Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

sábado, 29 de enero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 51

Jueves, veinte de abril de 1989.
Noche estrellada.

Sólo las blancas estrellas iluminan este trozo de noche rectangular que contemplo tras la ventana. A lo lejos, muy a lo lejos, y muchísimo más abajo, puntitos amarillos señalan otro pueblo. Sólo los faros veloces de los coches de vez en cuando me deslumbran.
¿Hacía cuánto tiempo que no contemplaba una noche como ésta?
Esta tarde ha sido muy triste.
¿Por qué la tristeza tiene la capacidad de estirar las paredes del corazón hasta límites insospechados? ¿Puede el corazón albergar tanto dolor, tantas sensaciones negras, sin que estalle?
He paseado por un sendero que he encontrado como a cien metros de la salida de la fonda. Enseguida me he encontrado ascendiendo una fuerte pendiente. Me he cansado rápido. No estoy para estas cosas, aunque esto ya me lo imaginaba. No me ha extrañado. Ni me ha preocupado, que supongo, es peor, bastante peor... El tipo de vida que llevo va dejando sus huellas. Aunque aparentemente estoy sana, seguro que rozo la anemia, fijo que el hígado va a empezar a darme problemas, y mi tono físico general se parece bastante al de las personas que hacen vida sedentaria. Rápidamente, diría que con anhelo, he buscado un lugar donde sentarme. Lo he hecho realmente exhausta. Cuando he recobrado el resuello, y me he fijado en lo que me rodeaba, la cosa ha sido peor. A mis pies he encontrado el cadáver de un pajarillo que se habrá caído del nido. Efectivamente, me he sentado bajo un árbol que en su parte inferior tenía un nido.
¡Qué impresión me ha hecho tal descubrimiento! No sé por qué, pero me he imaginado que era mi propio cadáver el que estaba arrojado en el camino a la vista de cualquiera. Una pobre chica que había muerto sin haber empezado a vivir siquiera. El problema es que una parte de mi interior ya lo ve así.
Reconozco que eso es morbo puro, pero siento que ya no soy del todo dueña de mis pensamientos. Cada día que pasa, me pregunto si no estaré de atar. Si no necesitaré la asistencia de algún psiquiatra o psicólogo, aunque no iba a servir de nada. Lo primero que me iba a decir es que dejara el trabajo que tengo. Y tendría razón. Pero él no sabría que me es imposible abandonarlo… Y cuando viera que no le cuento las razones de tal imposibilidad, la cosa se complicaría más. Además, salvo que fuera cliente de Jazmín y tomara droga, me imagino que Madelaine y Ricky me lo impedirían. (¿Y qué psiquiatra puede haber con ese currículum? Ninguno, por supuesto. Espero).
Efectivamente estoy loca.
El caso es que he pensado que el cuerpo de aquel pajarillo era trasunto del mío, y he temblado. Esto último me ha alegrado, pues si me ha asustado verme muerta, es que no deseo tanto como me digo que llegue ese funesto instante.
“Todavía queda una rendija de luz, a la que engancharme”.
Con ese pensamiento he vuelto a la fonda. No he querido adentrarme más en la Sierra. Además estaba demasiado cansada.
Tras una ducha rápida, que por la hora ha extrañado a la dueña de la fonda, he bajado a cenar. Casi no he probado la verdura y el pescado. Por fin, se me ha acercado. Supongo que toda paciencia tiene su límite.
—Señorita, ¿no le gusta la cena? ¿Prefiere otra cosa?
He alzado los ojos. Le he sonreído con cierta dulzura. He comprobado que en su mirada, esta vez, había verdadero interés.
—Es que no tengo apetito, gracias. De todas maneras está muy rico. Sobre todo, la menestra.
—Pero es que este mediodía ha comido muy poco.
—Ya. Es que soy de poco comer.
Se ha marchado moviendo la cabeza en sentido negativo. No iba nada convencida por las respuestas que le he dado. Ha regresado de la cocina con un hermoso vaso de leche tibia. El gesto seguía siendo adusto, pero, tras el velo gris de sus ojos, he descubierto cierta luz de ternura.
—No está muy caliente —me dijo señalando al vaso—, ni tampoco muy fría. No le he puesto azúcar, aquí le traigo dos sobrecitos para que se eche lo que desee, pero bébaselo. Y no acepto un no por respuesta.
He sonreído como he podido. Estaba rica. Me la he tomado toda, con los dos sobres de azúcar. Ella no se ha separado de la mesa ni un solo segundo, por si acaso.
He bajado hasta el pueblo. Había bastante más ambiente que por la mañana. Hasta un cine tenían. Pero no he tardado en volver. Me sentía fatigada.
Ahora estoy que me caigo de sueño. Creo que me voy a dormir.
Y no sabes, querido diario, poder escribir esto otra vez, qué alegría me da.

Continuará...

jueves, 27 de enero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 50

Jueves, veinte de abril de 1989.
Hora de la siesta.

La habitación de la fonda en la que estoy hospedada, es una habitación sencilla, blanca y limpia. Blancas las paredes, blanco el armario, blanca la ropa de la cama, blanca la mesa. Sólo rompe el monocromo el níquel de la cama y el color madera de la silla en la que ahora me siento. Dispone de una confortable cama, una pequeño lavabo, un armario, la mesa donde estoy ahora, una ventana desde la que contemplo un hermoso panorama de sierra añil, moteada de miles de puntos verdes y amarillos. El cuarto de baño, y las duchas están al final del pasillo. También están muy limpios. Somos muy poco clientes, creo.
Ahora mismo estoy muy tranquila. Lo escribo, porque es una noticia.
Cuando he llegado al pueblo, nadie ha descendido del tren, excepto yo misma. Eso me ha puesto de muy buen humor, pues deduzco que nadie me ha seguido. Claro que pueden tener otros medios, o no ser tan evidentes. Pero si me siguen, a fe que lo hacen muy bien. Claro, que no soy ninguna experta en dar esquinazo a polis, y, además, tampoco lo intento.
Lo primero que he hecho, cuando he bajado del tren, ha sido tomarme un café en el bar de la estación, vacío a aquellas horas. Me he informado sobre los posibles alojamientos. He preferido esta fonda porque está más a las afueras. Quiero decir, más cerca de las primeras lomas de la Sierra. Tampoco es que tuviera mucho más que elegir, un pequeño hostal, justo enfrente de la estación.
He recorrido pausada el pueblo para llegar hasta la fonda. Es un pueblo ya muy urbanizado, con poco o nada de rural. Queda algún resto, en esta parte, que se ve que, al estar más apartada del centro, y de la estación, no ha sido devorada por las ansias constructoras. Tiene pinta de ser eso que llaman ciudad dormitorio de Madrid. A esas horas todo, casi todo, estaba desierto. En apenas diez minutos, lo he cruzado y he llegado hasta aquí. El camino es una suave pendiente.
La dueña de la fonda ni me ha mirado. No ha preguntado nada. Se ha limitado a darme la llave de la habitación y a enterarse si comería en el pequeño comedor o lo haría fuera. Le he dicho que, si no era demasiado inconveniente, lo haría en la fonda.
—Ninguno, por supuesto —. Ha respondido seca—. Se come a las dos y media.
He asentido en silencio.
Tras dejar el bolso de viaje y despejarme un poco, he salido a pasear. He subido un poco al monte, por ver si respirando el oxígeno más puro, algo entraba en mí, algo que los acontecimientos pasados me han arrancado a cuajo. Reconozco que no me ha venido mal.
Durante el almuerzo he comprobado que hay algún huésped más. Cada uno ocupábamos mesas distintas en el comedor. El silencio sólo se veía roto por el ruido, más o menos apresurado, de los cubiertos sobre la loza de la vajilla. La dueña me ha observado con detenimiento, pero distante y silenciosa. No he debido de gustarle en exceso, fruncía mucho las cejas cada vez que se detenía en mí. No he procurado caerle simpática. No tengo ni ganas, ni necesidad, ni fuerza. Simplemente he sido correcta. Ella también, si soy sincera.
Tras comer comida casera muy bien hecha, aunque, como siempre, enseguida se me ha acabado el buen apetito, me he subido aquí. Sé que la patrona me ha mirado con cierto recelo. No sabe muy bien a qué carta quedarse. Lo malo es que yo tampoco.
Mi primera intención ha sido la de echarme la siesta, pero he pensado que sería mejor que el sueño me venciera esta noche. Pues, cada vez descanso menos y peor. Al principio, lo achaqué al golpe que sufrí con la muerte/asesinato de Enrique, pero ahora no sé a que se debe. Me preocupa.
He decidido escribir nuevamente. No tengo otra cosa mejor que hacer. Ni tampoco me apetece. Y a lo mejor me puede servir, al menos para ordenar mis pensamientos.
He contemplado, nuevamente la Sierra, el cielo claro y limpio. Aquí se escuchan los trinos frenéticos de los pájaros que a estas altu-ras están como locos empezando a criar. Un par de cigüeñas planean majestuosas del nido de la torre de la Iglesia hacia la sierra. Cada poco tiempo, cruzan por delante de la ventana. Me voy empapando de si-lencio y quietud.

Me he quedado sorprendida pues, de pronto, he escuchado los latidos de mi corazón. Pausados, constantes, rítmicos. Como siempre, claro, como si nada hubiera pasado. Pero hacía tanto tiempo que no los oía… Quizá sea eso lo importante. No me ha pasado nada nuevo. Sigo viva.
Un cansancio, que nace desde lo más hondo, niega vertiginoso tales palabras. Sí que estoy viva, orgánicamente. Pero anímicamente me destruyeron definitivamente el veintiuno de febrero. La reconstrucción de todo lo que mataron se me antoja imposible. Quizá una larga temporada en un lugar como éste.
Levantar cada una de las piedras que han caído hasta el fondo supone un esfuerzo agotador sólo de pensarlo. Además, habría que reconstruir, en primer lugar, muchos de los peldaños que he descendido hasta llegar a la sima en la que estoy. Miro hacia arriba y veo un muro vertical, mohoso, verdinegro, húmedo, sucio, que hiede. Con la falta de fuerzas que tengo, ese trabajo se me antoja inalcanzable. Así que he decidido quedarme sentada en el fondo. No sé si podrá bajar más. Ojalá que no, pero lo que sí empiezo a saber es que volver a subir me parece imposible.
Noto cómo declina la luz de la tarde. Casi lo mejor va a ser salir de nuevo y aprovechar hasta la hora de la cena. Volveré a llenarme de oxígeno, al menos mi organismo me lo agradecerá, aunque para lo que necesito a mi organismo con el alma tan gravemente enferma.

(Continuará...)

martes, 25 de enero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 49

Jueves, veinte de abril de 1.989.
Mañana en el tren.

