Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

sábado, 26 de febrero de 2011

Fin de trayecto. Parte sexta. Capítulo 62

El único problema que habían tenido, había sido el año anterior —como he dicho—, cuando la hija mayor se vio envuelta en un turbio asunto. O eso pareció al principio, pero pronto se aclaró la cosa y transcurrido apenas un par de meses no se volvió a oír nada.
De hecho, parece ser que la hija no volvió por la casa, y nada más. Mi falta de relación con ellos, me impidió seguir más personalmente el asunto, sobre todo, cuando se olvidó por la prensa. Aquel problema, que fue la comidilla de Euritmia durante un par de semanas, pronto se enfrió. Supongo que salvo ellos, y los más allegados, nadie recuerda tal suceso, si no es vagamente.
Yo lo recuerdo mejor porque me sorprendió que tal cosa sucediera en la pequeña Euritmia y nada menos que a mis vecinos, por lo que seguí la noticia.
Había anidado en aquel entonces por mi cabeza la idea de preparar un volumen de narraciones breves, y barajé la noticia como posible fuente de inspiración de alguna de ellas. Le llegué a poner título. Intenté, además, obtener información además de la de la prensa sin levantar sospechas y sin que nadie me pudiera llamar la atención, para ello aproveché que tenía un observatorio espectacular. Contemplaba todas las idas y venidas de gentes a la casa, con simplemente permanecer en el balcón. —Policías, amigos, periodistas, conocidos, más periodistas, representantes de múltiples asociaciones en defensa del menor, curiosos, más periodistas. La calle parecía el escenario de una romería—.

El asunto comenzó con una denuncia de la familia en la que se hablaba de una especie de secuestro del novio de la chica, lo que conmocionó a la población. Hubo debates sobre el asunto en la prensa, en la radio, en la televisión. Sesudos moralistas hablaban de la perversión juvenil de esta época. Infatigables y combativas feministas llegaron a sostener que la raíz de aquel secuestro estaba en la educación sexista y machista que se recibe en las escuelas desde tiempo inmemorial. Sociólogos formados en la erudición de tertulias radiofónicas, sostenían que la violencia que se escapaba de la televisión provocaba en los jóvenes procesos de identificación con ciertos tipos de héroes. Todo lo que se decía, o se escribía sobre tal noticia me interesaba. Como digo, la noticia trascendió los límites de nuestra ciudad y se llegó a publicar en diarios de tirada nacional. La verdad que en pleno agosto, con el país entero de vacaciones, solo pendiente de las olimpiadas de Seúl, reunía las condiciones idóneas para ser una bomba informativa. Pero en muy pocos días se desmontó todo el tinglado, pues apareció el antiguo novio, más que asustado, que explicó lo sucedido. 
Lo cierto y paradójico de la pronta resolución del caso, la provocaron quienes más estaban interesados en que se prolongara en el tiempo, me refiero a la prensa. Pero el tratamiento que dieron al hecho en los diarios nacionales asustó al chico y le hizo volver a Euritmia con el rabo entre las piernas.
Realmente había sido una escapada en la que se lo debieron de pasar muy bien. Según lo que él dijo, el engañado fue él mismo, que no conocía en profundidad ciertos problemas familiares que tenía su novia. Incluso, creo que un par de días más tarde, apareció una amiga de la chavala, que, por cierto, odiaba al chico —lo que daba mayor credibilidad a sus palabras—, para confirmar todo lo dicho por él. Parece ser que las declaraciones de él fueron completas, aportó muchas pruebas —facturas de hostales, de restaurantes—, incluso varios testigos de estos establecimientos confirmaron que aquello podría ser cualquier cosa, menos secuestro. Se daba a entender que la hija de mis vecinos, estaba muy a gusto en la compañía de aquel joven. En definitiva, se confirmaron por la Policía y la Guardia Civil, punto por punto, las afirmaciones del sospechoso principal, que obviamente quedó libre y sin acusación.
A pesar de la minoría de edad de ella, parecía claro que todo se había fraguado en su cabeza. Por lo que resultó, al final, que la niña había engañado a todo el mundo para poder irse de casa a vivir una vida más libre. Parece ser, por lo que contó la amiga —pues en este punto no quiso entrar su novio—, mi excvecina se sentía muy tiranizada en el ambiente familiar, sobre todo por su madre y su abuelo, y que desde hacía algunos meses la situación se había agudizado hasta situaciones verdaderamente insoportables. Con aquellas declaraciones elevadas a la categoría de verdad absoluta por la oficialidad —policía y juez—, los sesudos analistas locales, abanderados de cierta moral conservadora y recalcitrante, las infatigables luchadoras feministas, y los aprendices de sociólogos, tuvieron que permanecer callados durante algún tiempo, pues habían quedado muy mal en sus juicios apresurados.
La familia, o sea mis vecinos, quedaron en peor lugar aún, pues pasaron, de ser compadecidos por la ciudad, víctimas de una situación que ellos no habían causado, víctimas de una sociedad insana y complicada para ser vivida, a ser tomados como impostores, y ser la comidilla de cualquiera, sobre todo, de ese mismo grupo al que querían representar, pues por mantener cierto honor familiar fueron capaces de mentir públicamente, y ya se sabe lo que ello implica en una sociedad cerrada, casi encapsulada, enquistada, como la de Euritmia. Habría que haber escuchado a ciertas señoras en ciertas peluquerías, o en la compra. Personas, que, a la vez, conocían de muy buena tinta todo lo que había sucedido pues eran íntimas de la madre de la criatura. Como digo, el asunto se enfrió. Había muchos intereses coincidentes para ello: el de la policía para poder trabajar mejor e intentar localizar a la fugada, que al fin y al cabo era menor de edad, el de la familia para que su posición se volviera a situar en su lugar, el de el novio que quería olvidarse del tema, el de la prensa que ya no tenía material para titulares, al menos morbosos.

Tras los breves segundos que duró el estruendo, volvió la quietud, inundada por la tensión. Por vez primera, a pesar de los años transcurridos desde que habité en aquella calle, y a pesar de todo lo que acabo de escribir, estudié con cierto detalle aquel edificio. También, como el que yo habitaba, era de dos plantas. Con la diferencia de que yo sólo habitaba el segundo piso, la primera planta estaba alquilada normalmente a estudiantes, por lo que aquella tarde del veintiuno de julio se encontraba vacía. La fachada quedaba simétricamente dividida por los balcones que ocupaban su centro, uno en cada piso, flanqueados ambos por ventanas de ocres persianas echadas. (El de la estancia superior había sido convertido en pequeño mirador de blanca marquetería, con lo que dotaba al conjunto de un aire coqueto y de evidentes apariencias pequeño burguesas). La gran puerta, inserta en un magnífico arco de medio punto construido en grandes y dorados mampuestos de piedra caliza, coronados por una dovela en la que se había labrado un escudo, me parecía lo más destacable de la casa: dos hojas de madera de nogal talladas amorosamente que representaban una batalla, supuestamente medieval, rematada por ribetes como repu-jados en oro y plata en los laterales y en la parte superior. El resto de la fachada estaba encalado lo que confería al edificio un contraste muy especial, como si siempre estuviera en dos luces. Sin embargo, en algunos puntos, le era imposible ocultar el paso del tiempo que erosionaba las paredes sin que la ajustada economía familiar, pudiera atajar todo el daño. Por lo que se observaba, bastante tenían con lo general, con un mantenimiento, digamos, de mínimos.
Permanecí, al menos, otros veinte minutos, contemplando la calle vacía, el jardín umbrío y recoleto del que nacía el relajante sonido de la fuente, la silueta ocre de Euritmia elevada sobre la roca y alzando sus torres como dedos que quisieran acariciar el cielo, las cigüeñas blancas y negras esperando a que la tarde cayera; en fin, vagando con pensamientos peregrinos, y también vagando en melancólicos recuerdos que entraban punzantes en lo más íntimo del corazón...

Después de concluir mi copa, y de fumarme otro cigarrillo, decidí que estaba pasando demasiado calor sin ningún sentido.

De allí no volvió a salir ningún grito. No se oyó ningún otro ruido. Todo permaneció quieto.
Sentí que el sopor volvía, así que volví a mi cuarto. Cerré cuidadosamente el balcón. Y me dispuse a concluir aquello que aquel alarido casi inhumano había interrumpido.
Me dispuse a disfrutar de una enorme siesta, que tenía doble misión: recuperar mi ánimo de aquellas enfermizas melancolías, y preparar mi cabeza desgastada para una noche de trabajo que debía ser intensa y productiva.

Continuará

jueves, 24 de febrero de 2011

Fin de trayecto. Parte sexta. Capítulo 61


El calor pesado abrumaba la tarde.
Las teclas de la máquina de escribir se adherían a mis dedos humedecidos, empapados, por un sudor permanente y muy molesto. Tarde de losas horizontales, invisibles, que hacían imposible incorporar el ánimo. En la calle, el silencio se hacía como el calor: pegajoso, glutinoso, acaso también sepulcral: cementerio presentido o adivinado o intuido, más bien temido: ni los pájaros trinaban su monótona canción; ni un cansino ladrido de perro, remoto aún; ni el deslizar perezoso de los coches; ni el sonido íntimo de los cubiertos al ser colocados en su correspondiente lugar, tras la sobremesa familiar; ni el eco de los sueños de la siesta gozosa de los niños: anhelos de ríos de leche tibia; nada; quizá una chicharra solitaria a lo lejos.
El mundo, el habitual bullebulle que lo conforma y moldea, parecía desaparecer aplastado en una nube de sol cuyo fulgor de fuego lo convertía todo en quietud, en mudez, en asfixia, en parálisis.
Definitivamente Euritmia había entrado en trance, o en estado catatónico lo que podía ser infinitamente más grave. No había otra explicación posible a aquel silencio de flores marchitas.

