Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

viernes, 25 de marzo de 2011

Reflexiones

Una vez concluida la publicación de esta novela, quería hacer algunas consideraciones sobre ella y sobre el hecho de que haya sido editada por primera vez. Aunque haya sido en Internet, ya ha sido publicada, y está al alcance de cualquiera, aunque creo que puedo estar tranquilo.
Lo segundo, desde luego es agradecer a todos los lectores que han seguido con paciencia hasta el final, aún a pesar de que este formato no es el más adecuado para una novela. Ahora volveré sobre este asunto.
Lo tercero (y creo que el resto lo entenderá) es agradecer de un modo más especial aún a los lectores que, además, han tenido la tenacidad de comentar. Además con la suerte para mí de que muchos de ellos han sido fieles desde el primer capítulo hasta el último.
Decía que este formato, a mi modo de ver, no es el más adecuado para una novela. A pesar de que se trate de un formato muy viejo y muy usado a lo largo de la Literatura. Sólo varía el soporte, aunque sí hay algo muy importante y muy novedoso, la posibilidad de interactuar y de comentar en público. En realidad, este sistema no es muy diferente de los folletines o de las novelas por entregas, ni siquiera de los viejos seriales radiofónicos que han sido sustituidos por las series televisivas en cualquiera de sus subgéneros y calidades. Pero decía que no es el formato más adecuado para la novela, porque se impide el ritmo que el lector desea, y esto me parece fundamental, sobre todo en un texto tan extenso como éste.
Salvo en tres o cuatro ocasiones (y en la parte final) he usado de la división temporal que marca el propio diario, como extensión de cada capítulo. Esto podría salvar en algo lo que decía más arriba, pero aún así, hay lectores que, quizá necesitaban de más lectura, y otros que no tenían tiempo para tanta letra. Estoy convencido que esto es importante para que una historia llegue a los dominios del lector y resulte agradable. Al menos a mí me ocurre.
Pero es lo que realmente hay. Se podría publicar todo de golpe, no lo sé, o hacer que se editara todo seguido (eso seguro que sí se puede hacer) y que estuviera a disposición de los lectores para que manejaran la publicación como si ésta fuese la de un libro, leyendo cada uno según su disponibilidad, gusto o disgusto. Ahora mismo, de hecho, quien no haya leído la novela y lo desee hacer simplemente tiene que buscar el capítulo 1 y seguir hacia arriba hasta llegar al final.
En fin, creo que estoy llegando a la conclusión de que una novela tiene demasiados inconvenientes en Internet. Y esto lo escribo a pesar de lo satisfecho que estoy de lo obtenido con Oscurece en Edimburgo en el blog 7 plumas.
Otra de las cuestiones que no se me quería olvidar es un asunto que ha estado flotando desde casi el principio del texto: la verosimilitud de la reacción de Mila.
Siendo completamente sincero, esta cuestión es la segunda que más me ha preocupado de la novela desde que escribí su embrión en forma de cuento allá por el año 1979, creo.
En realidad la novela la escribí para explicar las razones que desembocan en tan cruel y horrendo desenlace. La primera versión del cuento (la escrita directamente pulsando las teclas de una Olivetti 34 color azul celeste), se corresponde con la parte protagonizada por el escritor, es decir la parte que comienza con la descripción de una tarde calor agobiante y el estruendo de cristales que despiertan del sopor al escritor. Y me salió en pocos días, muy pocos. Una vez acabado es cuando me pregunté qué razones podría haber para que una jovencita como aquella acabase con toda la familia y se suicidase. Pero lo dejé hasta muchísimos años después.
Pero esta novela ha tenido diversos avatares, hasta que en 2005, después de rescribirla casi entera otra vez, debido a las críticas tan demoledoras de Cristina Guerra, le di la versión que, con muy leves modificaciones –nada que afecte a su sustancia, por otra parte-, se ha publicado en el blog. Y a pesar de todo ello, para algunos las reacciones de Mila (o algunas reacciones de Mila) no se explican bien, parecen imposibles.
Quizá sea así, pero a medida que pasa el tiempo, a mí sólo se me hace difícil de entender la determinación en la escapada. Si somos capaces, como lectores, de justificar o dar por buenas sus razones, creo que todo lo demás guarda la mínima lógica deseable… siempre teniendo en cuenta que los seres humanos actuamos como actuamos, es decir que es imposible aplicar un patrón de comportamiento ante el mismo tipo de respuesta.
En uno de los comentarios de uno de los capítulos finales, Ángeles H. decía que ella sólo se explicaba la reacción de Mila desde una honda enfermedad que le había minado toda su mente. Estoy de acuerdo con ella, y ésta quizá, sea la razón por la que necesitaba tantas páginas: explicar o adivinar o indagar en el corazón de Mila para comprobar como se deslizaba en la pendiente que conduce hacia la locura.
Aún así, no pretendo convencer a nadie con este argumento –o con cualquier otro- simplemente me explico. Por desgracia estoy convencido de que esta invención mía, en alguna ocasión ha coincidido con la verdad, por muy cruenta que parezca en mi texto.
Ahora me tomaré un tiempo de silencio en el blog, pero creo que no será tan largo como el espacio que se produjo entre Mañana amanecerá y ésta. Pero conmigo nunca se sabe.

sábado, 19 de marzo de 2011

Fin de trayecto. Epílogo. Capítulo 71 y último

Mila no cree que haya llegado. Su rostro se encharca por momentos. Por su calle nadie. Ni un perro jadeante.
Cuando alcanza su puerta, escucha, amortiguado, el sonido de las teclas de la máquina de escribir del escritor que vive enfrente. Sonríe aliviada. Todo está como lo había soñado. Al introducir la llave en la cerradura, ha tenido la misma evidencia que la inundó, esta mañana, al salir del piso de Madelaine, aquello va a salir bien. Lo último que haga en su vida, lo concluirá como lo pensó.
Abre, por fin, la puerta de su casa: las manos inundadas de sudor, la atención exacerbada por la adrenalina que golpea en las sienes. Es el momento clave de todo el plan. Si hace demasiado ruido, o hay alguien que no esté dormido, podrá oír el ruido, y todo se irá al traste.
Después de atravesar el umbral de la puerta, y antes de cerrarla, se descalza las sandalias, para evitar en lo posible el crujido de la madera, sobre todo en el centro del pasillo, tal y como recuerda a la perfección. Nota que su corazón se ha disparado. Un sudor abundante corre helado por su nuca hasta la rabadilla, por la frente, por el pecho. Agarra la puerta por el picaporte y la cierra con delicadeza, evitando cualquier ruido. Por una vez, alaba las manías del abuelo: una de ellas es engrasar cada mes las bisagras de todas las puertas para evitar chirridos agudos que tanto le molestan. “Si alguno está despierto, seguro que no ha oído nada”. Se ha quedado quieta en la entrada, apoyada en la pared. Nota que las fuerzas le abandonan. Cómo desea que la respiración se calme. Quiere centrarse en el lugar donde está. El sigilo es su aliado, pero el animal negro que la devora, protesta, quiere más velocidad. Mila tiene doble trabajo. Empieza a estar extenuada. Acostumbrados, por fin, sus ojos a la penumbra acogedora de la casa se dirige, de puntillas y descalza a la cocina.
Del bolso, extrae el cuaderno de pastas de hule negro y lo deposita, con ternura encima de la mesa blanca, lo abre por una página al azar, de las últimas. Sus ojos se posan en unos renglones concretos, correspondientes a la madrugada del veintiocho de mayo, el día de su muerte:

"A partir de esta noche nada tiene posible solución. No sé si tardaré un par de semanas o un par de meses, pero desde ahora mi único objetivo en la vida será acabar con los que han acabado conmigo, después dejaré de respirar... Total ya estoy muerta. Total ya me han matado"
Sonríe tristemente.
Mira el reloj de la cocina, faltan un par de minutos para las cuatro. Todo va bien. Se cuelga el bolso a modo de bandolera, y extrae el revólver. Le quita el seguro. Las manos siguen sudorosas. El corazón late desacompasadamente, quizá con arritmia. Vuelve a respirar hondo. Se trata de ejecutar todo lo que ha pensado, y lo ha pensado tantas veces. Nada más.
Como una gacela, se ha escondido tras la puerta del salón. Efectivamente, las persianas están bajadas, y la penumbra cubre el espacio solo rota por un rayo que se cuela por la parte superior de la ventana y que va a dar al aparador. “La iluminación perfecta”. Se prepara. Para que todo sea más fácil se sienta en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, sin perder de vista la otra entrada. Es el ángulo adecuado, pues nada le interrumpe la visión total del cuarto. Espera impaciente a que aparezcan ambos para irse al bar de la calle paralela a la suya dispuestos a jugar su diaria partida de cartas. Ése ha sido el único triunfo, o semitriunfo, que su padre consiguió con su madre, aunque hubiera de padecer la estrecha vigilancia de su suegro. Mila piensa acerca de las paradojas de la vida, “Mira que ser su muerte ocasionada por la única parcela de libertad que ha mantenido”. Ha oído, algo alejados aún, los pasos cuidadosos de ambos que descienden la escalera quejumbrosa. Cada sonido es conocido para ella, sabe exactamente que escalón están pisando. Por fin aparecen por la puerta, primero su padre, luego el abuelo. “Mejor”, piensa en una décima de segundo, “Papá no se enterará. El abuelo durante unas milésimas, sentirá terror”.
Ahora ha de poner en práctica los breves consejos que le diera Cristóbal la noche que le dio la pistola. Ha apuntado, bien sujeto el revólver, y ha acariciado levemente el gatillo. Ha sido una buena alumna.
Un par de disparos directos a cada corazón. Fulminante. “Cristóbal estaría orgulloso de mí”, piensa. Sabe que ni supieron que les disparaba. Las balas han entrado silenciosas, precedidas únicamente de un silbido, como un aleteo de búho en mitad de la noche, en el centro de sus pechos. Vuelve a pensar que ha sido demasiado poco sufrimiento para su abuelo, pero ya estaba hecho. Aquellos dos disparos han tenido la virtud de tranquilizarla y de que su organismo se ponga en acción, con velocidad y con precisión. Sabe a la perfección que todo lo demás ha de ser muy rápido.
Han caído como pesados fardos. Con un ruido sordo, pero suficiente como para que alguien despierto lo oiga.
Inmediatamente siente cómo su madre baja por la escalera alarmada por el ruido de los dos cuerpos al caer. Ha contado con ello, era eso exactamente lo que había deseado este último mes, tanto, que lo había soñado en las últimas semanas. Mientras ella baja muy deprisa por las escaleras, Mila guarda la pistola en el bolso, saca el alfanje y deposita el bolso en aquel rincón de la puerta, ha de estar ligera, pues comienza su particular baile.
Cuando su madre ve los dos cuerpos grita, mejor dicho, aúlla. Este detalle se le ha escapado a Mila. Aquel alarido, necesariamente, tenía que haber sido escuchado por alguien. Los primeros sus hermanos. De pronto, siente que el tiempo se le ha acabado. Por el movimiento que la ha visto hacer, su madre ha pensado en salir hacia el teléfono que está en el pasillo, pero no le ha dado tiempo. Mila ha elegido el mejor lugar, y desde detrás de la puerta, por sorpresa, cual feroz gato montés hambriento, ha saltado sobre su cuello y se lo rasga con el puñal de cristal de roca, que empieza a realizar lo que la mujer del joyero soñara de él. Ha sido un corte profundo, lo suficiente para que ya no puede gritar, pero evitando la muerte inmediata. Es un corte que produce un intenso dolor y un constante y abundante fluir sanguíneo. Ella sí tiene que sufrir. En otro rápido movimiento, le ha cortado las venas de las muñecas, ante su cara de estupor, con dos simples tajos. “Mamá, hoy sí vas a saber lo que es sufrir”, le dice. “En unos pocos minutos vuelvo para acabar contigo”. Como regalo le ha dado un par de cortes más en el pecho.
Por unos instantes calla. El silencio de la casa continúa. Ha supuesto que sus hermanos no se han enterado de nada. “Tienen un sueño profundo, tus hijos”, le ha dicho a su madre con sonrisa diabólica.
Ha saltado por encima de los cuerpos de su padre, y de su abuelo. Y se dirige al piso de arriba. Con sigilo y velocidad. No se fía de las fuerzas de su madre
Primero ha entrado la habitación de Marc. Se ha desabrochado el vestido. Esta es la parte que más ha estudiado. Y va a interpretarla a la perfección. No fallará. Coge el alfanje en la mano derecha. Y con los pechos al aire se sienta a horcajadas sobre su hermano. “Chist, Marc, soy tu hermanita, he venido a acabar la lección que empezamos el otro día. Hoy paga la casa. Oh, si ya estás desnudo, chico qué rápido”. Le cogió el pene con la mano izquierda y lo masajea suavemente, sabe que es el último trabajo de Venus, por lo demás muy breve. “Qué hermosa la tienes, hermano… Y tiene ganas de guerra”, le susurra libidinosa. Marc no sospecha nada. Entre el embotamiento producido por el sueño, y cierta perversión que supone le ha dado la profesión a su hermana, piensa que aquello es un filón. “Toca mis pechos”, le dice. Sabe que ese es el cebo perfecto. Cada vez más excitado y con los ojos clavados en los pezones de su hermana, no ha visto cómo la mano derecha de Mila con el puñal transparente, diamantino, con rebrillos de rubí a causa de la sangre de su madre, en un movimiento, que apenas dura centésimas de segundo, le rebana los testículos. Simplemente, de pronto, nota un agudo dolor en la base del escroto. Ha sido un corte perfecto. “Buen trabajo”, piensa ella como agradecimiento al joyero. Marc siente la tibieza, el calor, de su propia sangre que lo empapa. Intenta gritar, pero no puede, el horror, el dolor y el desmayo que le alcanza, se lo impide. Ante sus ojos, los de Mila, que sonríe ida. Contempla borrosamente, desenfocado, cómo se manosea el pecho con su mano ensangrentada. Y no ha visto nada más. Acaso perciba, cómo en sueños, que el arma todavía invisible para él le atraviesa la yugular. Después, una vez muerto, Mila, coloca en la boca de su hermano aquella herramienta con la que gozó de ella, y definitivamente puso punto final a su existencia.

