Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Aviso


Con motivo de la celebración de las fiestas navideñas y dado que suelen haber viajes y otras circunstancias la publicación de la novela se reanudará el próximo día cuatro de enero de 2011, martes, con el siguiente capítulo.
FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO NUEVO...

martes, 21 de diciembre de 2010

Fin de trayecto. Cuarta parte. Capítulo 40

Viernes, tres de febrero de 1989.
Media tarde.

Vuelvo, lentamente, hacia mi prisión. Vuelvo al lugar que hace apenas unas semanas era el refugio, mi garantía de que podría llegar a los dieciocho años sin que la policía me encontrara, y después, cuando llegara a ese mágica edad, poder salir de aquí y hacer mi voluntad.
He vuelto la cabeza antes de entrar en este bar y Enrique me ha dicho adiós con la mano. En su cara he percibido el amago de una lágrima furtiva, que quedó colgada cabe su lagrimal izquierdo.
Ha sido una magnífica noche y un hermoso despertar. Mejor que la semana pasada, todo era más sencillo, más libre, más espontáneo. Parecido a lo que había planeado. Enrique ha aceptado mis sugerencias menos una. Lo del hotel por horas le ha parecido cutre. Ha preferido un hotel sencillo, y algo escondido, pero para alojarnos toda la noche.
Sé que las comparaciones son odiosas, pero no puedo evitarlo. Me ha venido a la cabeza mi relación con Joaquín. Definitivamente, y a parte de cómo acabe, Enrique merece mucho más la pena que Joaquín.

Ahora soy dura con Joaquín. E injusta.
Seguro que no ha tenido los medios que Enrique y su familia para tener la cultura y el trabajo que tiene. Además, tampoco tiene la culpa de tener veinte años menos que Enrique, por lo que su experiencia es infinitamente menor. Pero así es la vida. Enrique ha aprovechado mejor las oportunidades que Joaquín, éste, al fin y al cabo dejó el instituto porque le dio la gana, nadie le obligó…

A Enrique le ha encantado la estilográfica. Creo que ha sido sincero en su reacción. Se la regalé anoche a los postres. Al final fuimos a un restaurante de barrio. Lo de la hamburguesería o la pizzería era demasiado para él. Lo entendí y sonreí malévolamente.
—Si tuvieras un hijo de diez o doce años, veríamos si entrabas o no en una hamburguesería, carroza, más que carroza.
—¿Qué quieres decir, enana? Que puedo ser tu padre.
Mi mirada se nubló. Se dio cuenta de que acababa de meter la pata.
—Perdona, pero es que no sé nada de tu vida.
Tenía razón. Debía de contársela en reciprocidad. No era justo que yo lo supiera todo de él, por lo menos del presente, y él nada de mí, bueno, casi nada.
—Te prometo que durante la cena te la cuento. Total, no es tan larga.
Y le guiñé el ojo con picardía. Simuló que me azotaba en el trasero. En esos segundos fui feliz. Mejor dicho, en esos segundos toqué la felicidad con la punta de los dedos.

Cumplí lo prometido. Antes de los postres le había resumido mi peripecia vital. No me interrumpió ni una sola vez. Asentía. Me hacía gestos para que no me olvidara de comer. Y, en esos momentos, él callaba, no quería hablar hasta el final. Incluso, depositaba los cubiertos en el plato y era él quien dejaba de comer. Había descubierto otra virtud en él, sabía escuchar mejor que nadie, por lo menos de cuantas personas conozco. En las partes más escabrosas entendió mis silencios y no entró en detalles. Todo un caballero. Cuando concluí, lloré como una mocosa. Bebí un trago de agua. Anoche no pedimos nada de alcohol.
—Perdona, soy una exagerada romántica y algo histérica.
Acto seguido, con mi mejor sonrisa le he entregado la estilográfica. Juro que he visto cómo le caían las lágrimas.
—¿Por qué lo has hecho? Es injusto… De todas maneras gracias…
Durante varios minutos el silencio nos unió, como si fuera el abrazo de un ángel. Por fin fue él quien se decidió a hablar.
—Ya veo que en muy poco tiempo has sufrido mucho. Y no es justo, caramba. Vamos a ver, Mila, creo que te has equivocado. Te debes plantear todo de nuevo. Cuenta conmigo para lo que sea. Si quieres, mañana mismo sales de Jazmín y te largas a Euritmia de nuevo. O te busco un apartamento y allí preparas oposiciones o te buscas otro curro, sin prisa.
Debí de poner una cara terrible. Pues quedó mudo unos segundos…
—Espera, Mila. ¿Qué estás pensando? No quiero convertirte en mi amante, o algo así, y ponerte un pisito. Lo podría hacer si tú quisieras, pero siempre que tú quieras, claro. Es más, si quieres dejo de verte desde este instante, firmamos un contrato de alquiler y me pagas por el apartamento. Te lo digo en serio. Largarte de Jazmín tiene que suponer, romper con toda la mierda en que te han metido. —Agachó la cabeza dolorido—.Yo también formo parte de esa mierda, aunque, si no hubiera ido por allí, no te habría conocido. No quiero hacerte mi amante, y retirarte de la prostitución—. Volvió a mirarme con profundidad—. O a lo mejor sí. Quiero que me quieras, pero no te puedo obligar. Te juro que es lo único que me interesa... A lo que iba.... No es necesario que te consumas en este mundo. Quiero que sepas que tienes otras posibilidades. Piensa que te abro las puertas que te cerraron cuando llegaste a Madrid. Imagínate que lo de Jazmín no ha existido. Solo es una pesadilla. Imagínate que es septiembre, y que me has encontrado a mí, que te ofrezco lo que buscabas. Lo demás, si llega, lo hará por su propio pie.
Lo cierto es que es una oferta tentadora que pensaré. Quizá la acepte.

Luego nos fuimos a un hotel discreto y limpio y pasamos la noche. Fue todavía mejor que el Ritz. Más natural. Menos intenso, pero más tierno.

Esta mañana marchó a su trabajo, creo que ha llegado tarde. Hemos quedado para comer. Ha sido fantástica la comida con él. Parecíamos dos viejos colegas hablando de nuestras cosas, es todo tan fácil, todo con la camaradería necesaria. Nada forzado.

Él tiene que volver a su trabajo y yo al mío. Hasta el próximo jueves no nos veremos. Las despedidas no son nuestro fuerte. Está a punto de llorar. Y yo, por decirlo todo. A pesar de no decir nada, los dos sabemos que esta situación no puede seguir así. No somos dos jóvenes que se tienen que despedir porque trabajan en lugares distintos y distantes. Se trata de que mi profesión inhabilita para el amor.

Está claro que el amor, por lo que sea, necesita de exclusividad. Quien diga que el acto físico no implica necesariamente a la afectividad, y, por tanto, se puede hacer con otros y seguir enamorada de la otra persona, no está enamorado, y no lo ha estado con anterioridad. Yo que sí lo he estado y creo que lo estoy, puedo afirmarlo. No porque no se pueda hacer, que se puede, y si no que me lo pregunten a mí, ¿qué remedio? Pero estoy hablando de sinceridad, de autenticidad, no de la ejecución de unos movimientos. El problema estriba en que una de las dos cosas la haces mal. En resumen, o estás enamorada, y no follas en condiciones con los clientes, lo que no me preocupa en absoluto, pero supongo que a Madelaine sí; o no estás enamorada, y, entonces, estás haciendo mucho daño al otro, un daño que puede ser irreparable. Y eso sí me preocupa.
Hay algo que envuelve a la pareja, que la aísla del resto de la humanidad, y que le permite crecer hacia dentro, que es el verdadero crecimiento de la pareja. Y eso es lo importante del amor, pero para ello se necesita que cada uno, individualmente, se preserve del exterior que le acecha. Mi profesión, obviamente, no favorece en nada tales pretensiones. Antes bien, las destruye. Sé que a Enrique le gustaría volver a decirme, “Déjalo, no vuelvas por Jazmín”. Incluso empiezo a intuir (y ahora no son especulaciones), que me pediría más cosas. Pero no se atreve a proponérmelo. Quizá porque no me conoce. Quizá porque no está tan enamorado como me parece. Quizá porque teme que mi respuesta sea no. Quizá porque no esté seguro de mí. Quizá porque intuye que hay algo en este trabajo, que una vez que has entrado en él te marca para toda la vida, y es imposible salir del cepo, aunque estés fuera. Algo así como lo que dicen los curas respecto de algunos sacramentos que imprimen carácter.

Ya intuía yo que esto no podía acabar bien. Detrás de está locura la caída es libre y profunda, muy profunda. Y lo más probable del asunto es que Enrique sufra más las consecuencias que yo misma. Al fin y al cabo, para mí, otra herida en el corazón sería una más. Pero él que, a pesar de todo, es un hombre con futuro, con un puesto de cierto nivel en la vida de ahí fuera, sin necesidad de venderse, puede perderlo todo. Y no se da cuenta, que es lo peor. Parece un niño.

Me sobra tiempo para volver al piso y allí prepararme, pero no me apetece. Tendría que dar demasiadas explicaciones. En unos minutos saldré de este café y entraré en una tienda que está un poco más abajo. Creo que compraré lo adecuado. Así lo podré dejar en el club para la próxima semana.
Aquí estoy, tomando otro café y dispuesta a regresar a Jazmín para cumplir con los machos que paguen por disfrutar de mi cuerpo.
¡Qué asco!
He llorado como niña desconsolada. Una señora me ha preguntado qué me pasaba. Le he sonreído, mientras mis ojos, mis mejillas y mi boca eran atravesados por un raudal de llanto.
—No se preocupe señora, son cosas mías...
—Seguro que te ha dejado el novio. Vamos, no te preocupes. Ningún hombre merece que lloremos por él.
Permanecí en silencio hipando. No la he contestado.
Quizá tuviera razón. Pensé, “¿Y si su marido es de los que vienen a verme? Tiene razón la señora, todos igual de cerdos”. He comprendido que era una excusa que me daba a mí misma para convencerme y no enamorarme más de Enrique.
¿Me puedo enamorar más?

Continuará...

sábado, 18 de diciembre de 2010

Fin de trayecto. Cuarta parte. Capítulo 39

Jueves, dos de febrero de 1.989.
Declina la tarde.

No es posible que la felicidad me acompañe durante tanto tiempo. Dudo que no sea un sueño excesivamente edulcorado. No creo que sea factible, a estas alturas de mi travesía, un cambio tan brusco en el rumbo de mi vida... Pero quién sabe. Quizá ya he purgado cuanto tenía que purgar, y algún hada madrina, de las que saltaron desde los cuentos y se introdujeron en mi alma cuando niña sin que yo lo supiera, ha agitado su varita mágica. Al final, acaso, Dios, o algo parecido, exista. Y si no existiera, al menos, haya habido un cambio en mi suerte. Veremos.
Intentaré aprovecharlo mientras dure.

