de miel. En definitiva, su vida carecía de los cimientos que la sujetaran a la existencia.
*
Catalina menea la cabeza imperceptiblemente. En cuanto que ha observado el rostro de su nieto, ha sabido que el problema sería grave, si las peores noticias se confirman. No le ha hecho falta contemplar la hinchazón de la rodilla que, a aquellas horas matinales, ha descendido respecto de la víspera, para comprender que el verdadero chasquido, el más grave, ha resquebrajado su corazón. Una intensa punzada de dolor se ha alojado en Ariel al comprobar que el futuro es un arcano oscuro. Al escrutar con más serenidad el rostro juvenil, Catalina descubre una dolencia o una duda más honda que la causada por la caída. Intuye algo más. Conoce bien aquella clase de mirada. Es la mirada que provoca el frío del alma, cuando ésta se queda sin el cobijo que le sirve de tibia morada.
El helor de la ilusión perdida.
*
Era mucho más joven que su nieto, una niña de nueve años, cuando la carcasa de su mundo se le desmoronó, como frágil cáscara de huevo, cuando sintió la misma friura que atraviesa la respiración de su nieto. No era comparable, desde luego, pero los efectos devastadores podían ser los mismos, puesto que, en muchas ocasiones, no se trata de la objetividad de los acontecimientos, sino del modo en que afecten a los latidos del corazón.
Cuando cruzaron la frontera, en sus ojos aterrorizados, además de hambre y miedo, anidaban la confusión y el caos. Tales sentimientos se multiplicaban, porque, cuando tendía sus pupilas hacia sus padres, en busca de una explicación que estabilizara sus aturdidos pensamientos infantiles, en las retinas adultas encontraba el mismo miedo, igual vacío, semejante confusión, parecido caos.
Huían de la guerra a la que, según todos los indicios, le faltaba poco para concluir. En enero de 1939 hacía un frío temible. Se decía que Madrid no resistiría mucho más tiempo, después de la caída de Cataluña. Su padre tomó la decisión, igual a la de miles de españoles. Ellos, sin embargo tuvieron más suerte que la mayoría, pues su salida de España pudo ser por Portugal, donde tenían familia. A los pocos meses embarcaron hacia Argentina.
Se le había desmoronado todo su universo, aunque, y esta diferencia era importante para comprender el daño que tenía su nieto en el corazón, a su alrededor había demasiado sufrimiento y demasiada miseria como para que el dolor por la huida fuese irreversible. Cuando el dolor se comparte, hace menos daño. Durante algún tiempo, no obstante, todo fue muy difícil. Quizá si su edad hubiese sido otra, habría sido más simple; pero, justo cuando tomaba conciencia del mundo, éste se derrumbó a causa de un cataclismo.
Gracias a su padre comprendió que los asideros más sólidos del alma ni se tocan ni se ven ni pesan ni huelen ni saben a nada, si acaso, suenan a hermosas palabras, a caricias de mariposas en el corazón. Solía decir que hay muchas clases de mariposas y que cada uno tenía la suya, la que le mejor calentaba el corazón: libertad, justicia, entrega, ternura, igualdad, fraternidad, gratuidad, amistad, belleza, optimismo…
Recuerda Catalina que así se pasaban las noches en aquellos primeros tiempos bonaerenses. Antes de dormir, su padre, en vez de contarle un cuento, le decía
—Hoy te voy a presentar a otra mariposa, por si acaso es a sus alas a las que te tienes que subir.
Una noche le hablaba de la mariposa libertad, otra de la justicia, otra de la entrega… Eran todas maravillosas, las había de todos los colores: azules, rojas, blancas, verdes, amarillas, y las había como el arco iris, que eran las más escasas y poderosas.
Quizá no estaría de más hablar con Ariel de mariposas, al menos de su mariposa, la que le había aupado a ella por encima del dolor y los contratiempos, sobre la que aún vuela.
Tardó en encontrarla, mas, no desesperó, pues su padre le había avisado sobre este particular. La mariposa de Hugo: tan fuerte que pudo con el peso de ambos. Su vuelo era sosegado y nunca supo qué colores decoraban sus alas, probablemente todos, acaso eran del color de la luz. Su principal característica era que otorgaba capacidad de sonrisa en cualquier circunstancia, goce ilimitado de las pequeñas cosas, sentido de gratuidad de la vida que no espera nada a cambio de nada, aceptación de todo cuanto acarrea cada jornada, como si fuera un regalo, felicidad al contemplar la sonrisa ajena más que la propia.
*