Retorna sobre sus pasos, sin preocuparse de su aspecto. Sigue teniendo prisa. De Pedro no hay señales. Su madre, sin embargo, tal y como ha intuido Mila, en esos breves minutos, ha logrado levantarse, a pesar de la indudable pérdida de sangre. Mila la ha visto y se dirige a ella rauda. Con una rápida zancadilla, cuando está a punto de cruzar la puerta y llegar al pasillo, vuelve a derribarla. En la caída, pues se ha agarrado al mueble, arrastra tras de sí la hermosa cristalería de murano (imitación por supuesto), que decora el salón. El ruido ha sido ensordecedor. Rápidamente piensa en Pedro. Sabe que su madre no se moverá, y seguirá viva cuando vuelva. “Está siendo un éxito”.
Vuelve a respirar con fuerza. Aquel ruido sí lo tenía que haber oído. La primera intención ha sido correr hacia su habitación. Pero lo mejor será esperar, pues ha de bajar, quizá intente coger el teléfono, para avisar a la policía. Se ha dirigido de nuevo al pasillo de entrada. El muchacho, baja todavía somnoliento por las escaleras preguntando qué ocurre. Se encuentra primero con los cuerpos de su padre y de su abuelo con los que tropieza. Casi cae al suelo. Y un poco más adelante, todavía aturdido, con el cuerpo de su madre bajo la cristalería, absolutamente ensangrentado. Y chilla. Otro terrible alarido. Mila no deja que se acerque algo más a su madre y, por detrás, todavía en el pasillo, le asesta un certero tajo en el cuello con el puñal invisible. Pedro, acaso en un movimiento reflejo, ha girado la espalda para ver quién es aquel asesino, pero sus ojos moribundos ya, apenas pueden vislumbrar una mujer rubia y desconocida. Queda arrojado en el suelo con una inverosímil posición, justo bajo el umbral de la puerta, mitad superior del tronco hacia el salón, mitad inferior en el pasillo.

Mila se nota agotada, pero victoriosa. Vuelve a respirar con avidez. Ya está casi todo hecho. Se arrastra hasta donde está el cuerpo de su madre. La susurra con voz demoníaca “Mamá, ya sólo quedamos las mujeres de la casa. Los hombres han muerto, los cuatro. ¡Qué inútiles!, ¿verdad?”. Se acerca más al cuerpo, todavía con vida, de su madre. Ésta la mira con auténtico pánico. Sus labios musitan un por qué mudo. Mila se ríe muy bajito. Se ha sentado a su lado y tira de los cabellos de su madre hasta arrancárselos en pequeños mechones. Con el alfanje pincha por la cara, por el torso, por la espalda, por los brazos. Entre los cristales que se han incrustado en su cuerpo y las heridas, parece un surtidor continuo. Mila para en la tortura, al menos la física. Tira de su cabeza hacia ella para que vea cómo se acariciaba los pechos ensangrentados. Su madre la mira con repugnancia. Mientras, Mila le susurra, “Mamá, tu hija, desde hace un año, mes arriba o abajo”, y mientras habla se sigue acariciando el pecho, “Es una puta muy cara, que trabaja en un club de alterne de Madrid”. Deja que la noticia aterrice en el cerebro materno. Cuando la mirada horrorizada le ha convencido de ello, continúa administrando noticias. “Mi nombre profesional es el de Venus”. Vuelve a callar y acerca el alfanje a la frente de su madre, lo deja suspendido. “Además me emborracho casi cada día, y tomo droga”. Todas las palabras van haciendo mella en su madre. Continúa. “Hace un mes, más o menos, tu hijo Marcos, Marc, me solicitó los servicios profesionales por valor de treinta y cinco mil pesetas, y sabiendo quién era yo, pues me identifiqué, me obligó a follar con él. Estaba completamente borracho, ¿sabes? Mamá, no te ofendas. Nadie de la ciudad lo ha sabido hasta ahora salvo mi hermanito y tú. Ah, y no te preocupes por el qué dirán, total ya estás casi muerta”. De sus ojos saltan chispas. Tiene el rostro desencajado por una mueca entre sonrisa y alarido. La madre mira con horror. Sufre los continuos golpes, los tirones de pelo, los cortecitos con la cristalería. Pero antes de que se produzca su muerte física, su mente ha explotado ante el relato de su hija. Mila termina por cortarle la yugular, luego se ha humedecido el dedo índice de la mano derecha con la sangre que brota de la arteria materna y sobre su frente escribe, PUTA.

Retorna a la cocina mucho más tranquila, aunque con cierta prisa, por si acaso tanto ruido ha alertado a alguien y llaman a la poli. Bebe un trago de agua. Se acerca a la ventana del salón que da a la calle. Entre las rendijas divisa una figura. “Maldita sea, el imbécil del escritor ha oído los ruidos.”
Recoge el bolso del rincón donde lo ha dejado y regresa rápido hacia la cocina, allí deja todo excepto el alfanje, la pistola y la nota para el juez, mientras, mira por última vez su diario. Desde la puerta del salón contempla rápidamente su obra. De nuevo en el salón y rodeada por cuatro cadáveres, observa que el escritor vecino sigue acodado en el balcón bebiendo algo en una copa, quizá no se ha enterado de nada. O no se atreva a hacer nada. Por si acaso, actúa rápido.
Más relajada, asciende al piso de arriba para asegurarse que Marc está muerto. Lo que ve le impresiona. Había sido un buen trabajo, sin duda. Marc está muerto y bien muerto. No hay duda.

Ha Bajado de nuevo, y se acerca a la cómoda del salón. Deja sobre ella la nota. Se recuesta en la pared, fresca a pesar del calor, y junto a sí, deposita el revólver. No quiere que la policía tenga mucho trabajo, solo el justo. Contempla con sonrisa de desprecio y con cierta morosidad los cadáveres de su familia. Su corpulento abuelo, general frustrado con vocación de dictador decimonónico. Su padre blando, fofo, fláccido, sin personalidad. Ambos con un agujero en mitad del pecho. Ambos con los ojos abiertos, hasta ahora no se había dado cuenta de tal detalle. Se fija en las piernas otrora hermosas y atractivas de su madre digna vástago del abuelo y que, en el fondo, ha propi-ciado aquel desastre. Se dibuja la cabeza de Pedro, joven soñador de mil batallas encabezadas por el General Jefe Don Cecilio Sebastián. Imagina con alegría la aterradora mirada de Marc, último desencadenante de aquel suceso.
Y antes del acto final de aquella tragedia, la bestia negra que enluta su ánimo acaso dé su último zarpazo, y con horror aparezcan por las circunvalaciones desgastadas y sinuosas del cerebro los rostros de Madelaine, y de Ricky. Sólo desea que pasen pocas horas desde ese instante hasta que la policía intervenga.
También llega hasta ella la cara de Joaquín. No le odia, al fin concluye que también ha sido un peón en manos del destino. Tenía que jugar su partida. En un momento tuvo que elegir y eligió. Eso es todo.

Pero en un último esfuerzo, el último de su corta vida, ha derrotado a la fiera. Recuerda, y acaso este sea su último pensamiento, con deleite y melancolía, los rebrillos de oro viejo que el sol poniente sacaba de las melosas pupilas de Enrique aquella tarde primaveral en el Generalife de Granada.

Ha depositado su vista en el alfanje. El último estremecimiento de su vida llega tras su visión. También aquel hermoso instrumento ha cumplido su destino, anunciado tantos años atrás, a una mujer, que quizá nunca más se volviera a acordar del asunto. Piensa que la sangre de su madre y sus hermanos no se debe de mezclar con la suya, y con energía limpia el arma a la falda de su madre, que se sitúa a su lado.
Contempla lentamente, con melancolía azul, su espléndido pecho. Alza, apenas, el seno izquierdo, y con fría decisión, introduce aquel alfanje, casi invisible, en el fondo de su corazón, ya tan aturdido.