Durante esta semana, Venus ha sido menos Venus que nunca, pero no me ha importado. Sólo estaba esperando a que llegara esta tarde para volver junto a Enrique. Esta vez va a ser todo más discreto. Nada de Ritz, nada de grandes lujos, ni deslumbrantes vestidos. Una hamburguesería, o una pizzería, o un pequeño restaurante de plato del día y un hostal discreto y económico. De esos por horas. Eso sí, limpio. Estas son las dos únicas condiciones que pondré, discreción y limpieza.
Para mi suerte, esta semana Ricky no ha ido al club. No he probado la coca. Casi no he bebido. (Parece que me he regenerado. Como si hubiese entrado Alcohólicos Anónimos). Sólo ha habido un problema. Se me ha hecho cuesta arriba el club. En este trabajo, la consciencia no es buena compañía, por lo menos para mí en mi situación. Pero no por el trabajo en sí mismo, que ya es bastante, sino porque Madelaine y las chicas no notaran nada. He tenido que mantener mi actuación por más horas, con el esfuerzo anímico que supone. Cada madrugada llegaba más agotada que la anterior.
Enrique, tampoco ha ido por el club. No lo esperaba. Hubiera sido lamentable por su parte.
El pellizco en el corazón ha sido muy fuerte. Creo que estoy yendo demasiado lejos. Casi nunca funcionan bien estas historias. Pues, no se trata solo de chica pobre encuentra chico rico, y chico rico se enamora de ella, y es capaz de romper con todos los prejuicios sociales para acabar viviendo juntos. En mi caso, es algo más radical. En realidad, soy de la parte de los parias de esta sociedad, o peor, de los rechazados; así que el esfuerzo para que los demás me acepten será mayor aún, titánico. El caso de Cenicienta, quizá es posible encontrarlo hoy en día, ¿pero el mío?
Me he de tomar esto como una aventura. No iré más allá. Sin hacer daño, o el menos posible, a Enrique, procuraré que acabe cuanto antes. Un mes, quizá dos, mientras se le acaba capricho. Va a ser prácticamente imposible que me enamore de él: no es mi tipo; aunque él sí lo está de mí.
Acabo de releer estas líneas y un escalofrío ha recorrido mi espalda. Probablemente me esté mintiendo a mí misma. Ya está bien de engaños. Si no soy sincera en este cuaderno, que es como mi trasunto, ¿cuándo lo seré? Sí siento algo parecido al amor. cómo puedo saber quién es mi tipo. Tampoco era mi tipo Joaquín, al menos así lo he escrito en estas mismas hojas.
¿Quién es mi tipo, entonces?
Soy una estúpida adolescente, no sé ni cuál es mi tipo de hombre. Enrique tiene cultura, conversación, sabe escuchar, puedes hablar de casi cualquier cosa; lo único es el físico, más bien poco atractivo. Se sitúa en la media. No es feo, pero no es una belleza, ni un atleta, aunque tampoco es un saco de sebo. Joaquín era al revés, lo físico despuntaba por encima de lo demás. Sin embargo, siendo fríos, Enrique, a pesar de no ser un atleta, no está tan mal, un poco fofo, nada más. Y, desde luego (y en eso tampoco me ha engañado), no se comporta igual en el club que en otro lugar. Probablemente no sólo él, también yo.

Si recuerdo la noche del jueves pasado, me doy cuenta que Enrique tenía razón y es bastante mejor en la cama de lo que aparenta en el club. Y para mi sorpresa y mi admiración, he temblado en sus brazos, como cuando Joaquín me abrazaba en las calurosas noches de agosto. He vuelto a ser la jovencita de diecisiete años. O sea que no estoy incapacitada para el amor. O sea, que soy capaz de sentir sin que el alcohol y la droga ocupen mis venas y mis neuronas. Es curioso, cuando soy yo de verdad, cuando no me pongo la máscara de Venus, las cosas son más fáciles. Pensé que nunca más podría estar con un hombre sin que dinero, u otra contrapartida por delante, y sin embargo, no es así. Con Enrique he estado porque he querido, libremente. Me preguntó, como estaba previsto y avisado (no hubo traición, ni influencia del ambiente), y accedí. Mejor dicho, me preguntó dos veces, no quiso arriesgarse. No influyó ni el alcohol pues solo bebí un vaso de vino y una copa de champán. Incluso, insinuó la posibilidad de extraer dinero de su billetero.
Al hacerlo, una punzada de hielo me atravesó. No sé muy bien qué pretendía. Supuse que fue otra forma de preguntarme si quería estar con él libremente. Lo sigo suponiendo. Lo pasé por encima, como sin darlo importancia, pero aquel gesto suyo me hizo daño, un daño mucho mayor de lo que él se imagina. Aunque no he de echárselo en cara, pues, al fin y al cabo, una ejerce la profesión que ejerce. Y, en ciertos momentos, una ha de tragar toda la bilis, que estas situaciones provocan.
—¡Qué cosas tienes, Enrique! Ahora no estoy trabajando. Estoy aquí porque quiero.
Enrique me sonrió, acarició mi cabello. No sé si dio cuenta del daño que me hacía. O sí se daba cuenta, pero tenía que estar seguro. Quizá para recompensarme de la herida, o porque le salió de dentro, o porque es un romántico empedernido, no lo sé, pero el caso es que, con la mano izquierda se extrajo del bolso de la americana una caja en la que había dos brillantes pendientes que, desde entonces, cuelgan de mis orejas. Según me dijo, son dos rosas de Francia. Jamás había oído que existiera una joya con tal nombre. Será verdad. Lloré emocionada. Demasiadas emociones bruscas en poco tiempo, como si mi alma se hubiera montado en una montaña rusa: primero me bajó a lo más zafio, luego me ascendió al lugar de las princesas. Me besó con una ternura y una pasión infinitas. No pensé que se pudieran dar juntas ambas sensaciones.
¿Por qué no ha de ser mi tipo Enrique?

Espero que hoy todo salga igual, o al menos parecido. Aunque, le pienso decir que no es necesario tanto lujo. Es más me gustaría la sencillez. Quiero estar libre de otras ataduras, que no sean las del corazón. Necesito no sentirme mediatizada por el esfuerzo económico, para poder valorar con mayor certeza mis sentimientos hacia él. Quiero decir, si él me agasaja del modo que lo hizo la semana pasada, a lo mejor, en mi subconsciente, es algo parecido a que me estuviera pagando en metálico. Aunque quizá exagere demasiado. Creo que Enrique actuó así con espontaneidad y con sumo sigilo. (Me repito, pero no importa. Quiero que quede claro).
He querido rizar el rizo, y obsequiar yo. Traigo en mi bolso, una estilográfica, con su nombre grabado junto a una fecha, la de la semana pasada. Espero no ser cursi, y que a él le guste, al menos lo suficiente. Me ha costado decidirme, pero creo que será una buena idea. Además una estilográfica con una fecha grabada no le compromete a nada. Podría ser el regalo de su madre, si es que la tiene. Por cierto, no me ha hablado de su familia.

Continuará...

jueves, 16 de diciembre de 2010

Fin de trayecto. Cuarta parte. Capítulo 38

Viernes, veintisiete de enero de 1989.
Mañana. Casi las once y media.

Esta noche no he dormido en el piso.

(La última frase que escribí ayer por la tarde acabo de completarla. Acabo de escribir perfume. No me dio tiempo a hacerlo mientras Enrique se acercaba).

No habrá problemas, pues hasta las diez o diez y media de hoy, puedo hacer lo que quiera. Lo que ocurre es que si agoto el plazo, tendré que pasar primero por una lencería y comprar algo adecuado, pues lo que llevo encima, por muy cómodo y elegante que sea, no me lo dejará pasar Madelaine. Será necesario que deje algún conjunto completo en mi habitación de Jazmín, por si sucede de nuevo.
Madelaine estará preocupada. Es la primera noche que, sin avisar, no he dormido en el piso. Aunque más lo estaría si llega a saber lo que ha ocurrido. Ni yo misma me lo explico. Creo que la única lógica que puede hacer plausible mis actos, es la desesperación, la falta de cariño. Soy como un cachorro humano a la intemperie. Cualquiera que me circunde con sus brazos tendrá mi cariño. Me agarro a cualquier clavo, aunque arda.

Esta noche he dormido con Enrique. Ha sido Mila, la joven Mila, quien ha dormido acurrucada en los brazos de este hombre. Venus, se había evaporado. Desde el mes de agosto Mila no dormía conmigo, siempre era Venus. He vuelto a tener los mismos miedos, y las mismas inseguridades que cuando estaba con Joaquín. Como si fuera una principiante. Como si estuviera con mi primer novio.
Ya está escrito.
Bordeo el filo del precipicio. Acabaré estrellándome. Lo que todavía no me explico es cómo no he reventado ya.