Como todo adolescente, hasta ese momento, Ariel no ha caído en la cuenta de que los sesenta años de diferencia que hay entre ambos no son sólo un guarismo redondo que marca una diferencia de edad desmesurada. Como cualquier adolescente, tiene la sensación precisa de que la única vida es la suya, que lo único importante es su existencia. Nadie, y menos que nadie los adultos, y de estos los que menos sus familiares, conocen las cosas que él ya sabe; por tanto, nadie puede enseñarle absolutamente nada.
…Mientras sale de la habitación, en el breve trayecto recorrido por la anciana, tras sus pasos tenues, Ariel ve cómo titila un rastro luminoso, cual candentes esquirlas de oro. Hasta este momento aquella mujer era su abuela, un ser intemporal, al que quería con locura, pero que estaba lejos de su vida. Ella, la pobre, pensaba él, no entiende de nada: ni de Internet, ni de grupos de música, ni de fútbol, ni de botellones, ni de fiestas, ni de amores, ni de amistades, ni de desilusiones. Ella sólo sabe coser a ganchillo y cocinar manjares sabrosísimos. Cuando era pequeño no se despegaba de su lado. Sus padres eran un incordio, siempre le prohibían todo cuanto pretendía hacer, siempre estaban con el miedo en la punta de la lengua: Ten cuidado con esto, ten cuidado con aquello, ten cuidado con lo de más allá; sin embargo, la abuela no veía las cosas de la misma manera, y solía consentirle más. Con el tiempo, Ariel necesitaba volar, hacerse independiente. Sus amigos eran su mundo, eran el mundo. Ahora que el mundo se tambalea, ya que Bea no quiere ser el pilar sobre el que se sujete lo demás, lo que menos desea es escuchar a una vieja de setenta y siete años, al borde de su cama revuelta, cárcel opresora. Y si no desea la visita, menos aún que comience con su cháchara. ¿Qué sabrá ella de los afanes de un joven al que le han derrumbado el castillo que construía? Cómo va a solucionarle la maldita lesión de rodilla. Menos aún, cómo va a comprender que, si Bea no quiere salir con él, el mundo no tiene necesidad de continuar sus absurdos giros sobre su propio eje y alrededor del sol.
Diez minutos después, su abuela es otra mujer. Detrás de la redondeada cara de siempre, afable y dulce, tranquila y sonriente, ha encontrado una existencia inimaginable. Con su serena voz, le ha trazado el resumen de una vida que podría ser capítulo de una de las novelas de aventuras que lee, aunque se cuide mucho de que sus amigos lo sepan. Nunca se imaginó que su abuela fue niña que aprendió que uno puede viajar en la vida a lomos de mariposas de colores, y que cada uno tiene la suya, y que si se busca con paciencia y tenacidad aparecen. A veces, incluso, ocurre como con el metro o los autobuses, la mariposa de la infancia lleva a la de la juventud, cuyo trasbordo espera en la madurez.
Su abuela había encontrado una mariposa cuyas alas eran del color de la luz. Esta mariposa no era suya del todo, sino del abuelo Hugo, que la compartió con ella gustosamente…
—Bueno —ha confesado— la seguimos compartiendo, lo que ocurre es que nadie lo sabe, porque tu abuelo vuela conmigo y al morir adquirió el color de las alas de la mariposa.
Ariel la observa fascinado. Retorna el niño que con seis años miraba a la mujer como si siempre tuviera la respuesta a cualquier pregunta, la solución a cualquier problema, la caricia exacta en el momento preciso. Ahora las caricias son las palabras y siente que su efecto es más reparador, pues palpan con dulzura los latidos del corazón y sosiegan el ánimo.
Quizá no sea muy mala idea, se dice el joven mientras mira el rastro brillante que ha dejado su abuela al salir de la habitación, aprovechar estos días de inacción para aprender unas cuantas cosas y pedirle a su abuela que le cuente todo aquello del pasado: la huida a Portugal, el exilio a Argentina, la vida en Buenos Aires, lo de la mariposa con alas del color de la luz, lo del abuelo Hugo, el regreso a España…
Acaso el mundo sea algo más grande que el Descampado y unos ojos color de miel…
*
Catalina se apresura de vuelta a casa. Antes, entra en la mercería de la esquina. Menos mal que no ha acabado la manta de ganchillo. Ya no tiene sentido dibujar en el centro el escudo del equipo del nieto, como había previsto, ahora su escudo será una mariposa hermosísima cuyas alas serán del color de la luz…
Sólo espera que, a pesar del redolor viejo que no se aburre y, contumaz, reaparece cada jornada a la altura de sus nudillos, su nieto siempre encuentre las dispuestas caricias tibias de sus manos hacendosas en la superficie de la manta de lana esmeraldina…