Fin

jueves, 17 de marzo de 2011

Fin de trayecto. Epílogo. Capítulo 70

En esos momentos, a pesar del sofocante calor del día, acaso la abuela inquisitiva decida llegarse sigilosa hasta la joven, y ponerle sobre el regazo una rebeca, que por precaución siempre lleva encima, no vaya a enfriarse la chica. El caballero calvo y escrutador afirma ante la iniciativa, y en un susurro, tal vez añada, que estos jóvenes de hoy son un tanto descuidados, él siempre lleva puesta la camiseta y además un jersey o una americana, pues por mucho calor que haga, nunca se sabe lo que ocurrirá y menos en un viaje tan largo. El matrimonio de ancianos probablemente, no se dé cuenta de nada, pues tampoco conoce los pormenores del inicio del viaje. La pareja de enamorados, quizá en un descanso de arrumacos, caricias, besos y contemplaciones, opte por ojear lo que a su alrededor se mueve. Acaso miren a la señora, luego al caballero y por fin a la muchacha dormida, y la chica, por una simpatía que nace de la cercanía, quizá afirme que a ella le encantaría que alguien le tapase cuando se duerma. Quizá lo diga en voz baja, para que lo oiga solo el novio, pero la abuela inquisitiva, que dispone de un fino pabellón auditivo, acaso sonría a la otra, y ésta se turbe, un poco. Pues mientras tanto, su novio con toda seguridad, le susurre, “No te preocupes, yo te taparé siempre, pero con otra cosa”. Y probablemente, tras aquella confidencia tan íntima, se besen con pasión, como, por otra parte, llevan haciendo todo el viaje. El calvo caballero escrutador mirará a la abuela inquisitiva y encogiéndose de hombros con una sonrisa pícara, pero, sobre todo, melancólica, suspirará, mientras piensa, o, a lo mejor, lo diga en voz alta, “Juventud, divino tesoro”. Y nadie sabrá si lo dice por los jóvenes que se besan, o acaso lo diga por la chica delgada y pálida que dormita en el asiento. La abuela piensa que lo dice por la chica, y probablemente exclame “Es tan hermosa, y tiene pinta de sufrir tanto”.
Y el tren llega a su destino. Resopla en la vacía y pequeña es-tación: dos andenes, cuatro vías. Cuando para, la señora oronda no se atreve a despertar a la chica. Tampoco el calvo caballero. Ante la mirada inquisitiva de la joven pareja, el señor exclama con profundo conocimiento de las cosas, “No hay problema, esta estación es termini. No os preocupéis. Dentro de un rato la despertarán. Seguro que le hacía falta dormir. No sé si os habéis fijado en la cara que traía esta mañana”. La joven pareja quizá niega, un poco avergonzada. Pero no dice nada.
En pocos segundos el tren queda vacío.
La despierta de su profundo sueño, amablemente, el cobrador revisor, la toca levemente el hombro derecho, y cuando está seguro de que los ojos de Mila saben donde está le dice con dulzura,
—Señorita, fin de trayecto.
Al pisar el suelo de Euritmia tras un año de ausencia siente un cosquilleo especial, como si su espíritu se nutriera de componentes que ya había olvidado.
Levanta la cabeza. El reloj de la estación marca las tres y vein-tiocho. “Perfecto”, piensa. “A pesar de la cabezada, estoy dentro de plazo.”
Camina segura, decidida. Aquel sueño del tren le ha venido muy bien. Nota que su cabeza está más ágil, piensa mejor, a pesar del calor que hace esta tarde, un calor pesado, pegajoso, casi de plaga en la corte del faraón. En su cerebro retumban las palabras del cobrador, fin de trayecto. “No sabe él lo final que es este trayecto”, piensa.
Aquella parte de la ciudad, es una zona que se ha consolidado en los últimos cuarenta o cincuenta años. Antiguamente, le han contado, la estación estaba tan a las afueras que la mayoría no subía andando. En estos momentos llegar hasta allí, es un cómodo paseo. Incluso la ciudad ha crecido más allá, bordeando las vías, asumiéndolas, como si formaran parte de sus tendones y músculos. La avenida por la que discurre su camino es amplia y con abundante tráfico, si bien es cierto que a estas horas, el silencio sólo roto por el piído de los pájaros, es la nota dominante.
En su ánimo, sin embargo, empieza a azuzarla la ansiedad. Se intranquiliza a cada paso. Se le está haciendo muy largo todo aquel recorrido. “Si sólo ha pasado un año, ¿cómo es que me parece que mi casa está tan lejos? Debería haber cogido un taxi.” Su interior se rebela nuevamente. Tiene la imperiosa necesidad de acabar todo aquello cuanto antes. No debe demorarlo más. Al mirar uno de los relojes termómetros que hay por algunas calles se calma. “Las quince y treinta y ocho. O sea sólo han pasado diez minutos desde que he salido de la estación”. Su casa está a unos veinte. Puede ir con más calma, le sobra el tiempo. No es necesario precipitar las cosas.
A pesar de los razonamientos, quizá sienta en el centro del estómago una mano que lo retuerce y le empuja a acelerar cada uno de los pasos que da. Es una lucha frenética, que le hace sudar más aún, y la agota. El termómetro deja de marcar la hora y señala la temperatura, “Qué barbaridad, cuarenta y tres grados. Y eso que no le da el sol”. Como una ráfaga, al pasar frente a un bar del que sale el sonido de la tele, se acuerda que no ha tomado nada, excepto el café de la mañana desde la noche anterior. “No está mal, voy a llegar al otro barrio, con el estómago vacío. Ya no me da tiempo ni a pedirme un bocadillo. Además, qué importa, digo yo”.
Han pasado otros cinco minutos. La calle en la que se encuentra ya está muy cercana a su propia calle. Nota con contundencia cómo la adrenalina comienza a distribuirse veloz por todo su organismo. Siente que los músculos se tensan. Sus sentidos, todos, están atentos a cuanto le rodea, al acecho de cualquier contingencia que pudiera surgir en cualquier instante para que no la cogiera desprevenida. Puede aparecer cualquier persona conocida que intente retenerla el tiempo que necesita. Ha calculado llegar a su casa hacia las cuatro de la tarde para instalarse con tranquilidad en un rincón del salón, a oscuras, y esperar la aparición de su abuelo y de su padre. Por fin emboca su calle, que en una ligera pendiente se dirige al oeste de la localidad.

Continuará...

martes, 15 de marzo de 2011

Fin de trayecto. Epílogo. Capítulo 69

La frenada del tren, suave y progresiva, ante la parada en una estación intermedia, cuyo nombre no llega a ver, tiene la virtud de volverla a la realidad. También la fiera de luto descansa de vez en cuando. Tras agitar la cabeza, y comprobar, sorprendida que tiene la cara húmeda, al igual que el cuello, incluso el comienzo del pecho, dirige una mirada nerviosa a los otros ocupantes del vagón. Son muy pocos. Enfrente de ella, un par de asientos más allá, se acomoda un señor calvo con gafas oscuras, que la mira con aire de preocupación y de miedo. También enfrente, pero en al otro lado del pasillo, una oronda señora de mediana edad suspira aliviada, por fin. Detrás de la señora, una joven pareja charla con la cabeza metida en un plano, probablemente el de Euritmia, donde están planeando una excursión.

Se encoge de hombros aturdida. No es muy consciente, todavía de lo que le pasa, pero intuye que durante determinados espacios de tiempo, normalmente bastante dilatados, es como si no estuviera. No le ha dado demasiada importancia, pues sabe, más o menos, las horas que le quedan de vida, a ella y a los suyos, pero si no hubiera tenido tales pretensiones, debería haber hecho algo. Aquello que a ella le ocurría no era normal. La cosa comenzó tras que tuvo todo el plan perfectamente atado. Empezó a notar que, algunas veces, el tiempo pasaba muy rápido. Se miraba al reloj, y de pronto, había pasado media hora. Después se dio cuenta que muchas veces había estado llorando, pero no se acordaba ni del hecho en sí, ni de los motivos que habían causado el llanto. Lo conocía por el sabor en su boca, o porque la nariz, le destilaba, o por la humedad en el rostro y cuello, o por el escozor de los ojos. Después, en un par de ocasiones, sus compañeras tenían que haberla zarandeado, porque le estaban diciendo alguna cosa y ella no reaccionaba. Pero la prueba evidente y palpable es este momento. Se da cuenta de que el sol ya va bastante elevado e, incluso, han atravesado la Sierra, sin que ella se haya percatado. Eso le duele. Pues siente que debe a aquella zona, aunque solo sea un pensamiento de gratitud. Y así lo tenía pensado antes de montarse en el tren. “Qué lástima, con lo que me apetecía verla por última vez, nada más amanecer. Con los colores tan limpios como estaría. Está claro, que no me sale una a derechas”. Después de encogerse de hombros, y una mirada de indiferencia, como diciendo, qué más da, suspira con hondura. “Debo realizar un último esfuerzo…. El último de mi vida”. En este momento, en el que suben otros pasajeros al vagón, un matrimonio ya entrado en años, que se sienta unos cuantos filas por detrás de ella, ve que la señora que tiene enfrente se dirige a ella con la amplia sonrisa de dentadura postiza. No le desagrada, aunque no desea ninguna compañía. Tiene miedo de que le puedan adivinar sus pensamientos, sus planes y todo se estropee. “Hija, ¿te ocurre algo? ¿Te puedo ayudar?” Mila la mira con tranquilidad y un punto de resignación. Tras un estudiado suspiro, y recordando el salobre sabor de sus lágrimas, responde lacónica, “No he dormido en toda la noche. Bueno en las últimas noches. Verá he roto con mi novio, y me he quedado sin trabajo. No sé que hacer. Así que me vuelvo a casa, a ver si allí encuentro la calma”. La abuela inquisitiva sigue en su proceso de alivio. El tren reemprende la marcha. Vuelve a su asiento y hace un vago gesto hacia el señor calvo, como para restar importancia a lo que han visto. Mila, por unos instantes se preocupa, pues no recuerda nada. “Menos mal que hoy se acabará todo”.
Vuelve a lo suyo. Repasa mentalmente el contenido de su bolso. Ayer por la noche, había guardado la pistola plateada y sin marcas con el silenciador ya instalado, para ser exactos, desde que aquella noche Cristóbal se lo dejara colocado, no lo había desmontado. Una vez desenvuelto el papel de regalo, y protegido por un paño, había metido también el alfange de cristal de roca, hermosamente facetado por el joyero, y al que probó con unos vestidos de su armario, total ya no le iban a servir. Cortaba mejor que muchas navajas. Un leve estremecimiento la recorrió recordando la historia que el matrimonio de joyeros le habían contado. También reposa allí dentro, desde anoche, la cartilla con buena parte del dinero que ha logrado transferir de la otra cuenta, la que compartía con Madelaine sin necesidad anularla. El empleado del banco no puso muchas pegas. (El pronunciado escote —acentuado porque el botón donde concluía no había sido abrochado— del vaporoso y casi translúcido traje veraniego con el que se vistió aquella mañana, junto a la ausencia del sujetador y a las convenientes inclinaciones de torso hacia delante, de tal modo que el pecho quedara en la vertical de los ojos del joven, ayudaron lo suyo. Además, por supuesto, de una voz dolorida y una historia desgarradora de desavenencias familiares: una madrastra injusta con una huérfana de padre, a la que no le quiere dar lo que en justicia es suyo, “Por si todo fuera poco, mira.”, concluyó aquella representación, todavía más inclinada ante el sudoroso rostro del muchacho, ya que se había levantado y se puso a su lado para enseñarle el DNI, consciente de que sus pechos bailaban en los ojos de él, “Desde la semana pasada soy mayor de edad”. Por tanto, todo lo que pedía además de ser justo era legal). También descansa en el bolso, aunque ha sido lo último en entrar, el cuaderno de pastas de hule negro que hacía apenas un año comprara en aquella librería del centro de Euritmia. Completan su escueto equipaje un monedero y una buena cantidad de billetes, la cantidad escondida en su caja de caudales, desde que decidiera guardar todo el dinero que le pagaba Madelaine. Y, por fin, por allí ruedan las llaves de su casa, que siempre ha guardado, por una especie de superstición, como si fueran el hilo que aún le unía a su familia. Nada más. Ni siquiera un paquete de pañuelos de papel, que en ese momento le es tan necesario. Ha decidido volver a utilizar sus naturales dotes de interpretación. Abre el bolso en el que se apilan todas las cosas que ha enumerado en silencio. Mete, casi la cabeza. Hace como que busca, de hecho desde fuera se nota cómo su mano inquieta revuelve, con sumo cuidado, el interior. Tras unos instantes lo ha vuelto a cerrar. Suspira con fastidio. Mira, como sin querer, hacia aquella señora, asegurándose que ella la ve. Con disimulo, pero no tan grande como para que aquella mujer oronda no se dé cuenta, se pasa el dorso de la mano por la nariz. Inmediatamente la mujer, como si fuera una respuesta convenida, abre su bolso y extrae un paquete, casi entero, de pañuelos. Se lo acerca presurosa. Mila lo agradece. Saca uno y le devuelve el resto con una sonrisa triste. La otra ha denegado con dulzura, al parecer tiene otros dos paquetes empezados y otro por abrir, le ha explicado que aquella sobreabundancia de pañuelos se debe a que los nietos, tiene cuatro, son muy traviesos y en cualquier momento se caen, o lloran porque se pegan entre ellos. En fin que los utilizaba mucho. Ha vuelto a agradecérselo en silencio. Y entrecierra los ojos, cansada, con sueño. La inquisitiva abuela (que, como se ve, en las horas transcurridas se ha tranquilizado y ha recuperado sus dotes de observadora) entiende el mensaje. “Sí, hija, procura descansar. Si te hace falta cualquier cosa pídemelo. Y si lo tengo, te lo daré”.
Espera, razonablemente, que nadie entre en la habitación al menos hasta las ocho u ocho y media de la tarde. Todas la han visto salir por la mañana, así que no tienen nada que hacer allí. Además había un pacto tácito entre ellas, por el que la habitación de cada una es su santuario, y allí salvo caso de fuerza mayor: enfermedad, o algo así, nadie entra. Si se hace, lógicamente es con el consentimiento de la ocupante. Así que a esa hora, más o menos, cuando fueran a llamarla, porque se retrasaba en bajar y la furgoneta no podía esperar más, entonces descubrirían la carta de despedida que les había dejado a sus compañeras. Se la sabe de memoria. A esas horas de la tarde Madelaine no está nunca por allí, ella baja al club mucho antes, y se la jugó. Total, a las ocho y media de la tarde todo estaría hecho. El problema era que se olieran lo peor, y les diera tiempo a huir a Ricky y a ella misma. Aunque el exceso de confianza era mal consejero para aquellas cuestiones, y ellos estaban muy confiados.
La carta es breve:
“Queridas chicas, con estas líneas me despido de vosotras, para siempre.
No lloréis por mi ausencia, no merece la pena.
Espero que a la hora a la que la leáis, por fin todo haya acabado, al menos para mí. No os contaré los pormenores. Os enteraréis muy pronto.
Todo lo que voy a hacer, no lo puedo evitar, creedme.
Sólo os pido una cosa. Destruid esta carta, y no le digáis nada de su existencia a Madelaine, por favor. Cuando os pregunte por mí, decidle simplemente que no estaba en casa, que os llamé a eso de las siete y os he dicho que he perdido el tren de vuelta. Que si encuentro otra forma de ir, llegaré esta misma noche.
Por favor, chicas, hacedme este último favor.
Os quiero a todas, y he pasado muy buenos ratos con vosotras.
Hasta siempre,
Mila, la Venus”.
Se ha cuidado mucho de contarles o decirles algo, aunque fuera una sola insinuación, acerca de los problemas que espera tenga el club. O más claro aún, con un poco de suerte al día siguiente, o dos días después del club estará cerrado. Sólo tiene un miedo. Teme que los tentáculos de Ricky, tan alargados, lleguen hasta Euritmia, y que el policía encargado del asunto, una vez leído el diario, lo haga desaparecer. De todos modos, espera que no sea así.
Se dedica a imaginar, por entretenerse más que nada, cómo será el descubrimiento de todo el asunto. Se le ocurren varias posibilidades, todas ellas partiendo de una base: toda la familia habrá muerto, claro.
En ningún momento se plantea el fracaso de su plan. No piensa, por ejemplo, que hayan cambiado la cerradura de la puerta. No se le ocurre que alguno de sus hermanos, o los dos, no estén a esa hora en casa, y estén en la piscina. No piensa en que alguno —quizá su madre— no esté dormida y la descubra al abrir la puerta por muy despacio que lo haga. No piensa, es otro ejemplo, en que, al contrario, su padre o su abuelo no acudan a su partida diaria, por la causa que fuera, como una enfermedad, o estar muy cansados y querer dormir más. No piensa que se le pueda encasquillar la pistola, o más simplemente, que pueda errar alguno de los dos o tres disparos. No discurre que sus hermanos puedan defenderse de su ataque, sobre todo Marc, pues, como comprobara hacía poco, era un joven fuerte y musculoso. Ni siquiera se detiene en la hipótesis de que el alfange de cristal de roca no sea tan resistente como parecía... En fin, mil variantes que a cualquiera se le pueden ocurrir, y que le llevarán a desistir del plan elaborado, que en el fondo es bastante endeble. Ella tiene fijada en su mente una idea que es inamovible. Su padre y su abuelo se levantan de la siesta entre las cuatro y las cuatro y cuarto y se van a jugar la partida, y además, bajan las escaleras y cruzan el saloncito a oscuras, para que ningún ruido despierte a los demás. A continuación, en cuanto oye que la puerta se cierra, su madre se levanta. Y luego, en un lapso de tiempo más prolongado, sus hermanos. Aquella secuencia se ha fijado en su mente, y es la única posibilidad que existe. Así que, volviendo al modo en que encontrarían los cadáveres, lo primero que se le ha ocurrido es que alguno de sus hermanos, haya quedado con algún amigo y al no presentarse a la cita, éste decidiera ir a la casa. Al no contestarle nadie, quizá comenzara a sospechar algo. Buscarían a más amigos. Todos confirmarían que no tenían pensado irse a ningún lugar en los próximos días. Pasarían las horas y nada cambiaría en la casa. No se alzarían las persianas. Nadie saldría. El abuelo no regaría el jardín a la puesta del sol. Quizá, llegada la noche llamaran a la policía. Otra posibilidad que se ha imaginado es que alguno de los amigos del abuelo, ante la ausencia de éste en la partida cotidiana, se interesara por su salud, y a última hora de la tarde, se acercara por allí. Otra posibilidad, y ésta le preocupaba más, pues permitía que Ricky y Madelaine se asustaran y pudieran huir, ha sido que permanecieran todo el fin de semana encerrados, y, salvo el mal olor por la descomposición que alguien notara al pasar por la calle, hasta el lunes en que su padre no iría a la oficina, nadie los echaría de menos.