Enrique pasó a mi lado, hacia el cuarto de baño. Cuando estaba muy cerca, no supe, o no quise, o no pude, reprimir el deseo de alzar la cabeza y me encontré directamente con sus ojos. Como ya he dicho en alguna ocasión, creo, Enrique va con asiduidad al club, sobre todo desde que estoy trabajando allí. Es muy raro que esté con otra chica. Yo nunca lo he visto. A veces que yo estoy con otro cliente, prefiere esperar, o se marcha. Cada día nos conocemos más. Es el reverso de la moneda que representa Ricky. Enrique no se caracteriza por sus proezas eróticas, ni de otro tipo. No tiene vicios extraños o fantasías fuera de la normalidad. Él se limita a lo normal. (Si se puede catalogar de normal el que prácticamente cada diez días, vaya a un puticlub). Podría definir a Enrique como el gris burócrata de una gran empresa en la que deja su cerebro día a día, hora a hora, a cambio de un buen sueldo, que, en parte, me pasa a mí, previa prestación de mi servicios físicos.
Lo que se entiende por libre comercio, vaya.
A lo que iba, en cuanto nuestras miradas chocaron me sonrió con campechanía, y diría incluso que con ilusión.
—Ni te muevas de aquí. Ahora mismo vuelvo.
Hizo una seña ostensible al camarero, para que le acercara la consumición a la mesa, mientras, él continuó su camino. Para el camarero fue una satisfacción inmediata, pues ya todo le encajaba. Yo no era una marciana que hubiera aterrizado por error en el local. Cuando llegó a la mesa, con el café de Enrique me lo confirmó. Supongo que no podría contenerse.
—Señorita, ¿por qué no dijo que esperaba a don Enrique?
Sonreí divertida, por lo de señorita y por lo de don.
—No lo esperaba. Simplemente era una posibilidad. No he quedado con él, pero como sé por donde suele ir…
Mis dotes interpretativas cada vez me sorprenden más. Casi no había acabado de hablar, cuando Enrique volvió a aparecer.
—Vaya sorpresa. No te esperaba.
—Imagino. Yo tampoco.
Y los dos reímos como dos niños. Aquello empezaba muy mal. Peligrosamente mal, diría. Demasiada confianza. Me alejaba demasiado del cliente, y corría el riesgo de confundirlo con el hombre. Pero, en el fondo, no estaba dispuesta a respetar la señal de Stop brillaba intensamente en mi cerebro. Y lo peor, es que sé a ciencia cierta que detrás hay un precipicio, prácticamente mortal, pues su fondo está demasiados metros más abajo.
Durante unos instantes titubeé, estuve por levantarme de la mesa. Ser meramente cortés y emplazarle en el club, territorio del que no debería salir nuestra relación, o nuestro comercio, o lo que sea. Me estoy liando….
No obstante, me atrajo la mirada de Enrique. No era como la recordaba del club. (Ayer por la mañana me di cuenta de que todo lo que se hace en el club, tiene poco que ver con la realidad). Era, su mirada, más clara, más franca, más tranquila. En realidad, todo él estaba más tranquilo, más relajado. Se notaba que éste era su ambiente. Decidí arriesgar. Era, y soy, consciente de la partida que empezaba a jugar. Decidí, por seguridad hacia mi persona, por egoísmo, en fin, por comodidad, y no por virtud, como alguno podría confundir, poner las cartas boca arriba.
—Enrique, me voy a quedar. Pero has de saber del riesgo que corremos ambos. Quien quiera, en muy poco tiempo, puede enterarse de quién soy. Pueden saber de tu vida oculta. Puedes correr un terrible riesgo conmigo, te podría chantajear… O cosas peores.
Las cosas peores, eran las que me preocupaban, mejor dicho, me asustaban. Sentía un pellizco en el corazón que no presagiaba nada bueno, pero no le hice caso, porque al lado de este pellizco noté, también, cierto eco familiar, un sonido que se parecía mucho al de la felicidad. Entre tan-to, Enrique, sonreía con franqueza, riéndose sin duda de las cosas que me oía decir. Era como si tuviera a una niña frente a él.
—Ay chiquilla, qué cosas tienes. Mira, a mí nadie puede acusarme de nada, pues no tengo ningún compromiso adquirido con nadie, ni siquiera oficioso. No creas que lo que te cuento en Jazmín son novelas. Hasta hora no te he mentido, por lo menos conscientemente. Ni siquiera me he cambiado el nombre, ¿para qué? Es más, creo que no te he ocultado nada. Mientras no falle en el trabajo, o cometa algún delito, puedo emplear mi tiempo libre como quiera… En cuanto a lo del chantaje, deberías intentarlo, a lo mejor era divertido…—. De pronto, quedó serio. Fue como si el alegre paso saltarín que llevaba, se hubiera truncado. Se convirtió en un señor maduro y respetable—. En cuanto a lo otro, a esas cosas peores que dices que nos pueden pasar, no sé a ti, pero a mí ya no me pueden pasar más cosas. Morirme, si acaso. Te digo que es imposible. Desde que te conozco, he dejado de vivir con normalidad, con calma, en paz…
Pegué un respingo en la silla. Me había leído el pensamiento. Debí palidecer, porque rápidamente prosiguió.
—Pero no te preocupes, lo más que me puede suceder es que me quede como estoy. Conmigo estás a salvo. No pasará nada más que lo que tú quieras que pase. Y si tengo que seguir pagando por estar contigo, lo haré con mucho gusto, siempre que a ti no te moleste. Eso es lo que me gusta, estar contigo, lo demás, y perdona la grosería, me la suda.

Volvimos a callar. “Vaya”, pensé, “Esto es una declaración en toda regla, o algo así”. Me di cuenta de que sonreía bobaliconamente. No sabía qué decirle. Por primera vez en mi vida me había quedado realmente desnuda ante un hombre. Cuando Joaquín se me declaró, o cuando me acostaba con él, o cuando me acuesto con cualquiera en Jazmín, con el mismo Enrique, mi cabeza está preparada. Tengo recursos. Coloco un caparazón, aunque sea pequeño, que deja algo dentro de mí que no desvelo a los demás. Esta vez fue tan sorpresivo, que me vio entera, de arriba abajo.
No se puede decir que sea mi tipo, pero es agradable y amable, y no excesivamente mayor —cerca de los cuarenta—, con lo que, tal y como están las cosas, son muchas virtudes, casi una panacea. Mi cerebro es capaz de ver que es algo voluble, que es fofo de ánimo y blando de cuerpo, pero es tal la necesidad de cariño que tengo, que con el interés y la amabilidad me llevan a donde quieran.

Por fin puse mi mano en las suyas.
—Enrique, cariño, no lo hagas tan difícil.
Juro que aquel cariño, me salió desde dentro, no fue, una palabra vacía.
Aparentó enfadarse, frunciendo mucho las cejas.
—No es difícil. No imagines otras cosas distintas de las que te he dicho. Las mujeres, a veces, vais muy deprisa y más allá. Solo te digo que pasará lo que tú quieras que pase, punto. El límite lo pones tú. Yo te propondré cosas y tú dices sí o no. Es muy simple. ¿Quieres tomarte algo más?
—Sí.
—Ves que fácil.
Sonreí, a mi pesar. A mi pesar también, estaba a gusto con él. Chasqueó los dedos y el camarero, sonrisa amplia y blanca, se acercó.
—¿Qué quieres? ¿Otro café? Bien. Óscar, otro café para la señorita y un gin-tonic para mí. Esmérate, Óscar, la ocasión lo merece.
El tal Óscar asintió en silencio y quitó los servicios de la anterior consumición. Cuando se volvió a la barra, miré a los ojos del hombre. Descubrí que no eran marrones, simplemente, sino que ante ciertos cambios de la luz mostraban rebrillos de miel. Di otro paso más.
—Está bien. Podemos empezar porque me cuentas tu vida, si quieres, claro.
Me miró. Sopesó mi propuesta. Descubrió que yo necesitaba datos, argumentos para avanzar por la senda ofrecida. Debió de pensar que era el comienzo de algo parecido a estudiar en serio una propuesta. Sonrió.
—Te cuento lo que quieras. Pero antes, ¿me puedes decir cómo te tengo que llamar? —Bajó la voz. Susurró—. Venus no es lo más adecuado... No te pido tu nombre, sino cómo quieres que te llame, aquí fue-ra.
Era otro paso el que me pedía. A partir de ese momento, nuestra relación, aunque se circunscriba al club, cambiará notablemente. De todos modos, a penas lo dudé. No en vano, había decidido jugar limpio. Si exigía sinceridad por su parte, yo se la debía de dar.
—Me llamo Milagros. Mi familia y mis amigos me llaman Mila. Tengo diecisiete años y ...
Me calló con una suave caricia en los labios. Siguió hablando él.
—Mila. Me gusta. Mila, Milagros, Mila. Sí te va bien... Bueno ahora te contestará a lo que me has preguntado. Ya me dirás lo que me tengas que decir cuando sea el momento. No hace falte que nos precipitemos.
Tomó impulso con un sorbo de la bebida.
—Mi vida no es especialmente atractiva, ni tiene espectaculares aventuras. Ni siquiera hay en ella sueños maravillosos…Excepto uno, claro.
Me atravesó con dos de esos melosos rayos. Gracias a Dios, Óscar llegó con las consumiciones. Aproveché el instante para bajar la cabeza huyendo de su mirar, que me desnudaba el alma. Vacié el sobre con el azúcar en el contenido de la taza y lo di vueltas, como si fuera una operación de alto riesgo y alta complicación científica, poco menos que redescubrir la penicilina.
El silencio se extendió entre los dos como una niebla fría. A lo lejos, me pareció, escuché el tintineo de los cubitos de hielo contra el cris-tal del vaso. Su voz volvió a llegarme dulce y cálida, cercana y aterciopelada. Si se puede decir así, suspiré, en silencio, aliviada, estaba ahí, no se había alejado.
—Trabajo en una empresa que se dedica a exportación de productos españoles al extranjero. A cualquier parte del mundo. Es una empresa de carácter semi público. O sea, que soy como medio funcionario. Somos el cauce por el que pasa cualquier producto que salga desde España. No somos la única posibilidad, claro, pero sí la más eficiente, sobre todo, cuando se trata de países subdesarrollados, o lo que los economistas ahora llaman en vías de desarrollo. Como ves, un trabajo lleno de rutina y aburrido. Digamos que mi puesto en la empresa está en el tercer escalón. En el primero está el superjefe. Ni le veo. Sé que existe porque hablan de él, y porque alguien firma las cosas. En el segundo escalón están los delegados de zona y de productos. Son mis jefes directos, a los que tengo que dar cuenta de todo lo que hago, y los que me exigen. En el tercero estamos los ejecutivos que coordinamos lo que nos dicen desde el segundo escalón. Vuelos, barcos, embarques, permisos, aduanas. Organizar todo el papeleo, vaya, y resolver cualquier problema que se pueda presentar. Debajo de nosotros están jefes de oficina, comerciales, secretarias, no sé, mucha gente, aunque parezca mentira. Si te interesa, en este momento exacto de mi vida, me pillas escalando el peldaño, te diría más, estoy cerca de llegar a la cumbre. Dentro de un año, o algo menos, quizá me nombren jefe de la zona del Magreb, con lo que habré llegado muy alto. En mi situación probablemente no pueda subir más. No está mal, pero no es divertido, ni siquiera variado. No tiene el aliciente de la creatividad… No sé si me explico. Dependemos de los demás en todo. Si un día todos los empresarios de este país les da por no exportar nada, pero es que nada, nosotros de brazos cruzados, mirando cómo pasea el personal por la calle.
—Ya conozco como consigues el dinero. Pero eso me importa menos. Sabes a lo que me refiero.
Volvió a mirarme con profundidad y largura mientras daba un amplio trago a la bebida burbujeante. Habíamos dado otro paso. Seguro que calibraba el riesgo del juego que él mismo había empezado.
—Ya…Bueno. Soy un loco por la lectura, sobre todo novela española, del baloncesto, algo menos del fútbol. Pero no practico ninguno de los dos, como se ve. También me gusta un buen gin-tonic después de comer, como el que ponen aquí. Me gusta la compañía femenina. Me gusta, en otoño, perderme por el Retiro o subir a la Sierra. Me gusta, de vez en cuando, ir al cine. Como ya te he dicho, estoy soltero, pero no tengo mucho tiempo libre. La empresa absorbe muchas horas. Más de las que paga, pero no me quejo.
Volvió a beber un trago largo y lento, saboreando el líquido levemente amargo. Cuando quise hablar, separó abruptamente el vaso de los labios, como si se le hubiera olvidado algo. ¿O fue una pausa como si quisiera subrayar lo que dijo después?
—Y se me olvidaba lo más importante. Me gustas tú. Desde hace unos cuatro meses me gustas tú. Desde aquella primera noche con Belinda. —Seguro que me ruboricé recordando aquella escena. Me volvió a sorprender. Pero no le dio importancia—. Tanto me gustas, que hasta empiezo a distraerme en el trabajo. Y ansío ir hasta Jazmín y estar contigo. Sé que no me creerás, pero lo de menos es acostarme contigo. No porque no me guste. Vaya estupidez, no sé qué vas a pensar de mí, me comporto peor que un adolescente con espinillas. Me gusta, claro que me gusta acostarme contigo, pero no estoy tranquilo. Creo que lo haría mejor con más tiempo, en otro ambiente. Verás, soy muy tímido. No me gustan las discotecas. Ni las grandes aglomeraciones. En fin, que soy un ser bastante solitario. El caso es que, una vez, estuve en una despedida de soltero. Acabamos en Jazmín, y desde entonces, pues eso, que voy por allí. No iba mucho, sólo cuando no podía aguantar más, ¿me entiendes? Pero, de pronto, apareciste tú…
Bajé, de nuevo avergonzada, la cabeza. En cuarto de hora me había hecho dos declaraciones de amor. No sabía qué decir… Él permaneció silencioso durante unos segundos, hasta que sentí sus cuidadas manos bajo mi barbilla. Con suavidad alzó mi rostro. Me topé con sus ojos sonrientes.
—No te avergüences. No has hecho nada malo. No has robado, ni has secuestrado, ni has matado. Has preguntado, yo contesto. Te repito que no estás obligada a nada. Si te sientes mal, acabamos la consumición, salimos por la puerta y nos despedimos hasta cuando sea en Jazmín. Yo qué sé.
Sopesé seriamente tal propuesta. Estuve a punto de aceptarla. De hecho, asentí. En silencio, contrariado, aunque lo disimulaba, de un sorbo se acabó el gin-tonic. Se acercó a la barra. Extrajo con suficiencia la cartera de su americana y pagó. Me acerqué a él y salimos juntos, como buenos amigos.