Hace casi un mes que te he abandonado, querido diario. Un poco de desidia. Otro poco de monotonía. Otro poco de miedo. Y un mucho de ausencia de mí misma en estas semanas.
Miro a través de la ventanilla por la que entra oblicuo el sol de la mañana. Ilumina con pasión toda la superficie que se extiende a sus pies. Está sí que es una mañana de primavera, toda la naturaleza repunta y resurge, con energía y vitalidad. Siento envidia de la savia que empapa cada uno de los árboles y de las flores y de las más humildes briznas de hierba.
En estas semanas las cosas se han calmado. Poco a poco, se van convenciendo de que no soy un peligro para su negocio. Hasta yo empiezo a pensar que, efectivamente, no soy ningún peligro, puesto que ni siento ni padezco. Mi único anhelo es que llegue el próximo catorce de julio, para ver qué puedo hacer.
Hoy por primera vez, desde los trágicos acontecimientos que llevaron a la muerte de Enrique, me han dejado libre hasta mañana a las ocho de la tarde en que regrese a la casa. Quizá es una prueba que me quieren poner. Quizá quieren comenzar otra vez todo el proceso conmigo. Quizá necesitan que me recupere completamente para el negocio. No sé si algún poli estará detrás de mí. Si es así se va a aburrir, pues pienso alojarme en el primer hostal que encuentre en el pueblo al que voy. Por precaución no es el mismo pueblo al que viajé en el mes de noviembre, cuando todo era posible, aún.
Levanto la cabeza por la ventanilla y observo con emoción y alivio, cómo sube la pendiente y nos acercamos a mi lugar de destino. Si me paro en la próxima estación, en vez de en la siguiente, que es mi parada, despistaré al poli, si es que me sigue. Pero no lo voy a hacer, pues inmediatamente sospecharía y seguro que me busco más problemas de los que ya tengo. Realmente no merece la pena. Una cosa ya tengo clara, merecerá la pena el día que tenga que intentar algo definitivo, mientras tanto, el que intente otra cosa, será descubrir mis cartas, y eso no lo voy a hacer.

Jazmín se ha convertido en una rutina para mí. Eso sí, una rutina, en la que me meto como quien se zambulle en una alcantarilla hedionda. Cada noche me acuesto con dos, tres, hasta cuatro hombres. En alguna ocasión me eligen para algún servicio especial, normalmente algún lésbico bien con Belinda, bien con Vicky, muy raramente con alguna otra. Procuro no hacerlo mal. Procuro desconectar cuanto antes. Belinda me entiende y me ayuda. Vicky, sin embargo, hace lo que yo, con lo que en esos casos, nos miramos y sonreímos. Fíamos todo a que el cliente no se dé cuenta. Y también procuro que no se enteren de la desconexión, claro. Ejecuto los movimientos con la mayor exactitud e intento provocar la eyaculación del hombre lo antes posible. Es decir utilizo al máximo la técnica.
Una profesional, en suma.
El güisqui es mi único aliado, el único calmante para mi espíritu. Noto cómo me arrastro por el local, con los ojos colocados en algún lugar alejado. Cada vez soy más abúlica. He notado que ni las chicas se acercan mucho a mí, debo parecerles un bicho raro. Noto que cada vez, a mi alrededor, crece un círculo más amplio de vacío. Madelaine ya me ha advertido.
—Venus, tienes que moverte con más garbo, con más gracia en la pasarela. Cualquiera diría que lo más importante de tu trabajo es atraer a los clientes, si parece que estás paralítica. Que tienes caderas, y culo, y piernas. Demuéstralo. ¿Ya te has olvidado de las primeras semanas que les volvías locos?
Ricky sigue sin acostarse conmigo. Aunque en alguna ocasión me ha mirado con rostro de deseo, ha puesto esa cara que ponen ciertos hombres en esos casos, como una oveja degollada, pero sólo ha encontrado en mis ojos la dureza de la piedra que ha repelido instantáneamente tales acercamientos, aunque fueran visuales. De hecho, Madelaine en más de una ocasión que lo ha visto, se ha dirigido a él con una mirada imperativa y ha denegado con la cabeza. Creo que desde que me violó, Madelaine le ha prohibido que se acerque a mí, a cambio, ella hace todo lo demás que quiera el tiburón. De todas formas, hay noches que lo tiene que sujetar como si fuera un potro salvaje, y me imagino que cualquier día el potro coceará. Supongo, por tanto, que pronto volveré a soportar su cuerpo en decadencia sobre el mío, y lo que es peor, su asqueroso pene dentro de mí. Sólo de pensarlo vomito… Esta es otra de las cosas que debo superar. Debo enterrar el odio que tengo a ese cabrón, o por lo menos que no lo note. Pero como conseguiré tal proeza, si cada día que pasa le deseo más de mil veces la muerte, por lo menos.
Sigo sin probar la coca. Nadie me la pide, a nadie se la pido. De momento aguanto, aunque creo que la anestesia que necesito cada vez es mayor, y no tardaré en volver a refugiarme en sus narcóticos efectos.
En definitiva, soy un bicho raro en el club.
Me he detenido de nuevo a contemplar el paisaje. A lo lejos, la sierra de Guadarrama reposa su sueño, arropada por leves sábanas blancas… Es hermosa esta vieja Sierra.

Creo que la próxima parada es la mía.
Intentaré adivinar si de entre los viajeros que desciendan aquí, baja alguien parecido a un poli.

(Continuará...)

sábado, 22 de enero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 48

Viernes, veinticuatro de marzo de 1.989.
Media noche.

Rasgaba el aire claro del ocaso el quejido ronco, sonido casi telúrico y primigenio, de la saeta.
¿Quién me iba a decir a mí que en Madrid una saeta iba a estremecerme de arriba abajo? A mí, que el flamenco nunca me ha apasionado, ni lo he entendido y por ello no le he prestado excesiva atención, más bien ninguna. Aunque ahora que lo pienso, en realidad, no entiendo mucho ninguna música. Si acaso me gusta algo más la clásica, aunque más porque me permite aislarme que porque sea capaz de comprender los mensajes que tiene, que según dice tiene, y muchos.
La deriva de mis pensamientos me ha llevado al jardín del Moro, esta mañana. Allí escribí lo que antecede. Cuando salí de su acogedora espesura, busqué, como he dejado escrito, una iglesia. Muy cerca topé con el convento de la Encarnación. Me acerqué a la puerta y vi que los actos comenzaban a primera hora de la tarde. Por una vez las cosas me coincidían.
Un rato antes de la hora indicada, entré al frescor de sus muros y quedé sobrecogida por el silencio y la paz que allí había. Hacía excesivo tiempo que no entraba en una iglesia. Está claro.
La celebración fue lenta, o mejor dicho, la falta de costumbre me la hizo lenta, un tanto agónica y aburrida. Había distorsión entre las maravillosas cosas que se decían y el modo de decirlas por el oficiante rutinario, como si se tratara de un mecánico que está aburrido de arreglar coches, para él son siempre lo mismo, que Dios, me perdone la comparación. Eso dejaba de ocurrir cuando las monjas alzaban sus voces a coro, lanzando hermosas notas al techo de la capilla. No es que entienda mucho de música, (como acabo de decir), pero al menos, era agradable escuchar sus puras voces, y se notaba que ellas sí ponían todos sus sentidos en lo que estaban haciendo. Éramos pocas personas en la capilla, cuarenta todo lo más. La mayoría mujeres mayores de rostros cansados y arrugados, hastiados y quejosos. Había un matrimonio de edad madura. Y un joven que no me quitaba el ojo de encima. No sé si extrañado por la presencia de una joven allí dentro, o ocupando sus pensamientos en cosas diferentes a las que pedía la liturgia. No me importó lo más mínimo. Era su problema. En todo caso, que le aprovechara. Me concentré en el silencio del templo, en la paz, en el sosiego que se respiraba ahí dentro. De lo que es la celebración poco me enteré, salvo del momento en el que unas a otras, las monjas, se lavaban los pies, en recuerdo de lo que Jesús hizo con sus apóstoles. Cuando acabó la misa, el sacerdote que la presidía, rodeado por una olorosa nube blanquecina de incienso se dirigió, con un copón lleno de formas consagradas, hasta el monumento que habían prepara-do las monjas.

Era un monumento sencillo, austero, pero de una estilizada belleza atractiva. Blancas calas lo enmarcaban y dos candelabros de velas apoyados sobre la enorme alfombra grana. Allí se arrodilló el sacerdote e introdujo en el sagrario el contenido del copón.
Después, durante unos minutos, el bisbiseo de las ancianas llenó el templo como de leves brisas. También me arrodillé. Permanecí muda, por dentro y por fuera. Estaba allí, simplemente.
Si Dios existe, supongo que se habrá compadecido de mí.
Cuando salí del templo, un poco aturdida presté atención a conversaciones sueltas. De palabras de aquí y de allá, me he enterado de que por aquella parte de Madrid había una procesión. Creo que era una cofradía que habían creado inmigrantes andaluces, hermana de otra de Sevilla. Quedé sorprendida, pues ignoraba que en Madrid hubiera procesiones. Decidí quedarme para verla.

Y fue entonces, cuando la virgen llorosa pasaba frente a mí, desde el balcón de la casa donde estaba apoyada, una poderosa voz de hombre rasgó el aire con una lastimera saeta. No me molesté en separar mi espalda del muro. No intenté poner rostro a aquella voz. Hubiera matado la magia. Volví a llorar. Está claro que tengo la sensibilidad a flor de piel. La tarde era calma. La luz del ocaso, todavía era intensa. La virgen, como yo, lloraba. Y el aire era traspasado por el eterno sonido del lamento que plasma el dolor del ser humano. Me sentí parte de ese dolor, de esa angustia, de esa soledad.
Una vez más (como tantas veces he escrito ya), las lágrimas me han confortado. He vuelto a la casa con ciertos ánimos recobrados, con cierta ligereza dentro de mí, como si hubiera arrojado lastre, un lastre amargo y opresivo.

A estas horas, en algunas iglesias celebran la hora santa, conmemorando la oración de Jesús en Getsemaní. Ese momento de la pasión, siempre me ha impresionado, sobre todo, si pienso aquello que dicen, que mientras oraba a su Padre, sudó gotas de sangre, debido a la angustia que tuvo que soportar. En esos momentos, Jesús siempre me ha parecido muy humano, muy cercano y es cuando más le he admirado, ya que fue capaz de asumir lo que le esperaba con tal de no traicionar la confianza que habían puesto en él. Si tengo alguna duda acerca de la existencia de Dios, es precisamente por este momento. Es tan poderoso, y me consuela tanto, que no sabría qué hacer si alguien demostrara definitivamente que Dios no existe. Acaso que sea lo único que me ate a la vida.
Si es verdad, Jesús, todo lo que dicen de ti, si es verdad que padeciste y sufriste por nosotros, si es verdad que estás en algún lugar del cielo, mírame. Contempla mi dolor y mi angustia, esta pena que me asfixia. Estoy presa. Soy menos que una piltrafa. Sé que una vez perdonaste a una puta, como yo, pero ella cambió de vida, yo no puedo. (¿O no quiero? Sinceramente, no lo sé). Entre todos me han ido quitando lo que más anhelaba. Entre todos me han ido empujando hasta este estercolero en el que naufrago.
Jesús ten compasión de mí.

Continuará...

jueves, 20 de enero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 47

Jueves, veintitrés de marzo de 1989.
Mediodía.

Me dicen que es Jueves Santo. Me lo ha dicho Belinda, bueno Sole, que a pesar de la profesión es muy devota y piadosa. Y además se encarga de transmitírnoslo. Supongo que reminiscencias de su Latinoamérica lejana y añorada. (¡Qué distintas son las sudamericanas de las españolas! Ella siempre aparenta felicidad. Ella mira al futuro con la transparencia de los niños. Recuerdo que le pregunté por qué siempre estaba alegre. Y me dijo algo que se me clavó en el alma: “Verás, Mila, nosotras hemos sido criadas con cariño, con amor, mientras que ustedes han sido criadas a gritos. Si yo estoy en este mundo es sólo para mandar plata a los míos de allá. Ustedes, ¿por qué?”).