Tal sensación de agobio me angustiaba, oprimía mi garganta como si fuera un grillete invisible, pero irrompible. Por momentos sentía que me aferraba con sus misteriosas manos de dedos inapelables; sentía que en cualquier instante podía faltarme hasta el aire para respirar... Imposible que me concentrara en mi labor supuestamente literaria, o, al menos, creativa. Una vez más, aquella novela debía esperar mejor ocasión. No era el momento, ni yo me encontraba mínimamente inspirado.
Tras un suspiro hastiado, que quería expulsar todo la impotencia que me invadía, dejé de teclear frases inconexas, deshilvanadas, carentes de cualquier emoción o lirismo, sin las caricias emitidas desde los pétalos de las entrañas...
Sospeché que era el único euritmitense enfrascado en algo más complicado que respirar. Tal idea me satisfizo, por lo que con tranquilidad de conciencia, me rendí, y decidí unirme al resto en su presentida inactividad.
¿Por qué luchar contra los elementos?

Me arrojé sobre el camastro (No tenía otro nombre aquel amasijo de sábanas, supuestamente blancas, que permanecían embarulladas, convertidas en un gurruño, desde hacía un par de días, o tres, apenas extendidas ligeramente sobre el colchón sin airear...Mis dotes como amo de casa son nulas, sobre todo cuando me encuentro en situación de trabajo febril como en aquellos días del estío de mil novecientos ochenta y nueve). Al menos, dormitaría un poco mientras el calor se dejaba caer sobre la faz calcinada de la tierra, tal que una plaga en el mismo centro de la corte del malvado Faraón. (Suena un poco exagerado, pero así lo sentí aquella tarde de julio de mil novecientos ochenta y nueve).

Quizá hubieran transcurrido diez minutos tendido sobre el lecho. Mi mente había iniciado un lento e inexorable camino de pendiente descenso hacia la modorra, sin quedar del todo desconectada del mundo, cuando un grito agudo, o sobreagudo, si es que se admite este término, consiguió el prodigio, el milagro, de levantarme y, tras veloz y algo trompicada carrera hacia el salón, con algún peligro para mi integridad, abrí el balcón a pesar del implacable fuego que emanaba del asfalto euritmitano, muy cerca de derretirse.
Fue un grito repleto de trágicos matices, desagradables sorpresas y pánico acuciante; un alarido despavorido, breve, pero que encerraba en sí mismo toda la angustia del mundo, o quizá cada pesadilla de la historia. Un grito que contagiaba el miedo cerval al mal en su máxima expresión. Un grito que provocaba, sin duda, pánico a cualquiera que lo hubiera oído, por lo menos a mí me lo produjo. Quizá hubiera sido el único que lo oyó. Un grito en el que, en fin, se reflejaba con sonidos penetrantes y afilados la angustia del que ha visto cara a cara a la muerte armada con su guadaña a la espalda... O al mismísimo diablo en la peor de sus figuras... Quién sabe si a ambos.
En la calle, sin embargo, no había cambiado nada, como comprobé de inmediato. Otra vez silencio, el mismo silencio; mejor dicho, a la ausencia de cualquier ruido, se le había añadido el matiz intangible, aunque perfectamente perceptible por alguno de los desconocidos sentidos que posee el ser humano, de la ansiedad y de la angustia: como si con aquel grito no hubiera concluido todo, como si hubiera quedado suspendido en el aire algo más, la continuación, como un alcotán revestido de miedo, como si el acontecimiento no concluyera en ese grito.
Es más, como si aquel grito sólo fuera el primer acto de una obra con más instantes, probablemente trágicos.
Permanecí, por tanto, asomado al balcón, a la espera de los sonidos que completaran la escena. Todo, hasta yo mismo, había quedado a la expectativa. Mientras, miré embobado la calle vacía, las persianas de los edificios bajadas, los árboles mudos, el cielo limpio como una vajilla de porcelana azul recién fregada y lustrada. Agradecí que la fachada de mi casa estuviera orientada al norte, al menos a aquellas horas me libraba del sol, aunque no de sus efectos... Pasaron los minutos, tediosos.
Todo seguía exactamente igual.
Me entretuve contemplando lo que podía ver del resto de Euritmia desde aquel balcón. Unas cuantas espadañas negras de las torres románicas, mudéjares, de la ciudad, las almenas de un par de torreones ocres construidos en el Renacimiento que indicaban a los que las vieran, en cualquier época de la historia, la importancia, poderío e influencia de las familias a las que pertenecieron, y la cúpula de la catedral impresionante en su sencillez y en su contundencia. En fin, el contorno de una ciudad de procedencia netamente medieval, construida sobre una colina escarpada e inexpugnable, de una ciudad con abolengo, de una ciudad que probablemente se moriría orgullosa y ahíta de contemplar su propia belleza y la grandeza de su historia, sin darse cuenta de que aquella belleza y aquella grandeza fueron fruto de momentos en los que la iniciativa era moneda de cambio habitual. Sin embargo, la iniciativa se había sustituido por la contemplación.

También observé, durante unos minutos, las siluetas estilizadas de las cigüeñas que reposaban sobre los extremos de los pináculos catedralicios, o esperaban a que pasaran las horas de mayor bochorno para volver a volar. Seguro que la mayoría de ellas estaban tomando sus lecciones de vuelo. Se acercaba Santiago, sin embargo las zancudas no tenían intención de dejarnos. Tenía la sensación de que las blancas aves cada vez nos dejaban más tarde y volvían antes, como si un lazo invisible les atara a las torres de Euritmia.

Me entretuve, además, en la contemplación de la masa arbórea, densa, verdinegra, del jardín de san Emilio que se ubica en la calle paralela a la mía. Tal era la intensidad del silencio de la tarde, que desde el balcón abierto, se escuchaba leve, pero acariciador, el canto rumoroso, casi como el susurro del amante al amado, de la fuente que presidía su estructura central.

Me serví una copa de mi güisqui preferido, refrescado por unos cuantos cubitos de hielo que extraje del congelador con deleite.
Volví al balcón convencido de que sucederían más cosas. Era imposible que aquello no fuera el preludio de algo más. La misma quietud que me desasosegaba se prolongaba incansable a lo largo de los minutos. Pensé que mi espíritu era lo único con cierta movilidad en aquella tarde. (¿Se habría producido alguna suerte de parálisis terráquea, que incluía a los seres vivos, y que por cualquier causa no me había cogido a mí? ¿Habría provocado el grito un ataque generalizado de tetraplejia?).

Cuando saboreaba con lenta fruición un sorbo de la bebida, y empezaba a olvidarme del asunto que me tenía asomado al balcón —el sabor del líquido, me trajo recuerdos de otros instantes más felices que aquél, instantes en los que compartía algo más que güisqui con alguien—, otro grito, casi exacto al primero por su intensidad y matices, pero con otro tono de voz, quizá una quinta más bajo, atravesó el aire calmo. Entre ambos alaridos pasaron diez o quince minutos, quizá fueron menos, no fui capaz de calcularlo con más exactitud, pues la modorra de la tarde y el triste recuerdo de aquella mujer, habían penetrado por ósmosis en mis neuronas que caminaban al ralentí, inundadas en melancolía.
¿Dónde había sido el grito? ¿De quién o de quiénes procedía? ¿Qué ocurría?...
Antes de que pudiera responderme, aun por aproximación, el inconfundible estruendo de cristalería rota y de gemidos ahogados y de golpes amortiguados por la distancia, me permitió suponer que se trataba de una pelea procedente de la casa que se enfrentaba a la mía.
Debía ser una pelea en toda regla.
Algo que no cuadraba con la aparente educación con la que se comportaban mis vecinos de calle a los que únicamente conocía de verles entrar o salir en su casa. Nunca habíamos cruzado una palabra. Pero, no por eso, no tenía una opinión sobre ellos. Incluso información a causa de un suceso que les aconteció el año anterior. Al contrario, nunca les oí discutir, o tener un mal comportamiento. De hecho, alguna vez que el trabajo nocturno ha sido especialmente abundante, esas noches en las que el insomnio era la fuente de inspiración, y que, por tanto, el amanecer me cogía todavía tecleando a mi vieja máquina, había sido testigo de cómo la señora de la casa —alguien que en su juventud debió ser espectacular, sin ningún género de dudas— salía al balcón de arriba de su vivienda a despedir a su marido que se dirigía al trabajo. Daba igual la época del año. Cuando sucedía eso, tampoco una cantidad exagerada de veces, seré sincero, sabía que eran las siete y cuarto de la mañana y pensaba que debía acostarme inmediatamente, y no me ponía ni una sola excusa más, aunque estuviera en mitad de una frase crucial.

Continurá...

martes, 22 de febrero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 60

Viernes, 9 de junio de 1989.
Doce de la mañana.