En el exterior, soplaba una fría brisa. Se había echado la noche en Madrid, aunque fueran las siete de la tarde. No sé si fue el frío, o la oscuridad, o la melancolía, o lo que había dicho allá dentro, el caso es que sin saber cómo (lo juro), me vi colgada de su cuello. Lloraba como una niña.
—Enrique, llévame a cenar donde quieras, por favor.
Su mirada de sorpresa, pero aliviada, volvió a traspasarme.
—¿Tienes interés por algún lugar, o puedo escoger con total libertad?
—Escoge lo que quieras.
—¿En serio?
Asentí nuevamente. Y le sonreí, ya decidida.
También él, sonrió con amplitud y confianza. Trazó, en unos segundos, su plan.
—Dispones de hora y media. Vas a ir a la boutique que te apetezca. Te compras el vestido que quieras. Tiene que ser elegante, casi de fiesta. —Sacó la billetera y rebuscó.— Toma esta tarjeta de crédito, la visa no puede ser, claro, por lo de la firma. —Siguió rebuscando, sacó su tarjeta de visita.— Aquí está el teléfono donde me podrás localizar, por si tienes problemas, que los tendrás. Después, coges un taxi y a las ocho y media quedamos en la puerta del Ritz.
—Pero eso es un hotel —, protesté imaginándome el resto. Algo que daba por supuesto, sin razones para ello.
—No empieces a sospechar cosas raras—. En su tono de voz había algo parecido a un padre divertido regañando a su hija—. Ya te he dicho antes, que sólo haremos lo que quieras y hasta dónde quieras. Si vamos al Ritz es porque tiene uno de los mejores restaurantes que conozco. Además, me pilla cerca del donde voy a ahora. A las ocho y media.
Me quedé quieta, casi sin poder moverme. Con las tarjetas en la mano. Podía haberme largado con ellas. Pero él confiaba ciegamente en mí. Si soy sincera, esa confianza me asustó más aún. Mucho habíamos avanzado en tampoco tiempo. Demasiado.

El frío de la brisa continuaba acariciando me rostro. Por fin reaccioné. Apreté las tarjetas en el interior del bolsillo del anorak y, rauda, fui a cumplir cuanto Enrique había dicho. Y a fe que lo hice.
Con la dependiente de la boutique me ocurrió lo mismo que con el camarero. Cuando me vio cruzar la puerta del establecimiento, debió de pensar que una mocosa pretendía atracarle, o qué sé yo. Se puso tensa: alzó los hombros y irguió la cabeza. Pero en cuanto, como por descuido, deposité las tarjetas encima del mostrador todo fue amabilidad y relajo. La vendedora sonrió con malicia. Suspiré apenada: tenía razón la muy cerda en pensar lo que estaba pensando: “Una putita contratada por un ejecutivo solo que tiene algún compromiso de empresa”. Decidí que la mujer no era motivo para amargarme la noche. “Esta noche, Cenicienta”, pensé. También pensé, “Esto no sólo pasa en las películas”. Compré un traje largo negro con amplio escote en uve por la espalda, con la cintura muy ajustada y que tenía una falda vaporosa. Con el tiempo que hacía opté por chal negro que me abrigara, aun levemente, de los rigores de la noche. Me calcé también adecuadamente y me colgué un poco de bisutería. El problema iba a ser el maquillaje. Pero, gracias a Dios, en la boutique tenían de todo. Después de pagar con la tarjeta, salí de allí, con mi otra ropa guardada en una gran bolsa; pero, antes de cruzar la puerta, me volví a la dependienta y la espeté con la mejor de mis sonrisas.
—Que te lo pases la mitad de bien que yo, bonita.
No me quedé a escuchar la respuesta. Me la imaginé. Y si fue la que me imaginé, mejor no haberla escuchado.
Todavía me faltaba más de media hora. Las personas que paseaban por allí volvían la cabeza al verme pasar. Decidí tomarme algo rápido, porque transcurriera el tiempo.

Al llegar a la puerta del hotel, Enrique estaba esperando. Pagó al taxista y me introdujo en el interior de sus lujos. Antes de pasar al comedor, en el bar que parecía de película también, tomamos una copa. Me advirtió.
—Quiero seguir jugando limpio, como estamos haciendo. Creo que es lo mejor para ambos…Después de la cena, te propondré lo que te imaginas. Tienes tiempo de divertirte. Relájete, disfruta de la cena y olvídate de todo. Hasta entonces, estás en mis manos. No elegirás ni el menú, ni las bebidas, nada. Hasta dentro de un par de horas o tres, no vas a decidir nada Disfruta, y si quieres, te lo vas pensando. Luego todo será más fácil.
Sonreí aliviada. Al menos los dos jugábamos con las cartas boca arriba. Había actuado con franqueza, como yo. Mejor. Al fin y al cabo somos adultos. A pesar de mi DNI.

Ya es la una y media. Han pasado dos horas y me queda una para ir a buscar a Enrique. Hemos quedado a comer. Lo demás es fácil de imaginar y no lo quiero escribir ahora.

(Sí, querida mamá. Ahora, a estas alturas, me entra pudor, qué se le va a hacer. Desde ayer, después que se durmió, pienso en ti. Enrique sería el novio que tú aprobarías, a pesar de la diferencia de edad, unos veinte años. Lo que se dice, un buen partido. Nuestro recio abolengo familiar encontraría un sostén económico. ¿Quién sabe, incluso una sólida fortuna? Eso no lo sé aún, pues no conozco nada de su familia. Pero como dijo aquel, mamá, “Lo que no puede ser, no puede ser, y, además, es imposible”.)

Continuará...

martes, 14 de diciembre de 2010

Fin de trayecto. Cuarta parte. Capítulo 37

Jueves, veintiséis de enero de 1989.
Mediodía.

La semana pasada no salí. Estuve enferma. Nada de importancia: una faringitis provocada por el frío intenso de las madrugadas de este mes en Madrid. Decidí que la cosa no debía ir a más y opté por reponerme con un día de cama.

Hoy he cambiado mi itinerario. Me estoy tomando un aperitivo en un bar de la calle Mayor. Me apetecía volver a la zona del centro. Y ver cómo lo percibo, ahora que no me apremia la necesidad económica. Algo así como un pequeño experimento que me saque de la rutina.

Todo parece distinto, sin embargo, nada ha cambiado; soy yo quien mira las cosas con más calma, y con más distancia. Me he atrevido a pasar ante la pensión que me acogió en septiembre. He visto la silueta familiar de Isabel, aunque no me he atrevido a permanecer por allí, no me fuera a reconocer. El grupo de drogatas sigue en su sitio. No me han identificado, incluso una de las chicas me ha pedido pelas, como si me viera por vez primera. He dudado. Al final, le he dado unas monedas. He pensado que se lo gastaría en beber o en comprar alguna dosis, pero me ha dado igual. No creo que por no dárselo vaya a dejar de conseguirlo, y por otra parte, es ya tan piltrafa humana, tan deshecho de esta sociedad, que lo más parecido a la felicidad (o al bienestar) que podrá encontrar, será el par de horas que comenzarán justo cuando el caballo galope por su sangre, y sienta, emocionada, que su leve cuerpo, flota como una mariposa en mitad de la noche. Todo lo demás, será deambular en busca de ese pico. Y, lo más probable, es que una tarde le metan un poco de matarratas, o de polvos de talco en la papelina y, cuando el veneno llegue al torrente sanguíneo, dejará de respirar tras terribles convulsiones. Ella lo sabe, y reza a su particular dios, para que no sea hoy. Con eso se conforma. Mañana volverá a rezar y a pedir y a putear y a buscar al camello que le venda el jaco suyo de cada día… También he pensado, y no es la primera vez, que yo, a pesar de mi brutal caída y de habitar en los bordes de la marginación, estoy en situación privilegiada respecto de ella, de ellos. Sí, no es lo mismo. Estuve cerca, pero, al menos, esa depravación no la he vivido.

He tropezado con un caballero al que no había visto, pues estaba imbuida en tales pensamientos. No lo he conocido, pero por la cara de estupor que ha puesto, creo que él sí. Lo que sólo quiere decir una cosa. Se ha disculpado balbuciente, y raudo ha seguido su camino. Me he vuelto para verlo, pero no he caído en la cuenta de quién pudiera ser. Son tan distintos acá fuera. Tan respetables, tan trajeados…También yo soy distinta. No llevo encima el alcohol que cada noche me meto, quiero decir que mis dotes de percepción en el club están más que disminuidas. Además, dentro de mis vaqueros, mi amplio jersey de lana, mi anorak y mis botas, soy Mila. Venus no volverá a ocupar mi cuerpo, y mi mente, hasta mañana por la noche.

Me he encogido de hombros y he sonreído. Así que he decidido celebrar mi día de asueto con vermut y una ración de calamares a mitad de la mañana. Un día es un día.



Jueves, veintiséis de enero de 1989.
Atardecer.

Acabo de entrar en una cafetería de lujo, después de haber comido a la carta en un pequeño restaurante. Digamos que me estoy haciendo el regalo de reyes que nadie me hizo.
El camarero de la barra me ha mirado con cara extraña. Creo que no sabe si debe de admitirme o no. He de reconocer que mi indumentaria no se corresponde adecuadamente al estilo de este sitio. Es un lugar de música suave, refinamiento, elegancia y clase. He optado por no darme por enterada. Me apetecía quedarme entre sus agradables paredes. Me he dirigido directamente a la mesa del fondo. He sacado la billetera del bolso del anorak, y me he dispuesto a escribir.
El camarero no ha perdido detalle, pues en segundos ha acudido hasta la mesa. La sonrisa lucía franca en su anguloso rostro joven presidido por unas lamentables gafas demasiado grandes y demasiado oscuras para su cara oblonga. Lo que consigue una billetera.