Esta sola noticia, la de que es Jueves Santo, me ha animado, leve, pero apreciablemente. Lo he notado, no solo en mi interior, sino que, cuando me he mirado al espejo, un brillo especial, casi olvidado, nacía de mis ojos. Como si mi alma estuviera agobiada por el sofoco del calor, y, de pronto, como un milagro, se sintiera acariciada por una leve brisa, leve, pero refrescante, al fin. Hasta he roto mi compromiso y mis precauciones, y he sacado mi diario, aún a riesgo de que el vigilante de turno se dé cuenta de su presencia, informe de su existencia, y ellos piensen que es peligroso. No saben cuánto lo es. Me he vuelto a repetir que es importante que tenga cuidado, que sea prudente.

Mi recuerdo vuela rápido y anhelante hacia Euritmia, otra vez. En estos días, en las horas en que todavía no he sido atrapada por el fango del güisqui, o cuando aún el sueño intranquilo no me ha acorralado, recuerdo con mucha frecuencia mi ciudad. Pero mis recuerdos son de cuando era niña. Recuerdo el trasunto que me ha dejado de mi niñez. Y la añoro. La añoro mucho. Más, incluso de lo que me reconozco, porque tal reconocimiento me duele más aún, porque significa mi fracaso, y mi error.
Cuando era niña, era un hermoso día el de Jueves Santo. Era fiesta en casa, puedo afirmar que era una de las fiestas más importantes de todo el año. La siguiente en importancia a las navidades. No tanto como la de los Reyes Magos, pero casi. Mamá hacía montones de torrijas dulces y doradas, esponjosas y apetecibles. Incluso ese día ella se hacía más esponjosa, como una extraña ósmosis entre el alimento cocinado y la cocinera. Yo me preguntaba que por qué no haría más veces esas deliciosas torrijas.
Por la tarde, una vez que habían concluido los oficios en las distintas iglesias de la ciudad y la luz declinaba, recorríamos con el abuelo casi todas, sobre todo, las que están en la parte más antigua, las del Barrio Alto. En cada una de ellas las feligresas, siempre eran las mujeres, se afanaban por poner el Monumento más hermoso, más repleto de flores que, como estallidos de colores, explotaban en nuestras retinas. En todas ellas, olía a incienso, a cera quemada y a perfumes de las señoras que se habían arreglado (engalanado), porque aquel día era uno de los tres jueves que brillaban más que el sol. En todas, había un ajetreo inusitado, una marea continua de grupos de personas que entraban y salían, el contumaz chirrido de las puertas, que tan nervioso ponía al abuelo, un revuelo de bisbiseos y rezos quedos, el eco de pisadas amortiguadas… Y un misterio inasible flotando en aquella atmósfera densa, casi sólida.
Más tarde, ya anochecido, el ronco sonar de cientos de tambores llenaba de ecos fúnebres e inquietantes, las pinas callejuelas de la ciudad. Comenzaba la procesión. Y toda Euritmia, a parte de sus creencias, o sus no creencias, salía a la calle a contemplar el dolor del Hijo y de la Madre paseándose por entre las callejuelas. A mí me gustaba todo aquello, por el aire de aventura y de cierto romanticismo añejo que tenía. Incluso me emocionaba, a veces. (Luego, con más años, me aburría un tanto, todo hay que decirlo). Era impresionante el silencio de la ciudad, apenas un murmullo inaudible brotaba temeroso de las filas de los espectadores, un murmullo acallado muy pronto por seseo de cientos de pasos tenues, por los redobles de los tambores y los lamentos de las cornetas. Los colores de las cofradías morados, negros, carmesíes, cerúleos, céreos, blancos, verdes flotaban un poco fantasmales entre nosotros. Las expresiones doloridas y desencajadas de los rostros de las vírgenes impactaban como un golpe en mi cerebro infantil. El verismo contundente de las anatomías que representaban al crucificado, o al yaciente, prácticamente desnudo, hacía correr un frío estremecimiento por el mismo centro de la espalda. En suma, el exacerbamiento del dolor y el desgarro, de la soledad y la muerte trocados en arte, y peligrosa cercanía, exaltados a la categoría de emoción y belleza. La pasión en la mirada, en los sentidos todos. Los olores penetrantes e intensos de alguno de los pasos que dotaban de magia y más vida a la imagen. La enormidad, casi inmoral, de las cruces de los penitentes que levantaba, por igual, admiración, dudas, maledicencias y envidias. La elegancia austera y silenciosa de las señoras ataviadas con la mantilla, siempre de negro, siempre de riguroso luto, como si quisieran multiplicar el dolor de la Madre. Normalmente eran aquéllas, noches frías, de relentes y vientos ábregos, incluso de pequeñas gotas que más bien parecían trozos de hielo arrojados desde algún lugar desconocido y lejano. De hecho, más de una vez, hubo de suspenderse tal procesión debido a la climatología. Pero había veces, muy pocas que yo recuerde, en que la primavera había entrado, contundente, y las noches calmas y templadas, hacían más verosímil y trágico todo aquel drama que se representaba un año más, por lo que la fría culebrilla deslizándose por el centro de las vértebras era más intensa y duradera.

En este Madrid, no se notan tales cosas. Probablemente, si Sole no me lo hubiera dicho, ni me habría enterado. Madrid es un monstruo que sólo se contempla a sí mismo.
Creo que soy injusta. Creo que Madrid alberga todo, porque, en el fondo, tiene entrañas de madre y a cualquiera admite. Hasta a mí me admitió.
Supongo que en las iglesias será distinto. Todo se parecerá a mi ciudad, pero en la calle, salvo que los comercios cierran en su mayoría, no se nota nada. De hecho, como cualquier otro día de fiesta, mucha gente aprovecha la jornada como asueto y acaba en cualquiera de los parques de la ciudad, o incluso, desaparecen de Madrid y se acercan a los sitios con más tradición.

Creo que esta tarde buscaré y entraré a una iglesia. Intentaré sumergirme en su silencio, e intentaré dejarme empapar del misterio que allí se respira. No sé a cual todavía, pues si soy sincera no me he fijado en prácticamente ninguna en todos estos meses, pero voy a ir, a ver si logro que un poco de paz llegue a mi corazón y lo rebose. su-pongo que en el centro serán más fáciles de encontrar. Además, si hay algo que me pueda acercar a aquellos años infantiles, sin duda ninguna que será por el centro.

Continuará...

martes, 18 de enero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 46

Viernes, diecisiete de marzo de 1989.
Principio de la madrugada.

Debo de tener sumo cuidado. Esta tarde he llenado nada más que unas hojas del cuaderno, pues, de pronto, me he percatado que cualquier día me lo van a ver y alguien me lo quitará. Y es lo último que queda de mí, a parte de este cuerpo que deambula agotado por la vida.

¡Querido diario, hasta tú, compañero silencioso, corres peligro en mi compañía!
De todos modos, ha sido suficiente. Acabo de releerlo y prometo solemnemente que no caeré en esa melancolía. Enrique será un recuerdo, y acaso una aspiración. He de hacerme fuerte, por lo menos, aparentar la dureza y la frialdad y la impenetrabilidad de una roca. En definitiva, no darles ninguna posibilidad de que se compadezcan. Más bien que me teman, que me odien si es necesario. Que no sepan, o no sean conscientes, que me tienen en sus manos, que en realidad soy un pájaro al que le han cortado las alas. He de procurar que no intuyan mi debilidad, mi ánimo desesperado y negro como un túnel. Tienen que dudar, sentir que sigo siendo un peligro, aunque sea un peligro lejano.
Soy fuerte, o eso tienen que creer.
El único lugar seguro para escribir será esta habitación, donde espero que no haya alguna cámara oculta, ni micrófonos escondidos como en la habitación del club... ¡Qué paradojas! Mi cárcel será mi único espacio de libertad, en el que pueda expresarme tal cual soy, por lo menos en el momento en el que lo escribo. Creo que esta labor de escritura es el único hilo que me podrá unir al resto del mundo. El único espacio en el que soy quien quiero ser. Así que, emplearé los días que pueda, sobre todo los jueves y los viernes (al fin y al cabo estaré más descansada que los demás días), para ir poniendo por escrito las cosas que me ocurren. Y los pensamientos que circundan mi cabeza.

¿Quién le iba a decir al chico que me lo despachó, que este cuaderno de pastas de hule negro, se convertiría en mi tabla de salvación? ¿O en mi cementerio?

(Ya no sé si quiero hacerte daño mamá. O con todo lo que ha pasado es suficiente. Pero continuaré con estas páginas. A partir de ahora, más por mí que por ti, me ayudan a pensar. Al fin y al cabo es lo único que me pertenece en plenitud. Por no saber, ni siquiera sé si alguna vez llegará hasta tus manos).

No sé si es porque me han visto languidecer: he adelgazado tres kilos y medio en un mes, mi rostro ha palidecido ostensiblemente, duermo mal, como muy poco…. O es porque el peligro que temían de mí, un chivatazo, desaparece, se desvanece. O porque me tienen que recuperar para el negocio, pues de esta manera les salgo poco rentable. O por todo eso. O por otras cosas distintas y que no acierto a imaginarme. O por nada de ello. O por lo que sea. El caso es que han vuelto a cambiar mi régimen de vida. Digamos que, como sucedió en casa antes de que supieran que salía con Joaquín, me han levantado parte del castigo. Ahora puedo salir de la casa los jueves hasta las once de la noche y los viernes hasta las ocho, en que he de regresar aquí, para arreglarme e ir con el resto de chicas hasta Jazmín. Me siento como un perrillo al que dan algo de cuerda para que estire las piernas. Supongo que piensan, los muy cretinos, que tragaré el anzuelo que me ponen, que confundiré la ampliación de la cuerda con la libertad. Eso es imposible. Lo único que buscan es ensancharme la celda. Pero no saben, que ya conozco esa técnica, y que conozco dónde están sus engaños y peligros.
Tampoco sé my bien por qué me pongo así, pues en el fondo, toda la vida no es más que eso. Todos vivimos en nuestras cárceles propias y, cuando nos damos cuenta, si es que nos la damos, nuestro único objetivo es llevar un poco más lejos de nuestro corazón sus paredes.

Estoy divagando.
(Y yo que decía, mamá, que lo que me hacíais en casa era control férreo. Esto es libertad condicional y vigilada).
Aunque, al menos, ya me dejan salir.
Alguien me vigila esos dos días. No he visto a mi guardián, claro, o si lo he visto me ha pasado desapercibido, pero un sentido especial, me hace percibirlo con la misma claridad con la que ahora veo las letras que se agrupan en esta hoja de papel. Soy como la presa que huele al cazador, aunque el viento no haya cambiado. Lo más probable es que sea un poli que conozca Ricky, al que le pagarán (no sé si en metálico o en especie) algún extra bajo cuerda por este trabajo. Me da lo mismo. Ahora que se acerca la primavera, que se huele en el ambiente, aprovecharé para ir por el Retiro, o al zoo, o al Parque del Oeste, o a sitios así. Procuraré hacerle trabajar al poli que me siga. Por fastidiar, más que nada. Si quiere ganar dinero, u otras cosas, que lo curre. Ya que me dan cuerda, la estiraré hasta donde me dejen. Eso sí, tendré cuidado y no la tensaré en exceso, no se vaya a romper.