domingo, 30 de diciembre de 2012

El llanto de Raquel. 2006


“Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que habría precisado por los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías:
Un clamor se ha oído en Ramá,
mucho llanto y lamento;
es Raquel que llora a sus hijos,
y no quiere consolarse
porque ya no existen”
(Evangelio de San Mateo, capítulo II versículos 16 al 18)

—Tras los ensordecedores gritos que nos desgarraron el alma, llegó el silencio… Un silencio denso y pesado que aplastaba los corazones llenos de rabia e incomprensión… Era una sensación de asfixia: la angustia que se arremolinaba en el pecho apretándolo, estrangulándolo… Estábamos vivos, sí, pero éramos poco más que aquellos cadáveres descuartizados de los niños.

La voz del anciano se desgranaba con la misma monotonía que la lluvia del otoño gris, con su tristeza, con su resignación oscura y tediosa.
La luminosidad de la mañana no ayudó a que las imágenes fueran menos crueles, simplemente porque no se podía atenuar el dolor, porque algunas veces el dolor es más contundente que todo y hace que respirar parezca una afrenta o una traición.
Le escuchábamos enmudecidos, como si hablar fuera una de las ignominias que no se pueden tolerar en tal situación. Era dolorosa aquella escucha, pero no se podía hacer otra cosa. Él, el anciano que había llegado de Belén, era el único con derecho a depositar en la brisa cálida de Egipto el recuerdo de las imágenes que nos causaban tanto daño. Los que nos arremolinábamos en torno a la monotonía de su voz opaca y cansada, tanto o más que su cuerpo, no queríamos saber más y, sin embargo, necesitábamos saberlo.
Había llegado a la hora de prima, junto con un grupillo que traía la muerte adosada a las espaldas; parecían vivos, pero estaban tan muertos como los cadáveres que habían sepultado en Belén de Efratá, la ciudad de Judá, la ciudad de David.
Miraba y escuchaba y me mordía los labios, porque, aunque no conociera aún los detalles, sabía con la certeza que imprime el latido exacto del corazón, igual que tú las sabes, las razones de todo aquello que nos tenía que contar. Y aunque gracias al Ángel del Señor, pasó de nosotros la espada del exterminador, no comprendía qué oscuros pensamientos decidieron a Herodes a cometer aquella barbarie.
*
—¡No es posible que esos malditos sabios no hayan tenido tiempo de regresar! ¡Belén está ahí mismo, tan cerca que casi alcanzo a tocarla con mis manos! ¿¡Es que en los reinos extranjeros no entienden el significado de las órdenes de un rey!?

En el palacio de Herodes la actividad ha variado de intensidad. Han desaparecido las risas fáciles, las pendencias de la soldadesca hastiada a causa de la inacción y del aburrimiento de la vida dentro del castillo del Tetrarca en Jerusalén. Hay más tensión, como si el aire estuviese cubierto de delgadas láminas afiladas que pudieran sajar los cuerpos si se las importuna o uno se acerca demasiado a sus aristas invisibles… Desde la visita de aquellos sabios astrólogos llegados de reinos lejanos, la mirada del rey vaga perdida, algunos, si pudieran decirlo sin temor a perder las vidas, murmurarían que en esos ojos anida la bestia hambrienta de la locura. Son constantes las idas y venidas de los escribas atemorizados, de los adivinos de su corte amedrentados por su voz encolerizada; si no fuera porque les tiene miedo, habría hecho venir a los sumos sacerdotes del Templo para que ellos también tomaran cartas en el asunto. Pero escuchó el consejo de Absalón.
No conviene, mi señor, había dicho su capitán, que esta noticia se propague por el reino, y ya sabéis, majestad, que, en cuanto Anás y su familia conozcan el mensaje de los viajeros extranjeros, todo Jerusalén y en pocos días todo Judá, todo Galilea e incluso todo Samaria, se mofarán de vos, pues dirán que hacéis más caso de las supercherías de labios extraños, que de la voz del Todopoderoso, bendito sea su nombre… Por no hablar, majestad, de lo que pensarán los romanos. Con toda este revuelo del censo andan los ánimos alterados, y una noticia como la que os han revelado podría enfurecerlos más aún… Recordad, Herodes, que el emperador está preocupado por este rincón de su Imperio, demasiado díscolo para su impaciente ánimo… Creo que desearía escuchar algo parecido para terminar de aplastarnos.
*
Llegaron los soldados de Herodes al galope, la polvareda se vio mucho antes que el atronador sonido de los cascos de los caballos inundase la aldea. Pero ninguno, ni los más ancianos como yo, podíamos imaginar a qué se debía aquella aparición. Quizá alguien pensara que algún sedicioso galileo se escondía en Belén, aprovechando la confusión y el trasiego de personas por la ciudad a causa del censo. Pero cuando los primeros alaridos de las mujeres acuchillaron la mañana, ya nadie pudo hacer nada. Ni siquiera hubo tiempo para que una sola madre salvara a su hijo de la muerte como hizo la de Moisés en la corte de Faraón.