He vuelto a bajar la cabeza. (No sé si la caligrafía de estas frases se entenderán, porque estoy temblando, casi). Por la puerta ha entrado Enrique, uno de mis clientes fijos, del que ya  he hablado, y más simpáticos, si es que puedo utilizar este término referido a un cliente. Si me ve, seguro que me reconoce, y no me va a ocurrir como con el otro señor de esta mañana, a Enrique le conozco con los ojos cerrados.

¡Que se quede en la barra!

He alzado la cabeza, temerariamente. Sé que no debo hacerlo, pero una fuerza superior me lo impide. Es como cuando una película me asusta, me tapo los ojos, porque no quiero ver más, y, sin embargo, separo los dedos, porque, paradójicamente, no puedo dejar de mirar. Hay ciertas situaciones que son imanes, y normalmente se suelen dar, por lo que llevo comprobado, cuando son peligrosas o nos asustan. Continúa acodado en la barra. Noto que mi corazón va a estallar. Corre desenfrenado. Como me vea, seguro que se acerca hasta mí. Él no tiene nada que ocultar a nadie, o eso me ha dicho. Aquí no tengo defensa. Estoy en su territorio.

Querido diario, prometo firmemente no volver a esta zona de Ma-drid. Está claro que es donde se mueven el tipo de personas que pueden frecuentar un club selecto como Jazmín.
Enrique acaba de abandonar la barra. Noto que se acerca. Casi ya huelo su penetrante perfume.

(Continuará...)

sábado, 11 de diciembre de 2010

Fin de trayecto. Cuarta parte. Capítulo 36

Jueves, doce de enero de 1989.
Principio de la tarde.

O no he sido buena. O no estaba dormida cuando llegaron. O no estaba cuando pasaron bajo mi ventana. O se les acabaron los regalos antes de llegar hasta allí. O se les olvidó ir a mi nueva dirección. O les he pedido el regalo demasiado tarde y no lo han podido comprar. O ya no quedaba en el sitio donde sea que lo venden. O eso no se compra... O, simplemente, no existen los Reyes Magos.
Cualquiera de las opciones que elija es igual de mala. Y, la conclusión siempre es la misma: aquí sigo, metida en esta pesadilla sin límites.
No sé si ha sido por lo que escribí la semana pasada, o porque han pasado las fiestas, o porque al fin y al cabo a todo se acostumbra una (tal y como ya he dicho varias veces), el caso es que estoy un poco más sosegada. Aunque puede ser que lo que me ocurra es que me he rendido. Y todo me da lo mismo.
La semana ha sido tranquila. Ahora, cuando digo tranquila, quiero decir que Ricky no ha venido por el club y, además, no he probado la coca. Madelaine me mira total y absolutamente desconcertada. Mis cambios de humor la tienen o preocupada o despistada. No lo sé. Sin embargo, no dice nada. Se limita a observar, y, si acaso, a sonreír levemente. Esta claro que esta mujer ha aprendido de la vida muchas cosas, y una de ellas ha sido la de armarse de paciencia. Una paciencia que más de una vez me he preguntado si tiene límites.
Tiene la filosofía de que cada cosa llega cuando ha de llegar. Ni antes, ni después. La admiro en ese sentido. Salvo que por alguna razón muy poderosa la presionen desde el exterior, ella no fuerza las situaciones. Estoy segura que de no haber sido por la insistencia de Ricky, ella no me hubiera empujado tanto hacia la coca. Debe haber experimentado en muchas ocasiones, que la fruta que ha madurado convenientemente en el árbol y después ha caído, es infinitamente más sabrosa y dulce que la que es forzada, que la que se coge antes de tiempo.

Supone que acabaré en sus brazos. Supone que me tiene ganada la guerra. (Siempre estoy metida en batallas que he perdido de antemano. Es como si mi vida fuera una guerra que perdí el mismo día que decidí comenzarla). Y no tiene prisa. Aunque ya ha probado la fruta, prefiere que yo me entregue a ella. Me contempla, me observa, me disecciona. Y espera, saboreando su eterno martini blanco.

Yo, sin embargo, no soy así. A mí me impacientan muchas cosas. Por ejemplo, estoy empezando a suspirar porque llegue el próximo catorce de julio para cumplir los dieciocho años. Tantas ganas tengo, que soy incapaz de vivir el presente. Debería intentar aprender de cada situación. Hacerme fuerte en los momentos de adversidad. En cambio, me deslizo por un tobogán que me conduce al nerviosismo, a la impaciencia y a cometer errores. Uno tras otro.

Por ejemplo, me doy de cuenta de que he vuelto a la cafetería de siempre. Pero ya es tarde. El camarero continúa observándome con curiosidad. Supongo que se extrañará de verme únicamente los jueves, algunos jueves. Pero todavía no ha dicho nada. Avanza la tarde, voy por mi segundo café con leche. He notado que, tras servirme éste, se me ha quedado mirando más de la cuenta. He notado que quería decirme algo, pero se ha topado con mis ojos y ha retrocedido. Incluso un ligero rubor le ha subido hasta las mejillas. Le he sonreído con dulzura, pero he procurado que entendiera que soy coto cerrado, que no hay caza posible. He procurado, con una sola mirada, que entendiera que me parece un camarero eficaz, discreto, amable, atento, servicial, pero eso, un camarero.
Creo que la señal la ha captado. No sé por qué, pero me parece que a este chaval le estoy empezando a gustar.

Me he quedado parada. Tras escribir las líneas de arriba, me doy cuenta, de nuevo, de que estoy viviendo en mitad de un sueño, de una pesadilla. No tengo ningún dato medianamente constatable que me permita demostrar lo que he afirmado. Quizá, sólo sean imaginaciones. Quizá, simplemente se trate de curiosidad. Quizá, ni eso. Como sólo estoy acostumbrada a miradas normales los jueves, veo en ellas cosas extrañas para mí, pues la limpieza de una mirada normal, para mí, es extraña, comparada con la turbiedad a la que me someten cada día, cada noche.
Estoy empezando a confundir la realidad con mi realidad. Estoy perdiendo el contacto con lo que el mundo vive de verdad. La mayoría de las personas que habitan en esta ciudad, en este país, en el mundo entero, no duerme desde el amanecer hasta el mediodía, luego sestea buena parte de la tarde, y trabaja ofreciendo su cuerpo al que lo quiera alquilar durante la noche. Nosotras vivimos en una artificial burbuja de neón, atiborradas de alcohol y drogas, y nada de lo que importa a los demás nos afecta. Tanto es así, que lo único que llegamos a saber es lo que algún cliente, si se tercia, nos cuenta entre polvo y polvo. Ni los telediarios, ni los noticiarios de radio, ni periódicos. Salvo un suceso muy gordo, que sea capaz de traspasar las paredes de esa burbuja, nada del exterior nos llega.
Por eso, cuando dejo esa burbuja y me aventuro al exterior, no tengo elementos para interpretar ni los gestos más sencillos. Tiendo a confundir el interés con el amor, la sonrisa con una invitación a algo más. La caballerosidad con una tapadera de algo soez. Y cuando veo a cualquier pareja que pasea su amor por la calle, entrelazados por la cintura, como hace apenas unos meses hacíamos Joaquín y yo, siempre pienso en lo que vendrá después. Cuando lo normal, es que después, no venga nada, salvo un beso apasionado, pues el objetivo último es que crezca el amor. Hacerlo sólido, público y real a la vista de quien mire.

Esto cada día es más peligroso.

(Continuará...)

jueves, 9 de diciembre de 2010

Fin de trayecto. Cuarta parte. Capítulo 35

Jueves, cinco de enero de 1989.
Atardecer.

A pesar de ser víspera de fiesta, hoy tengo mi día libre. Después de Noche Vieja y Año Nuevo, el trabajo baja bastante, y, sobre todo, en este día. Los padres de familia cumplen con la obligación de estar con los más pequeños. Además, no me encuentro excesivamente bien.
Madelaine lo ha notado y anoche me preguntó.
—¿Qué te ocurre?, te veo demasiado melancólica
Me quedé observándola y, salvo cierta mirada perdida hacia el pasado, no fui capaz de responderle.
Era superior a mis fuerzas.
No en vano, son las primeras vacaciones de Navidad en las que he perdido toda la ilusión. Hasta este año, sin duda, eran los días más importantes del año. Eran los momentos en los que soñaba con que las cosas podían ir mejor en casa. Eran los instantes en los que, de las miradas de los míos, adivinaba el posible cambio en nuestra vida que se sofocaba por falta de aire respirable. La esperanza volvía a la casa, y llenaba el ambiente de algo parecido a la felicidad, o a la calma, al menos. Entraba un poco de oxígeno, y nuestros espíritus de esponjaban. Poníamos un nacimiento (lo único que hacía mi padre sin que mi madre impusiera su voluntad) que era herencia de mi abuelo paterno, sólo conocí eso de él. Últimamente, por influencia de Pedro, se colocaba también, junto a la ventana del salón, un hermoso pino que adornábamos como si nuevamente fuéramos niños. Manteníamos las tradiciones de las comidas y las cenas y los villancicos y los regalos. El ambiente dulzón, en fin, de esos días. Sabía que era artifi-cial, pero yo estaba a gusto, muy a gusto.
Toda aquella ausencia me embargaba. Ahondaba en la herida abierta y sangrante…
En estos días he sentido, incluso, un poco de lástima por mi madre. Por el dolor que estará pasando ante mi desaparición. Creo que hasta ella, notará mi ausencia y se preguntará por qué no habrá sido más permisiva conmigo. Por lo menos eso espero. Acaso, hasta una especie de serpiente repte por el centro de su estómago y le impida estar tranquila. También mi padre se sentirá mal. Lo más probable es que él no manifieste este sentimiento, porque nunca exterioriza ninguno, pero seguro que mientras colocaba las figurillas del nacimiento, se acordaba de que yo le he ayudado cada año, y que, no nos lo pasábamos mal. Mi abuelo, supongo, que no habrá abierto el pico. En estos días, hablaba muy poco. Sólo, muy de vez en cuando, le sorprendía con alguna mirada perdida y más afable de lo habitual, dirigida hacia el pesebre en el que se representaba que Dios se había hecho niño. En fin, recuerdos que me han producido una fuerte nostalgia.

Pero hay otra razón más poderosa por la que me encuentro sin ganas de nada.

Desde hace dos meses no he vuelto a escribir nada en este cuaderno, y éste sí que es un síntoma grave; una enfermedad me atenaza; pero es una dolencia no física. Es un dolor que me retuerce en mitad de las entrañas.
Las cosas que me han ido pasando me han avergonzado de tal modo, que ha sido imposible ponerlo por escrito. Ni el odio por mamá, que se va diluyendo también, me permitía no sentirme asqueada de mí misma.