Lo que hago y yo misma, somos realidades distintas, separadas por un leve cristal, que, a pesar de su levedad y aparente fragilidad, es impenetrable. Siento que mi cuerpo es ajeno a mi persona. Me siento dividida. Desde hace una semana he vuelto por Jazmín, otra vez. Procuro no levantar sospechas y me comporto como las demás. Pero, claro, también he tenido otros regresos, por ejemplo, he vuelto al güisqui, cada día acabo prácticamente borracha. No me importa. Incluso diría que es el mejor analgésico contra el contumaz y doloroso desgarro que sufro en el alma. Casi es un anestésico. Me someto a todo lo que digan los clientes. Les río las gracias, hago que les escucho cuando me hablan. Soporto sus cuerpos, como las rocas de una playa soportan los vientos y las mareas. No siento nada, aunque finja sentirlo. Mi mirada está siempre alejada y algo ida. Anclada en algún lugar remoto y desconocido, incluso para mí. Parezco una ninfa melancólica (creo que eso dijo de mí el bueno de Agustín, el alevín de poeta del grupo, allá en nuestro barrio de Euritmia), pero no significo mayores problemas para el funcionamiento del club.

Sin embargo, ahora no soy la chica a la que cualquier cliente apetecía. Noto que mi melancolía, mi delgadez acuciante, mi mirada perdida, mi sonrisa bobalicona, los asusta, los retrae. O, quizá, es que mi propio subconsciente, sin yo saberlo, ponga una muralla a mi alrededor… No lo sé. Es más, no me importa en absoluto.

Desde el mes de febrero Ricky no se ha vuelto a acostar conmigo. Nadie me ha vuelto a hablar de la coca, y es como si la droga se hubiera hecho invisible para mí. Como si no existiera. Supongo, no obstante, que volveré a tomarla. Necesito hacerme más invulnerable a las noches en Jazmín. Y, sobre todo, necesito sobreponerme al dolor cada vez más agudo que me magulla y me despedaza justo en el centro del alma.

Desde este día, desde este momento, he decidido que sólo seré Venus. La joven prostituta de lujo ocupará todo mi ser. Milagros de Andrés Sebastián, con su historia y su sufrimiento, con sus ilusiones y sus miedos, con sus sentimientos y sus melancolías, quedará enterrada en un pequeño rincón oscuro e inaccesible del desván de mi mente. Ese rincón que sólo se hace presente en las pesadillas que me acechan y me afligen cada vez con más frecuencia. Seré un recuerdo lejano y triste, muy triste, de mí misma.

Cuando cumpla los dieciocho, mi anhelado catorce de julio próximo, intentaré largarme. Hasta entonces, estudiaré con detalle la mejor manera de hacerlo. Pero he de ser realista, lo más probable es que me lo impidan. Lo más probable es que no corran tan evidente riesgo para su pingüe negocio y para su propia seguridad. Visto lo que hicieron con Enrique, hacerme desaparecer no les supondrá ninguna pega. Ni ningún esfuerzo.
Si no lo logro (marcharme del club, digo), me dejaré morir. A lo mejor, puedo provocar que me maten en un intento de huida, así acabaría todo rápido. Será la mejor salida. Si me sale bien, si consiguiera alejarme de sus garras, volvería a intentar empezar de nuevo. Si no, al menos habré dejado de sufrir, que tal y como está el patio es más que suficiente.
Es la última oportunidad que me doy a mí misma. Ante ti, diario mío, lo juro.

La madrugada de Madrid, esta honda madrugada de hoy, es serena y amplia, profunda y melancólica, como un nocturno de Chopin, triste de puro hermosa. Las lágrimas bordean mis ojos, como el agua del mar acaricia la arena de la playa. Acabarán saltando como en una tormenta de verano. No sé exactamente por qué, me imagino que porque me contemplo y lo único que queda de mí es un deshecho que sólo sirve para que los buitres se alimenten con sus despojos, ya malolientes.

Acabo de regresar de la ventana, y al contemplarme en el espejo, con el pijama que llevo puesto, casi no me he reconocido. ¿Dónde está aquella chica que partió de Euritmia con miedo, pero con toda la ilusión y la energía en su corazón? ¿Dónde está la Mila que al mover su melena nocturna levantaba pasiones entre los chicos del barrio? ¿Dónde están los latidos enamorados del corazón ardiente, aquella primera noche en brazos de Joaquín? Todo se ha perdido. No queda, casi, ni el parecido en los rasgos, no queda la rotundidad de aquel cuerpo. Hoy, en poco más de seis meses, soy un organismo endeble, frágil, quebradizo. En menos de un año, en siete meses apenas, se me ha marchitado todo aquello por lo que merecía la pena empezar aquella aventura. Me miro y no me reconozco. Me adentro en mi interior, y me desconcierto más aún.

¡Cuánto añoro ahora la seguridad raquítica de Euritmia! ¡Cómo me duele tanta valentía! Cuánta verdad en aquello de que los cemente-rios están llenos de valientes.
He tirado mi vida por la borda. Reconozco que me equivoqué. Reconozco, que para acabar en estas cloacas, podría haberme sometido a los dictados de mi familia. Habría sido, muy a mi pesar, agua estancada, pero limpia. Ahora soy agua estancada, pero sucia y repelente. Más aún, casi ni agua, lodazal maloliente.
Estoy sola y asustada. Me da miedo plantearme mañana. Me da miedo mirarme al espejo. Me da miedo mirar a la gente de la calle. Cuando llego a Jazmín, una profunda náusea invade los pocos centímetros que me quedan de espíritu. Sé que la única solución es largarme de aquí. Volver a casa, y aguantar lo que ellos quieran. Al final, todo se pasará. Al final, ellos serán mi familia y yo su hija. Ellos no me destruirán más de lo que estoy, si acaso, intentarán que vuelva a respirar. Tampoco podrían conseguir mucho más.
Me he de olvidar del orgullo, de Joaquín, de Enrique, quizá, incluso, de este diario, de mis ansias de libertad, y humillarme ante ellos, cualquier cosa con tal de poder respirar de nuevo... Quizá en unos años todo se olvide, o quede alejado en el recuerdo, como una mala pesadilla infantil.

Sólo escribo simplezas. Me he de dar cuenta de que ahora es demasiado tarde. Ya sé lo que tengo aquí. Y si logro huir, será preparando otro jaleo. Sinceramente, no tengo ánimos para ello. Conclusión, languidecer hasta que el cuerpo aguante. O hasta que me echen. Esa es otra posibilidad. Lo que pasa que me pueden echar haciéndome desaparecer.

Continuará...

sábado, 15 de enero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 45

Jueves, dieciséis de marzo de 1989.

Atardece.

Hoy, después de casi un mes, he vuelto a salir a la calle, por fin. He recibido la suave y dulce caricia de los dedos de ámbar del sol en mi rostro pálido y demacrado. Me ha sorprendido el día soleado y tibio. Mis recuerdos han volado como golondrinas asustadas hacia Granada, hacia aquella tarde en el Albaicín en la que, a través de las pupilas de Enrique, miré la puesta de sol, tan enamorada, a pesar de que mi cerebro asustado se lo quisiera negar a mi corazón anhelante… He temblado con el recuerdo, como las gotas de rocío titilan al amanecer.
Sospecho que me siguen. No se fían de mí. Tardarán, me imagino. Casi estoy convencida. Pero me da igual, porque no pueden perseguir el camino de los latidos de mi corazón, mejor dicho, la senda invisible por la que viajan los latidos de la oquedad que ahora es mi corazón.

Me he encaminado con calma, intentando disfrutar del sol, hasta Plaza de Castilla y desde allí he cogido un taxi. He ido hasta la Almudena, el cementerio donde estaban los restos de Enrique. Tenía que hacerlo. Era mi postrer recuerdo hacia él, hacia mí, hacia lo que debió ser, pero arrancaron a cuajo.
No he podido evitar otro escalofrío cuando he llegado al camposanto. Me ha sorprendido, me ha embargado, el brutal contraste entre el silencio que había en el recinto, y el ensordecedor trasiego de las calles colindantes. He preguntado en un susurro, no sé muy bien por qué (¿quizá por no perturbar esa quietud?), a uno de los sepultureros por la tumba en la que habían enterrado a Enrique Lozano Muñoz. Al pronunciar su nombre, una lágrima furtiva ha vuelto a resbalar por debajo de mis negras gafas de sol.
¿Era su padre, señorita?
A pesar de la tristeza que me anudaba, una sonrisa de picardía ha nacido desde mis ojos, estoy segura. Menos mal que las gafas de sol me ocultaban, si no qué habría pensado aquel hombre. No he respondido. He preferido que la duda continuara en su mente. O mejor, he preferido que pensara que la emoción me embargaba con tal intensidad, que no podía responder, afirmativamente, por supuesto. ¡Si supiera que era mi amante! ¿O mi cliente?
Con la delicadeza propia de quien conoce su oficio en todos su matices, me ha dejado sola ante la tumba, tras consultar el correspondiente libro de registro.

Es un nicho con una lápida de granito pulido y brillante, en la que se lee, “PERPETUO”. La palabra me ha impactado.
Perpetuo.
Perpetuo, sonido de percusión dolorosa y breve, contundente y precisa, en el centro del alma. “O sea para siempre, que no tiene final”, he pensado. “Enrique, estarás tan frío allá dentro. Estará todo tan oscuro. No verás la hermosura de este día.” He agitado la cabeza enérgicamente. “De ésta, enloquezco, seguro, si es que no lo estoy ya”, he vuelto a pensar. Debajo de la contundente palabra, el nombre de Enrique y dos fechas: veintitrés de noviembre de 1949; veintiuno de febrero de 1989.
Nada más…
Ni una flor en el vacío búcaro que tiene adosado la lápida en la esquina inferior derecha, ni una corona. Ni los restos de pétalo marchito. Nada.
De pronto, como una aguda punzada, con la misma sensación dolorosa de un alfiler, he sentido, pegados a mi nuca, dos ojos inaccesibles al cansancio, constantes en su trabajo.. No he querido girarme, pues sabía positivamente que, en cuanto mi cabeza iniciara el movimiento previo a darme la vuelta, aquellos dos alfileres desaparecerían, se harían invisibles.
No sé si he rezado. Casi no me acuerdo. Hace tiempo que los rezos me parecen palabras hueras que sólo sirven para consolarnos vagamente, que se me han olvidado hasta las oraciones que me enseñaron cuando era pequeña. He pronunciado palabras de odio hacia Ricky, hacia Madelaine, hacia el mundo. Pero la mayoría de mis frases eran en las que pedía perdón a Enrique. Por no haber sabido decir no aquella tarde en la cafetería. Por no haber aprovechado la puerta de salida que me había abierto. Le he pedido perdón por haberme abrazado a su cuello como una niña tonta. Por haber regresado junto a él a la semana siguiente, y a la otra… Me tendría que haber tragado mi soledad una vez más. Quién sabe, a estas alturas, quizá, lo hubiéramos hecho más veces que de la otra manera. Quizá nos seguiríamos viendo en Jazmín. Como puta y cliente, sí, pero también con un pequeño sentimiento especial entre los dos, disfrutando de esa leve corriente eléctrica que de algún modo nos unía, aún en el ambiente oscuro, fétido y artificial del club. He vuelto a agitar la cabeza, pues no me parecía un pensamiento correcto para aquel lugar, que siempre me han dicho que era sagrado. Desde esta mañana, estoy convencida de que, es el más sagrado de todos los lugares. En fin, me he encogido de hombros.