Algunas veces los silencios son más elocuentes que las más hermosas de las palabras. Los silencios del anciano portaban todo el significado de las vidas que habían convertido en ausencias infinitas. Era incómodo, casi doloroso, esperar a que una frase viniese a ocupar el eco siniestro que había dejado la anterior, pero era imprescindible para que nada se olvidara, para que cada palabra se enterrara en nuestro entendimiento, cual semilla que germina en la entraña de la tierra. Eran silencios cuajados de espera, una espera que todos sabíamos que sólo podía conducir a acrecentar el dolor, la sensación de impotencia y de abandono y la sed de venganza por el oprobio recibido.
Nadie lo podía saber, ¿quién de aquéllos que escuchaban el relato del siniestro exterminio podría conocer nuestra historia?, pero empecé a sentir algunas miradas sobre mí, como si a pesar de estos meses algunos adivinaran que habíamos escapado de Belén tan a tiempo y nuestra huida hubiera sido la yesca que prendió la mecha de la ira de Herodes. Me figuraba que todavía tenía restos del polvo del camino pegados en la túnica, que en mis sandalias quedaban señales del camino que anduvimos. Ya sé que es una tontería, que nadie podría relacionarnos con todo eso, que sería un disparate, pues sólo nuestro corazón conoce de nuestra angustia, pero me sentí a disgusto.
*
—Majestad, Belén se vacía, ya no quedan descendientes de David que hayan venido a cumplir con el mandato del Gobernador. De los sabios que os visitaron, majestad, nadie sabe dar cuenta. Algunos recuerdan vagamente una presencia de algunos hombres de aspecto extraño, pero tampoco se le dio importancia a su apariencia, ni se preguntó por su identidad, pues la ciudad multiplicó por mucho el número de sus habitantes, y ya se sabe que el árbol de David, el tronco de Jesé, ha crecido abundantemente. Me dijeron, majestad, que todas las posadas se llenaron, que no había ni un lecho libre. Si una mujer hubiera querido alumbrar una nueva vida, no habría tenido sitio, salvo que lo hubiera hecho en alguna cueva ¿Quién haría tal cosa en su sano juicio?

La mirada enfebrecida por la ansiedad del Tetrarca de Galilea vaga perdida más allá de la pared que está frente a él. Diríase que está a punto de atravesarla con el fulgor ávido de sus ojos. En las palabras del soldado, más que sumiso, asustado, más que dócil, aterrorizado, el sanguinario ha descubierto la clave que le ayudará a extirpar de raíz la amenaza traída por aquellos hombres venidos de sus lejanos reinos. Si en Belén ya no quedan peregrinos, si sólo permanecen los nacidos en la ciudad, será fácil exterminar al pretendiente.
Sólo él, Herodes, es el sucesor de David y de Salomón, nadie más se puede arrogar tal título. Que nadie pretenda el trono de David, por mucho que haya nacido en su ciudad. Por mucho que digan los sabios que dijeron los profetas acerca de Belén de Efratá, él, Herodes, es el único rey. Nadie podrá usurparle su trono. Y tiene que quedar claro para todos los israelitas quién es el rey: él, no otro. Mucho le ha costado llegar hasta aquí, hasta al emperador ha convencido… No, ningún recién nacido de Belén pretenderá lo que tantos desvelos, tantos esfuerzos, tanto dinero, tantos sobornos y tantas vidas le ha costado… Después de esta determinación, no habrá oposición ni confusión ni dudas. ¿Quién de sus súbditos se preocupará por unas docenas de muertes?
¿Cuántos recién nacidos puede haber en Belén?
*
—Las mujeres rompían con alaridos negros el cristal de la mañana… Algunos corrieron a las cuevas de la ciudad por miedo a perder la vida… Otros, los más viejos, nos encomendamos al Todopoderoso, bendito sea su nombre, para que nuestra alma gozara de vida eterna… Pero nadie sufría ningún mal, salvo los más pequeños, los más inocentes, o quien se intentaba oponer a la crueldad sanguinaria de los soldados… Los niños de pecho fueron arrancados de los brazos de sus madres y pasados por la espada… Alguno con más edad, que correteaba asustado alrededor de las faldas maternas, fue degollado sin piedad… Más de una madre dio su último suspiro allí mismo… Las que quedaron con vida lamentan no haber corrido tal suerte, porque no hay consolación para ellas, porque los frutos de sus vientres han sido arrancados mucho antes de llegar a la sazón… Y la tumba de Raquel se turbó y de nuevo lloró por sus vástagos…