Justo a mi lado, está la pequeña pistola, con el silenciador, un artefacto de indudable connotación fálica, instalado. Creo que es un revólver. Es ligero, plateado, sin marcas. Con munición completa. Espero utilizar dos, quizá tres de sus balas, el resto sobra.
Cristóbal, o como se llame, apareció a las diez y diez. Por momentos dudé de su palabra. Pero al fin llegó. Traía la pistola envuelta de tal modo que parecía un regalo.
Estaba desnuda en la cama, para que no hubiera dudas. Al verme, estuvo a punto de aullar.
—Si qué vas rápido, Elena García ¿No dices que tenemos toda la noche?
Afirmé con una sonrisa ladina. De todas maneras, se desnudó también. Daba pena verlo con sus años y haciendo lo que estaba haciendo. Visto a una luz más objetiva que la del club, Cristóbal era un hombre en franco camino de regresión. Me besó, me acarició…. Después de la primera vez, me explicó detalladamente cómo funcionaba el artefacto. Cuando hablaba de armas, cambiaba la mirada, incluso el tono de voz. Se notaba que le encantaban. Me fijé sobre todo en el sistema de seguro, y cómo había que apuntar para acertar. Lo demás no me interesaba. Me dejó cargado el tambor del revólver.
—Listo para funcionar, pequeña.
Le sonreí, ronroneante.
—¿Y tú lo estás?
Dudó acerca de ello. Pero, no es por darme importancia, conseguí que funcionara. Él mismo quedó extasiado.
—Tendré que volver a casa. No puedo pasar la noche contigo, y bien que lo siento.
No le respondí. También lo suponía, y además, no sabía cuánto se lo agradecía. Mientras se vestía, le pregunté con inocencia.
¿Mañana por la mañana vendrás a visitarme?
—A primera hora me escaparé. Le he dejado dicho al chico que hasta las once no iré mañana por la tienda. Que tengo que ir con mi mujer al médico. Más que nada, para que no llame a casa.
Me guiñó un ojo, como diciendo la inteligencia y perspicacia que tenía. Lo hombre de mundo que estaba hecho. Eran más de las doce.
—Entonces me dirás mañana el dinero que te doy.
Denegó con un gesto enérgico. Pero a mí no me interesaba que pueda pensar que le he pagado. Debería ser quien se sintiera en deuda.
—Bueno, pues no me aceptes dinero por la pistola. Acéptame que te financie un par de polvos más en Jazmín. Si te decides a volver conmigo procuraré que sean cuatro, ya me entiendes.
Se quedó boquiabierto. No supo decir no. Era de lo que se trataba. Cincuenta mil pelas por la pistola, o sea cuatro polvos, más dos de anoche, más el de esta mañana. Estaría callado una temporada. Eso es lo que quería. Total para ir a la tumba me da lo mismo, abrirme unas cuantas veces más de piernas.

Esta mañana ha venido temprano, a las ocho y media, como prometió. Pero por algo que no me quiso explicar estaba nervioso. Parece ser que con su mujer tuvo otra enganchada anoche, y ha dormido fatal.
Me da lo mismo.
Ha cumplido su papel en esta historia.

Yo sí he dormido fatal, y no el capullo de Cristóbalcomosellame. He tenido extrañas pesadillas. Cuando he despertado la almohada y yo estábamos empapadas de llanto. He tenido que llorar mucho, pero no me acuerdo de nada. Absolutamente de nada. Además de estar muerta, ¿qué me pasa diario?



Viernes, nueve de junio de 1989.
Tarde.

Ya tengo escondida la pistola. Ojalá que haya suerte y no me la pillen. Quizá tenía que haber esperado alguna semana más. Aunque debo de calmarme. No creo que nadie vaya a hacer nada raro ahora.

Le he advertido a Cristóbal que no fuera por Jazmín con mucha frecuencia, pues podía levantar sospechas. Me ha mirado un poco asustado. Quizá me haga caso. De todas maneras, el otro día no estuvieron ni Ricky ni Madelaine, con lo que será más difícil que aten cabos. Aunque todas las precauciones, me parecían pocas. Reme o Clara pueden actuar de chivatas, no lo sé.

Me da la impresión que Madelaine se ha ido de la lengua y las chicas, o alguna, ya sabe lo de mi hermano. Me miran raro. Sole que no tiene pelos en la lengua, me ha intentado calmar.
—M’hija, al final son todos iguales, unos pendejos. Da igual que sean padres, o hermanos. Son una polla que tira del cerebro. Y si están borrachos, ya ni siquiera el cerebro. Mira, m’hija, me largué de casa porque mi papá se encaprichó de mí. Mamá, no podía hacer nada, pues cada vez que lo intentaba impedir se llevaba una paliza. De denunciar a la poli, olvídate, lo mismo me violaban ellos también. En mi país están así las cosas. Así que, en cuanto pude, me largué, pero todo se olvida, al final, qué más da una verga más o menos. No te crees mala sangre, chica.
Era una forma de verlo. De todos modos, para ella será más fácil. Yo me largué de casa enamorada, pero secuestrada. Me han matado a otro amor, me lo he hecho con mi hermano, estoy de alcohol hasta el culo, y la coca cada vez me hace más falta. Qué pretenden.
¡Que se jodan!

Viernes, veintitrés de junio de 1989.
Tarde.

El alfanje transparente está a buen recaudo. Es una maravilla.

No tengo más ganas de escribir. Esto se acaba. Se me acaba hasta el oxígeno. Dentro de veinte días cumplo dieciocho años. El jueves 20 de julio, para que no se note mucho, iré al banco para abrir una cuenta bancaria nueva a la que nutriré con buena parte de las pelas de la otra. Aunque se la tenga que mamar al empleado, pero como que me llamo Milagros, que me abren una cuenta a mi nombre, y traspaso las pelas de la otra a esta.
El viernes veintiuno, con la cartilla, las pelas que tengo en la habitación, las llaves de casa, el alfanje y la pistola me largo de Madrid y me voy a Euritmia. Cojo el tren en Chamartín y se acabó la historia. Lo único que deseo es que el juez o la policía lean estas páginas, lo que va escrito en un año, y hagan lo que tengan que hacer.
Será el final de Jazmín.
Lo siento por las chicas, sobre todo por Reme, pues tendrán problemas. Excepto Sole que se hace a cualquier situación, y no ha probado la coca, que yo sepa. Además, Supongo que sería capaz de llegar hasta el fin del mundo riéndose con su voz cantarina y montándoselo con cualquiera a cambio de dinero. Lo único positivo que me llevaré al otro barrio de este maldito Jazmín será la risa estridente de Sole y sus dos buenas tetas bailando sobre mi cara.


Viernes, veintiuno de julio de 1989.
Final de la madrugada.


Todo está escrito.
Excepto mi última voluntad, que quiero que se cumpla, si legalmente es ello posible. Es la última voluntad de un preso condenado a muerte. Nada me queda por hacer en esta vida. Llevo preparada la nota para el juez. He guardado bien todas las cosas. La verdad es que no se nota nada en el bolso, es grande, aunque no escandaloso.

No he dormido esta noche.

Es una sensación extraña la que se siente sabiendo que es tu última noche entre los vivos. No es agradable. La sensación de que en tus manos, definitivamente, está el último latido del corazón es terrible. No me asusta, pero me estremece. Me da vértigo.
Espero tener agallas y no volverme atrás a última hora.

Algo extraño me ha ocurrido otra vez, pues, de pronto me doy cuenta que ha pasado más de una hora, y no me he enterado. Noto que he llorado, pero no me acuerdo de por qué. Noto un sudor frió por toda la espalda. Me escuecen los ojos.
No es la primera vez que me pasa esto en estas semanas. Bueno, total para el tiempo que me queda.

Me despido también de ti queriendo diario. Has sido mi verdadero confidente en este año. Has sido el único que has conocido todo mi avatar. Ahora, cuando te cierre y te guarde, quedarás como albacea de mi testamento. Y, espero, que como prueba de cargo para estos cabrones.

Quiero que quede escrito, y se cumpla: Quiero que se me entierre junto al nicho de D. Enrique Lozano Muñoz, enterrado en el cementerio de la Almudena de Madrid.
Que en el nicho, bajo mi nombre y la fecha de mi muerte, veintiuno de julio de mil novecientos ochenta y nueve, coloquen la siguiente inscripción:

“A pesar del silencio de la infinita noche,
a pesar del frío de la oscuridad eterna,
a pesar de la ausencia de tu mirada dorada,
juro a todos que te quise y que te quiero.”

Deseo que con el dinero que hay en mi cuenta, se pague al abogado que necesitará Soledad, Sole, una de mis compañeras en Jazmín. Sólo a ella. Las demás sabrán qué han de hacer.
También es mi voluntad que todos lo veintiuno de julio, durante los próximos dieciocho años, se diga una misa por el descanso de mi alma y la D. Enrique Lozano Muñoz en la iglesia de la Encarnación de Madrid, y que las monjas canten en ella.
Y por último, es mi voluntad, que con el dinero que reste, tras haber pagado todo lo dicho, y lo que legalmente haya que pagar a quien proceda, se haga una donación a la Casa Cuna de Euritmia. Como contraprestación, es mi último deseo que, al menos, una niña de ese Centro se llame Milagros y un niño Enrique.
No puedo dar gracias a la vida, porque tengo poco que agradecerle, aunque sí pido perdón a los que haya hecho sufrir, sin motivo.

Espero, por fin, que mañana veintidós de julio, al descubrir nuestros cadáveres, alguien tenga compasión de nosotros y eleve una oración por nuestro alma…
Más que nada, por si Dios existiera.

Continuará

sábado, 19 de febrero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 59

Jueves, ocho de junio de 1989.
Seis de la tarde.