Entonces ha quedado extasiada, y dormida. Profundamente dormida como hacía semanas que no lo lograba. El resto del viaje se lo pasa soñando con frescas cascadas que caen felices en una de las cimas de la sierra, y ella y Enrique disfrutan sintiendo desnudos su helor estimulante en una jornada tan calurosa como aquella. También sueña con jardines infinitos y dorados, donde siente los labios de Joaquín en los suyos, y el sabor era dulce, parecido al de las natillas que le hacía su abuela, cuando era niña y era todavía feliz… Y sueña con soles que brincan felices. Y sueña con las muñecas infantiles que tanta compañía le hicieran, cuando todavía el mundo era poco más que unas calles y la tierra de un jardín y el amor era una sonrisa de madre…
Vuelve a despertar sobresaltada. Como si aquellos sueños felices, se trocaran, de pronto en feos sueños negros. Y así es. De hecho, durante unos minutos ha pensado en la posibilidad de alterar el plan en alguno de los aspectos ya trazados. Dirige la memoria al rostro de su abuelo y piensa que él no tendría que ser el primero, que debería reservarle buena parte del dolor que piensa sembrar en aquella casa. Queda suspensa ante tal posibilidad, pero ha de desecharla, por estrategia, por fatiga mental, acaso. No le queda más remedio que no hacerle sufrir mucho, aunque se lo mereciera, pero supone que tendrá que actuar con celeridad y contundencia. Definitivamente hará lo que está pensado: el dolor rápido pero aniquilador y lleno de angustia para Marc, muy a su pesar; el sufrimiento, la saña, el odio, para su madre. Al fin y al cabo la consecuencia de todo lo que ocurría era ella. Para los otros tres, muertes de trámite. “Lo más probable es que ni se enteren”, piensa.
Nuevamente, tranquilizada, vuelve a caer dormida.

Continuará

sábado, 12 de marzo de 2011

Fin de trayecto. Epílogo. Capítulo 68

Después de la noche de insomnio, en la que ha tenido algún momento de lucidez para llenar la última página de su diario. Se dirige, aparentemente calmada y quizá algo aburrida, a la estación de Chamartín. No ha amanecido, aunque una sucia mancha lechosa cubre el lejano horizonte.
Las chicas agotadas, borrachas algunas, y aún bajo los efectos de la cocaína las más, acaban de llegar. Ninguna se extraña de que justo a esa hora tan intempestiva parta. Al fin y al cabo es su día libre y muchas veces toma el tren. Según Madelaine, que lo sabe de muy buena fuente, se va a un pueblecito de la Sierra. Así que piensan, con la lógica que suele utilizar el ser humano, que allí se irá. Para alivio de Mila, Madelaine no ha regresado aquella madrugada, un compromiso de última hora con un viejo cliente, le ha retenido en Jazmín. Ni siquiera Sole, su mejor amiga, se ha dado cuenta de que lleva un bolso nuevo, oscuro (marrón o negro), mucho más grande de lo que a ella le gusta. Tampoco se ha dado cuenta de que no se ha pintado los ojos y los labios, algo muy extraño en Mila. Pero hay que entender, que al amanecer, una chica como Sole, tiene sueño y unas cuantas copas de más. Madelaine, por tanto ha sido ajena a la mirada melancólica que Mila arroja sobre la casa. Si la viera, a lo mejor sospecharía algo y quizá llamara a Ricky para contárselo. Madelaine tiene más experiencia que las chicas y es muy buena observadora. Además, rara vez se emborracha. Mila sabe desde ese mismo instante que su plan va a salir bien. Es consciente de que llegará hasta el final. Por fin algo le saldrá bien, aunque sea lo último. Sabe que no volverá a Madrid, ni a Jazmín, ni a aquella casa, por eso mira con melancolía, como con añoranza. No sabe si le importa o no. Y en esos momentos de cierta lucidez, se dice, como en un lejano murmullo, si no sería mejor olvidarse de todo y continuar, aunque sea flotando a causa de las dosis de cocaína, en esta vida ruin. Al fin y al cabo, lo único que tiene seguro es vivir sobre la superficie de la Tierra. Pero, dentro de ella, un fiero animal de poderosas garras negras tira hacia la otra dirección, la del horizonte oscuro, la del crepúsculo eterno. Así que, tras un “Hasta luego” protocolario y rutinario al resto de compañeras de Jazmín, camina con pausa la distancia no muy grande que le separa de Chamartín.
De la calle emana un calor denso y desagradable que se mezcla con el lacerante olor de los residuos en descomposición de los contenedores de basura que aún no han sido retirados por los operarios municipales de limpieza. Acaban de regar, y, de vez en cuando, pisa un charco sucio y extrañamente templado. Entra a la estación por la parte de largo recorrido. Desea un café. Mejor dicho, sabe que es imprescindible para que todo lo que tiene en mente salga como lo ha planeado. Primero, en la correspondiente taquilla, adquiere su billete hasta Euritmia. Lanza una rápida mirada a los relojes. Todavía tiene tiempo. Le han dicho que el tren partirá por la vía seis. Casualmente, junto a la salida hacia el andén correspondiente hay una cafetería. Pide su café, “En taza grande y muy cargado, por favor”. Se lo han servido y lo toma con deleite, con fruición, como si fuera el último de su vida, y probablemente lo sea. Aquellos pensamientos lúgubres la han distraído nuevamente del contacto con la realidad. Cuando alza la vista a los relojes, se da cuenta de que falta escasamente un minuto para la salida anunciada. Corre frenética. No ha pagado el café. El camarero está todavía casi dormido. Cuando se ha dado cuenta, no ha tenido más remedio que encogerse de hombros y despotricar contra su mala suerte. Ha pensado que lo mejor es suponer que acaba de invitar a una chica guapa. Así que se hurga el bolsillo e introduce en la caja registradora la correspondiente cantidad. Mila se lanza escaleras abajo, apunto de caerlas rodando. Por suerte, el jefe de la estación la ha visto y le hace un ostensible gesto de que espera a que entre en el vagón, lo que ella agradece. Antes de subir, Mila, ve cómo dos palomas asustadas emprenden un vuelo agitado hacia el horizonte. Dentro, ya sentada, se dispone a viajar. Le esperan unas cuantas horas hasta que llegue a su ciudad.