Era sencillo imaginar la escena, y por eso más doloroso. Si hubiésemos querido hablar o preguntarle al anciano, no habríamos podido, una zarpa nos atenazaba la garganta. ¿Recuerdas sus calles? Es difícil imaginárselas asaeteadas por el alarido del pánico, el piafar nervioso de los caballos, el tabaleo ensordecedor de los cascos, el llanto desgarrado, la sangre de esos niños derramada; es imposible que tanto horror quepa en la retina de los que la vimos no hace tanto bulliciosa de los descendientes de David, dispuestos a cumplir con el edicto del romano por muy estúpido que nos pareciera.
Cuando llegamos con la noche a punto de vestir a la ciudad, nos pareció hostil, ¿recuerdas? Nadie nos recibía, nadie nos acomodaba. Éramos una molesta presencia: una parturienta y su marido cuyas pertenencias eran una bolsa escuálida y un pollino. Todo era fiesta, ruido, algarabía, se escuchaba la música en las posadas. Habíamos llegado hasta allí, habíamos hecho todo el camino, ya no era cuestión de lamentarse por el edicto del Gobernador. Llegaba tu hora y no había sitio en ninguna de las posadas. Menos mal que en aquella cueva, donde encerraban a los animales hubo un hueco suficiente.

*
—¿Dices que ya han marchado los peregrinos? ¿Qué no queda rastro de forasteros? ¿Estás seguro de que no hay galileos? Ya sabes que son pendencieros y mira que no quiero una sedición en mi reino… ¡Llamad al asirio! Es el único capaz de adivinar el porvenir.

No es frecuente que sea requerido a estas horas. Hasta que la noche no acaricia la faz de la tierra, se dedica a sus estudios, elabora sus complicadas tablas, interpreta las señales celestes. Algo grave sucede en palacio para que el Tetrarca rompa sus monótonas costumbres. Algún problema de estado que requiera de sus servicios.
A pesar de su baja estatura, y de que camina más encorvado de lo que sería menester para un mago de la corte del rey, sabe que su presencia es temida por cualquier adulador del séquito del monarca; es consciente de que muchos tiemblan antes incluso de que sus palabras atraviesen la garganta. Lo sabe y disfruta de ese poder… Si el rey supiera… Pero mejor que no sepa…
Las cartas han hablado con claridad, y con más claridad aún los astros que iluminan la noche y que escriben sus discursos con tanta sencillez como dicen las cosas los niños. Pero sólo unos pocos saben interpretar sus signos, y no conviene que se sepa el modo de desvelarlos, entonces cualquiera podría conocer el significado profundo de cada vida, incluso su destino…
Mientras camina hacia el Salón del Trono, comprende que es mejor que a veces no se sepa toda la verdad, incluso que no se sepa la verdad. De lo contrario se desmoronarían los frágiles equilibrios que se han creado con los años. Además, como todos los verdaderos sabios conocen, nada que se haya escrito en el cielo, podrá ser alterado en la tierra. Esos designios son inmutables, como se suceden con precisión exacta e inalterable la noche y el día, sin que el poder de los humanos pueda variar tan simple hecho…
Empieza a estar harto de este juego que, sin mentir del todo, oculta el verdadero significado de lo que ha descubierto, tal que si enterrara un piedra preciosa en un inmundo lodazal.
*
—Algunos oyeron a algún soldado decir que el rey aseguraba que entre los menores de dos años nacidos en Belén, había uno que se proclamaría verdadero rey de los judíos, y ante tal traición y tal sedición, había que actuar con la contundencia propia de los reyes que quieren evitar posteriores daños más graves a sus súbditos… Algunos dicen que eso es lo que el rey dijo…