Esta tarde, Cristóbal abrirá tarde su tienda. Con ello ya contaba, al menos yo, claro. No estaba mi camarero rubio, en su lugar había un señor más maduro, que obviamente no me conocía. Lo cual, por una parte me ha aliviado, pero ha dejado una nota de melancolía prendida de mi recuerdo.
No sé si la cafetería está cerca del establecimiento de Cristóbal, o está lo suficientemente alejada como para que pueda estar tranquilo. Ha sido puntual.
Me ha localizado pronto, no había mucha gente en la cafetería. Se ha sentado a mi lado. Se le notaba tenso, nervioso. Ojo avizor.
—No te preocupes—, le he dicho—. Tardaremos poco, y la cosa es muy sencilla. Verás, necesito durante un par días una pistola o un revólver con silenciador.
Me ha mirado con horror. Tal y como me imaginaba, claro.
—Pero niña, ¿qué cosas tienes?
Antes de actuar he mirado alrededor. Le he puesto una mano en la entrepierna.
—Si es muy problemático que me la prestes. Yo te la compro. Nadie sabrá que ha salido de tu establecimiento. Digamos que te puedo pagar en dinero y en especie. Si quieres, claro.
Sabía de ante mano que me iba a regalar la pistola. Lo que ocurre es que tenía que jugar su papel de dignidad. Era muy sencillo para él despistar un revólver de su establecimiento. Con ciertas precauciones, que ya tendría tomadas, y, con algo más de dinero, cualquiera podría conseguir un arma. Él mismo me lo había contado el día de la famosa borrachera. Por ello me dirigí a él.
—Me lo pones muy difícil. No sé, ni tampoco quiero saber para que quieres el arma, pero imagínate que mi negocio aparece en algo, ¿cómo decirlo?, turbio.
Lo miré con cierta desfachatez. Aunque en milésimas de segundo cambié de actitud, y me comporté como si fuera una gata en celo que ronroneaba deseosa. Lo que siempre pone a tope a los hombres.
—No me fastidies, Cristóbal. Tú mismo me has contado que tienes cosas fuera de control de la poli, y que es prácticamente imposible que sepan de donde han salido… No te pido ninguna factura, ni que pongas el IVA. Quiero algo pequeño, pero seguro. Estoy amenazada por ciertas personas, tengo miedo y necesito sentirme protegida. ¿Entiendes? Madrid es peligroso, sobre todo a ciertas horas.
Se ablandó. La explicación parecía lógica. Incluso a mí me lo pareció. Nunca se me había ocurrido, pero esa explicación podría convencer a cualquiera, supongo que hasta a Ricky.
Reflexionó unos segundos. Seguro que fingía. Le dejé hacer.
—Creo que tengo algo. Sin identificación claro. Un poco antigua, pero en perfecto estado. Casi sin estrenar. Ten cuidado —me guiñó el ojo el muy capullo, dándome a entender que no se chupaba el dedo—, si le das a alguien en la cabeza lo dejas en el sitio. Es pequeña, pero su munición puede atravesar una buena masa compacta.
—¿Y cuándo podré tenerla? No me interesa que en el club se sepa. ¿Me explico?
No dijo nada, aunque noté cierta alarma en sus ojos. Quizá aquella precaución mía había sido innecesaria.
—Casualmente la tengo disponible para cuando quieras.
—¿Te viene bien cuando cierres el negocio?
Asintió. Me di cuenta que el nerviosismo crecía. Le pedí que me dijera un hotel o una pensión de su confianza. Quería que viera que no era una encerrona. Me dio, más relajado, la dirección. Estaba cerca.
—A partir de las ocho o las ocho y media me hospedaré allí. Dejaré pagado el alojamiento hasta mañana por la tarde. Dejaré un sobre para ti en recepción diciéndote la habitación en la que estoy. Me tienes a tu disposición durante toda la noche y todo el día de mañana. Además de decirme las pelas.
El rubor ascendió por sus mejillas. Se despidió abrumado. Me dijo que por el dinero no me preocupara. Dijo que a eso de las diez estaría en la habitación. También añadió que no era necesaria la nota.
—Sólo dime con que nombre te hospedarás. Soy de confianza.
Sonreí con inteligencia. Le dije que me hospedaría con el nombre de Elena García.
Se fue, creo que todavía más alterado de lo que entró.
En fin saldré de la cafetería hacia ese hostal. Todo sea porque los planes avancen. Casi no queda nada. En mes y medio cumpliré los dieciocho. Sólo necesito esa edad, coger el dinero del banco, regresar a Euritmia, matar a los que me han matado. Y ya está. Se acabó la historia de Mila. Total, para lo que ha valido. Espero al menos que a estos dos mafiosos de pacotilla, se les caiga el pelo.
Me da una pereza terrible tanto trabajo. Levantarme de la silla, pagar al camarero, ir hasta el hostal y esperar a que el viejo verde éste venga para que me folle un par de veces. Si es que puede, claro.
¿Y qué más me da?
Como si quiere cinco o seis.
Los cadáveres no protestan, que se sepa.

Continuará...

jueves, 17 de febrero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 58

Lunes, cinco de junio de 1989.
Siete de la tarde.

La pistola, o el revólver, es otro problema. Gracias a Dios, al destino que últimamente parece la única explicación lógica, o al diablo, no sé muy bien, tengo un cliente bastante asiduo que se dedica a la venta de armas. Vamos, es un armero. Un día, en una borrachera gloriosa que cogimos los dos al unísono, me lo contó. Aquel día acababa de discutir muy seriamente con su mujer, y para desquitarse decidió gastarse un dineral conmigo. Un verdadero dineral.
Le estaba esperando desde hacía unos días, desde que me acordé de él.. Si no aparecía en diez días o así tenía pensado gestionar un permiso de armas. Aunque me diera problemas con Ricky.

Pero el destino, como digo, supongo, me echó otro capote. Vino anoche. Cuando apareció, le hice una seña y se acercó a mí. Para su sorpresa, agradable, me imagino, le estampé un gran beso en la boca. Captó el mensaje a la primera. Y sin más preámbulos, subimos a la habitación. Por suerte, en aquel momento no estaban ni Madelaine ni Ricky, además ya no tenía micros en la habitación. Desde que pedí la coca, me había rehabilitado a sus ojos, y el acostarme con mi hermano fue definitivo para ellos. Sabían que no tenía ya a dónde ir.
En todo caso, preferí no arriesgar. Y no le dije casi nada, salvo preparar el terreno, hasta que no estábamos en plena faena. Cristóbal, así se llama, o se hace llamar, es bastante mayor para estas cosas, pero debe estar muy abandonado por su mujer, porque enseguida se le empina. Además se corre muy rápido. Fiada de la ausencia de Madelaine, mientras subía a la habitación, le susurré al oído.
—Hoy, dos por uno, pero no se te ocurra decir nada a nadie, ni a tu sombra, o te la corto... Vamos, si quieres y puedes.
No contestó, pero no hizo falta, tal y como le chispearon los ojos. Sonreí. Al hacerlo, él habló, mientras su mano fría recorría mi pezón derecho con descaro y dulzura.
Seguro que tramas algo.
Por supuesto, las cosas no se hacen gratis. Aunque a ti no te va a costar nada. Casi nada.
A esas alturas ya estábamos en la habitación. Le puse una mano en mitad de los labios, y con la otra le metí mano en la entrepierna. Probablemente no hubiera hecho falta el primer gesto, pues con el segundo se le acabó la capacidad de hablar. Normalmente él se pone encima de mí, pero en aquella ocasión, para asegurarme más, no fueran a estar espiándome, me coloqué yo a horcajadas. En un momento determinado me tumbé sobre él y le susurré.
Cristóbal, me tienes que hacer un favor enorme.
—Ya decía yo—, protestó él—. ¿Cuánto?
—¡Chist! No hables tan alto. No se trata de dinero, te lo juro. Te juro, además que no es una encerrona para ti. Mira, aquí no puedo hablar. Quedamos donde digas el jueves o el viernes y te lo cuento.
Hubo unos minutos de silencio. Que provoqué, sabiamente, con un largo beso. Había que ayudarle a pensar. Cuando pudo hablar me citó en una cafetería cercana a Nuevos Ministerios, el jueves a las cinco menos cuarto, para tomar café.
Pero muy breve—, dijo, mientras se corría.
Se me ocurrió una maldad, pero me la callé. Recé porque no estuviera Madelaine, y no viera lo aprisa que le retiraba el preservativo y lo arrojaba a la papelera envuelto en el correspondiente trozo de papel higiénico. El segundo preservativo lo había dejado preparado en la cama. Fue todo muy rápido, como supuse. Volví corriendo a la cama y me arrojé sobre él con una sonrisa.
—Lo prometido es deuda.
Efectivamente, querido diario, la cita es donde te imaginas.

Continurá

martes, 15 de febrero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 57

Jueves, uno de junio de 1989.
Principio de la tarde.

Cristal de roca. Esa va a ser definitivamente la solución.
Esta mañana, me he dirigido a una joyería cercana. El resultado de la exploración ha sido positivo. El cristal de roca, según me han explicado, es una variedad traslúcida del cuarzo, que incluso puede rayar el acero. Parece ser que en una escala de dureza establecida para los minerales, o los metales, de eso no me he enterado muy bien, tiene el número siete. No sé qué quiere decir eso, pero así me lo han comentado, supongo que mucho. Se utiliza para instrumentos de precisión, ópticos, etc. Para ciertas joyas, para bisutería y para las lámparas. También se puede utilizar como adorno.
Me he ido satisfecha. Ahora me queda conseguir la pieza que estoy buscando.
Sé que parecen manías mías, pero lo último que haga en mi vida lo quiero hacer bien, aunque objetivamente sea un mal.
Esta tarde voy a buscarme otra joyería, a ver si encuentro lo que quiero.
Jueves, uno de junio de 1989.
Once y media de la noche.