He buscado a mi alrededor. No había nadie a la vista. He supuesto que el sepulturero estaría a sus cosas, y lo que viera el poli (o lo que fuera) que tenía pegado a la nuca me daba la mismo. Un par de tumbas más allá, a mi derecha, he localizado lo que buscaba. Me he acercado, y he pedido en silencio perdón a su morador. “Total, a ti seguro que te vienen a ver más, Fidel”, le he dicho mentalmente, una vez que he leído el nombre del que allí yacía. “Para Enrique, lo más probable, es que ésta sea la primera y última flor, en toda la eternidad”. La contundencia de la palabra, aun en mis pensamientos, fue tan dura, que mis manos temblaron. Con decisión, a pesar del escalofrío que me recorría, me he acercado a la tumba de Enrique y he colocado en el interior del búcaro la flor que he quitado a Fidel. Al mismo tiempo, y con un cuchillo clavado en lo más profundo del corazón (mejor dicho, en su oquedad), he besado la fría lápida. No he podido evitar pensar que sus labios, normalmente tan ávidos de mí, estarían exactamente a esa temperatura. El estómago se ha rebelado, pero he logrado sujetarlo. Después, me he despedido de la tumba de Enrique. “Enrique, no volveré a este lugar, te lo juro. Te llevaré dentro, en el hueco en el que antes tenía el corazón. A partir de ahora, mi corazón será tu recuerdo. Y te recordaré mientras me sonreías, cuando yo veía cómo el sol poniente de Granada sacaba rebrillos de oro viejo en tus ojos de miel. Hasta la eternidad, Enrique. Te prometo que un día volverá a tu lado.”

Cuando he salido de aquel lúgubre lugar, las lágrimas volvían a correr su veloz carrera hacia la nada.
Yo que pensaba, que ya no me quedaban más lágrimas que llorar...

Continuará...

jueves, 13 de enero de 2011

Fin de trayecto. Cuarta parte. Capítulo 44

Viernes, tres de marzo de 1989.
Casi de madrugada.

Bosques tenebrosos de cipreses muertos me persiguen. Brazos asesinos, sus ramas nudosas. Los fantasmas nocturnos me niegan el descanso. Ni siquiera ese pobre consuelo para la víctima herida..
La noche de Madrid alta y ruidosa, profunda y estridente llega hasta mis lacerados oídos. Soy víctima del aciago destino que persigue todos mis actos.
Esta tarde ha estado conmigo la buena de Sole, Belinda para los clientes. No creo que sea ella la espía. Más bien, todo lo contrario, si acaso, ella es la única que se puede decir, que es amiga, o algo parecido, al menos.
Su carácter expansivo, optimista, su risa cantarina y algo estridente ha intentado que desaparezcan de esta habitación los miasmas de la angustia que la tienen invadida. Pero todo ha sido inútil. He intentado ser agradable con ella, pero mi soledad y mi dolor y mi pena y mi angustia son de tal calibre que nada ha podido hacer.
Cuando se han ido a trabajar, he bajado a cenar. Sin apetito, como llevo este tiempo, pero me obligan y obedezco. Después, he vuelto a subir a la habitación. Sabía lo que tenía que escribir, si no hubiera aparecido Sole, ya estaría puesto en el papel. Sin embargo, después de la cena me ha dado miedo seguir, era como volver a convocar al dolor sordo y lacerante de nuevo.
He decidido intentar ver la tele. Me he aburrido.
Al final me he acostado. Pero no he conciliado el sueño. Así que he resuelto volver a estas páginas.
Ya que los trasgos de la noche no me permiten conciliar el sueño reparador intentaré terminar de contar los acontecimientos de la semana pasada.

Por fin, la madrugada del martes siguiente me sinceré con Madelaine. Después de contarle todo lo que había pensado, meditó brevemente. “Puede ser una solución”, dijo. Era por tanto el día veintiuno de febrero.
A los pocos momentos, apareció Ricky. Traía colgada una sonrisa lobuna y sangrienta que le ocupaba todo el rostro. Se dirigió hacia mí. Sin preámbulos lo soltó. Como si le pesara en mitad del alma.
—Gatita, un BMW de color gris plateado ha sufrido un accidente. Ha sido una pena. Un muerto. Por suerte iba él solo... Ninguna chica lo acompañaba, esta vez.
Cayó el mundo sobre mí. Sentí que cada estrella agobiaba mi cabeza. Creo que hasta dejé de respirar. Pero debió de pensar que no era suficiente y apretó, un poco más, el nudo de la soga que presionaba mi cuello.
—Según me han dicho los de la Policía Municipal, tenía averiada la dirección… No se puede salir de viaje sin revisar el coche, es una locura. Ya lo dice la tele, gatita.
Me desmayé. O eso me han dicho, porque no recuerdo nada más.

Mi siguiente recuerdo corresponde al día después por la mañana. Pensé que había sido una pesadilla, la más horrible y diabólica de toda mi vida.
Un periódico, convenientemente olvidado en mi habitación, y no menos convenientemente abierto por la página de sucesos, hizo que la cruda realidad abofeteara de nuevo mi alma magullada, gravemente herida.
¿Herida de muerte?
Desde aquella funesta madrugada no he vuelto por Jazmín. Madelaine me lo ha prohibido.
—Necesitas descansar. No te preocupes de nada. Solo recupérate.
He pensado y repensado miles de veces en estos días. Nadie podrá hacerme creer que fue un accidente, por más que me enseñen todos los informes y peritajes de todas las empresas del mundo... Ricky nunca podrá convencerme que él no ha tenido que ver en el asunto. Pero, cómo lo demostraré. De hecho, me han jurado que nunca llegarían tan lejos, siempre y cuando Enrique se estuviera quieto.
En secreto he recordado lo que le conté a Enrique, y por más vueltas que le doy a las cosas, con lo que le había contado de la coca y de Ricky, no tenía mucho. No creo, tampoco que le interesara, por lo menos ahora, intentar nada. Lo único que le interesaba era yo.
Sospecho que algo muy feo se cuece en los oscuros entramados de Jazmín. Algo a lo que todavía no me he acercado, y que a este paso no me acercaré. Tampoco me interesa demasiado, esa es la verdad. Ahora ya sé que mis sospechas (mis intuiciones, más bien), eran ciertas. Ricky es algo más que un cliente que cobra en carne el suministro de las dosis. Quizá Madelaine no sea la única propietaria del negocio. Quizá haya clientes, especiales, a los que se les suministra la droga a través de las chicas, a un precio directamente relacionado con su poder adquisitivo, y del real. Además es una droga fuera del circuito y con garantías de calidad excepcional. En el fondo somos tapadera de un fenomenal negocio de tráfico de drogas. No sé, a lo mejor son fantasías mías, pero las cosas que se esconden en los subterráneos de un club nocturno con chicas de alterne, pueden ser muy gordas. Me da la impresión que se mueve una cantidad de dinero que ni me imagino. Y yo, que lo único que pretendo en mi vida es un poco de tranquilidad, paz y libertad, he ido a cometer la mayor de las torpezas, pues aunque conozco poco, puede ser suficiente para alguien que quiera husmear.

Lo verdaderamente cierto, sin embargo, es que Enrique fue enterrado el día veintitrés de febrero, según creo. Me ha contado Madelaine que estuvieron ella y Ricky. Supongo que para cerciorarse de que lo enterraban. No creen en fantasmas, por tanto cuando vieran la tumba ocupada por el ataúd, respirarían. No había mucha gente: sus compañeros de oficina y una señora muy mayor, que debía ser su madre. Nunca me habló de ella. Intuyo que esa es otra razón para haber acabado tan pronto con él. No había nadie que pudiera organizar mucho jaleo. Para todos los relacionados con Enrique, excepto yo, lo del accidente es una posibilidad entre tantas: como un infarto, o una puñalada tras un atraco en mitad de la noche de Madrid. Una razón plausible y suficiente. Lo que pasa, además, es que lo del accidente de tráfico le da un acento especial de mal fario.
Y es más difícil encontrar rastros, pistas...
Un policía muy amable y bien vestido se presenta ante la anciana madre, conmovido por su soledad y sus muchos años y se ofrece a hacer todos los engorrosos trámites burocráticos: dar de baja al coche, llevarlo al desguace… Ya no existen huellas. Si es que alguna vez las hubo. Y si tiene suerte, la anciana le dará una propina, por los gastos, sin sospechar la pobre, que la mano que le aprieta con calidez su escuálido brazo, es la misma que alteró la dirección del volante que al ir a girar en una curva muy amplia y muy pronunciada y muy veloz mandó todo el coche a ciento treinta por hora (velocidad inadecuada a todas luces, eso es cierto) contra el muro que separa la autovía de los próximos edificios.
Poco más que aplastar a una mosca en el mes de septiembre.
Nadie habrá que le recuerde. Y si la putita intenta algo, pues ya veremos. Esa es más fácil de controlar. No tiene compañeros de oficina. Por no tener, no tiene ni padres.
Si se piensa despacio es invisible.

Continuará...

martes, 11 de enero de 2011

Fin de trayecto. Cuarta parte. Capítulo 43

Jueves, dos de marzo de 1989.
Seis de la tarde.

¡Quiero morirme!

¡Quiero que me maten! ¿Para qué vale que respire? ¿Qué sentido tiene que el corazón continúe latiendo?
Si tuviera valor me iría ahora mismo hasta la ventana y me arrojaría al vacío. Total estamos en un quinto piso, así que no hay problema de malas caídas, u hospitalizaciones largas. Sería un golpe definitivo. Pero tengo miedo. Es como si algo me atara a esta vida. Pero no sé lo que sea ello. ¿El odio? ¿El miedo ancestral al dolor y a lo desconocido? El caso que, de momento no hay peligro. No soy capaz de tirarme.
Cuando esta mañana, iba a continuar escribiendo he escuchado unas pisadas en el pasillo. He supuesto que me traían la comida. Por eso dejé de escribir tan abruptamente. Ahora se supone que es tiempo tranquilo, y espero que lo suficientemente amplio como para acabar con todo lo que tengo que escribir.

Madelaine estará echándose la siesta y las demás chicas medio dormidas en el salón tragándose el culebrón de la tele, o lo que les den. Se trata de pasar minutos y minutos y minutos. No debo ser cruel con ellas. Al fin y al cabo ellas, cada una, tienen su vida, su historia, su motor, su amor, su ilusión, su problema, su dolor, su muerte… Todas lo tienen claro. Todas saben qué hacen. Y cada una tiene un motivo: un hijo, un hermano, unos padres, un novio drogadicto, una mala racha económica, incluso estar un poco enganchadas a la droga, una droga que les sale barata en lo económico, encima es de calidad contrastada y les evita tener que andar por las calles buscando cualquier porquería de las que circulan. Por todo eso, y quizá por más cosas, hacen lo que hacen.

Sin embargo, yo estoy aquí sólo para ocultarme. Quizá sea demasiado poco, quizá no sea un motor lo suficientemente fuerte como para aguantar esta vida. O demasiado arriesgado.

A lo que iba, antes de la interrupción.