Tras estas palabras el primer murmullo encabritado afloró en el grupo de los que escuchábamos apesadumbrados. A pesar de que el miedo me invadía con intensidad, miré al rostro del anciano. Creo, por lo que descubrí, que llevaba rato fijándose en mí. Sabía lo que decía, sabía a quién se lo decía, estoy seguro. Pensé que acabaría por volver contra mí a todos los que, como yo, escuchábamos amedrentados la historia, mas guardó silencio. Alguno hubo que se fijó en la dirección de su mirada, y me observó con curiosidad. Creo que nadie adivinó nada, y simplemente supusieron que se trataba de un rostro que le era vagamente familiar a ese hombre anciano.
En sus ojos había más estupor e indignación por las palabras del viejo que por mi presencia. Al fin y al cabo, como ellos, soy un vulgar artesano judío que, como tantos, intenta dar de comer a los suyos en el poderoso y bien surtido de trigo reino de Egipto. Un pobre inmigrante que tuvo que abandonar la tierra de sus padres.
No reconocí en su cara ninguno de los rostros de los pastores que se acercaron con sus ovejas a hora tan intempestiva y con aquella historia de cánticos celestiales prendida de los labios. Quizá fue uno de los que visitó la cueva atraídos por tal presencia, mas no le recuerdo. Tampoco le vi en ninguna de las posadas en que nos negaron el sitio. Para mí es un rostro desconocido, un anciano como otros con el que nunca me había cruzado. Sin embargo, él me conocía. Lo supe con certeza entonces. Sospeché que no vino a denunciarnos o a increparnos o a vengarse; pero tampoco supe a qué había venido. Quizá sólo huía del dolor. No intuí en ese momento que traía una esperanza guardada en sus entrañas.
*
—¿Por qué amargarle con la verdad? Su vida afronta la desembocadura, su hijo conocerá a ese nuevo rey… No entiendo el significado real del mensaje escrito en las estrellas… Ha nacido un rey, pero un rey distinto, un rey eterno, indestructible, aunque acabe muerto… Me hago viejo y no interpreto bien las señales… La verdad me supera.

De vuelta a sus aposentos, el astrónomo piensa con horror en el rostro del rey, en su gesto hosco, contraído y aplastado por el miedo y la sed de venganza. Él, experto en interpretar el lenguaje de los astros, es incapaz de adivinar el significado de una mueca, de una mirada intensa o de una sonrisa aviesa. Él, conocedor de los arcanos del cosmos, es analfabeto del alma humana. Pero sabe que hoy ha provocado con su media verdad, con su afán de evitar la amenaza a causa de una historia que no le atañe, un hondo terremoto en el irascible corazón de Herodes.
Las palabras de la divinidad, piensa, nunca se contradicen. No es lo más importante que se escuchen al contemplar las estrellas, o al desentrañar libros santos. No es decisivo el lenguaje que se utilice, sino su contenido. Ese Dios, da igual su nombre, Zoroastro, Yahvé, u otro, se comunica con todos para que todos entiendan, para que, como dice el libro de los judíos, hasta los niños de pecho le alaben. La estrella decía lo mismo que el profeta. No hay duda. ¿Cómo revelarle eso al rey y vivir sin formar parte del grupo que encuentre y extermine a ese recién nacido que será la salvación del mundo?
Él no puede ir más allá. Sólo puede determinar que la estrella apareció en el cielo hace un par de años, más o menos, el resto, son conjeturas  a las que ha llegado, por simple deducción…
Quizá no me haya equivocado al decirle que el supuesto rey ha nacido durante estos dos años…
… Mas, por alguna razón no tan misteriosa, se siente feliz y aliviado al no vivir en Belén y, sobre todo, por no tener un hijo menor de dos años… Sabe mejor que nadie que el afán de poder no tiene límite en el corazón del monarca…
*
—¿Os habéis preguntado alguna vez, cómo se puede consolar el dolor de una madre que ha visto morir a su hijo…? Es algo imposible, como intentar que la corriente de los ríos suba por la montaña, en vez de descender por su ladera… Da igual que la madre aparente una calma resignada, da igual que su rostro no sea surcado por infinitas lágrimas o que su garganta no sea cruzada por gritos que acribillen los corazones, da igual, su dolor es incurable… ¿Qué hacer entonces, decídmelo si sois capaces, cuando la madre ha visto que a su hijo se lo arrancaban de los brazos y entre terribles alaridos era atravesado por la espada…? Jamás la ciudad de David ha visto semejante oprobio… Jamás los pobres han sido pisoteados de este modo por el caprichoso mandato de un rey sanguinario… Hasta la tumba de Raquel gimió y lloró de nuevo, aquella madre de nuestros patriarcas que también sufrió el dolor por causa de sus hijos…