Imagino que quien esté leyendo estas páginas ahora estará intrigado por lo que pueda suceder en los próximos días. De momento, avanzo. Esta tarde he encontrado una joyería que a la vez es taller. Me he alegrado, pues está relativamente cerca de la casa, pero lo suficientemente alejada como para que no me tengan localizada. Me he tenido que inventar una historia lo suficientemente creíble para no levantar sospechas. Así que antes de entrar en el local he entrado en un bar cercano.
Cada día me cuesta más trabajo pensar. A veces pierdo la conciencia del tiempo... Noto que sólo pienso con fluidez cuando pienso en mi plan.
Ellos, todos ellos lo han querido. Se lo han buscado. No sabían con quién se enfrentaban. Moriré, pero será matando.
Después de que lo tenía claro he vuelto al comercio.

Le he contado a una dependienta, que parecía la dueña, que en breves días mis padres celebrarían su aniversario de bodas, y que entre todos los hermanos, cuatro, habíamos tenido una ocurrencia. Regalarles una especie de espada pequeña, de daga, pero de cristal de roca con el mango de bronce o cobre o algo así. He concluido con toda la inocencia de que he sido capaz.
—Verá es que mis padres, sobre todo mi madre, es una enamorada del cristal de roca. Dice que le recuerda la belleza del diamante, pero es más accesible y más maleable y más barato. Como el diamante de los humildes... Yo no sé si eso es verdad. Lo que ocurre es que en ningún sitio he encontrado nada parecido a lo que le pido, por lo que al ver que ustedes también son taller…
La señora, de aspecto amable, me miraba detenidamente.
—A ver si he entendido bien. Quieres una espadita, o una daga de cristal de roca.
Asentí en un suspiro. No parecía que la cosa le extrañara, con lo que había salvado el primer gran escollo en todo el proceso.
—Pues, no tenemos nada aproximado. Supongo que se podrá hacer, de todos modos, saldrá bastante caro: los moldes, las pruebas, el diseño. ¿me entiendes?
—No se preocupe. Es un capricho, y aunque me han comisionado mis hermanos a venir hasta aquí, todos trabajan. Incluso si es necesario adelantar parte del dinero por si tienen que hacer algún gasto especial, usted me lo dice.
En esta ocasión ella suspiró aliviada. Mi aspecto de joven enfermiza y delicada, aunque no producía desconfianza, tampoco merecería la garantía de nadie, y menos de la propietaria de una joyería.
—Pues a eso le tendrá que contestar mi marido que es el experto. Yo me dedico a vender y a la contabilidad, él es el artista.
La envidié. Cómo se le llenó la boca de satisfacción y orgullo cuando dijo artista. Estaba enamorada de su marido.
—Hasta dentro de un par de horas no regresa.
—No hay problema —contesté—. Cuando vuelva de clase, en tres horas, o así, hablaré con él—. Me di cuenta en el acto de que no llevaba un solo libro. Pero me rehice—. Me estoy sacando el carnet de conducir y hoy tengo teórica y práctica.
—Es una suerte ser mujer y haber nacido en esta época. A mi hija le pasa igual. Se sacó el carnet en un periquete. En nuestra época era una locura. Si se me hubiera ocurrido pedírselo a mi padre, del pescozón que me llevo, salgo por la ventana sin romper el cristal.
Salí apresuradamente del lugar no fuera a ser que la mujer me contara la historia de su vida.
Estuve deambulando de un sitio a otro. Gracias a que la tarde era hermosa. De un junio caluroso y denso. Pero tras una hora de caminata, me aburría. Entré en un cine a ver un melodrama romántico. Salí empalagada de tanto besuqueo y tanto melindre. “¡Qué poco se parece la vida a este pastel!”, pensé. Aunque, la verdad, no me enteré de mucho. Algo raro me está pasando. Bueno, ya da lo mismo.

No sabes cuánto te he añorado querido diario.

Después que pasaran unos diez minutos de las tres horas, aparecí por la joyería. Me recibieron los ojos escrutadores, grises y profundos, del que supuse, acertadamente, artista joyero de la familia.
—He estado antes, y la dueña me ha dicho que pasara más tarde…
No me dejó continuar.
—Usted debe ser la joven que quería una espada hecha en cristal de roca—. Después de que asentí, prosiguió sin dejar de analizarme. No sé por qué pero aquella mirada me ha puesto muy nerviosa. Era como si pudiera leer dentro de mí—. Verá, eso es un encargo un tanto extraño—. Iba a decirle que por el dinero no se preocupara, pero me lo impidió con un gesto imperativo de su mano izquierda. Observé unos dedos largos, finos, sin duda ágiles. Uno de ellos llevaba una alianza—. Ya me ha dicho Mari Carmen, mi esposa, que por el dinero no me preocupe. Y usted tampoco, joven, pues casualmente tengo hecho el molde de lo que usted desea. Es una larga historia, que le he de contar antes de que usted decida si le hago la daga o no. Si cuando conozca la historia, y vea el boceto de la daga, le gusta, se la prepararé y le costará unas veinticinco mil pesetas. Si no le gusta, podemos pensar otras cosas. Usted decide.

Me quedé mirándolo con fijeza. El caso es que me atraía saber de lo que estaba hablando, pero por otra parte, la forma en que lo dijo, las miradas que lanzaba, como si hubiera alguien detrás de mí, vamos que me daba un poco de miedo. Pero la idea de ver a mi madre y a Marc despachados por tal arma, superó todas mis dudas.

—No me asuste, usted —, dije como sin darle importancia—. Vamos a ver tan extraordinaria historia.
—Bien—. Dejó el mostrador y se dirigió a la puerta. La cerró y colgó el cartel correspondiente. CERRADO—. Sígame, si es tan amable—. Abrió otra puerta que estaba tras él. Pensé que era la del taller. Pero dudé. Empezaba a intranquilizarme. “Para alguien que planea un asesinato múltiple, tener miedo por lo que hace este hombre es un contrasentido.” Me dije. Aunque el hombre me sonrió con afabilidad—. No se preocupe, mi esposa nos espera con un tentempié.
En cuanto que lo dijo, escuché la voz de la señora cálida y animosa.
—Seguro que ya has asustado a la pobre chica.
—Ya sabes, mujer, que soy incapaz. Simplemente hay que tomar precauciones. Sabes que quien nos entregó el diseño de la daga dijo que sólo la tendríamos que hacer a alguien que mostrara un verdadero interés. Si para esta joven solo fuera un capricho, seguro que no había accedido.
Empezaba a estar en ascuas. Pero el ritmo marcaban ellos, no cabía duda. Doña Mari Carmen me sonrió casi maternalmente.
—Lo primero es lo primero. Siéntate hija. ¿Qué prefieres leche sola, café con leche, cacao, té?… También tengo descafeinado.
No preguntó si quería o no. Con lo cual pedí un té con leche. Me ofreció una bandeja con pastas y me sirvió. Después sirvió un amplio café con leche a su marido. Ella nos miraba satisfecha.
—Yo no tomo nada. No puedo. El régimen, ya sabes.
Obviamente no lo sabía, pero sonreí lo más amablemente que pude. Notaba, a mi izquierda, que el joyero no dejaba de escrutarme. Me estaba poniendo nerviosa. Mientras sorbía el té con toda la delicadeza de la que era capaz, rebuscando en la memoria los consejos que al respecto me había dado mi propia madre, me decía constantemente, “Tranquila, Mila. Recuerda que la asesina eres tú”. Doña Mari Carmen proseguía incansable.
—Satur —señaló con delicadeza a su marido—, es un consumado artista joyero. Algunas de sus más hermosas creaciones están diseminadas en cuellos, muñecas y dedos archiconocidos.
El aludido se defendió con un vago gesto, como queriendo quitar importancia a tales alabanzas, pero seguía sin abrir la boca, salvo para engullir pastas y beber café con leche. Quizá no había comido. O aquella sería su cena.
—Sí, sí, no seas humilde. Que la chica sepa que condesas, marquesas, mujeres de ministros, y sospechamos que hasta alguna princesa de Europa tiene joyas de mi marido.
Resulta que había dado con una eminencia. Y yo sin saberlo. Asentí mecánicamente. Pasaban los minutos y Satur, mi artista, no pronunciaba palabra. Me limitaba a asentir, y a emitir sonidos que querían ser elogios hacia la capacidad del hombre. Decidí que ya estaba bien, y con un gesto impaciente, aunque educado, miré mi reloj.
¿Se te hace tarde?
—Un poco—. Musité—. Aunque, ya que han sido tan amables de invitarme a tomar el té, esperaré algo más.
Satur, sonrió satisfecho.
—Veo que lo tuyo no es capricho. Has superado la segunda prueba. Gracias Mari Carmen. Hay que reconocer que cuando quieres eres verdaderamente pedante y pesada. Lo haces maravillosamente, cariño.
Empezaba a no entender nada. O sea que me estaban probando. No sabía si eran un par de chiflados, o la cosa era en serio. Satur estaba dispuesto a sacarme de dudas, o eso supuse.
—Bueno. Ahora llega la prueba definitiva. Te voy a enseñar los bocetos y te voy a contar la historia. Es una historia que nos afecta a Mari Carmen y a mí. Por cierto, todo lo que te ha dicho de marquesas, condesas, princesas, mujeres de ministros y esas zarandajas son inventos suyos. Ahora te voy a contar la verdad. Al igual que tu madre, Mari Carmen es una enamorada del cristal de roca. Por eso, cuando éramos novios, yo me dedicaba, en los ratos libres que me dejaba el taller de mi padre, a hacerle pequeños objetos. En una ocasión me pidió que le hiciera una espada o una daga. A mí me gustó la idea y me puse manos a la obra. Cuando di con el boceto se lo enseñé. Aquello era una obra de cierta envergadura para un aprendiz como era yo entonces y convenía ir sobre seguro.
Mari Carmen llevaba demasiado tiempo callada y no resistió.
—Cuando, esta tarde, has venido con esa historia tuya me ha dado un vuelco el corazón. Verás, Satur preparó un hermoso boceto de un alfanje árabe, que llevaba incrustado en el mango las iniciales de mi nombre. ¿Ya lo has encontrado?
Satur asintió mientras desplegaba en la mesa un folio con un bello dibujo de un hermoso sable, tal y como acababa de decir su mujer. Cuando lo vi, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Aquello era perfecto. No pude por menos de exclamarlo.
—Es perfecto.
Se miraron ambos. De pronto, se quedaron muy serios. Ambos se miraban, miraban al dibujo y me miraban a mí. Mari Carmen lo hacía con especial intensidad.
—Yo exclamé lo mismo que acabas de decir. Pero a la noche siguiente, soñé que el tal sable, muchos años después, caería de la pared donde lo había colocado y se me clavaría en el corazón. Aunque lo más extraño es que no me dolía. A mi alrededor había mucho ruido y otras voces, pero a mí no me dolía. No le di mayor importancia.
Un sudor frío comenzó a inundar mi espalda y mis manos.
—Pero, cuando Satur me dijo que tenía el molde preparado, esa misma noche, volví a soñar lo mismo. Así que a la mañana siguiente le llamé y le dije que no se le ocurriera fabricar aquello.
Mientras, Satur extraía de otro cajón el molde. Era de tamaño perfecto, como de cuchillo de cocina, justo lo que necesitaba. Otro temblor más. “Vaya tarde”, pensé.
—Le hice caso, pues soy supersticioso. Pero es tan precioso el diseño, aunque esté mal que yo lo diga, que lo guardé, por si alguna vez soñaba lo contrario. De repente, cuando ya se me había olvidado la historia, aparece una hermosa joven que la rescata de la niebla. Bien, ahora decides tú.
Deduje que, por un lado, estaban deseando que les dijera que sí, y por otro tenían pánico. Está claro que aquel alfanje había nacido con mal fario. ¿O es que el destino no lo puede modificar el ser humano? ¿Va a ser cierto lo que creían los griegos? También estaba claro que se cumpliría el sueño. Lo que Mari Carmen no sabía, ni por supuesto iba a saber, es que había visto, antes de que yo naciera, lo que se me había ocurrido a mí no se cuantos años después. Y si la cosa iba bien sucederá en unas pocas semanas. Después de un meditativo silencio, hablé lo más claramente posible.
—El caso es que la historia es un poco truculenta, pero tiene un diseño tan perfecto. La gracia de la curva. El filo tan delicado. La empuñadura… ¿No le parece a usted, que si se lo encargo yo, aquella premonición suya no tendrá efectos? Total yo no soy usted, ni siquiera de su familia. Y, además, usted podría construir este objeto. —Tragué saliva. Intuí que mentía, pero lo dije— Yo no formo parte de ese sueño.
—Ves tontina— Satur acarició con ternura el hombro de su mujer—, esta joven opina exactamente lo mismo que yo.
Antes de salir le entregué, a cuenta, quince mil pesetas. Lo único que le pedí es que no pusiera las iniciales, pues no se ajustaban a las de mis padres. Así que quedamos en que el día veintitrés de junio, viernes, por la mañana, podría ir a recogerlo. Completé mi actuación.
—Bueno como no sé cuando serán los exámenes, si no pudiera ese día, me pasaré en otro momento para indicárselo.
Asintieron con una mezcla de alivio, miedo y agradecimiento. Quince mil pesetas, son quince mil pesetas. Está claro.