A pesar de las hermosas cosas que escribí, la última vez en el hostal de la sierra, no he podido aguantar mucho más, sin que la cocaína entrara, por fin, en mi cuerpo, ocupando espacios en mi cerebro. Ahora es-toy serena y pienso que me debo arrepentir, sin embargo, en el fondo, sé que es mentira.
Madelaine presionaba para que no llevara la contraria a Ricky. Yo me negaba a ello, argumentado que era la única cosa en lo que no quería entrar. Solía responderle cosas parecidas a ésta:
—He sufrido mucho. Hace unos pocos meses, no hubiera pensado que a estas alturas me habría acostado con más de cien hombres distintos, y que encima me pagan. Que casi cada noche me lo tengo que montar, por lo menos una vez, con otra chica. Que también prácticamente todas las noches acabo borracha. No pretendas que también entre en la coca. Por lo menos ten paciencia.
—Hija, si yo te entiendo, pero Ricky me presiona. Ya sabes que Ricky, tiene influencias que le vienen muy bien a la tranquilidad del negocio. Esas influencias tienen su precio. Por esnifar alguna rayita de vez en cuando, no te vas a enganchar ni nada parecido... No se trata de que te tengas que colocar todos los días. Pero de vez en cuando no nos vendría mal... Por tu tranquilidad, te convendría no ser tan esquiva con él.
Fue más que una advertencia. Sonó, o me sonó, a amenaza. Sabía, pues Reme me lo había contado, que mi caso, se había traspapelado en alguna comisaría, gracias a una llamada adecuada de Ricky a cierto comisario o subcomisario, no sé, al que debía algunos favores. Así que más que agradecer un favor, lo que tenía era una espada de Damocles, permanentemente pendiendo sobre mi cabeza. Y lo peor es que el hilo que la sujetaba era tan frágil que se podía cortar, si no aceptaba pronto los requerimientos de aquel ser indeseable y zafio. Supe, desde aquel momento, que estaba en manos del bruto. Desde entonces, cada noche deseé que no se escuchara su vozarrón cruzando la puerta de Jazmín. En las siguientes dos semanas, no apareció. Suspiraba agradecida, y cada día que pasaba, daba gracias porque me había librado.
Pero mi suerte no podía ser eterna.
Un par de semanas más tarde, volvió por el local. Temblé, miré en son de súplica a Madelaine, pero, como respuesta, me devolvió una mirada fría y acerada, desprovista de afectos. Había llegado al límite de permisividad conmigo. Era prostituta del local absolutamente para todo, y por tanto, cuando fuera necesario, debería de pagar el peaje correspondiente a la tranquilidad en la que me encontraba. A lo mejor, era lo justo. No lo sé. Por lo que se ve, poseer mi cuerpo cuando apetecía, no era suficiente. Que Jazmín sacara por él una media cercana a las cincuenta mil limpias cada noche, tampoco era bastante. Necesitaban más.

¿O es que algo se esconde en el anhelo porque probara la droga? Hoy lo sospecho, aquel día, no. Creo que hay una fase en lo de la coca. Al principio, mientras te acostumbras a tomarla todos los días (no diré hasta que te enganchas), nadie dice nada del precio. Yo estoy ahí, todavía. Pero no sé por qué, me huelo, que después, cada raya la descontaran de lo que ganamos. Eso puede ser una explicación a que las chicas no se vayan. Al final resulta que también tenemos chulo.
La entrada de Ricky, como de costumbre, fue un vendaval que revolvió todo y a todas. Besó, sobó, acarició, rió, elevó, tocó… A cada una le hacía algo. Pero una cosa quedó clara, y fue él el encargado de subrayarlo con una mirada de bisturí que me alcanzó con fría precisión: su presa aquella noche era yo, nuevamente. El resto de las chicas lo daban por supuesto. Otra cosa distinta hubiese sido una novedad... Ellas desconocían la razón de tal predilección, creo que pensaban que se trataba de un encaprichamiento pasajero (ellas utilizaban otra palabra), lo que no les parecía nada mal, pues a ellas les ahorraba un mal trago, y, además, les permitía estar libres más tiempo, con lo que podían “disfrutar” con algún cliente, mientras que yo gratuitamente, prestaba mi cuerpo para el placer de semejante escualo repulsivo; pero lo que no sabían era que, entre el poli y yo, había una sorda lucha para ver si probaba la coca, él, y para ver si seguía resistiendo sin probarla, yo. Aquella noche, cuando sentí su mirada penetrante, suspiré resignada. Venía a por mí. Y, de hecho más que ninguna noche, me pareció un tiburón frío, calculador, sanguinario y decidido. Mi única esperanza se redujo a que se hubiera acostumbrado a que yo no probara la coca y desistiera de ofrecérmela.
Vana esperanza.
El frío helor de la noche de noviembre entró en Jazmín revoloteando tras sus anchas y algo cargadas espaldas. Me miró con deseo. Con deseo sucio. Con deseo de macho en celo que no va a parar ante nada y ante nadie. Con ese deseo por el que se puede llegar a matar. Me resigné. Lo mejor sería ser dócil, pues ya me habían aclarado que la posición de Ricky en Jazmín es algo distinta que la de un cliente con preferencias. E intuí, que él estaba informado de que yo ya sabía todos los pormenores. No tenía escapatoria. Lo sabíamos los dos. Él se relamía de placer por anticipado. Como he dicho ya, sin rodeos: es nuestro chulo oficioso, incluso el de Madelaine. Él nos protege desde muy arriba (a nosotras y al negocio) a cambio de nuestros servicios, y consigue que permanezcamos más tiempo al servicio del local gracias a la dosis de cocaína a la que, poco a poco, nos enganchamos. Por si fuera poco, me percaté de que estaba borracho. Aquello complicaba más las cosas, claro.
—Gatita—sonrió aviesamente—, tengo una sorpresa para ti.
Para entonces, ya me había besado y su manaza izquierda anidaba en mi glúteo derecho que, a pesar de la noche inverniza, estaba al aire, ya que llevaba un tanga blanco que formaba parte de un conjunto con un sujetador de encaje y fantasía, excesivamente ceñido. Lo que más me impresionó, y terminó por fulminar la única gota de ánimo que me restaba, no fue ni la sonrisa, ni el halo de ginebra rancia que despedía su aliento, o el frío helador (casi de muerte) de su mano en mi nalga, sino el que me llamara gatita como había hecho Joaquín tantas ocasiones. Mi mente, muy afectada por el güisqui, todo hay que decirlo, hizo un vertiginoso viaje (casi suicida) hacia el verano, y en mi cerebro embotado se confundieron, lastimosamente, los rostros de Joaquín y de Ricky, que, por cierto, no se parecen en nada, salvo en sus aristas contundentes, duras, como cortadas por un rudo cincel. Supe, desde ese mismo segundo, que no me podría resistir aquella vez. Que atravesaría la última frontera que me había impuesto a mí misma. A partir de esa noche, supe, que nada me permitiría volver a mirar hacia fuera, con la ingenua posibili-dad de salir de la cárcel en la que me había metido, buscando la libertad.

Efectivamente, ocurrió. No dije que no. No pude. ¿No pude?… ¿No quise?… ¿Qué importa ya?…
Ni siquiera tuvo que insistir. A la primera oferta, bajé resignada la cabeza y musité un, “Bueno, como quieras”, prácticamente inaudible e infantil. Ricky casi ni se lo creyó. Sonrió como si le acabara de tocar la lotería. Me besó con más dulzura. Incluso que, por primera vez, no me sobó, sino que intentó una caricia.
Me explicó la técnica y me advirtió del cosquilleó que recorrería las narices y que cuando la nieve entrara en mi cerebro notaría que todo cambiaba.
—Mejor dicho, gatita, notarás cada detalle de todas las cosas. Notarás que piensas más deprisa. Bueno, ya lo irás comprobando. Lo más importante de todo es que no te asustes por nada, sino que te dejes llevar por las sensaciones. Tu cuerpo será el director. Tú sólo obedece, no intentes contradecirle, porque lo pasarás muy mal.
Sabía, positivamente, que Madelaine espiaba mis movimientos tras los agujeros. No le ahorré nada. Fue uno de los polvos que mejor he escenificado. (No digo que lo interpretara, pues, muy a mi pesar gocé, y, probablemente eso sea lo peor de todo lo que ocurrió a partir de aquella noche). Ricky aulló de placer. Él llevaba más alcohol y más droga que yo. Lo peor es que la coca me había gustado, porque, mezclada con el güisqui, me elevó a cotas de sensibilidad muy especiales y desconocidas para mí. Deduje que si las chicas se enganchaban a la droga, era precisamente, porque hacían que el trabajo se tornara, si no placentero, al menos soportable.
Perdí la conciencia de buena parte de mi cuerpo, al que notaba alejado de mí. Pero, paradójicamente, percibía con más intensidad cada estímulo que le llegaba. Por momentos, levité. Perdí la conciencia del tiempo. Perdí la conciencia de la vergüenza, aunque eso era lo más fácil… Al mismo tiempo, gané sensibilidad en ciertas partes de mi cuerpo. Después de lo que había experimentado con Joaquín, hasta aquella noche no había vuelto a tener ningún orgasmo con otro hombre, a pesar de los que se habían acostado conmigo. Cada vez que, a lo largo de mi vida, recuerde mi primera esnifada de coca, lo asociaré con un hermosísimo orgasmo que me removió hasta las entrañas y que (menos mal) no fue motivado por la pericia de Ricky, que más bien brillaba por su ausencia, y tendía a confundir el sexo con la brutalidad, sino por la acción de la droga.
¿Cómo explicarlo?
Es como si hubiera sido un orgasmo de colores y en tres dimensiones. Cuando pude pensar con frialdad me asustó el poder de esta sustancia, infinitamente mayor que el del alcohol, pero, sin embargo, la hizo atractiva.

Al salir de la habitación, tambaleante y con náuseas, Madelaine me abrazó aliviada y llamó a un taxi al que mandó a casa, conmigo en su interior. Dos horas antes de lo normal. Todo un detalle. Nunca he preguntado a ninguna de las chicas qué habían pensado, o cómo me habían visto. Pero debió de ser un espectáculo poco recomendable. El deplorable estado en el que me encontraba me impidió reflexionar con un mínimo de coherencia.

A la mañana siguiente (al mediodía siguiente, para ser exactos), al despertar con un terrible dolor de cabeza, no pude evitar que las lágrimas de desesperación brotaran durante bastantes minutos. Me sentí la más deplorable de las mujeres. No había podido. Había caído y aquel golpe sonaba a definitivo. A lo largo de todos esos meses, me había sentido empujada por los demás, sobre todo por la intolerancia, la opresión, la falta de amor de la familia. Probablemente me equivoqué en casi todas las decisiones que fui tomando, pero no me sentía tan culpable, pues todavía tenía en mi espalda las huellas de aquellas garras, empujándome sin compasión al precipicio. Sin embargo, en esta ocasión, en la que el límite me lo había puesto yo misma, fui incapaz de controlarme. Fui incapaz de luchar con más denuedo. Aunque por lo dicho por Madelaine, la situación empezaba a ser crítica para mí. Pero lo peor, fue que el gusto de la cocaína había sido, en el fondo, agradable y liberador. Me lo negaba el raciocinio, pero una débil voz en mi interior, me recordaba las sensaciones placenteras, el despegar de la ruin realidad que me rodeaba, la percepción especial de las cosas que me rodeaban. Mi vida real era una rutina asesina, sin salida. La vida que me ofreció la cocaína, de repente, dotaba de color, de luz, de libertad, de placer todo lo que rodeaba, incluso yo misma estaba casi bien.