Su voz arreciaba, se endurecía. No era ya el tono pausado, opaco y cansado del que había comenzado a hablar. Era como si pequeños estiletes le nacieran de su garganta y se nos clavaran en los corazones con la certeza con la que los lanceros dirigen su mástil hacia el enemigo. El anciano no era sólo voz, sino que su mano comenzaba a acompañarle en sus explicaciones. Al seguir el destello que dejaba en el aire el gesto de esa mano, que más parecía un sarmiento con vida propia, me fijé en la mujer. Estaba a su lado, tenía el rostro alzado y pálido y sin expresión, como si su corazón se hubiera retrasado o se hubiera perdido en otro lugar, como si allí estuviera dispuesta a dejarse caer y confundirse con la arena del desierto. Su cuerpo estaba junto al del anciano, pero ella nunca abandonó Belén.
Tuve dolor por ella. Una profunda incomprensión, una impotencia profunda se adueñó de mí. Comprendí sin esfuerzo el misterio de esa oquedad helada de su mirada, y temí que también ella me reconociera, aunque su rostro tampoco me resultaba familiar. Su presencia era el testimonio irrefutable de un horror. Pensé en el niño que tienes en tus brazos y sentí vergüenza de mi alegría.
*
—Parece, Absalón, que no ha quedado clara la orden que te acabo de dar… ¿Dudas en cumplir la orden de tu rey…? Eso es nuevo, Absalón, fiel servidor de mis designios. ¿Quizá no has entendido…? Me extraña, pues no eres soldado torpe, ni perezoso para obedecer. Lo repetiré, por si tus oídos estaban distraídos y tardo tu entendimiento: ¡Que mueran todos los menores de dos años que encontréis en Belén y sus contornos! ¡Recorred cada casa, repasad cada calle, que no quede ni un establo sin visitar por mis soldados, que no dejen de hollar mis caballos ni un sendero…! Es mi orden, Absalón, ¡cúmplela! …¡Ay de ti, maldito: si descubro un niño con vida, pagarás con la tuya por tu desobediencia!

Le gustaría gritar, negarse, discutir, intentar convencerle del dislate, incluso prefiere que la muerte le abrace a tener que encabezar el grupo de soldados cuya única misión será sembrar dolor, destrucción, muerte… No, quizá a tanto no llegue. Al fin y al cabo es un soldado fiel, un hombre acostumbrado a obedecer ciegamente los designios de un ser que tiene el poder sobre él para que siga respirando o para que otro le corte la cabeza. Esa mirada sanguinaria no ofrece dudas, hay una determinación incontestable; cualquier oposición sería como intentar detener una tormenta de arena del desierto con un simple escudo, o como parar un rayo extendiendo la palma de la mano.
¿Quién es él, Absalón? Un pobre capitán de un escaso ejército cuya misión es proteger a su rey, pues reino, lo que se dice al reino lo protege el verdadero amo del Imperio. Un poco más allá está el ejército romano, el verdadero dueño de todo cuanto sus ojos abarcan. Pero para que su cabeza continúe sobre sus hombros, no puede contradecir la mirada de sangre que se ha estrellado contra la suya. ¿Quién es él, Absalón, para pensar, ni siquiera para soñar, que la orden es el mandato de un asesino enloquecido? ¿Quién podrá acusarle a él, Absalón, un pobre capitán de Herodes, de que va a ser cómplice de una atrocidad?

*
—Ellos tuvieron la desgracia de nacer en el tiempo de la estrella, cuando el cielo conoció y transmitió a su modo misterioso que se ha acabado el dolor y el sufrimiento, cuando el cielo anunció que había llegado la salvación… Pero era un mensaje oscuro, pues sólo en lo más intrincado de la noche se podía leer, y era una noticia que los esbirros del Maligno no podían tolerar… Nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos nacieron en la hora en que llegaba de la luz y el Maligno temió porque su poder fuera desbancado y contraatacó con la saña propia de sus huestes.