Del principio del viaje no puede dar cuenta, pues el animal que ocupa su ánimo, se despereza de su sueño intranquilo nada más salir el tren de la estación, al tomar la primera curva a la izquierda, y se dedica a empujarle, a acorralarle hacia los más terribles de sus recuerdos.


Continuará

jueves, 10 de marzo de 2011

Fin de trayecto. Epílogo. Capítulo 67

Zurea, sobre el rosado andén desierto, un palomo azulino con el buche agigantado, globo cubierto de plumas tornasoles, que quizá corteje a la oscura paloma negra que se hace la ausente, o la interesante, justo antes de que el jefe de estación, tras comprobar que la joven rubia haya subido al tren, alce su bandera roja y sople con energía el silbato de sonido penetrante y un tanto desagradable, mientras piensa que, a pesar de la hora, ya hace bastante calor y que será un día de los de verano, de los de verdad, de aquellos en los que hasta los grillos sudan. Acaso le haga gracia su ocurrencia y vuelva sonriendo hacia el cuarto, donde le espera un reconfortante café. Es temprano. El convoy casi seguro que lleve pocos viajeros. A mitad del recorrido, como cada día, tal vez se nutra con alguno más. Un tren amplio, cómodo, bastante puntual, a pesar de la sensación de senectud que da verle arrancar con tanto chirrido y tanto ruido, como de aire condensado que se escapa. Eficaz, en una palabra.
El primer rayo del sol acaricia los lomos metálicos del ferrocarril. Si se viera desde lo alto, parecería una gargantilla de plata con incrustaciones doradas y turquesas que producen hermosos reflejos irisados. Cuando llegue a la primera curva hacia la izquierda, alguien puede que escuche la eterna voz femenina de la estación de Chamartín: “Tren regional, con destino Euritmia, efectuando su salida por vía número 6…”
El encargado de la megafonía se ha despistado unos instantes. No todo va a ser perfecto, siempre.
Después de las duras y destructivas últimas semanas, Mila viaja con cara de fatiga y sufrimiento: marcadas ojeras pardas, oscuras; exangües labios resecos, agrietados; profundas arrugas en la frente ceñuda; impávida faz cérea y demacrada; cristalinas señales del llanto reciente y copioso... Su rostro es el agotamiento y la tristeza, la desesperación y la melancolía, concretados, encarnados, encerrados en un hermoso óvalo, casi marmóreo. Pero más que físico, el suyo es un desfallecimiento que nace desde muy adentro, desde muy hondo, desde lo más profundo de sí misma. Puede que sea hastío psicológico. Aunque un observador perspicaz habría deducido más; habría pensado que es inanición anímica. A pesar de las evidentes muestras de tal estado, nadie de los otros cuatro viajeros del vagón se interesa por ella. Quizá aquel desinterés no sea tal, sino mera apariencia. Tal vez el hombre maduro, que no deja de escrutarla, acaso la madre de familia inquisitiva, se hubieran acercado hasta ella, para asegurarse de que su faz solo presenta tan preocupante aspecto por alguna clase de malestar pasajero: cierto mareo, una noche sin dormir, una mala digestión, las típicas molestias mensuales de una mujer…; en fin, huellas evidentes que su rostro trasluce. (Como se ve, los dos pasajeros señalados puede que no sean observadores perspicaces, además, quizá tengan problemas propios: un negocio en dificultades debido a un mal empleado, un nieto enfermo, nada definitivo, es verdad, pero lo suficiente para no se ponga toda la atención en una joven y delgada desconocida que entra en el vagón del tren, justo en los instantes previos a su partida. De los otros dos viajeros, mejor que no se hable. Están juntos. Se aman con miradas de caramelo. Un círculo de invisible diamante les aísla del mundo. Quizá sean felices. Ellos sí). Pero aquella mirada lejana, perdida, extraviada bastante más lejos que la línea quebrada y añil del horizonte, se torna un muro infranqueable para cualquier persona. Es más, si alguien, el caballero maduro y escrutador, o la inquisitiva madre de familia, intentara preguntarle algo, lo que fuere, Mila no les hubiera contestado; no por descortesía, o por dejadez, o por inhibición, ni siquiera por timidez, sino porque su cerebro no habría registrado aquellos sonidos..., quizá unos minutos más tarde. Es posible, que tampoco sea consciente de los contundentes estímulos que recibe, unos kilómetros más adelante, a través de sus enrojecidos ojos, en el momento en el que el tren serpea por una ladera ondulada y ocre. Quizá no vea, o no se da cuenta de que ve, el hermoso paisaje que unos meses atrás la embargara: serenas montañas azules que se yerguen sobre la tierra como campeones de alguna lucha gigantesca, todavía plenamente veraniegas lejanas al agostamiento y al otoño, que aún no se intuye; acaso no vea las majestuosas águilas flotar en el cielo azul, buscando la primera presa del día, un infeliz conejo, algún ratón campestre, que alimente a su polluelo; ni vea el sol saludando con sus mejores caricias rosadas al amanecer... Pero tampoco escucha las conversaciones que a su alrededor se producen. No es que no lo vea, o no lo oiga, sino que, la verdadera y decisiva cuestión, en esos precisos instantes, es que todo aquello no debiera de existir. Su mente, en rebelión contra todo, le hace pensar que la realidad entera es una burla macabra al dolor que durante un año ha ido royendo implacable su corazón, hasta vaciarlo. Por tanto, quizá, sólo vea y escuche a su propio interior, y aún esto con dificultad, pues el tono gris marengo de su memoria puede que le ofrezca muchos problemas para percibir algo distinto de sombras, bultos, masas informes y oscuros. Está lloviendo allá dentro, aunque levemente. Si el orvallo tornara chaparrón (cosa frecuente), aquella lluvia traspasaría nuevamente las riberas protectoras de los ojos.
Acaso recuerde, como en las últimas semanas ha hecho, “ostinato” eterno, sin fin, los últimos meses en aquel Madrid, en aquel monstruo que la ha fagocitado y la ha triturado para siempre. El recorrido de tales recuerdos siempre es el mismo, aunque, para ella, siempre sea novedoso, y para un espectador, angustioso. En el amanecer de hoy, la ruleta negra de su memoria probablemente haya decidido acecharla desde el final. “¿No habría más puticlubs en todo Madrid?” Aquel interrogante quizá demore varios minutos, alrededor de las circunvoluciones cerebrales desgastadas, corroídas. Habrá que imaginarse a un espectador contemplando absorto una obra de arte, por ejemplo Las Meninas, para entender el estado de postración dolorida en el que entra. Descompone la pregunta en palabras, sílabas, fonemas. Se la repite, le hace variaciones, cual compositor experto. Desde aquella aciaga madrugada de mayo, nada tiene ya el más mínimo sentido, quizá no exista ni siquiera la posibilidad del olvido. Pero junto a la destrucción definitiva que ha supuesto para ella, sí había tenido tiempo, antes de que la dentellada del monstruo fuera definitiva y destruyera el último atisbo de su persona, de ser consciente de que aquello no podía quedar de ese modo. Ella murió aquella madrugada. Pero su cuerpo, lo que los demás consideran lo importante por visible, palpable, mensurable en definitiva, antes de dejar de respirar, de latir y de pensar, debe hacer algo definitivo. No es justo que ellos continúen disfrutando de la vida, mientras ella camina, ya muerta. Su alma desciende, se apaga, desaparece casi, entre el fango negro, una masa informe y viscosa que crece y la ahoga un poco más cada día. Como el adagio para cuerda de Samuel Barber, donde las amargas lágrimas y el intenso dolor de los violines hacen sufrir tanto, y cada vez más, a los violonchelos que estos piden misericordia, acaso divina, para que cese tanta angustia con que se vive, y no les importa que tal misericordia sea la muerte. Sabe que su final será trágico, ya no hay otra posibilidad, pero no se conforma con que sea el suyo simplemente. Durante demasiado tiempo ha anidado el odio en su interior, como para que ese sentimiento no tenga su ocasión en estos instantes. La primera pregunta nunca se resuelve, pues la respuesta, aunque la tenga, probablemente no la acepte: su fama como prostituta de lujo ha llegado, truculenta casualidad, fatal destino, a oídos de su lascivo hermano. La ausencia de respuesta es lo que le lleva, inmediatamente, a retroceder otro paso. (Esta mañana la noria del dolor ha empezado a girar de adelante atrás). La tumba de Enrique en el cementerio de la Almudena. Aquella tumba, aquel nicho de brillante granito, fría, solitaria abandonada, donde el cuerpo de su amado, se descompone atrozmente. La visión dentro del nicho, donde mariposas y gusanos nocturnos devoran cada uno de los miembros adorados de Enrique, puede que le produzca náuseas físicas, aunque sea una visión tan recurrente y continua como la de su hermano borracho poseyéndola, o la del propio Enrique (y avanza otro paso hacia atrás) destrozado en el interior de su BMW manipulado por Ricky, sin duda. Y, casi sobreponiéndose, la sonrisa de Ricky, monstruosa, que apesta a ginebra, y que le cuenta miles de veces el suceso. Y quizá caiga por otra sima: si ella no le hubiera querido a él, a Enrique, él, Enrique, estaría vivo, y la hubiera podido defender de Marc. Y, tal vez, recuerde, ya las lágrimas a la altura de la garganta, aquel atardecer en Granada, viendo el sol a través de las pupilas de miel de Enrique. Pero, de pronto, acaso otra vez Ricky, abra su boca en una risa estridente y ensordecedora, que la empuje a meterse la coca a cualquier hora, en cualquier situación. Al llegar a este momento en el que la cocaína puede que ocupe sus recuerdos, quizá cierta calma anide en sus ojos. Es como si, en verdad, acabara de aspirar el polvo blanco y los efectos narcóticos, y levemente oníricos de la droga, llegaran hasta el mismo centro de cada una de sus neuronas. Así, durante unos minutos, logra que su cerebro sólo vea un paisaje de neblina blanca y deseada, sobre todo por lo que alivia. Al cabo de aquellos minutos, que a ella se le antojan breves segundos, su cerebro es ocupado, por Madelaine, por el rostro de Madelaine echándose sobre el suyo. Puede que sienta con verdadero asco y repugnancia, que la lengua gordezuela y húmeda penetra por su boca. Y siente las manos de ella, siempre frías, en sus jóvenes pechos, cuyos pezones, muy a su pesar, se yerguen ante aquel contacto físico y aquella diferencia de temperatura. Nunca puede evitarlo. Se queda quieta, extática, suspensa, a la espera de que Madelaine hable, y siempre lo hace. “No pongas nervioso a Ricky. Su protección es la garantía para la tranquilidad de nuestro negocio. Y para la tuya también.”, concluye con una sonrisa de serpiente. Esa frase es otra llave, para que otro martillo contundente golpee en sus neuronas. En cada una al mismo tiempo, por lo que, en realidad, son millones de martillazos potentes chocando violentamente contra ella. Acaso, sea la imagen de un Madrid gelatinoso y pardo que la agobia y se le queda incrustado por debajo de la piel. Madrid tenso y denso de tráfico, de ruidos, de gentes que siempre caminan deprisa, como si siempre llegaran tarde a todos los sitios. Madrid, monstruo impersonal, pero real, como sus hermosos atardeceres desde la catedral de la Almudena, que la ha colocado exactamente en el borde del precipicio, junto a la fétida cloaca. Y ella siente que no puede mantener el equilibrio. Quizá, en vez de mirar de frente, mire hacia abajo, y ese sea el instante en el que empiece la caída. Una caída larga y veloz, demasiado larga y demasiado veloz. Ella sabe que se estrellará y allí abajo, en la última hora, y quedarán desparramadas todas sus entrañas. Pasa justo ante unos salientes a los que se puede agarrar. De hecho, quizá lo haya intentado. Sin embargo, una mano peluda, con trazas de garra, cercena aquel saliente, que sale disparado hacia el abismo por delante de ella. Y en tales instantes, invariablemente, como un murciélago de muerte, eterno devorador de sangre de jóvenes vírgenes, aparece en el fondo de su recuerdo enlutado, endrino, la figura de Joaquín. Con él quizá tenga una doble sensación, una doble historia. Al principio, lo odia, porque le ha dejado a las puertas de la selva de cristal y cemento. Las palabras de la carta de despedida que le escribiera en la pensión a las puertas de Madrid, se repiten, pero sobre todo la frase: “estoy acojonado”. Y esas palabras puede que sean, curiosamente, un bálsamo para ella, pues allí descubre la verdad desnuda y frágil de Joaquín, su vulnerabilidad a pesar de todo lo que aparenta. Y entonces, indefectiblemente, el odio se troca añoranza de su fuerte cuerpo flexible. Al llegar a este punto la tormenta de su ánimo ha tomado proporciones cósmicas, y ningún recipiente de su interior maltrecho puede contener el exceso de lluvia, así que quizá comience un llanto silencioso, callado, pero constante y desolador para cualquiera que lo viera. Pero tal es la concentración de su rostro, tal la ausencia de su mente, que nadie, o casi nadie, se atrevería a interrumpir el devenir de aquellas lágrimas. (Y menos el caballero escrutador y la inquisitiva madre, aunque habría de decir mejor, la inquisitiva abuela. De los otros dos pasajeros, mejor no que no se hable). Su salobre sabor, el de las lágrimas, no es percibido por Mila hasta muchos minutos después. Entonces, sin llegar a retornar al presente, sí es capaz de que su llanto cese. Vuelve a dar otro paso hacia atrás en su eterno viaje circular. Añora el amor casto, casi infantil, en Euritmia. Y en su particular recuerdo, casi seguro que vuelva a detenerse en aquel jardín euritmitense en el que Joaquín acaso le bese por vez primera, y ella, bajo los efectos del primer estremecimiento producido por el amor, sienta que todo el cosmos baila de felicidad a su alrededor mientras aplaude feliz. Por unos momentos, su pálido rostro sonríe. Sin embargo para cualquier espectador, y el escrutador caballero con problemas en su empresa probablemente lo sea, para su desgracia, es más angustiosa aquella sonrisa. Es una sonrisa desencajada, desmadejada, deforme, y, si se puede decir, cruel y triste, a la vez. Una desgarrada sonrisa cubierta de lágrimas. Una sonrisa, que quizá invite a pensar en la demencia, aunque este pensamiento no sea muy piadoso por parte de un caballero. Mas son breves instantes. Pues, otra vez, por las destrozadas circunvalaciones sinuosas de su cerebro saturado por su propio fracaso, la imagen de su hermano Pedro, de su padre, de su abuelo, de su hermano Marc, y de su madre, se superponen una tras otra creando una imagen de horror rematada por los gritos y las constantes increpaciones. Mil gritos le llenan el interior de su cabeza, ¿o de su corazón?. “¡No lo hagas, Mila!” “¡No te dejo!” “¡No puedes salir esta noche!” “¿Qué dirán los condes del Fresno de Oro, si se enteras de que tienes novio?” “¿No te importa lo que me puedan decir los vecinos?” “¡Hasta que no tengas trabajo y ganes tu sueldo, no harás lo que quieras, aunque tengas cincuenta años!” “Seguro que te has acostado con él, como si fueras una cualquiera”. Y, la mayoría de las veces, esta frase, que resuena como un eco fantasmal en la voz de su abuelo, misteriosamente quizá enlace con la primera pregunta. “¿No habría más puticlubs en todo Madrid?”
Puede que transcurran de este modo horas y horas, pues la duración de los episodios no es siempre la misma. Unas veces, algún recuerdo concreto la atenaza por más minutos, mientras otros pasan como una exhalación. Otras veces quizá ocurra lo contrario. Pero en ningún caso, por más que duren los recuerdos, cambia de postura: el cuerpo hierático, rígido, con los brazos en ángulo recto sobre las piernas, también flexionadas. Parece una estatua de reina sedente, con leve aire egipcio o mesopotámico. Y cuando llega al momento en el que los gritos de su madre atruenan en su cabeza, puede que ocurra que cualquier circunstancia la lleve a la realidad. O bien, si eso no sucede, puede que ocurra que, misteriosos mecanismos desconocidos, la regresen, por el orden inverso, nueva e inexorablemente al principio de todo el proceso. Como si estuviera metida en una cruel rueca eternamente maldita, en infinito giro sobre sí misma.