Así que, querido diario, ya tengo el arma especial. Para ser exactos faltan veintidós días para tenerlo.


Continuará

sábado, 12 de febrero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 56

Lunes, veintinueve de mayo de 1989.
Media tarde.

¿Últimas páginas de este diario?
Después del sueño más o menos reparador. Más bien poco reparador, he comprendido que mi reacción de ayer no es suficiente. Debo de preparar bien mi venganza. Debo de planificar bien lo que voy a hacer. Porque si las cosas las hago precipitadamente, me saldrán mal. Y esta vez no me tienen que salir mal. Y todo lo que haga tiene que aparecer en estas páginas, para que alguien, espero que la policía o el juez de Euritmia sepan lo que deben de hacer.

(Ya no leerás estas páginas, mamá. No te voy a dejar con vida para que las leas. Y no sabes cuánto lo siento).

Este diario, de pronto, se ha convertido en mi arma secreta, es mi sorpresa para que alguien acabe con sus huesos detrás de las rejas. Si me sale bien, aunque no lo disfrute, haré mucho daño. Soy una fiera herida.
A estas alturas, tengo claro que de Jazmín no puedo largarme, así por las buenas, pues, aunque no me vigilen, digamos que me tienen lo suficientemente controlada como para impedirme llegar demasiado lejos. Supongo que contaría con poco más de veinticuatro horas para desaparecer. Pero, ¿a dónde?
Desde la otra noche me da igual. ¿Qué vida voy a rehacer? Me han dejado en la más absoluta de las miserias. No soy nadie. En los últimos meses he pasado de ser una persona incomprendida por los míos y aceptada por el resto de los que me rodeaban, a ser menos que una cosa, ya ni respetada por los de su sangre. Al fin y al cabo, una cosa cumple con su función. Pero cuando a una persona se le rebaja a tales extremos, es peor, pues pierde su condición. El camino de este descendimiento ha sido breve, pero veloz, profundo, intenso. Con el agravante, creo que ya lo he escrito antes, de que, a mis espaldas, cualquier ayuda para la vuelta atrás quedaba cercenada, derrumbada, imposibilitada: en mi casa habrán decidido que no existo (excepto para el cabrón de Marc, claro), Joaquín salió asustado (acojonado, escribió él), Madelaine y Ricky son mis actuales policías, además sólo les preocupa que mi cuerpo se mantenga deseable para los cerdos de los clientes, Enrique fue asesinado…. ¿Qué me queda? Miro hacia arriba, y además el cielo está encapotado. Porque, si al menos, las mínimas parcelas de autoestima, o de libertad de conciencia, me hubieran quedado, todavía tendría algo de gasolina en mi motor. Pero esas también las he roto…. Todas.
No es una justificación, sino una explicación. Porque va a suceder lo que voy a intentar con todas mis fuerzas que suceda. Mejor dicho aún. Voy a seguir con vida (o lo que normalmente se entiende por vida) hasta que consiga lo que he pensado. Acto seguido me la quitaré, total, en la madrugada del domingo veintiocho de mayo de mil novecientos ochenta y nueve falleció el centímetro cuadrado de vida propia y digna que le restaba a Milagros de Andrés Sebastián.
RIP

Acabaré con mi familia. Dispondré de pocas horas, pero serán suficientes, espero. Intentaré la última jugada contra Madelaine y Ricky, aunque no podré ser la autora material de su final como empresarios de éxito. Con Joaquín no sé qué haré. Probablemente nada. Será el único que quede con vida. Y cuando se entere de todo lo ocurrido, llevará sobre su conciencia suficiente carga de culpa como para pasarlo mal una buena temporada.
Será mi venganza.

No me importan las consecuencias. Total ya estoy muerta.
Jueves, uno de junio de 1989.
Final de la mañana.

Floto más que nunca.
Sólo noto que mi persona se mueve, piensa y actúa cuando estoy elaborando mi plan de venganza. Llevo pensándolo un par de días. Cada vez lo tengo más claro. El resto del día es como si no existiera. No tengo hambre y apenas como. No tengo sueño, y salvo el sopor que me produce el alcohol y la droga no duermo. Aunque a veces no sé cuánto tiempo ha pasado. De pronto, sin saber por qué, me encuentro llorando. Ni siquiera finjo cuando me acuesto con los clientes. Cada día me parezco más a una muñeca hinchable.
Las cosas empiezan a estar muy claras en mi cabeza.
La única forma de que todos estén juntos en casa es o bien una noche, o bien esperar a que den las vacaciones de verano y aprovechar la sagrada hora de la siesta.
Será a esa hora. Será un jueves o un viernes de verano. Son mis días libres. Si salgo de aquí por la mañana estaré en Euritmia hacia las dos o las tres de la tarde, eso lo tendré que mirar en la estación de Chamartín. Luego, será esperar a las cuatro o cuatro y media. Esperar a que el abuelo y papá vayan a jugar la partida. Entraré en casa y aguardaré.
Necesitaré algunas ayudas. Sin embargo, quien me las preste no sabrá lo que hace. He de buscarme bien a mis colaboradores. Necesito una pistola con silenciador y un cuchillo.
Con el de la cocina de casa valdrá.
No, no es suficiente, necesito algo especial, algo más exclusivo, algo que concuerde mejor con el abolengo de la familia, con esa nobleza que me ha arrojado por el acantilado.
Malditos...
Algo distinto para mi madre y mi hermano Marc, por lo menos... Algo tan hermoso como un diamante, por el que todos suspiramos, pero que si lo tratamos de forma conveniente puede convertirse en un arma asesina.
Un cristal. Un cristal duro, resistente, tallado, pulido, brillante. Un cristal afilado y tan cortante como el filo de la guadaña de la muer-te. Un cristal macizo, con buena punta y filo. Una daga de cristal. O una pirámide, o un prisma. Mi madre y mi hermano no se merecen menos. Quizá yo tampoco. Si lo consigo no me hará falta el cuchillo, remataré la faena conmigo misma.

El problema es conseguirlo. ¿Dónde encontrar tal instrumento? ¿Existirá? ¿Se podrá fabricar?
Quizá una joyería o alguna tienda de regalos. Quizá el cristal de roca sea lo suficientemente resistente como para lo que quiero.

Continurá...

jueves, 10 de febrero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 55

Domingo, veintiocho de mayo de 1989.
Fin de la madrugada.