Ahora sus ojos parecían de fuego, ya no estaban sólo ocupados por la sombra del horror y de la desesperación y de la angustia; en sus pupilas asomó también, como asoman los primeros brotes de los árboles al comienzo de la primavera, un nuevo brillo, un relámpago que se parecía al resplandor de la esperanza.
Entonces sentí con contundencia cómo escrutaba mis más íntimos pensamientos. Nunca he conocido un profeta, pero diría que ese chispeo de sus pupilas se correspondía al fulgor de la mirada de quienes transmiten la luz del Altísimo. No sé si fue a mí sólo a quien me lo pareció, pero hubo otros ojos que tornaron hacia mí su atención; era más bien extrañeza o sorpresa lo que ellos reflejaban.
La mujer también buscó el nuevo esplendor de la mirada del anciano, encontró el sendero por el que transitaba su nuevo fuego y se topó con mi rostro. En su faz no había la misma determinación abierta a la esperanza que mostraba el anciano; como lo hacen las dañinas tormentas, acrecía en su femenil rostro, tenso y fustigado por el dolor, la desesperación, el odio, la sed de venganza, formando un amasijo de pensamientos que la sepultaban en su propio interior y la impedían salir de aquel fangal.
Soporté con entereza la mirada del hombre que hablaba cada vez con más determinación, pero la ausencia de aquella mujer se me clavaba en el estómago cual punzón bien afilado… Sentía el sendero que la herida de su mirar ausente dejaba en mis entrañas.
*
Belén, apenas a un par de leguas de Jerusalén, es una comarca de muy fácil acceso para una tropa de soldados bien entrenada, bien pertrechada y con deseos de acción, pues desde hace tiempo este ejército languidece en actividades insustanciales para soldados aguerridos: se dedica a patrullar por los caminos de Galilea o sestear en Jerusalén, cuando Herodes decide bajar hasta allí, o a espiar a supuestos profetas que claman justicias y penitencias por los desiertos, junto a sedientas orillas de ríos. Pero en esta mañana de sol espléndido, una sombra entinta sus miradas normalmente feroces y ávidas de sangre. Por mucho que Absalón les haya transmitido que se trata de órdenes regias, por mucho que les haya explicado que se trata de abortar una traición contra el trono, por mucho que les haya amenazado con sajarles el gaznate si no cumplen con las órdenes, hay un no sé qué de queja en sus miradas quietas. Sólo la contundente amenaza en caso de que incumplan una orden tan tajante, cual corte de sus afiladas espadas, les acalla la voz y no detendrá el exacto movimiento de su brazo. Se trata de exterminar a niños… No, a recién nacidos que apenas habrán dejado de amamantarse de los pechos de sus madres. No es esta misión para un soldado, ni siquiera para un soldado que entre a saco en un poblado derrotado… El verdadero soldado, un soldado valiente, aunque sepa que lleva la muerte alojada en la empuñadura de su espada presta para avanzar hasta el corazón del adversario, guerrea contra enemigos semejantes cara a cara, o galopa en veloz persecución tras traidores taimados, o se defiende de ataques de otros ejércitos sanguinarios… Es verdad que en el oficio de la guerra poco importa la justicia o la verdad o la razón, son palabras desconocidas para las espadas o las lanzas o las flechas. Pero desde siempre se sabe que es una ignominia enviar a un ejército contra niños o mujeres o ancianos indefensos, inermes como juncos de ribera.
*
—Herodes, ha de morir en breve; lo hará pensando que ha abortado una traición, seguro de que su extirpe seguirá reinando en Galilea por los siglos, incluso con la esperanza de que todo Israel vuelva bajo su trono y para ello, confía en que los romanos, esos malditos, acrezcan su poder… Pero ni este Herodes, ni el Herodes que le siga, oráculo del Señor, saben que la mano del Altísimo es fuerte y poderosa, ni saben que nuestro Dios ha puesto su mirada en los desposeídos y ultrajados, ni se imaginan que enaltecerá a los humildes y humillará a los poderosos y cumplirá sus promesas eternas y salvará a su pueblo de sus enemigos, dará de beber al sediento y de comer al hambriento y actuará con misericordia con sus humildes, con los desterrados, con los que hoy gritan con clamor pidiendo justicia y pan… Porque, oráculo del Señor, la espada del tetrarca no ha rasgado el corazón del salvador, que aún está entre nosotros y caminará delante para preparar los caminos del Señor y transmitir la noticia de la salvación por el perdón de sus pecados… Porque, oráculo del Señor, las entrañas de misericordia de nuestro Dios son infinitas, y harán que nos visite una Luz de lo alto, que ilumine a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte y guíe nuestros pasos por el camino de la paz... (1)

Sentí que sabía más de lo que aparentaba. Sabía todo, y lo entendía mejor que nosotros. Respiré tranquilo, pues no ha llegado hasta aquí para pedirme cuentas por mi huida, pues no trata de vengar en nuestro hijo la vesania de ese rey sanguinario. Más bien llegó hasta aquí para recordarnos el camino, para saber que hemos de seguir con esta labor, pues pende de nosotros que los designios del Señor no sean torcidos, ni su voluntad forzada.
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(1) Versión libre de dos archiconocidos fragmentos del evangelio de San Lucas: el Magnificat, oración de alabanza puesta en labios de María, y el Benedictus, otra oración de alabanza, esta vez en boca de Zacarías. (Evangelio de san Lucas capítulo 1 versículos del 46 al 56 y en el mismo capítulo los versículos del 67 al 79).  N del A