Continuará

martes, 8 de marzo de 2011

Fin de trayecto. Parte sexta. Capítulo 66

Después de escalar aquella ventana abierta, mejor dicho, aquel ventanuco, no sin ciertas dificultades, el penetrante olor a muerte, se me hizo casi palpable. El aire estaba cubierto por el dulzón perfume de la sangre humana, reseca ya, debido, sin duda, al calor del día y a las horas que separaban entre la hora del homicidio y mi patético descubrimiento.
Únicamente faltaba en la atmósfera la lúgubre melodía de marcha fúnebre de la quinta sinfonía de Mähler, por ejemplo.
Mi corazón latía descompasado. Había hecho demasiado ruido. Si había alguien vivo a mi alrededor, podría acusarme de allanamiento de morada con las agravantes de nocturnidad y escalo, al menos. O podía atacarme, que era peor. Esperaba que no me hubieran oído. Aunque empezaba a temer con certeza, como si me hubiera venido una premonición sólida, que los de allí dentro no podrían escuchar nada ya.
Me estiré, por fin. Respiré profundo. Procuré tranquilizarme. O, al menos, aminorar el ritmo alocado de los latidos de mi corazón.
El ventanuco daba a una despensa. Lo supe por la mezcla de olores que me asaltaba: ajos, cebollas, frutas de temporada, fiambre colgado del techo. Mis ojos, tras la estancia en el jardín, estaban acostumbrados a la oscuridad y distinguían los contornos de los objetos. La pared de mi izquierda estaba distribuida en tres poyos levemente encalados. En el vasar superior quedaban grandes ollas, alguna de ellas de cobre, que habrían hecho las delicias de un anticuario amigo mío. En el anaquel central reposaban, ordenados por tamaños, platos y vasos, sin duda así dispuestos para su rápido uso ante cualquier eventualidad, aunque, a juzgar por el brillo que la breve luz de las estrellas producía en alguna intrincada y bella tela de araña, tal circunstancia hacía tiempo que no se producía. En la anaquelería inferior, guardados en distintos cajones de madera, estaban depositadas las verduras, hortalizas y frutas; en su extremo más próximo a la puerta aparecían los recipientes donde conservaban las especies y demás aditivos necesarios para la elaboración de la comida diaria. A mi derecha otra pared gemela de la anterior, aunque ésta repleta de cristalerías, leche, un queso en aceite, sin duda manchego, y conservas varias. Logré distinguir en aquel batiburrillo de formas y objetos un frasco repleto de miel, y tentado estuve de probarla, pues su aspecto era inmejorable...
En fin, repuesto mi ritmo cardiaco, con tiento y cuidado, levanté la pequeña aldaba de la puertecilla de endeble madera y acabé en la cocina. Sólo me fijé que estaba vacía.
Atravesé su amplio espacio oblongo, y desemboqué en el pasillo. En este corredor angosto, que desembocaba a la derecha de la puerta de entrada en unas escaleras ascendentes, febrilmente adornado por cuadros que eran reproducciones miniadas de bodegones y marinas de pésimo gusto, mis ojos se encontraron con la primera impresión de la que aún hoy no me he recuperado.
Probablemente la verdadera razón que me impulsó a escribir estas líneas sea precisamente esa: exorcizar definitivamente de mis pesadillas la vomitiva sorpresa que recibí, un disparo para mi espíritu: un cuerpo retorcido en la posición más extravagante posible, que resultaría cómica de no ser tan trágica; era el cuerpo del pequeño de los hermanos, Pedro, me dijeron más tarde que se llamaba. Me quedé paralizado ante una visión como aquella.
El crimen había sido ejecutado muy sencillamente, con un arma blanca extremadamente afilada, o eso me apareció a mí en aquel momento. El criminal le había atravesado la yugular y tras breves segundos (décimas de segundo, según el forense), probablemente sin poder gritar el último aliento de existencia, dejó su vida, casi fugaz como la de una mariposa de colores, en este valle de lágrimas. El cuerpo, como digo, había quedado arrojado en el suelo, con la cabeza girada casi totalmente y las piernas abiertas. Parecía un títere de feria, en una de esas posturas imposibles que hacen reír a los niños, y a los mayores. Ocupaba su cintura el umbral de la puerta que separaba un salón del pasillo.
Pero en los ojos del chaval había quedado impresa la visión del terror más absoluto, del pánico más invencible. Creo que nunca jamás podré describir el horror de una forma que no incluya los ojos claros de Pedro paralizados por una visión que se situaba, siempre, detrás de mi espalda. Un repeluzno, un estremecimiento visceral me hizo girar la cabeza en un par de ocasiones. Era incapaz de dar un paso. Mi mirada iba de los ojos del chico, a su cuello, al reguero sanguinolento que lo cruzaba hasta las piernas y nuevamente a sus ojos que me hacían girar la cabeza.
(Estuve tentado, durante una infinitesimal fracción de tiempo, de acercarme a sus pupilas e indagar en su fondo, por comprobar si es cierta esa tradición por la que se dice que en la mirada del muerto queda impresa la última visión de su vida, normalmente el rostro de su asesino. Sin embargo, la tradición secular de miedo y respeto ante la muerte pudo más que la leyenda.)

Tenía que moverme; al fin y al cabo, aunque resultara doloroso incluso pensarlo, no era más que un cadáver. Por un instante sopesé la posibilidad, no sé si con alivio o con miedo, de que quizá hubiera algún herido. Por fin algún escondido resorte empujó mis debilitadas piernas y pude dar el primer paso. En unos instantes moví el otro pie.
Procurando no tocar nada, ni siquiera rozarlo, pasé, a través de las escaleras de hermosas barandas, al piso superior, a la zona de los dormitorios. No quise entrar en el salón pues el silencio que allí había denotaba la ausencia de vida. En aquel instante, sentí vértigo, necesitaba imperiosamente encontrar a alguien vivo. Nada más llegar al pasillo superior, que desembocaba, a mi izquierda, en otras escaleras, que, supuse, descenderían hacia el salón por el lado contrario al que yo estuve, entré en la habitación que tenía enfrente.
Era una habitación juvenil, decorada con mucho póster de cantante moderno y héroes que ocupaban la mitología de los jóvenes de nuestra época. Allí me encontré con el cadáver de otro muchacho, el hijo mayor de aquella familia, según supe después, Marc. Éste, además de haber sido asesinado como su hermano, previamente había sido capado. Y sus genitales ocupaban la boca abierta.
Todavía hoy, no sé como pude parar las náuseas que me produjeron esta visión. Ni a los pintores más truculentos del barroco, o del expresionismo, o del surrealismo, cuando plasmaban los peores sufrimientos del infierno y del sufrimiento humano se les hubiera ocurrido tal imagen. Yacía con una cara de dolor inenarrable, todavía conservaba los ojos abiertos y en ellos parecía como si se hubiera quedado grabado, también, el último fotograma de su corta vida. Si la mirada de Pedro era el resumen del pavor, la de Marc era el retrato del dolor, era el grito hecho mirada...
Aquello empezaba a tomar visos de crimen ritual. Por mi cabeza empezaron a peregrinar ideas sobre ciertas sectas, o sobre ciertas organizaciones. Pero no podía entender qué tenía que ver con cualquiera de esas posibilidades aquella familia, por lo demás tan tradicional y metódica, como he dicho.
No sabía si continuar mi macabro paseo o llamar a la policía desde el teléfono que había vislumbrado en una esquina del pasillo, junto a la puerta de la entrada principal.
Por un lado, el miedo empezaba a tener consecuencias físicas: un sudor frío empapaba mi camisa. La vejiga me anunciaba que los riñones habían destilado más rápido de lo deseable. Los pulsos de mis muñecas no frenaban su impetuoso ritmo. La boca se me había secado hacía mucho rato, tenía la sensación de mascar un estropajo agrio. Pero, por otro lado, mi instinto de escritor de novelas detectivescas me empujó a seguir mi periplo por la macabra madrugada. Supuse, y supuse bien, que si a esas alturas no habían saltado sobre mí degollándome —que parecía el sistema preferido por el criminal—, era porque allí ya no estaba el asesino, por lo menos vivo... Además habían pasado muchas horas como para que permaneciera encerrado en aquel lugar.