¡Ya no puedo más!
¡Mi vida es un sinsentido! ¡Mi vida es una MIERDA!
A partir de esta noche, nada tiene posible solución. No sé si tardaré un par de semanas o un par de meses, pero desde ahora mi único objetivo en la vida será acabar con los que han acabado conmigo, después dejaré de respirar...
Total ya estoy muerta. Total ya me han matado. Soy un cadáver andante, como en las mejores películas de terror.
Éstas serán las últimas páginas de este diario.
Estoy borracha y colocada, pero ni el güisqui, ni la coca, pueden con el último navajazo que me han dado en el medio del alma. Tan terrible ha sido que, aunque me haya matado, todavía me duele.

Y ha sido Marc.

No puede ser. Es imposible. ¿Cómo puede ser un hombre tan zafio como el cabrón de mi hermano? Mucho peor que Ricky, que ya es decir. Mucho peor que Madelaine. Mucho peor que mi madre. Mucho peor que el abuelo. Pero, reconócelo, Mila. Ha sido posible.

Despojada de la última micra de dignidad que me quedaba. Me han arrojado al vacío. Mejor dicho, primero me han arrancado el alma a cuajo (o lo poco que quedaba de él) y, luego, me han tirado por el precipicio. Pero juro por lo más sagrado, por el cadáver de Enrique, el único que de verdad me ha querido, pues es el único que conocía toda mi verdad y soñaba con vivir junto a mí, juro, digo, que no caeré sola, que conmigo arrastraré a otros cuantos más.
Lo malo es que no podré acabar con todos los que debería de llevarme por medio. Me tendré que conformar con Marc, con mamá, con el abuelo…
No sé.
Tengo tiempo.
Un cadáver tiene toda la eternidad.
Pensaré despacio. La venganza se ha de servir fría. La próxima noticia mía aparecerá en los periódicos de sucesos, seguro.

Son las seis y media de la mañana y no podré dormir. Estoy en mi celda. Todavía, el pulso me late a demasiada velocidad. La mezcla de cocaína, alcohol, rabia, asco, dolor y angustia han convertido al músculo corazón en caballo desbocado que galopa cada vez más veloz, aún a sabiendas de que estallará, como un globo demasiado inflado.
Intentaré contar las cosas por orden. Alguien leerá todo esto en alguna ocasión y tendrá que saber.
Primero, querido diario, no escribía desde hace tanto tiempo, porque me rendí. Rendí lo que quedaba de mí, ante la evidencia. Quizá hubiera sido una buena estratagema para el futuro. Opté por comportarme como ellos deseaban. Seguí con el güisqui, cada día más, y empecé a pedir coca a Madelaine. Al principio no se fió. Pero, con el paso de los días, al ver que actuaba con “normalidad” y me adaptaba a las demás, se confió. De hecho, Ricky se acuesta conmigo. A pesar del odio que le tengo cuando estoy serena, no me ha disgustado. De vez en cuando, Madelaine me llama a su habitación. Poco a poco, en resumen, volví a las costumbres anteriores a mi aventura con Enrique. Pero dentro de mí una tenue voz me acusaba de traición. Era esa voz, la que impedía que los jueves o lo viernes te cogiera. Porque esa voz grita desde esta páginas, que son el trasunto de mi conciencia.
La noche de hoy estaba siendo tranquila para lo que suelen ser las noches de sábados a domingos. Sólo me había acostado con un par de clientes. Llevaba encima tres copas de güisqui y una raya de coca. O sea, serían más o menos, las dos o dos y cuarto. Sobre esas horas entró un grupo con una algarabía espantosa. Sólo podían ser jóvenes de despedida de soltero, o un grupo de una boda que acabarían allí su juerga. Con lo cual habría algo de escándalo, mucho alcohol, un poco más de droga, y si había suerte, más dinero. Eran los momentos que más odiábamos nosotras, y que más deseaba Madelaine. Cuando todo aquel estruendo de voces juveniles, yo estaba en mi habitación terminando de ordenarla y de arreglarme. El último cliente acababa de largarse después de un polvo más bien pobre, lo cual, me encanta. Es dinero fácil, como digo yo.
Madelaine entró en ella sin llamar, como suele, la muy puñetera. Me pilló desnuda y tras sobarme las tetas y darme un beso que sabía a champán, me dijo que bajara a toda pastilla. Íbamos a hacer un pase especial. Tenía que portarme como en los mejores días. “¡Qué corra el champán!”, ha dicho dándome una palmada en el trasero, y ha concluido, “Hoy la sesión son treinta mil pelas”. De vez en cuando, subía los precios. Se tenían que dar estas circunstancias, claro. La sonrisa le iba de oreja a oreja.
O sea que haríamos algo más de caja a costa de los chavales. “Pues vale, pensé”.
Como se trataba de animar el cotarro, bajé sólo con una toalla rosa fucsia, en la mano. Caprichosa que es una, con un par de rayas de coca y unas copas de güisqui encima. No tuve la precaución de mirar por detrás de las cortinas. Esa precaución la perdí muy pronto. Cuando llegué a la pasarela, descubrí rostros conocidos. Gente de Euritmia.
El alcohol y la cocaína se me congelaron en mitad de las venas. Primero pensé que, quizá, estuvieran muy borrachos y que con el tiempo que había pasado y mi cambio de imagen no me reconocerían. Respiré más tranquila, bailé lo mejor que supe. Utilicé la toalla como el velo las musulmanas. Aullaban, los cerdos. El baile de los siete velos, sin velos.
Al volver tras las cortinas intenté localizar a Madelaine. No la vi. Quizá estuviera en el bar repartiendo instrucciones acerca de los precios de las bebidas. Me acerqué, aunque Reme me reclamaba con insistencia. Quería que hiciera un número con Hellen.
—Por favor —le dije—, es una urgencia terrible. Hazlo tú.
A Reme no le gustaban nada los números especiales. A Reme no le gustaba nada más que la coca, y por la coca hacía todo lo demás. Se encogió de hombros, puso cara de asco, mientras murmuraba.
—¡Cerdos!
Salió abrazada de Hellen con las bocas muy juntas y las manos acariciándose con fruición.
Llegué al bar. Miré alrededor buscándola. No la vi al principio. Así que me acerqué.
Cuando vi a Marc, no pude retroceder, pues sentí sus ojos clavados a mí. Charlaba con Madelaine. En ese momento, ella volvió la cabeza. Y me llamó alegremente.
—Precisamente estábamos hablando de ti.
Creo que me sonrojé. Agaché mi cara y hacia allí fui. Temblaba entera.
—Mira, Venus, te presento a este joven. Se llama Jorge, y viene de fuera de Madrid. Quiere acostarse, justamente contigo, porque alguien le ha hablado muy bien de ti.
Sonreí bobaliconamente. Pensaba a toda velocidad. “Que yo sepa no me he acostado con nadie de Euritmia, aunque quien sabe. Este cabronazo ya sabe que se tiene que cambiar de nombre, cuando viene a estos sitios. Cuánto ha crecido. Tiene una borrachera como un piano. Creo que no me ha reconocido. Hablaré con Madelaine”. Sin embargo, las manos de Marc engancharon la toalla y me la quitó.
—¡ Guaú, así que tú eres la famosa Venus! Tengo un amigo de Madrid, que en cuanto puede me habla de ti.
Sus ojos se habían olvidado de mi cara. Como sospeché, no me había reconocido. Así que a pesar de la situación pude pensar un poquito. Le hice un gesto a Madelaine advirtiéndola del peligro, aprovechando que los ojos y las manos de Marc no estaban precisamente contemplando mi rostro. Se dio por enterada.
—A ver, Jorge, bonito—, dijo, distrayéndole de mi cuerpo con una sabia caricia en la entrepierna. La experiencia es un grado. Tómate una copa a cuenta de la casa. Ahora volvemos.
—Pero no escapéis. Mi dinero vale igual que el de los otros.
Nos fuimos a un rincón del bar. Madelaine le hizo una seña evidente a Rufi, que ésta entendió a la primera. Me fijé que, en milésimas de segundos, mi hermano tenía en mitad de la cara las dos enormes tetas de Rufi. Creo que en algún lugar he dicho, que esta chica no ejerce. Se dedica a servir las copas en topless. Marc estaría distraído unos minutos.