Cuando llegó el siguiente jueves, me sentí tan sucia y tan vil que fui incapaz de sacarte, querido diario. Deambulé, casi sonámbula, por Madrid. Me sentía tan mal conmigo misma, tan asqueada, que volví a la casa para comer en ella, junto con las otras chicas. Me miraron extrañadas pues nunca lo había hecho, pero se callaron. Supusieron que no me encontraba muy bien.

Y encima las fechas que se acercaban. Cuando miraba las calles, que empezaban a denotar la proximidad de las navidades, sentía que un muro transparente se había alzado entre los demás y yo. Ya no podría volver a ese mundo. Me había desterrado yo misma. Me sentía como una alienígena. Miraba a mi alrededor y no encontraba sentido a nada de ello. Me extrañaban las bombillas de los arcos navideños. No entendía el bullicio que aumentaba. Un día seguía a otro, pero para mí, esta sucesión de días y noches, tenía el mismo sentido que para las gallinas, o para las palomas: ninguno. Sólo el rato en que notaba que la cocaína inundaba el cerebro cobraba algún sentido.
En mi corazón, que había sufrido otra herida mortal, se libraba una dura batalla. Por un lado estaba deseosa de volver a experimentar lo que sentí con la primera dosis; pero por otra parte, era consciente de que la única puerta que había tenido abierta para poder escapar del mundo aberrante en el que me había metido, la había cerrado yo misma.

Volvió Ricky un par de veces más en esos días. Volvió a acostarse conmigo. Volvió a ofrecerme la coca. Volví a esnifar. Volví a enloquecer en sus brazos. Volví a caer en la desesperación, a la mañana siguiente. Ya no me importaba el dinero. Ni me importaba otra cosa que no fuera un poco de coca ascendiendo por mis narices, a la busca y captura de mi cerebro para que éste se relajara de una vez, y dejara de sufrir, al menos un par de horas. Supongo que no se puede decir que me enganchara a tal sustancia, era demasiado pronto. Pero las sensaciones producidas en mi cerebro, habían sido tan intensas y tan placenteras, que  anhelaba su repetición.
Casi se me olvidaba que tenía que seguir haciendo daño a mi madre, que ese era mi gran objetivo.
Cuando Ricky supuso que ya había entrado también en el poder de sus garras, dejó de buscarme exclusivamente, con lo que en un par de semanas no probé la coca. La ausencia de la droga, no hizo mella en mí, al menos físicamente. Noté aliviada que las redes invisibles de aquel polvo blanco no me habían capturado, aún. Incluso, alguna mañana llegué a sonreír.

Pero llegaron las fiestas definitivamente. El calendario avanza, siempre en la misma dirección, sin girar la cabeza. Sólo la muerte le detiene.
La ciudad se llenó de bombillas de colores. Los escaparates llamaban a voces a los clientes. Música con aroma a mazapán y fruta escarchada salía de muchas partes. La melancolía me invadió. Hasta Madelaine tuvo la ocurrencia de comprar unos ridículos gorros rojos y blancos de Papá Noel para que nos los pusiéramos en el local. De lo más hortera, aunque a ella no se lo debió de parecer. (En el cenit del ridículo nos aconsejó que nos pusiéramos sujetador y bragas rojas. A eso nos negamos todas en rotundo, pues solo faltaba).
Los primeros días de las fiestas, intenté superar el ataque de melancolía que me invadía. El güisqui fue mi único aliado, tuve la suficiente fortaleza de intentar huir de la nieve. Pero fue un mal aliado. Estaba tan acostumbrada al licor, que el efecto que buscaba no lo conseguí. Antes bien, cogí alguna borrachera llorona. Debieron ser espectaculares, porque casi no las recuerdo, salvo imágenes muy nebulosas. Las chicas me dijeron después, que nombraba mucho a un tal Joaquín, unas veces, como si fuera mi gran amor. ¿Acaso todavía lo fuera? Otras veces le llamaba de todo, menos bonito. Más de una ha intentado sonsacarme sobre el asunto. Por supuesto no he contado nada. Lo que espero, es que no me hayan tirado de la lengua en mis fastuosas borracheras, y, sobre todo, espero no haber dicho más de la cuenta. No parece, pues no he notado cambios respecto del trato con ellas.

Tuve que recurrir a Madelaine para pedirle una raya.
Sí, querido diario. Fui yo la que la pedí de motu propio sin que Ricky estuviera por medio. Y este es el momento de mi caída definitiva.
Me miró, primero sorprendida, pero, en breves segundos, su mirada se convirtió en lascivia pura. Lógicamente lo sabía desde el momento en el que decidí pedírsela. Como me imaginé desde el principio, entramos en la habitación número uno. Por lo que se ve, ella también tiene un pequeño stock del producto. Ella había sido testigo de mi reacción en brazos de Ricky bajo los efectos de la droga, y aquel día quería sentir en su propia carne mis reacciones...

Era una habitación más grande que las otras. Mejor decorada y equipada. Se notaba, nada más abrir la puerta, que quien entrara, lo hacía, no como cliente de la casa, sino como amigo, o amiga, de la señora. Llamaba la atención la enorme cama que la presidía. Como pude comprobar un poco después, eran dos camas de matrimonio unidas.
Madelaine no tuvo que insinuarme nada. Como digo, lo había comprendido todo, incluso antes de que ella me sonriera. Digamos que era el pago por la dosis. En algún desván de mi cerebro, todavía iluminado por el oxígeno, me retumbó la pregunta de si sería así siempre, o si me descontaría parte del sueldo por cada dosis. Y a continuación saltó otra duda, ¿sería la droga una parte del negocio, que hasta ahora no había visto? Sin embargo, ya digo, fue un leve eco al que no presté demasiada atención. Creo que hice mi trabajo como una niña aplicada. Al menos el rostro de Madelaine, tendida exhausta en la cama, así lo reflejaba. Por mi boca circulaba una saliva espesa que hacía que mi lengua se tropezara, con los dientes. Y que me hacía tartamudear levemente. Resultaba graciosa.

Cuando bajé al local —sólo vestida con el tanga negro que llevaba aquella noche—, hacía su entrada en él Ricky. Al contrario que otras veces, me abalancé sobre su cuello. No sé si se percató de que estaba colocada, o ya traía la idea, el caso es que él me respondió viniendo como una flecha a por mí. Mientras me hacía de todo con sus manazas heladas le susurré al oído.
—En la cama de la uno está Madelaine más desnuda que yo, con una raya de coca haciéndole cosquillas entre la nariz y el cerebro y abierta de piernas. Creo que no ha tenido bastante conmigo. Creo que necesita un hombre.
Me reía como una niña traviesa y acariciaba su cabello ensortijado. No hizo falta más. Me alzó a pulso una cuarta del suelo, o casi, y de esa forma ascendimos, me ascendió, raudos hacia allá. Yo me reía como loca, como histérica. A mi alrededor todo giraba. Y los colores tomaban cualidades especiales, casi táctiles diría yo.
Fue una buena noche, aunque el local y yo perdiéramos dinero. No me importó se trataba de disfrutar. Y disfruté.

La mañana siguiente fue otro desastre. Algo fácil de prever, por otro lado. Me percaté de que cada día que pasaba iba descendiendo peldaños, cada vez más sucios y más mohosos, hacía mi absoluta perdición. Y tenía una sensación peor: detrás de mí, sentía los martillazos de cientos de enanos que destrozaban cada uno de los escalones que quedaban a mi espalda, dejándome sólo un muro vertical, por si pretendía ascender nuevamente. Y en mi viaje no llevaba ninguna herramienta que me facilitara la escalas. Por tanto, si quisiera darme la vuelta en algún momento, sería inútil, no podría huir. Cavaba mi tumba. Hasta que me acordé de ti, querido diario.
Por eso, cuando Madelaine me ha dado el día libre, hasta mañana por la noche, he sentido la necesidad imperiosa de volver a cogerte y relatar, al menos estas cosas. No sé por qué intuía que escribirlo podría ali-viarme de algún modo. No sé por qué he creído que tú eres el único elemento que tengo para poder realizar el penoso ascenso, si es que algún día emprendo la escalada.

(Espero, mamá, que después de haber leído todo esto. Si es que has podido llegar hasta aquí, al menos, me tengas algo de lástima. Ahora sí que sé que no puedo caer más abajo. Ahora sé, que no podré incorporarme con un mínimo de normalidad a la vida de ahí fuera, como hubiera sido mi sueño. También espero, mamá, que analices la parte de culpa que tienes en todo esto. Ya sé que tú no me has metido en el club. Ya sé que nadie me mandó salir de casa. Ya sé que la droga no me la proporcionas tú. Ya sé que en casa tendría de todo… Pero, ¿no eres capaz de entender que necesitaba oxígeno? ¿No eres capaz de comprender que mi vida la tenía que vivir yo y no vosotros por mí? ¿No puedes entender que tu estilo de vida es historia? ¿No te das cuenta que tanto odio silencioso hacia mí, me ha machacado? Para lo que estoy viviendo, era mejor que estuviera encerrada en la habitación durante toda la vida. Lo que ocurre, mamá, es que cuando a una le late el corazón con la fuerza y la insistencia del mío, lo más hermoso es sentirse vivo y dueño de cada uno de sus actos).

Estoy, como no podía ser menos, en la cafetería de mi rubio camarero estudiante. Hoy no es un buen día. Demasiado tránsito, sobre todo, desde el Corte Inglés tan próximo. Parece que todo lo que hay en la calle son paquetes voluminosos. Cada persona abulta el doble de lo normal, por lo que la sensación de estar excesivamente apretujados es asfixiante. Debo de ser la única persona que no tiene ningún regalo para nadie.
Imagino que en cada ciudad, en cada pueblo, incluso en este Madrid hostil y demasiado repleto de prisas, comenzarán en pocas horas las cabalgatas de los Reyes Magos. Justo cuando la tarde haya declinado.
¡Cómo me gustaría tener otra vez cinco o seis años! Vería cómo se acercan sus majestades hacia nosotros con una enorme sonrisa bajo sus grandes barbas, mientras nos traen la certeza de los deseos cumplidos un año más. Este día es el que con más ilusión recuerdo de mi infancia. Sin embargo, cuando te enteras de quiénes son de verdad, algo terrible se rompe dentro. A partir de ese día, una comienza a hacerse adulta. Y adulta significará, desde entonces, inexorablemente, perder cada día un poco de inocencia, descubrir que todo lo que produce esperanza y placer es siempre mentira, es siempre vano espejismo, mero trasunto de un cuento de hadas imposible. Desde entonces, nuestra vida, mi vida, está jalonada por infinidad de anhelos y de sueños rotos, hasta que se me rompió, o se me deshizo, entre los dedos el último, la utopía del amor liberador, del amor que conduce a la madurez. Es nuestra vida una flor llena de hermosos pétalos que una gigantesca mano invisible se encarga de ir haciendo desaparecer día a día, con insoportable contumacia, hasta que llega el último…Y ese día, morimos, sin remedio. Aunque nuestro corazón (víscera, músculo al fin), continúe impulsando la sangre que irrigue el resto de nuestras células. Es igual, estaremos muertos, pues al mirarnos adentro, si es que tenemos la valentía suficiente para hacerlo, contemplaremos horrorizados que el último pétalo desapareció la noche en que descubrimos que el amor tampoco existe… O al menos, no existe para nosotros.
¡Cómo me gustaría tener cinco o seis años! Ponerme en la fila junto a los demás niños y, después, quizá aterida de frío, acercarme hasta el rey Melchor. Y que éste, me suba a sus rodillas, y con una sonrisa en los ojos claros y desgastados de mirar a tantos niños, me acaricie el cabello mientras me habla.
—No te preocupes Mila, has sido una niña buena…Tendrás lo que has pedido. Lo único que tienes que hacer es acostarte pronto esta noche y estar profundamente dormida cuando lleguemos nosotros.
Y yo contestaría en un susurro, “Rey Melchor, sólo quiero que me despiertes de esta pesadilla. Quiero amanecer en mi cama, acurrucada junto a mi muñeco de peluche”.
Nadie, sin embargo, se ha percatado de que una joven chica rubia está escribiendo en un negro cuaderno, y mil lágrimas descienden por sus mejillas, acaso demasiado pálidas... Ni siquiera mi querido y rubio camarero estudiante.