Aquella noche, tras la violación, entre Ricky y Madelaine decidieron que era bastante. Fui traída a casa nada más que Ricky me dejó.
Madelaine se encargó de recordarme un par cosas, más que nada por si no hubieran quedado claras del todo.
—A partir de ahora estarás siempre vigilada. En casa siempre habrá alguien, incluso de madrugada, por si se te ocurre llamar por teléfono. En una buena temporada no vas a salir a la calle. Aquí te puedes imaginar que cada polvo, y lo que digas te será controlado. En unos días, no vendrás a trabajar. Necesitas descanso. Justo el tiempo necesario para que en tu habitación Ricky instale lo que tenga que instalar.
Todo me lo imaginé mientras Ricky decía cosas, pero escucharlo de labios de Madelaine y todo junto, parecía que había entrado en contacto con una red de mafiosos. Era una perspectiva nada alentadora.
Cambió de tono. Puso sobre mi hombro la mano derecha. No fui capaz de rechazarla, a pesar de que me repugnaba.
—Por lo que te conviene, Mila, no intentes nada. Y menos que nada no te intentes poner en contacto con Enrique. Te lo ruego. Ése podría ser el peor de todos tus errores. Ten presente lo que te digo. Me caes demasiado bien, no lo puedo remediar. A mi edad, poder disfrutar de una chica como tú es un lujo del que no quiero prescindir. Por eso y porque creo que Ricky está pasando una época un poco paranoica intentaré convencerlo de que no le haga nada. —Suspiró. Creo que estaba muy poco convencida de lo que decía. Me temí lo peor, pero seguí escuchando sin arrojar la toalla—. Ya intuyes que tiene cientos de medios para que cualquier cosa parezca un accidente. Además hay mucha gente que le debe favores, tanta que no te lo puedes ni imaginar. Por muy bien situado que esté tu Enrique, seguro que Ricky conoce a alguien por encima. Y no sólo que esté por encima, sino que además le debe algo, ya me entiendes, una chica, una papelina, un arma… En fin esas cosillas que de vez en cuando nos hacen falta a todos.
Ya no era un escalofrío lo que recorría mi columna, era un pánico tal que me hacía temblar toda entera. Asentí, pues no podía articular palabra. Estaba claro había entrado a formar parte de una especie de red mafiosa o algo por el estilo.
Cuando me vieron salir, el resto de las chicas se quedaron asustadas. Por lo que luego me dijo Sole, todas pensaron que Ricky había cumplido su amenaza y me había puesto la mano encima. A pesar de que Madelaine se lo desmintió, ninguna se lo creyó hasta que a la mañana siguiente me vieron intacta en la casa. Se alegraron. Son buenas chicas, pero me hubiera encantado que se hubieran enterado de la verdad.
¿Cómo puedo escribir estas cosas? Claro que lo saben. Lo saben perfectamente, mucho antes que yo y mucho más que yo. No sólo lo saben, sino que lo sufren en su organismo. Lo único que hace falta es mirar a Reme o a Hellen para darse cuenta de que ya están al borde de algo grave. No es que estén como el grupo que conocí en septiembre, eso no, pero anímicamente están muy cerca. Sin cocaína son incapaces de funcionar, diría más, seguro que son incapaces de ser personas. A estas alturas, seguro que alguna es cómplice de Ricky y Madelaine y no me quita ojo. Probablemente, Reme, que últimamente me cuida mucho. A ninguna de ellas las puedo culpar. Al fin y al cabo, para ellas también soy un peligro potencial.
A lo que iba, que pierdo el hilo.

Entré medio atontada en un taxi. Como siempre el taxista no puso muy buena cara al ver las pinta que llevaba, pero una sustancial cantidad de dinero que multiplicaba por cinco o seis el importe real del trayecto le hizo acceder sin rechistar.
Cuando llegué a esta habitación, me eché en la cama. No dormí nada, me pasé toda la noche llorando en silencio. Una mezcla de dolor, de coraje, de rabia, de impotencia, de asco, pero, sobre todo, de miedo y angustia ocupaba todo mi espíritu. Tenía miedo por mí, pero más por Enrique.
Juro, que por quien más miedo tuve fue por él, por mí casi nada.

Aunque me asuste tirarme por la ventana, que me puedan matar, no me asusta lo más mínimo. Es más esa posibilidad en muchas ocasiones me libera. Es como si lo deseara en muchas ocasiones.
Supongo que esas lágrimas me hicieron bien. Al despuntar el alba, logré conciliar un breve sueño superficial. Cuando desperté, a la mañana siguiente, era capaz de ver ciertos tonos agrisados en las cosas. Ya no todo era negro.
Me dije, “Mila, tienes que pensar fríamente. Nunca te has quedado de brazos cruzados ante las adversidades. Tienes que intentar las cosas”.
Lo primero que busqué fue la tarjeta de Enrique. Efectivamente estaba todavía en el bolsillo del anorak. La he escondido en tus entrañas, querido diario, que al fin y el acabo es como si fueran mis entrañas. Es como si hubiera escondido la identidad de Enrique en mis entrañas.
La primera conclusión de todas es que debía de volver a Jazmín cuanto antes, para evitar sorpresas, no se le fuera ocurrir a Enrique aparecer de improviso, como el día que fue para decirme que nos íbamos a Granada. Así que le dije a Madelaine que contara conmigo. Que hablara con Ricky y que instalaran los micros que quisieran aquella mañana, que yo por la noche me largaba hasta allí.

Madelaine me miró con largueza. Creo que intuyó lo que pensaba, pero accedió. Nunca me lo dirá, pero, en el fondo, está de mi parte.
Una vez tomada esa decisión, debía de pensar con calma, cómo hacerle llegar un mensaje a Enrique, con toda rapidez. Tendría para ello las mañanas y las tardes. Pero sabía a ciencia cierta que estaría lo suficientemente vigilada como para que no me pudiera acercar al teléfono. También tenía que pensar muy bien en el contenido del mensaje.
Rompí docenas de papeles. Tenía que ser clara, pero al mismo tiempo no tenía que notar riesgos para él, y menos para mí. Conociéndole como lo iba conociendo, si sospechaba algo, haría alguna locura. Pensé decirle que estaba enferma y que no podría acudir a nuestra cita del jueves. Era una solución de emergencia. El problema es que el viernes, el sábado lo más tarde, acudiría por Jazmín para ver cómo estaba. Tendría que darle la impresión de que se trataba de algo no grave, pero que me impidiera salir de casa en un par de semanas.
Después de estar pensando un buen rato se me ocurrió una buena idea.
Un esguince de tobillo. No era mala solución. Yo no lo podía ver y él no intentaría ir al club. Pospondría la cita para dos jueves más tarde. Y en ese tiempo tendría que pensar algo, algo que le alejara definitivamente de mí.
La única solución era que yo pareciera la causante de la separación, además la única causante. Algo relacionado con nuestra propia situación como pareja. Nada que le hiciera ver que otros elementos externos a nosotros influían en nuestra vida. Por ejemplo el miedo que me producía enfrentarme a una vida normal, después del tipo de vida que llevaba. Me asustaba la diferencia de edad. Me había dado cuenta de que necesitaba del dinero, para mi independencia y sin trabajo nunca la tendría. En fin, cosas de ese tipo.
Pensé que le escribiría una carta de despedida. Una carta en la que le relataría que los días postrada en la cama me había hecho reflexionar tranquilamente sobre nuestra situación. Le diría que no tenía sentido. Que lo nuestro era mera pasión que desaparecería en cualquier momento. Que la edad era una barrera desmesurada. Además, cómo podría fiarse de mí teniendo en cuenta las circunstancias en que me había conocido. Le hablaría de que estábamos confundiendo lamentablemente el amor con la simpatía, el cariño, con cierta camaradería, en definitiva, que ambos, quizá, carecíamos de la mínima dosis de afectividad que necesita cualquier persona, por eso cualquier acercamiento de un ser humano a los bordes de nuestro corazón lo acogíamos con el mayor de los alborozos.
Pensé que no era mal plan. Mejor dicho, pensé que era el mejor plan posible. Al menos el que más le alejaba de la realidad terca y siniestra. El que le mantendría con vida. El que le impediría meter las narices en esta pocilga. Aunque lo alejara para siempre de mí.
Tenía el riesgo, por supuesto, de que Enrique no se conformara con lo que yo le dijera, de que intentara convencerme con sólidos argumentos de los errores que había cometido al razonar de ese modo. Pero no se me ocurría ningún otro plan que no lo hiciera sospechar que ocurría algo más. Desde luego en ningún caso hablar de Ricky, o de coca, casi ni de Madelaine.
Madelaine podría ser la vía de escape. Podría hablar con ella, y que ella me dejara hablar el martes o el miércoles por teléfono con Enrique, para contarle lo del esguince. Ella siempre delante, por supuesto, para que viera que no había ni trampa ni cartón. Y que luego, cuando la tuviera escrita, leyera la carta. Era plegarse demasiado a ellos, pero si quería salvar el pellejo de Enrique, si quería que las consecuencias de todo aquello, solo se quedaran en un sueño de algo que quizá hubiera podido ser y no fue, tendría que humillarme un poco más. Total, eso es costumbre de la casa.
Oigo pasos por el pasillo. Quizá alguna chica venga a hacerme compañía, en lo que resta de tarde antes de irse para Jazmín.
¿Será la espía que me han colocado, para no dejarme demasiado tiempo sola en la habitación?
Creo que me estoy volviendo paranoica.

Continuará...

sábado, 8 de enero de 2011

Fin de trayecto. Cuarta parte. Capítulo 42 (bis)