Después de revisar el resto de habitaciones de la parte superior, volví a bajar por la escalera que había subido. No sé por qué, no quise bajar por la otra, quizá, porque lo que había dejado a mis espaldas, no era peligroso para mi integridad. Era desolador, pero no peligroso, al fin y al cabo, se trataba de cadáveres. Es decir, mi subconsciente me hizo tomar medidas de precaución.
Así que volví a toparme con el cadáver de Pedro. Salté sobre él y crucé la puerta por la que se accedía al salón comedor. Era una estancia cuadrada con el balcón orientado al sur. Justamente el balcón del primer piso que se veía desde mi casa. Tal estancia estaba presidida por un lastimoso retrato, supuse que de algún lejano antepasado. —Luego alguien, acaso el comisario Gayano, me explicó que era un retrato que hicieron del abuelo cuando joven—. Lo único reseñable de la pintura eran los matices que el pintor obtuviera en su día de aquellos feroces ojos agrisados, lobunos. El centro de la sala estaba ocupado por una gran mesa negra, sólida, maciza que se adornaba por un par de pequeños búcaros azules en los extremos de un paño estrecho, blanco y almidonado ejecutado a ganchillo con cierto primor. Lo más destacable de la estancia, sin duda, era una alacena en la que reposaba una fina cristalería —de imitación de murano según pude comprobar unas horas después, sin duda regalo de la boda— rematada por unas puertas de vidrio ahora rotas, que había sido uno de los estruendos que alteró mi paz en la bochornosa tarde.
Todos los detalles del salón los reconocí con posterioridad. Nada más pasar por encima del cadáver de Pedro me topé con otro cadáver.
Allí, bajo sus anaqueles también cristalinos, estaba el cuerpo inane de la madre; sin duda el asesino había empleado mayor saña y odio en ella. Tenía las ropas hechas jirones que colgaban cubiertos de sangre. En muchas partes se distinguía su carne algo fláccida ya, cubierta por miles de heridas provenientes de la cristalería que se le había desplomado encima; completamente despeinada, algún que otro mechón, sin duda arrancado a cuajo, se distinguía entre los restos de sus ropas y en el propio entarimado que cubría el suelo; después de muerta —así informó el forense tras la autopsia—, con el mismo arma, que resultó ser un arma especial para tal acontecimiento, había rasgado la frente de la madre y con su propia sangre, aún brotando de la yugular seccionada, escribió la palabra PUTA, que yo ahora veía algo borrosa, pero perfectamente deletreable aún en sus contornos bermellones. Mis propios glóbulos, plaquetas, hematíes y demás células sanguíneas dejaron de correr por las venas y un ligero vahído me paralizó unos segundos.

Tambaleándome como la hace un borracho, crucé el salón hacia una silla, para reposar mi mareo. Me di cuenta que lo tenían dividido en dos zonas. La que contemplaba desde la maciza silla estaba presidida por la televisión. Frente a ella una mesita de metacrilato ocupada por periódicos y revistas. También había una sencilla lámpara de pie, y adosada a la pared de enfrente de la televisión una estantería donde reposaba una enciclopedia universal y algunos libros, que, sin duda, desde hacía mucho tiempo no habían sido ojeados. Era aquella robusta estantería, precisamente la que dividía el salón, ayudada por un sofá que cerraba el espacio junto a mí.
Una vez repuesto, mis ojos se encontraron con tres cadáveres más: el del abuelo, y el del padre muertos, sin duda cada uno por un disparo que me sorprendió no haber escuchado por la tarde. Yacían el uno junto al otro, formando con sus cuerpos un reloj fúnebre que marcaba las tres de la tarde en el que la manecilla de las horas la formaba el padre, don Marcos, y el minutero, detenido ya para siempre, era el abuelo, don Cecilio; que miraba al techo, preguntando a una araña escondida el motivo de todo aquello.

El tercer cadáver tenía la espalda apoyada en la pared, justo en el hueco que quedaba entre la estantería de los libros y la vidriera de la cristalería que ahora aplastaba a la madre de la familia. El cadáver correspondía al cuerpo de una joven mujer rubia a la cual no conocía. No podía suponer qué haría aquella mujer en la casa. Me lo preguntaba mientras me acercaba para poder verle la cara, cuando estuve frente a ella casi me desmayo definitivamente. Era la hija mayor, la que se había fugado el año anterior, vagamente la recordaba por las fotos de la prensa tras todo el suceso que ya he referido.
Lo cierto es que había adelgazado bastante y estaba muy demacrada. Tenía el vestido desabotonado en su parte superior y del que, supuse en otros momentos, hermosísimo pecho izquierdo, y que en esos instantes se me mostraba destrozado, pendía algo transparente que, sin duda, atravesaba la carne y llegaba hasta el corazón.
En el breve aparador o cómoda, junto al que reposaba su cuerpo, encontré la nota que explicaba todas las preguntas que me estaba haciendo y que se agolpaban como un tumulto en el cerebro:

"Sr. Juez, no busque ningún otro culpable de este crimen que yo misma, Milagros de Andrés Sebastián, hija de Marcos y Milagros. He cometido este crimen y mi posterior suicidio con frialdad, con premeditación de casi un mes y alevosía. Esperando evitarles trabajos innecesarios, las causas por las que he acabado con mi familia y conmigo misma se encuentran en un cuaderno diario manuscrito por mí que figura junto al bolso que he dejado encima de la mesa de la cocina.
Me despido para siempre de este mundo a dónde nunca debí llegar,
Mila, la Venus"
Deposité la nota donde la encontré. Antes de coger un supletorio del teléfono de la entrada, que estaba allí mismo, en la estantería, me tropecé con una pistola con el silenciador instalado...

De pronto, el miedo me abandonó. Fue sustituido por el vacío y por la sorpresa. Por una honda interrogante. Solo tenía ya impaciencia por conocer más detalles.
De todos modos, la atmósfera de la casa cada vez era más pestilente. Sin duda las bacterias y hongos bien alimentadas por el calor del día habían comenzado su trabajo. Había que darse prisa.
Noté, aliviado, cómo la saliva volvía a empapar mi lengua, el sudor dejó de brotar, mi corazón volvió a cierto ritmo de normalidad. No había peligro. Si acaso una vaga tristeza acariciaba mi alma.
Me dirigí hacia el teléfono, pero, una vez más la curiosidad pudo más que otra cosa y con extremo cuidado volví hacia la cocina. Ya sin precaución, no había motivos, encendí la luz. Era una cocina oblonga, blanca, limpia. Sobre la mesa, efectivamente, descansaba un bolso y a su lado, abierto el cuaderno al que Mila hacía referencia en su nota.
Dudé una vez más.
Serían las tres y media o cuatro menos cuarto de la madrugada. No tenía sueño. Tampoco había ninguna prisa en detener a nadie, o eso supuse...
Obviamente me decidí por su lectura. Total una hora más o menos, qué más daba. No había ninguna posibilidad de que el asesino huyera, por lo que la policía podía esperar. Era la única oportunidad de enterarme de las razones de lo sucedido. Si no lo hacía, sin duda que la policía y el juez no me dejarían hacerlo. Y, al fin y al cabo, un escritor, además de palabras, necesita historias.
Por fin, a eso de las seis menos cuarto de la madrugada, un poco más tarde de lo previsto, llamé a la policía, que ante mi breve relato telefónico, me tomó por loco.
Una vez en la casa se mostró espantada.

Continuará

sábado, 5 de marzo de 2011

Fin de trayecto. Parte sexta. Capítulo 65

Un murmullo agitado y horrorizado alteró la calma chicha de la noche, mejor dicho de la madrugada. Como si hubiera estallado repentinamente una tormenta desmesurada. El silencio fue un recuerdo.

Los vecinos se habían asomado al oír el sonido de las sirenas de los coches de la policía y de las ambulancias, que acudían al escenario de tan horrendo acontecimiento vespertino, las primeras, tras mi llamada desde la propia casa, las segundas supongo que alertadas por la policía, pues a mí no se me ocurrió tal cosa. Es uno de esos fallos que se tienen habitualmente, y que a uno deberían desacreditarlo como representante de los humanos. Alguno de los vecinos, más curioso —o más insomne—, bajó hasta el asfalto al comprobar, atónito, que los vehículos se detenían allí mismo. La calle tomó el aspecto febril y acelerado, típico en los casos en los que las sirenas azules y ámbares se hacen dueñas del espacio, y del tiempo. La oscuridad de la noche daba a aquella calle normalmente callada el aspecto de una pesadilla.
Se llegó al histerismo de más de una vecina, cuando,  unas horas más tarde, llegaron más ambulancias, algún coche de la prensa, y cuando los primeros escandalosos focos de la televisión local comenzaron a convertir aquello en un inmenso escenario de película, trágica, por supuesto, de película de Hollywood, por supuesto. Las malas noticias corren muy rápido, excesivamente rápido, me decía a mí mismo.

Supongo que la prensa tenía buenos contactos con la policía. Parte de su presupuesto iría a nutrir la cartera de algún poli que informaba cautelosamente y a tiempo. El caso es que aquel jardín hasta entonces apenas rumoroso, y prácticamente vacío, se había convertido en el escenario de investigaciones policiales y en un plató televisivo.
El comisario Gayano, encargado del asunto, como comisario de Euritmia, me pidió muy amablemente que me quedara por allí, y que no saliera, por lo menos hasta que el Juez diera la orden de levantar los cadáveres y me interrogara. Concluyó con un suspiro que indicaba cansancio y cierto fastidio.

—Aunque la cosa está clarísima. Pero son formalidades rutinarias que se han de cumplir.

Asentí a pesar de mi agotamiento, y del nerviosismo que me habían producido todas aquellas escenas. Era mejor permanecer en aquel nicho que olía a muerte y a sangre (un olor pestilente y desagradablemente dulzón, que, al mismo tiempo, imantaba), que no empezar con mil y una declaraciones a aquellos periodistas que, ávidos, esperaban noticias. Los destellos de las cámaras de los reporteros vestían más de plata la madrugada. Sólo retratarían camillas cubiertas por sábanas blancas. Pero era suficiente... El resto lo haría alguna foto de archivo, quizá, y sobre todo, la imaginación del lector. Lo importante eran los titulares. Que irían en primera plana, sin duda. No todos los días se comete un asesinato múltiple en la adormecida Euritmia.

Eran casi las seis de la madrugada. Pronto amanecería. O al menos eso me pareció entender del canto del mirlo negro, seguramente ubicado en la cima del ciprés.


Continuará...












jueves, 3 de marzo de 2011

Fin de trayecto. Parte sexta. Capítulo 64

La siesta había sido reparadora y había cumplido con su misión. Mi cerebro se había oxigenado con suficiencia y se encontraba dispuesto a dar las instrucciones precisas para que las ideas brotaran con facilidad, hasta plasmarse en el papel blanco. Me encontraba más repleto de sensaciones que nunca...
Había hallado, como si fuera la veta de un hermoso tesoro, el hilo conductor de la novela... ¡Por fin, tras casi cuatro meses de arduos y estériles trabajos, tras arrojar mil intentos por la papelera!. Sabía lo que quería narrar, y lo que es más complicado, sabía cómo la habría de decir. Desde el principio, tenía pergeñados en pequeños cuadernos de notas distintos argumentos. Tenía previstas, a grandes rasgos, secuencias sacadas de allá y acullá donde los personajes iban dando forma a una trama más o menos detectivesca ambientada en pleno siglo dieciocho...