(Continuará...)

martes, 7 de diciembre de 2010

Fin de trayecto. Tercera parte. Capítulo 34

Viernes, cuatro de noviembre de 1988.
Atardecer.

El oxígeno me ha invadido, se ha apoderado de mi sangre. Acaso, mi organismo ha notado el aire puro de esta sierra azul y acogedora, como si fuera el medicamento que más necesitara, después de tantos meses en los que lo estoy torturando por culpa de la vida que me hacen llevar.
Me siento otra.
Creo que, mientras el tiempo lo permita, he de volver a este hostal. Lo malo es que no se van a creer que todos los fines de semana el jefe que tengo me obliga a trabajar. En fin, los sueños, sueños son...Podría ir a algún otro pueblo con historias parecidas. Lo tengo que madurar.
El tren saldrá en un par de horas. Tengo tiempo de sobra para llegar a la casa, ducharme, ponerme “mi mono de trabajo” y viajar para el club.
Ojalá que la luz tornasolada de este veloz atardecer otoñal se quede fijada en mi retina y sea capaz de agarrarme a ella durante mucho tiempo como esperanza de un futuro donde el calor y la vida palpiten dentro de mí.
Antes, cuando era pequeña, recuerdo que iba a la parroquia de San Emilio en Euritmia, y la oscuridad y el frescor de la iglesia me hacían mucho bien. Prefería ir cuando no había nadie, o, si acaso alguna vieja rezando. Pensaba, entonces, que allí, efectivamente, estaba Dios. Es más, era imposible que no estuviera. Y sentía, al santiguarme con el agua bendita, que era el mismo Dios el que me besaba, el que me acariciaba, el que de algún modo sonreía ante ese gesto de cariño y veneración a la vez. Sabía que al fondo de la nave, donde temblaba la lamparita roja, me lo explicaron mamá y el cura, estaba Jesucristo en forma de comunión. Yo le contaba mis cosas, y estaba completamente segura de que él me escuchaba. ¿Cómo no me iba a escuchar, si no había nadie más, como mucho una vieja rezadora? Dios tenía capacidad de sobra para escuchar a dos personas a la vez. Le contaba mis penas y mis miedos. Él era el único que sabía cada una de mis cosas, sobre todo, las más íntimas, ésas que ocultaba hasta a mis mejores amigas.
Cuando salía de allí, era otra Mila, al menos durante dos minutos, más o menos, el tiempo en el que la calle me hacía otra vez alguna de sus jugadas malévolas. Pero aquellos dos minutos eran suficientes. Sabía (y creo que a pesar de todo todavía sé), que es posible algo mejor.

Algo parecido he sentido con esta puesta de sol. Hacía tantos meses, desde que estuve en el mar, que no contemplaba una puesta de sol, que he quedado impactada. Mis ojos se han mecido en los últimos rayos, casi tangibles. La de hoy ha sido completamente diferente a aquellas que me convirtieron en la costa en la joven más enamorada que había sobre la capa de la tierra. Hoy el aire era más transparente, diríase que invisible, casi inexistente, velazqueño diría mi profesora de arte. Los colores eran más variados, mejor dicho, más matizados, como en el arco iris. En pocos minutos he observado en el cielo un desfile de colores desde los rosas dorados y metálicos, aunque no fríos, hasta los añiles más gélidos y más diáfanos: eran como albas sábanas que arropaban a la mole de la sierra que se erguía frente a la ventana. La tarde quería cubrir su corpachón de eterna enamorada tendida con sábanas intangibles para preservarla del frío de la noche. El primer frío con que amenaza el próximo invierno.
¡Qué distinto todo ello comparado con las tenues, breves y artificiales luces en las que últimamente me muevo! El espectáculo de colores llenos de vida, pero sobre todo, de fuerza y de verdad que todo lo envolvían, han quedado prendidos de mis retinas, supongo que como aldabonazo, leve, del resto de mi conciencia que aún no ha sido aplastado por tanta podredumbre en la que me veo.

Supongo que cada día estoy más cercana a probar la coca. Creo que será lo mismo. No supondrá nada más monstruoso para mi vida que con lo que ya tengo que lidiar momento a momento. Total, la inocencia y la ilusión se evaporó hace algún tiempo. Pero me resisto a ello como si fuera el último reducto en el que me puedo refugiar.

Creo que es la única luz que me entra desde afuera en este túnel en el que me entierro. Si tapono esa breve celosía por la que la vida aún me llama, será mi fin total. Mi cuerpo, por dentro y por fuera, será ocupado por todo lo que nunca quise. Nunca quise convertirme en una viciosilla del tres al cuarto. Total, hasta hace unos meses no me gustaba probar ni la cerveza. Ahora no lo hago por menos de cinco o seis copas de güisqui diarias. No quería que los hombres (que mi hombre, el que tuviera que ser), se fijara únicamente en mi cuerpo; quería que nuestras relaciones se basaran en el respeto al otro, en la coincidencia de las inteligencias, de las ilusiones, de los sudores y de las alegrías. Sin embargo, mi cuerpo es propiedad comunal, casi de servicio público. Tan servicio público que casi ni me importa ya.
Sólo falta que termine por embotar mi cerebro por sustancias que lo aniquilarán, aunque sea despacito.

La otra noche, Ricky volvió a encamarse conmigo. Estábamos bastante borrachos, o eso me pareció a mí. Así que pensó que sería más accesible que la vez primera. Ya estábamos completamente desnudos en la cama de la habitación cinco, la mía, después de las correspondientes y obligatorias abluciones genitales. Recuerdo que para aquel servicio me habían colocado unas preciosas sábanas rosas. (¿Por qué una se acuerda de detalles tan tontos en ciertas situaciones?). Ricky giró su cuerpo ancho y macizo, no exento de ciertas bolsitas abdominales que normalmente intenta ocultar, pero que en ciertas situaciones son imposibles de disimular. Después de alcanzarla del respaldo de la silla, sacó de un bolsillo de su americana gris marengo una bolsita con el famoso polvo blanco. Arrugué las narices y el entrecejo en un gesto indudable que quise que él entendiera, como de repulsa y reprobación. Lo captó inmediatamente.
—Venus, chica, no sé por qué te pones así. Total porque pruebes una rayita no te va a pasar absolutamente nada. Después podrás decidir si continúas.
—Sabes —le contesté sintiendo una pastosidad pegajosa en mi lengua que la hacía trabarse—, creo que es bastante más peligroso de lo que parece. Es más, estoy por apostarte que si lo pruebo una vez, lo probaré otra, y después otra... Y ya no tendré remedio. Acabaré como...
A pesar de la cantidad de alcohol que llevaba encima, frene a tiempo. No recuerdo con quién iba a compararme, con Reme, o con Clara....Pero él no estaba tan ebrio como parecía y se percató, sin duda, de mis intenciones. Tuve miedo ante sus ojos y la frialdad de estilete que sentí en sus palabras.
—¿Cómo quién? Anda, zorrita, di como quién. ¿Tú eres mejor que las otras?
— No me he sabido explicar.
Un golpe de adrenalina vino en mi ayuda para despejar mi embotado cerebro. Me acerqué felinamente, mejor dicho como un reptil frío y a la vez atractivo, hasta el cuerpo del hombre que se había tensado y mostraba los nítidos músculos del torso y los brazos que aún corroboraban la fuerza física que tenía Ricky. Acaricié su pecho, ligeramente velludo, y utilicé mi arma infalible, el susurro de la pequeña Venus en el oído del macho. El rumor que acaricia y promete como el de la fuente, que relaja como un nocturno de Chopin.
—No pensaba en las chicas de aquí. Mal pensado, que eres un mal pensado. Pensaba en la gente de la calle que está tirada por ahí. No quiero acabar como ellas. Cuando llegué a Madrid, viví unas semanas en una pensión del centro, y vi cada cosa. Me asusté. No quiero terminar así. De veras, Ricky, no quiero acabar así.
Fingí muy bien que estaba a punto de empezar un llanto desconso-lado. Su mano pesada y ruda se posó en mi espalda, bajó hasta los glúteos, volvió a subir hasta la nuca. Sus ojos, como diamantes implacables, fríos y brillantes escrutaban los míos. Probablemente sabía que le estaba cambiando el primer sentido de la frase, pero también adivinó que detrás de mis palabras había algo cierto.
—Bueno —cedió—, no te obligaré. Ya me lo pedirás tú en alguna ocasión. Pero has de saber que toda esa gentuza del centro son unos viciosos y unos muertos de hambre. Así que tú no acabarás nunca como ellos. Esos desgraciados se meten en el cuerpo caballo, bastante malo por cierto, y esto no es caballo. En lo único que se parece es en el color.
Agitó la bolsita ante mis ojos. Los cerré rechazando su visión y me tumbé boca arriba. Se rindió aquella vez también. Supongo que pensó que tendría más ración para él. Así que repitió el mismo rito del primer día. Circunvaló mi ombligo con la nieve aquella. Enrolló un billete de mil, como si fuera del tamaño de aquellos canutos que los chicos utilizaban en el colegio y aspiró profundamente. Cuando aquel polvo llegó a su pituitaria se golpeó la cara en un gesto que solía repetir, y bufó, como en un estornudo abortado.
A los pocos minutos sus pupilas se dilataron y sonrieron. Parecían contemplar la inmensidad de un paisaje exótico.

Espero que atardeceres como el de hoy me llenen de la suficiente energía como para no probar lo que me ofrece. Aunque, es cierto que el invierno se acerca y las puestas de sol serán cada vez más rápidas y menos hermosas. Eso los pocos días en que se puedan ver, pues las nubes grises lo impedirán.

He de bajar a recepción y despedirme. Falta media hora para que salga mi tren.

Continuará...