No sólo se encendió la luz roja. Sino que saltaron todas la bocinas de mi cabeza. Habíamos llegado al nudo de la cuestión. Vaya, era eso. Si seré gili. Efectivamente, el gran peligro era la coca. Digamos que no estaría muy bien visto que alguien como Enrique, con ciertas influencias, fuera con el chivatazo de que un poli (no un policía cualquiera, sino éste, con nombre y apellidos, número de placa, etc.) suministrara coca a cambio de polvos (¿o algo más?) en un burdel de lujo. Su carrera peligraría. De ahí que fuera tan necesario que las chicas se engancharan, aunque no lo supieran ¿Había algo más a lo que yo no había tenido acceso? Parecía claro que sí. Un escalofrío me recorrió. La cosa se ponía muy mal. Pensé que mis intuiciones de diciembre eran ciertas. Había dado en el clavo, por desgracia. Pensé en ti, querido diario. Si alguna vez caías en sus manos, sería, probablemente mi final. Pensé en Enrique, probablemente él corría peligro, sin saberlo.
De pronto, cambiaron mis preferencias, ya no era largarme de allí. Era intentar salvar a Enrique. Todo esto lo pensaba confusamente. Eran ideas vagas que se amalgamaban en mi cabeza. Ahora las escribo con orden, pero entonces eran una masa amorfa, aunque estaban todas allí.
—Contesta, zorra, ¿le has dicho lo de la coca?
Volvía a ponerse nervioso. Incluso Madelaine había cambiado el tono de sus miradas. Eran frías y acusadoras. Efectivamente habíamos llegado al nudo de la cuestión. Me armé de valor. Aparenté la mayor tranquilidad posible. Incluso coloque la voz aterciopelada que sé a él le pone cachondo, una mezcla de inocente niña de provincias, con la sofisticación de la meretriz más experta de París. Algo difícil, pero que a él le ponía a cien.
—¿Ese es el problema? No te preocupes, Ricky, querido, de lo que pasa aquí dentro no quiere saber nada, ni yo se lo voy a contar… Digamos que hay ciertas cosas que él no entendería. Madelaine te puede decir que estuvo por aquí la víspera de irnos a Granada y fue incapaz de echarme un polvo.
Fui soez a propósito y bien que me dolieron mis palabras. Toda esa mezcla es la que solía desarmar las defensas de Ricky.
Madelaine asintió, parecía aliviada.
—Además, aquella noche estuvo como nunca conmigo. Me subió a la luna con esa boca que Dios le ha dado.
El asco me regurgitaba por los ojos, si esto se puede decir así.
Ricky pareció calmarse.
—O sea que se trata de la historia de Cenicienta.
Me abrumó durante unos segundos el que este hombre soez, bruto y de reacciones tan primarias y tan primitivas conociera la historia de Cenicienta. Más aún, me desarmó el que utilizará la misma comparación para definir nuestra historia, que la que yo he utilizado.
—Más o menos.
—¿Cuánto va a durar?
Me encogí de hombros por respuesta. Intuí, que aquella pregunta significaba otra cosa. Debajo había una orden. “Tienes que romper con ese hombre”. Y por tanto, había otra conclusión. No se planteaban bajo ningún concepto el que yo me pudiera largar de allí. Pensé, “Lo llevo claro”. El poli, o sea el profesional, comenzó a pasearse por la habitación. Meneaba la cabeza. No estaba convencido. Resoplaba como un toro acorralado. Casi, casi se escuchaba como funcionaban sus neuronas.
Cambió de tono. Utilizó el de padre, ése que a mí me revienta.
—Vamos a ver si nos entendemos pronto. Tu viniste porque te dio la gana. Nadie te obligó a entrar en el local ¿De acuerdo? —Parada, para respirar y dejar que las palabras, dardos envenenados, fueran llegando a mi cerebro—. Venus, tú aquí estás a gusto, tranquila, nadie te molesta. Comes, duermes, estás caliente, los clientes son gentes honradas, con dinero, limpios. —Proseguía su camino. Hablaba despacio, arrastrando las sílabas—. Es como si te hubieras hecho invisible. Nadie sospecha que hay puesta una denuncia por tu desaparición y el Cuerpo Nacional de Policía de Madrid se supone que está haciendo lo posible por localizarte. Lógicamente han revisado todos los locales de alterne de Madrid y alrededores y no te han visto. Bueno, han revisado casi todos... ¿De acuerdo? —Se acercaba a la meta. Y mi ilusión a su final—. Bien. Chica lista. Hemos entendido el principio. Ahora llega la segunda parte. Resulta que todavía eres menor. Imagínate que te localizamos así, de repente. Mañana, es un suponer, por la tarde, mientras paseas y te mandamos de patitas a tu casa.
Una luz blanca y cálida me iluminó. De pronto, aquello no me pareció tan malo. Después de unos meses supongo que acabarían por escucharme. Además en algún lugar de mi habitación debía estar la tarjeta con el teléfono de Enrique. Puse cara de póquer. Ricky, sin embargo, parecía leerme el pensamiento. Fue tan intensa la visión que se traslucía todo el pensamiento.
—Ya veo, ahora no te importa. Nosotros nos hemos arriesgado por ti, ¿y así nos pagas? No es justo. Te has hecho tus cuentas, ¿no? Madelaine, la niña sabe sumar, y después de haber sumado ha decidido que nos deja, después de todo lo que estamos haciendo por ella. Esta es la operación que ha hecho. Tienes al príncipe azul, que ha venido a recatarte. Todo podría volver a cierto cauce. Pasamos unos malos meses en casa con los cabrones de los papás y del abuelo (como ves me sé la historia), pero puede aparecer Enrique. ¿Ves Madelaine? La putita piensa. Pero a lo mejor piensa que un tipo con casi cuarenta años se va a casar con una puta de diecisiete.
Se volvió a Madelaine, parecía que me tocaba descansar un poco. Hay que reconocer que este cabrón piensa mucho y muy deprisa.
—Siempre te he dicho que las españolas son un riesgo en este negocio, joder. Madelaine, siempre te digo que no cojas españolas. Siempre pasa igual, un día quieren volver a casa, y por muy lejos que esté la casa, siempre está cerca, coño. Casos como el de Reme son muy difíciles que se repitan.
—Pero parecía tan asustada la pobre. Y es tan guapa. Cualquiera, después de escuchar la historia de su vida, habría llegado a la conclusión de que al único sitio del mundo al que no volvería sería a su casa —se defendió, meliflua, la aludida
—Joder, si encima tengo la mala suerte de que eres bollera, así no se puede trabajar.
Respiró fatigosamente. Se secó el sudor de la frente. Realmente estaba preocupado. Supuse que nos explicaría la razón de la preocupación, y no me equivoqué. Prosiguió.
—Pichafloja tiene un puesto bastante bien relacionado con cierto sector del Gobierno. De cualquier Gobierno, lo que es peor. Trabaja para una de esas empresas medio privadas, medio públicas que mueven cientos de miles de millones al año con el tema de las exportaciones, con lo que el peligro es mayor. Porque además de estar bien relacionado, tiene su parcela de influencia. Conclusión, Pichafloja es alguien.
Ahora sí que me asusté de verdad. Las cosas se podían complicar, y mucho.
—Como a la niña, en un descuido, se le vaya la lengua, suponiendo que nos creamos que todavía no le ha dicho nada, y si al otro le da por meter las narices, en dos días, el local cerrado y todos en chirona. ¿Te imaginas que le puede ocurrir a un poli corrupto en la trena? ¿Os lo imagináis cualquiera de las dos? Iba a durar entero lo que tardaran en apagar la luz la primera noche. ¿Me entendéis, o no? ¿Os lo tengo que decir de otra manera?
Continuó resoplando y paseando. Por fin se detuvo. Su voz, más pausada, le salió profunda y ronca. Pude ver claro que el tema tomaba dimensiones personales, por lo que todavía se complicaba. Ricky se veía amenazado, pero no sólo en la cartera, también en su integridad física. El león había aparecido. El general dio las órdenes precisas.
—A partir de ya, la niña el día libre en casa. Aquí la quiero siempre controlada. Colocaré unos chivatos en su habitación. Al de la puerta se le dice que Pichafloja tiene prohibida la entrada. La primera vez que lo intente se le dice que Venus no le quiere ver y que se largue. Si no lo entiende o no se lo cree, o protesta, o lo que sea, una patada en los huevos. Pero quiero que se lo digas así a ese macarra que tienes de portero, textual. Y si todavía insiste, me llamáis. Me da igual el día o la hora, ya sabré yo lo que hay que hacer.
Aquello ya no era un juego de niños. Ahora sí estaba secuestrada de verdad, y, además, un hombre, un buen hombre habría que decir, en inminente peligro por mi causa. La cosa tenía su aquel. Secuestrada por un Agente de Seguridad que mantenía negocios ilegales en un local de alterne de Madrid. La prensa se iba a poner las botas.
—Ricky —imploré—, te juro que nunca diré nada a nadie. No sé que pasa aquí de verdad. Lo único que yo sé, es que de vez en cuando alguien me da una raya, si yo la pido. Nadie me obliga, nadie me cobra por la dosis, y además, a ¿quién se lo iba a decir? Bastante tengo con lo que tengo encima.
Me miró con dureza. Tanta, que un escalofrío me recorrió por mitad de la espalda. Si me hubieran buscado el pulso seguro que no me lo habrían encontrado. Aquella mirada no se la deseo a nadie. Pobres de los detenidos a los que tuviera que interrogar Ricky. Lo malo es que no le podrían acusar de golpearles con la mirada. Ningún juez del mundo podría creerlo, pero yo sí.
—Niña, probablemente has dicho toda la verdad. Quiero creerlo, más que nada porque soy un sentimental y me lo he pasado muy bien contigo. O sea que no vamos a discutir más sobre ello. Pero te aseguro que no vas a tener ocasión de volver a decírselo a nadie. Has jugado con fuego y te has quemado. Lo siento monada. Toda la que entra aquí se queda, salvo que se vaya completamente enganchada a la coca, y, por tanto, sepa dónde tiene que ir, a quién tiene que preguntar y qué es lo que hay que pagar. Por supuesto, que no sabes lo que pasa aquí. Pues solo faltaba. Estabas empezando el proceso, cariño. Esto tiene que ir lento, con calma. Con arte. Estás tratando con Ricky y con Madelaine, no con cualquier chapuzas de por ahí. Así que no lo sabes, ni lo vas a saber porque, si alguna vez te enteras, cuando todo esto pase, te va a dar igual. En todo caso ya puedes decir chau, chau a tu amiguito. Hoy ha sido el último día que has follado con él.
Es claro como el agua, desde luego.
Lo intenté a la desesperada. Imploré llorosa.
—Nadie me había prohibido que me enamorara de otra persona. Nadie me había avisado.
Me sonrió con dureza, como un escualo.
Descubrí detrás de aquella mirada, otro brillo que le nacía con rapidez. Lo conocía demasiado bien como para sorprenderme.
—¿Es que hace falta hacer ciertas advertencias en determinadas profesiones? Ahora desnúdate, zorra.
Miré a Madelaine, que se encogió de hombros y me sonrió, como diciéndome que aquello era así. De hecho ella también se desnudó y se fue tras Ricky. Intentó hacérmelo más llevadero. Al menos, su boca ocupó la mía, y no tuve que compartir el fétido aliento del monstruo. No sentía nada, salvo las embestidas del miembro de Ricky en mi vagina, que unas pocas horas antes había sido ocupada por las más suaves y tiernas de Enrique. En aquel momento pensé algo que todavía no entiendo cómo pude pensar. Quizá es que, efectivamente, mi cabeza no esté muy bien. Pensé, “Habéis de saber que Enrique no es un pichafloja. Lo hace mil veces mejor que tú, cabrón”. Pero claro, solo lo pensé. Mi miedo, mi rabia, mis lágrimas y la boca de Madelaine me impedían hablar.

Mientras me violaba, con el consentimiento de Madelaine que estaba muy entretenida en mis pezones, en esos momentos, en mitad de mis lágrimas silenciosas, hice repaso de mis últimos meses de vida, y me di cuenta de que cada vez había ido a peor, en vertiginoso descenso hacia la nada. Como causante de todo, una vida casi de esclava en pleno siglo XX, considerada por mi familia como un producto que había que preservar de no sé que peligros y asechanzas mundanas, ajena al cariño que se supone una recibe de una familia. Después, el amor con Joaquín me lo amputaron y lo convirtieron a las puertas, como quien dice, del siglo XXI en clandestino. Por si era poco, y ante nuestra escapada, lo criminalizaron. Para remate, Joaquín me dejó tirada, demostrando que era un cobarde y que sólo me quería, en el fondo, para lo mismo que mis clientes. Después, en vez de reconocer la derrota, fui cabezota y luché contra lo imposible. Caí en lo más abyecto de esta sociedad machista y sucia, lúgubre y podrida. Cuando creí que nada tenía solución, y que mi vida sería un lodazal hasta que muriera, apareció una luz. Una luz distinta radiante, natural, cálida. Disfruté de ella, pero me la han cortado. Ojalá que no le pase nada. Esa era mi única esperanza. Cada vez que descendía un tramo más en la vertiginosa caída, me decía a mi misma, “Ánimo Mila, peor que estás no puedes estar”. Y con eso poquito era suficiente para seguir de pie, en el trozo de planeta en el que me ha tocado vivir. Pero cada vez he estado peor, un poco peor. Ahora no sé si se podrá estar peor, pero peor que esto la muerte. No puede haber nada más.