—Es mi hermano Marc.
Se lo he soltado así, sin preámbulos.
Se ha quedado primero blanca y luego ha sonreído.
—Vaya, pues sí tiene un buen pedal, no te ha reconocido. Aunque, desde luego, has cambiado mucho. No te querrás acostar con él, claro.
La miré con dos cuchillos, en vez de ojos.
—Vale, vale. Ya sé, lo del incesto y demás. En fin… Por cierto, ¿no será otra de tus tretas?
No me hizo falta responderla. Con la mirada fue suficiente.
—Le puedo decir que tienes la regla, que se busque a otra.
—Asentí aliviada.
A los pocos instantes, volvió cabizbaja. Dice que le da igual, que no es escrupuloso. Que, si hace falta, paga más.
—¿De dónde habrá sacado el dinero el mocoso?
—Si estuviera Ricky, podía hacer el número del poli que pilla a un menor, pero se acaba de largar. No se me ocurre nada para que no monte una escandalera con la tajada que trae encima. Sois una buena familia vosotros. Sobre todo, por lo precoces.
No me hizo ninguna gracia el comentario.
—No seas cínica Madelaine, como si te importara.
—Y si le digo que ya te habías apalabrado con otro cliente, de los que está ahí armando jaleo.
—Pues no sé qué decirte. Son todos de Euritmia.
—Estamos bien, ni contigo ni sin mí, contigo porque matas, sin ti porque me muero—. Estaba ocurrente. Después de un breve silencio cambió el tono de voz, que fue inflexible.— Te toca un polvo rápido con tu hermano. Y si te he visto no me acuerdo. Te apuesto a que no te conoce. Y si no hablas, seguro que ni se entera.
Pero qué cerda eres. ¿Cómo me puedes obligar? ¡Qué es mi hermano, Madelaine!
—¿Y qué? Crees que se lo va a contar a mamá.
Me la volví a quedar mirando. Estuve por abofetearla. Descubrí, sin embargo, dos relámpagos de deseo en sus ojos y adiviné lo que pensaba. Se iba a dar un festín, viendo en directo un incesto de dos menores. Intenté una última cosa.
—Vale, me lo subo a la habitación. Y le digo quién soy. Cuando lo sepa, tú le devolverás las pelas, salvo que se quiera acostar con otra. Si lo hacemos, para mí íntegro el cien por cien y una raya gratis.
Selló el pacto con un beso en los labios, al que adornó con un lindo comentario.
—¡Qué puta eres!...
Durante la subida a la habitación, el cabrón de mi hermano no paró de manosearme. Y yo no hacía más que quitarle las manos de encima. Iba muy seria, aunque con el pedal que llevaba no se enteraba.
Joder, nena, esto no es lo que me habían dicho de ti.
No contesté, hasta que no cerré la puerta del dormitorio. Sin decirle nada más, me senté en la cama. Le miré fijamente a los ojos. Había crecido. Había madurado. Era un joven atractivo, con un rostro de suaves facciones y mirada melancólica. Excepto cierta caída de los labios, su rostro era como el de mamá pero en hombre. Nos debíamos de parecer. Aunque, la borrachera que llevaba y el semen pululando por su organismo y golpeando en su cerebro, como un enjambre de abejas, no le permitían reconocerme. Me decidí. Se estaba empezando a desvestir. Admiré su torso y sus brazos fuertes y musculosos, seguro que hacía deporte.
—Marc…
Esperaba no tener que decir nada más. Soñaba con que en ese instante quedara parado, fulminado, y se diera media vuelta. Lo primero sí lo hizo. Quedó en suspenso. Ya se había quitado del todo la camisa. Y estaba desatándose el segundo zapato. Quedó con el pie izquierdo levantado, con una postura inestable que se acentuaba más gracias a las ingentes cantidades de alcohol que llevaba encima. Parecía mayor. No aparentaba los dieciséis. Esa era otra característica de la familia, siempre nos calculaban más años de los que realmente teníamos, por lo que nunca tuvimos problemas para entrar en ningún local. “Por desgracia”, murmuré.
Pasaron unos eternos segundos. Por fin puso el pie en el suelo y me miró. Noté una nueva mirada en sus ojos.
—Hermanita, eres tú.
El muy cerdo no se inmutó. Es más, creo que se alegró. Se acercó a la cama y de un potente tirón me quitó la toalla. Quedé completa-mente desnuda a sus ojos. Fue la mirada más inquisitiva que sufrí en mucho tiempo.
—Joder, es verdad lo que dice el Nacho. Estás de puta madre, tía. No me extraña que cobréis tanto. Esto si que es morbo. Lo malo es que no se lo puedo contar. No estaría muy bien que supieran que una mujer de tu misma sangre es una fulana. Eso sí, una zorra de tronío. Pues será nuestro secreto, hermanita.
Una luz de alarma se encendió en mi cerebro. Comprendí que ya eran suyos los sacrosantos principios del clan. Comprendí que ya vivía muy a gusto en casa. Comprendí, además, que las mismas teorías que servían para tratarme como esclava, a él le servían para convertirlo en el príncipe heredero de aquel reino de pacotilla. Supe que acabaría con treinta mil pelas en la caja de caudales y una ración gratis de coca. Intenté evitarlo.
—Marc, por favor, no me hagas esto. Soy tu hermana, joder.
—Ya, ya lo sé. Por lo menos de madre —. Y el muy cabrón se re-ía— Porque de padre estaría por ver. Además se trata de eso, de joder, ¿no?—. De pronto cambio el tono de voz que se hizo más grave y ronco. Casi como el del abuelo. Se olvidó del parentesco. Era macho en ejercicio de su poder—. ¿Es que mi dinero no vale? ¿O es que te la puede meter cualquiera y yo no? Eres puta, ¿no?, pues te amuelas. He pagado, ¿no? Pues a trabajar, zorra.
Tragué saliva, y como pude seguí.
—Si es por eso, no te preocupes. Madelaine te devuelve el dinero. Si te quieres acostar con otra chica te lo rebaja. Ya haré cuentas yo con ella. Pagarás solo el porcentaje de la casa.
—Además eres comerciante…. Vamos a ver si nos entendemos. Si he traído a toda esa chusma de paletos de Euritmia, que está armando bulla ahí abajo, es para acostarme con Venus. Tú eres Venus. Conclusión aplastante. Además, no vengas con escrúpulos. Con Mila no me acostaría ni loco, pero contigo sí. Además, ¿quién coño se va a enterar de que eres mi hermana…? Si casi te han olvidado ya.
Aquello fue la puntilla.
—Marc, lo sabremos tú y yo. ¿No es suficiente?
—Ahora nos sale con moralidades. No te fastidia. Mira, niña, tú eres Venus, y me lo voy a hacer contigo. Quieras o no quieras. O preparo un fregado, cuando salga de este sitio, que se os acaba el rollo. Si hasta me han ofrecido droga. Así que vamos, a lo nuestro, muñeca.
Se abalanzó, me besó con avidez en la boca, su ruda mano recorría torpe y anhelante mis pechos. Oí en mi cabeza algo así como “crash”.
Me dejé hacer. Efectivamente, en aquella cama de aquel local era Venus, una de las mejores putas de Madrid. Me puse las pilas.
—Jorge, cariño, espera. Termina de desnudarte y lávate en el bidé.
Me sonrió como deben hacerlo los tigres, cuando han cazado a su presa y ésta no ha muerto todavía, pero sabe que lo hará.
—Olvídate de lo que he dicho. Venus te hará un trabajo, que cuando lo cuentes van a alucinar tus amigos.
—Esta sí que es Venus.

Estuve bien. Pensé que aquellas treinta mil pesetas me las debía de ganar. Quise ser honesta con mi profesión, en la que las mujeres que la ejercemos, somos la parte más limpia, sin duda. Dejé más que satisfecho a un cliente joven y ardoroso. Aunque muy inexperto.
Pero no se iría de rositas. Cuando acabamos, mientras se vestía le espeté.
—¿Se lo vas a contar a mamá, Marc?
—¿Qué cosas tienes, Mila? Mañana se me habrá pasado la borra-chera. A lo mejor hasta me avergüenzo. Así que no me digas más. Lo olvidaremos y ya está. Si alguna vez nos volvemos a ver fuera de este sitio, lo de hoy no habrá sucedido.
Descargarse del semen le conducía al remordimiento. Eso lo he visto muchas veces, la mayoría; pero no sería condescendiente. Le avisé, le ofrecí otra chica. Se merecía que siguiera atacándolo.
—¿De dónde has sacado las pelas? ¿Las has birlado de alguna cuenta del abuelo? ¿O es que el hidalgo de Villa Franca del Arroyo te financia las juergas y los polvos? ¿O es a cuenta de la herencia?
Pero no entró al trapo.
¿Qué más te da? Al fin y al cabo, se quedan en la familia.
La borrachera no le había embotado la velocidad mental.
Marc, ¿te imaginas a papá y a mamá, cuando lo hacían, justo antes de engendrarnos?
No fastidies, Mila. Además no nos vamos a casar... Mira déjalo. Lo del incesto es una milonga, además, me he acostado con una furcia, no con mi hermana. Solo nos veremos de vez en cuando.
—Ah no, Marc. Eso sí que no. El guardia de la puerta te prohibirá la entrada. Además, tengo un amigo poli que le pone muy nervioso ver a menores por aquí.
—Entiendo. Pero que una menor trabaje aquí no le pone nervioso.
—¿Me denunciarás? Sería el patatús definitivo para mamá y el abuelo. ¿No te parece? Papá como no siente ni padece, pues da lo mismo.
—Vale, vale, no saquemos las cosas de quicio. Ha sido la primera y la última vez, de acuerdo. Es un polvo más en tu vida, de los muchos que llevarás—, mi hermano contraatacaba—. No te vas a quedar embarazada, y no nacerá ningún monstruo.
—¿Seguro? ¿Te has percatado de que no te he puesto condón?
Eso sí le hizo daño. Me miró asustado. Aunque le duró muy pocos segundos.
—Es un farol, no te jode. Me voy. Por cierto, ¿qué tal lo he hecho?
Decidí ser cruel con él, total era lo único que podía ser.
—Sinceramente, mal, muy mal. No sé si será por la borrachera o por la falta de experiencia. Y eso que tienes una buena base de partida.
Le retorcí los cojones con toda la fuerza de que fui capaz. Me levantó la mano, mejor dicho el puño, y, entonces, se llevó un rodillazo en el mismo sitio. Chilló como un marrano. En ese instante, entró Madelaine que lo echó a empujones, mientras le amenazaba con ir a la policía.
Cuando volvió, se me acercó dispuesta a todo. La dejé hacer. Total daba igual. Era poco más que las muñecas con las que jugaba cuando era niña. Al acabar me sonrió. Tenía la mirada de las vacas.
—Me ha salido caro, pero ha valido la pena, Venus querida.
Encima de los billetes que sumaban treinta mil pesetas había una papelina con su correspondiente dosis de cocaína.

Continuará...