Eso, precisamente, había sido lo más arduo: buscar información acerca de las costumbres cotidianas de aquella época como el tipo de ropa, alimentación, medios de transporte, monedas, valor del dinero, y todas esas pequeñas piezas del rompecabezas diario de 1780, pongamos por caso. Una vez que lo tuve ordenado con un método casi científico, comencé a elaborar el argumento. Pero había algo, por así decir, disonante, había algo que distorsionaba la historia, algo que chirriaba en su construcción, que, por otra parte, en sus rasgos más gruesos ya estaba trazada... Pues bien, aquella noche di con el quid de la cuestión: una escena de sexo en casa de la protagonista giraría la historia hacia donde era necesario que tomara el rumbo. Una escena que serviría para unir a los antagonistas desconocidos y llenar de tensión los sucesos posteriores. “¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?”, me pregunté. Y como poseído por un espíritu indomable me lancé a la labor.
A partir de esos precisos instantes, todo lo demás que pudiera acontecer a mi alrededor era puramente accesorio, casi inservible. Nada me importaba, ni siquiera el tiempo que transcurría. Las teclas de la máquina de escribir iban rápidas, los renglones crecían a ojos vistas, música de Mozart ambientaba mi madrugada, como no podía ser de otro modo, por ser coherente con la época en la que discurría la historia que me traía entre manos.

Debían ser las tres, o tres y cuarto de la madrugada, cuando, por fin, levanté la cabeza del papel. Estiré los músculos, como un felino cansado de permanecer al acecho de alguna hipotética presa, y encendí el enésimo cigarrillo de la madrugada. Pensé, “Debo de dejar de fumar. Esto no puede ser bueno, y menos a estas horas”. Sin embargo, al sacudir la cabeza, sacudí nuevamente la idea, que tantas veces como ha osado regresar, ha sido expulsada, probablemente porque soy un inconsciente.
Me había levantado de la siesta a eso de las ocho. Después me di una reparadora ducha abundante y fresca. Y luego una frugal cena de queso y fruta que distrajera al estómago y nutriera a las neuronas. Llevaba desde las nueve y media de la noche, más o menos, es decir, casi seis horas de trabajo constante, sin apenas interrupciones, un buen montón de folios se apilaban ordenados a la derecha de la máquina para dar fe de todo ello... También un agarrotamiento muscular en el cuello y la espalda que comenzaba a resentirse peligrosamente, daban prueba de la labor. Había sido buena aquella noche...
Mientras me frotaba con energía el dolorido cuello buscando una más rápida irrigación sanguínea de aquella zona, me levanté de la silla y fui a por un vaso de agua. Recuerdo que fue el primero que tomé en todo el día, a pesar de las desérticas temperaturas que soportábamos. Seguramente la prensa anunciaría cualquier día que había sido uno de los veranos más calurosos del siglo.
Sentía húmedas, casi mojadas, cada una de las articulaciones que había tenido dobladas. El sudor me encharcaba los pantalones de deporte, única prenda con la que me vestía. Al regresar de beber el agua, y tras refrescarme cara, cuello, brazos y cabeza, me encontraba más despejado.

Antes de sentarme nuevamente ante la máquina, pensé concluir aquel cigarro saliendo al balcón, para disfrutar del silencio que me embargaba y que había sido, junto con el sueño de la siesta, el gran aliado para conseguir que mi fecundidad literaria aumentara en esas horas. Mientras, decidía si me preparaba un café bien cargado, o concluía la escena que me traía entre manos y me acostaba. Es decir, me estaba planteando con toda conciencia prolongar el trabajo una hora más, como mucho, o en su defecto seguir otras tres o cuatro horas. Ardua decisión, por cuanto a pesar de la siesta, el sueño me vencía, y sentía que la cabeza se me embotaba por momentos.

A aquellas intempestivas horas, ni el ronroneo lejano del tráfico urbano llegaba a mis oídos, todo lo más, alguna moto de pequeña cilindrada reventaba el límite de decibelios permitidos en la correspondiente —e incumplida— ordenanza municipal. Sólo oía la aguda monotonía de los grillos, que parecían no cansarse en ningún momento, y algún breve chillido de los murciélagos, que continuaban su actividad fagocitadora a aquellas horas de plena ma-drugada.

Al poco, cuando mis tímpanos se habían acostumbrado a aquella sucesión de sonidos, me percaté, también, como por la tarde, con una mezcla de sorpresa y de satisfacción, de la alegre conversación que tenían las gotas de agua que caían en la fuente del jardín de san Emilio. Tal era el silencio de la madrugada, que las risas de la fuente me salpicaban: espíritus de niñas jugando a la comba y cantando para dar ritmo a sus saltos, en esas infinitas horas nocturnales.., como años antes lo hicieran en cuerpo y alma...

En ese momento, en que ya visualizaba, casi con claridad de fotograma cinematográfico, el final del capítulo en el fondo de mi cerebro, y que había decidido acostarme en cuanto lo acabara, otra vez, el ruido de cristales rotos horadó el aire. Procedía, desde luego, del edificio de enfrente, donde continuaban apagadas las luces.
Recordé los ruidos de la hora de la siesta y me sobresalté definitivamente. Un imán me impedía moverme del balcón. Acodado en la barandilla de negro hierro forjado, escudriñaba, vislumbraba, escrutaba, o, al menos, lo intentaba cualquier posible movimiento que se produjera. Mi mente, sobreexcitada, sin duda, por el propio devenir de los acontecimientos literarios que narraba, esperaba cualquier sorpresa digna de las mejores novelas de suspense...
Indagué en el edificio. Algo me llamó la atención, mi cerebro se detuvo, accionando al unísono las normales señales de alarma hacia el resto de mi organismo, aunque estas señales fueron difusas al principio y mal interpretadas. Fue como una leve cerilla que me alertó. Primero me sorprendió que las luces, todas, continuara apagadas pues tenían la costumbre, al menos durante el periodo vacacional, de apagarlas muy tarde, casi tan tarde como yo mismo. Pero más me sorprendió que la luz que encendían de la puerta de entrada no estuviera prendida.
Quizá la bronca de la tarde había contribuido a que ahora todo estuviera apagado. Pero mi cerebro, perfectamente despierto, mandó otro aviso, éste completamente definitivo, claro y nítido para los sentidos. Caí en la cuenta de que las persianas seguían echadas, como si fuera la hora de la siesta, lo cual sí que era de todo punto impensable. No podía recordar con precisión si en la época estival dormían con las ventanas abiertas o cerradas, pero, con toda seguridad, las persianas estaban levantadas desde que anochecía, al menos. De hecho, incluso en invierno, tenían las persianas de ese modo durante todo el día.
Salvo que se hubieran ido todos. ¿Cuándo?

No, aquello no cuadraba. Es cierto que durante el día no me dedico a controlar a mis vecinos, de los que no me atrae nada en especial, pero por las noches, más que nada porque su casa está frente a la mía, sé de algunos de sus movimientos. Además, después del jaleo de la tarde, nada había oído. No es que fuera imposible, sobre todo teniendo en cuanta la siesta de tres horas, pero parecía extraño que se hubieran ido todos y no haberme dado cuenta. ¿Y el ruido de los cristales que acababa de cruzar la calle y había cruzado mis oídos?
Dudé.
Por fin me animé. Me puse una camiseta, también oscura como el pantalón, unas zapatillas deportivas. Me aventuré a la solitaria calle.
Tampoco se trataba de un riesgo muy evidente.
Tras cruzar la calzada, entré en el aromático jardín, la cancela estaba abierta. Ya tuve la certeza que de allí no había salido nadie, en todo caso, habían entrado. Si se hubieran marchado, sin duda que habrían cerrado la cancela. Un efluvio especial y desagradable, recordándome el trágico olor de la muerte, invadió mis sentidos. Un escalofrío casi acerbo me recorrió de parte a parte. Era un aviso de algo que había captado la parte oculta que todos tenemos. No sabía qué podía ser, pero, al menos, tuvo la virtud de ponerme en alerta.
Sin duda, pensé en esos instantes, estaba demasiado influido por lo que estaba escribiendo. Demasiados fantasmas afloraban por mi cabeza desde recónditos e ignotos desvanes de mi mente. Cuando contemplé la encalada fachada, lo primero que me vino a la mente fue compararla con un cementerio, cubierto de un infinito llanto silencioso. Lo segundo fue comprobar que pedía a voces un buen lavado de cara.
Sentí miedo. Incluso pensé darme la vuelta y volver a mi casa y acostarme. Pensé que aquellos podían ser los primeros síntomas de una locura incipiente. Debía descansar urgentemente. Sin embargo, una fuerza interna, diría que de carácter irracional, me impulsó a ro-dear el jardín, para dirigirme a la parte trasera del edificio, al que acababa de comparar con un mausoleo gigante.
Pero antes de iniciar las maniobras propias para ello, realicé unos enérgicos movimientos que desentumecieran mi cuerpo y preparan mis músculos, demasiados laxos, para cualquier imprevista actividad física.
Ni el ruido de un susurro al rozar los arbustos del jardín se escuchaba. Ni el eco de los pétalos dorados de las traviesas mariposas nocturnas acariciaba mis oídos.
Tenía la convicción de que continuaban en la casa puesto que en todo el día se habían movido de aquel sitio. Estaba seguro, había oído ruidos completamente fuera de lo normal, y, de pronto, el silencio más absoluto, solo interrumpido por los gritos y el estruendo de la cristalería. Después nada, justo hasta que en la madrugada, más cristales rotos, muy pocos en este caso, volvieron a llamar ni atención.
La abierta cancela del jardín era otra prueba más, la prueba evidente, al menos para mí.
Y para llenarme de argumentos repasé mentalmente las pocas cosas que yo sabía que los vecinos hacían con regularidad. Alguna de ellas tan perennes como la de bajar las persianas durante el tiempo de la siesta y subirlas cuando anochece. Y me inquietaron varias cosas. Me inquietó, en esos instantes, el que los chicos no hubieran salido con sus amigos. Me inquietó, en esos momentos, que el abuelo y el padre no salieran a tomar el café de la tarde al bar de la esquina —otra de las costumbres más arraigadas de la familia—. Normalmente abandonaban el hogar hacia las horas en las que se había producido el estruendo. Me inquietó no haber visto al abuelo en su diario rito de regar el jardín justo en el ocaso de la tarde, para entonces yo ya estaba despierto... Me inquietó, estremecedor, entonces, el extraño aroma que me traía la casi inexistente brisa, esa mezcla, acaso brevemente repugnante, de rosas marchitas y muerte.
—Ahora que escribo estas líneas, sin embargo, me doy cuenta que aquellas inquietudes mías, eran completamente infundadas por cuanto la mayoría de los días no era consciente de las idas y venidas de los vecinos. Simplemente me explico aquellas sospechas porque las estrellas parecían contarme algún secreto al oído moviendo los labios suavemente. En realidad sólo tenía dos evidencias: las persianas permanecían bajadas; la cancela abierta. Ambas contradictorias, salvo grave acontecimiento—.

No sabía qué hacer, dudaba: entrar ¿Y si simplemente se habían ido todos de la casa? Pero, ¿cuándo? ¿Y la verja del jardín abierta? Dudaba: ¿Llamar a la policía? ¿Qué les diría: que sospechaba algo pues la casa de enfrente a la mía se encontraba excesivamente cerrada y se habían odio fuertes gritos y ruidos por la tarde, que se habían repetido por la noche?
Opté por recorrer el edificio por si notaba algo nuevo. Una ventana abierta en uno de los costados de la casa. Precisamente una que daba al jardín.
De allí sólo salía oscuridad y silencio.
Continuará