Eso pensé en aquellos instantes de mi violación. Pero me volví a equivocar. Lo cual no es una novedad.

Continuará...

jueves, 6 de enero de 2011

Fin de trayecto. Cuarta parte. Capítulo 42

Jueves, dos de marzo de 1989.
Mediodía.

¿Ganar yo en alguna ocasión? ¿Percibir que en esta vida hay algo más que el dolor y el sinsentido?

Efectivamente, tal y como dejé escrito hace algunas semanas, tal y como mi intuición me gritaba, era demasiada suerte. No me podía durar tanto.
Llevo llorando una semana y la cosa va para largo..., para muy largo. Si es que alguna vez, soy capaz de dejarlo. No es que ahora me ponga melodramática. No creo que se pueda estar peor.

En la soledad de mi habitación, donde me tienen encerrada, resbalan tediosas las horas, y, estampida sin control, las lágrimas que arrasan mi alma. Una lentitud exasperante y oscura, trágica y luctuosa todo lo envuelve. Miro por la ventana y solo veo las nubes que pasan veloces y grises, ariscas y frías. Dice el calendario que es marzo, pero, mi corazón no entiende de esa cronología, para él es noviembre, y el invierno ha de empezar.

El mismo viernes diecisiete por la noche, o sea, nada más dejar a Enrique, apareció Ricky por Jazmín. Se dirigió a mí, sin duda ninguna, y lo que fue peor, sin ninguna parada intermedia ante ninguna de las chicas. En aquel momento, por lo temprano de la hora, había pocos clientes. Todo estaba tranquilo, tan tranquilo que empleaba el tiempo en saborear con fruición los últimos recuerdos de la tarde con Enrique. Había sustituido la cocaína por los recuerdos. Creo que ganaba con el cambio.
Una inmediata señal de alarma se puso en marcha en mi cerebro. Algo pasaba. Algo nuevo. Algo peligroso para mí. Algo que cambiaría mi situación en Jazmín. No sé por qué, pero tuve la intuición desde el primer momento que de algún modo estaba relacionado con Enrique.
Para mi desgracia no fallé.
Según llegó a mi altura, me cogió brutalmente del brazo derecho y me lo retorció hasta llevarlo a mi espalda. Era una agresión en toda regla. Grité. Aullé de dolor. Por un momento sentí que había sacado el brazo del hombro. ¡Qué dolor tan intenso!
Todas las chicas se volvieron, incluso algún cliente se acercó, caballerosa y temerariamente, para prestarme ayuda. Ricky sacó una pistola y tranquilamente, con morosidad, con frialdad, con dominio de la escena, con profesionalidad, en resumen, se dirigió a todos.
—Soy policía, no se preocupen. La situación está controlada.
Palabras mágicas pronunciadas por el mago de Oz. Un policía que detiene a una puta. Normal.
Le escupí en la cara.
—¿De qué me acusas? ¿De ejercer la prostitución siendo menor sin el consentimiento paterno?
—No te hagas la lista. Tú, Madelaine y yo, los tres, vamos a charlar arriba tranquila y civilizadamente. ¿Entendido...? Buena chica. Escucha detenidamente, porque solo lo diré una vez. Ahora te voy a soltar el brazo, si intentas algo, lo que sea, te doy un par de hostias y en paz, ¿vale gatita? —Se volvió a Reme—. Tú, Reme, busca a Madelaine, tienes tres segundos o las hostias son para ti… Pues no estoy calentito ni ná. ¡Pero mueve ese culo que ya han pasado dos segundos!
Estaba farruco. No obstante, me abstuve de cualquier comentario. Los puños de Ricky, como había comprobado en más de una ocasión (en otro tipo de situación, claro. Nunca me ha puesto la mano encima. Ni aquella noche, a pesar de lo violento que estaba), no eran precisamente guantes de seda, sino más bien poderosos hierros.
Madelaine, sofocada, apareció ante nosotros. Ricky se la encaró con determinación.
—Esta monada nos la está jugando. Vamos arriba. Rápido.
Madelaine me miró como si entendiera. Como si de pronto, toda yo fuese transparente y quedaran a la vista de todos mis últimos pensamientos, mis últimos sentimientos. Ya le encajaban todas las piezas del rompecabezas que había estado observando en los últimos meses. Nada se le queda oculto. Me sentí desnuda, de nuevo. Inconscientemente, crucé mis manos sobre mis pechos, aunque estaban cubiertos por un sujetador color champán.
—Ya decía yo que esta mona estaba muy tranquila últimamente.
Cuando llegamos a la habitación número uno, Ricky, de un brutal empujón, me arrojó a la cama de Madelaine. Por los ojos echaba rabia, como si fueran surtidores de ira. Me señalaba con el índice acusador y amenazante.
—Esta putita tuya se entiende fuera de aquí con un tipo que hasta hace poco era cliente…
—¡Con Enrique!
Le faltó tiempo a Madelaine para exclamarlo. Sin embargo, su precipitación sirvió para que Ricky dejase de apuntarme. Se giró en redondo hacia ella. Pude respirar aliviada durante unos segundos.
—¿Lo sabías y no haces nada? ¿Qué significa esto? ¿Qué pasa que todo el mundo me la quiere jugar y soy el último mono en enterarme? ¿Pero os creís que soy gilipollas, o qué...?
Madelaine, que lo conoce muy bien, no se dejó impresionar por el ataque de ira. Antes bien, empleó un todo de voz tranquilizador y reflexivo.
—Debí haberme dado cuenta antes. He sido una ingenua. No, Ricky, no pienses nada extraño. No te oculto nada. Lo único que esta niña me había dejado pistas que no vi. Si es que ha sobido el seso. ¿No ves el pedazo de cuerpo que tiene? Si es que me la comería. Y mira que ir a pegármela con el Enrique. Pero si no tiene agallas, ni cojones, ni lo sabe hacer. Si es un baboso.
Permanecí callada, pues no sabía de que iba aquello. Algo raro me empezaba a oler, pero no era capaz de concretarlo. Dirigí mi mirada a Madelaine y la odié. Por precaución no le conté que el Enrique de Jazmín, era un tipo distinto del caballero que funcionaba por ahí fuera. Me quedé en silencio, a pesar de que tenía unas ganas locas de aclarar unos conceptos con ellos. Pero dejé que la cosa continuara. Era necesario saber, no fuera a complicar las cosas más de lo que aparentemente estaban.
—Verás, en enero pensábamos que ya la teníamos. Así que pasé de acostarme con ella todas las veces. Pero unas semanas después, a finales de enero, una de las veces que me apetecía, le volví a ofrecer la coca. Se negó a tomarla. Pensé que había gato encerrado. Así que aquel jueves la seguí discretamente. Era el día nueve de febrero. Bingo. A la hora de comer apareció el tal Enrique. Yo le conocía de vista, claro, de verlo por aquí. Ya sabes que nadie se me despinta, pues menudo soy yo. Al principio pensé que ésta aprovechaba el día libre para aumentar la cuenta corriente, sin que tú lo supieras. Eso no está bien, pero se le podía pasar. Es una chica joven con iniciativa, que aprovecha el tiempo libre. Pero no. Se fueron a comer. Se pasearon. Vamos, dos tortolitos. Luego, cuando el tal Enrique, que por cierto tiene un buen curro, salió de su trabajo a un hostal discreto y allí pasaron la noche.
Por un instante tomó aire. Me miraba ceñudo, pero la rabia inicial había desaparecido. Ahora más bien aparecía algo similar a la preocupación. Continuó.
—También pensé, al principio, que a lo mejor era un capricho de ejecutivo, por lo que no se limitaba a un polvo rápido, sino que quería más compañía. Ya se sabe, los cuarenta, cierta falta de cariño, todas esas gilipolleces que se dicen. Bueno, el caso es que tenía la mosca en la oreja. Volví por aquí aquella semana. Me volví a acostar con ella. Le volví a ofrecer la droga. La volvió a rechazar.
Se me quedó mirando escrutador, cierta sonrisa de maldad apareció en sus labios. Me estaba diciendo, “Mocosa, a Ricky no se la puedes dar”.
Seré imbécil. Tendría que haberla aceptado. A la semana siguiente lo hice, pero fue tarde. Ricky prosiguió con su relato. Todo era cierto, pero dónde estaba el problema. Le intenté cortar, pero no me dejó.
—Al jueves siguiente se largaron, ¿sabes dónde?
Madelaine se encogía de hombros. Estaba triste, aunque expectante, atenta a lo que contaba Ricky.
—A Granada. Pasaron un día en Granada. El viernes otra vez aquí. Definitivamente era algo más que un encoñamiento de un ejecutivo con cuarenta años. Por tanto, se me encendieron las luces de alarma. Aquel día volví a venir. Aquel día sí aceptó la coca. La muy puta debió de olerse algo, o intuyó que debía actuar con normalidad. ¡Cuánto odio la puta intuición femenina! Pero es demasiado joven e inexperta para dármela. ¿Sabes lo que pretendió...?
Dejó suspendida en el denso aire la pregunta, como una amenaza Y en ese momento empezó a reírse con el estruendo de ballena que lo caracteriza. Como si de pronto le hubiera dado un ataque de risa.
—Pretendió hacerme creer que se había tomado toda la coca, cuando la mitad la había arrojado por el otro agujerito de la nariz.
Madelaine, muy a su pesar, sonrió. Sentí cierta tierna caricia lejana de sus ojos.
—Pero antes de que ésta me pueda engañar, tiene que nacer otras quince veces, por lo menos. Así que lo tuve claro. Estaban preparando algo, ella y su príncipe azul. Les dejé el jueves pasado. Cambiaron de hotel, de restaurante… Son listos. Bueno, Venus, dinos ahora, qué tramáis tú y el pichafloja de Enrique.
Ya no pude sujetarme más. Me levanté decidida y me encaré con él, a pesar de que me saca nada menos que una cabeza.
—No lo insultes, cabrón. Él no se ha metido contigo. No pretendemos nada. Deja de pensar como un poli, joder. Nos queremos, creo, y estamos a gusto juntos. Aprovechamos mis días libres para estar juntos. Sólo eso. ¿Qué hay de malo en un día a la semana estemos juntos? ¿O es que infringimos alguna ley? Madelaine, seguro que tú me entiendes, díselo. Nos queremos, y eso no es pecado, ni es ilegal.
Me volvió a empujar, esta vez suavemente, y volví a caer en la cama. No estaba tan desesperada como aparentaba. En el fondo estaba pensando que podía ser mi oportunidad de acabar con aquella basura y largarme a vivir con Enrique. Pero no contestó Madelaine.
—Conmovedor. ¡Qué historia tan romántica! Parece una novela. Y además a tu Enrique le parece bien que trabajes como puta en un burdel, ¿o es que quiere chulearte?
Estuve por contestarle que el único que chuleaba era él, pero me contuve. Intenté volver a llevarle por otro camino, el del amor.
—Sinceramente de pelas no hablamos. De hecho él paga todo. Además, eso son cosas nuestras.
—¿No le habrás contado nada de la coca, claro?

Continuará...