Jueves, seis de octubre de 1988.
Cinco de la tarde.
Por fin he llegado a un lugar en el que creo podré seguir escribiendo. Es una cafetería situada en una zona céntrica y comercial, cerca de Nuevos Ministerios. Aquí, mezclada con la multitud en perenne movimiento que todo lo fagocita, pasaré más inadvertida. Con un poco de suerte, me haré invisible, pues algo en estado de quietud, cuando todo a su alrededor se mueve, es como si no existiera.
A esta hora no ha empezado el bullicio de las meriendas, de las señoras que vienen del cercano Corte Inglés, o que traen a alguna academia cercana a sus hijos, después de que éstos hayan salido de casa. Se está tranquila y relajada. Una pequeña isla de sosiego en pleno cogollo del bullebulle que es Madrid.
Me gusta la decoración del local. Sencilla, discreta y cuidada. No es que tenga el gusto de los grandes expertos, pero tiene los logros de la intuición. Es un espacio rectangular suficientemente iluminado y amplio. Está dividido en dos zonas. Según se entra de la calle, a mano derecha, una barra espaciosa y larga de las de acero inoxidable, que llega hasta casi el final del local donde hace un recodo que es la zona de camareros y por la que se accede, a las cocinas donde se preparan las tapas y algunos platos combinados rápidos, las tostadas para las meriendas... La zona de mesas, donde estoy ubicada, está separada de la barra por unas vigas pintadas en ocre algo agrisado por el continuo humo acre del tabaco. Por las vigas y las paredes están distribuidos reproducciones de monumentos madrileños. Todas ellas tienen la particularidad de que son litografías del Madrid de principios de siglo. Cuando he entrado, me he entretenido contemplando alguna de ellas.
Me he colocado justo en la esquina más escondida y recóndita, una esquina preparada con una mesa pequeñita, solo para dos personas. Así pasaré más desapercibida.
La tranquilidad de la hora me ha permitido escuchar nítidamente la música que salía de algún aparato que no alcanzaba a ver. He sucumbido a la tristeza de sus notas melancólicas.
Creí que ya mi alma estaba completamente destrozada, que ya no existía. Sin embargo, en cuanto el llanto de los violines ha cruzado mis tímpanos, un violento escalofrío me ha encrespado los vellos de mi cuerpo, luego, cuando el violonchelo ha brotado de entre las lágrimas, como si fuera el dolor desgarrado, mis lágrimas han corrido presurosas mejillas abajo. Ha sido una verdadera fortuna que nadie me haya visto.
Al mismo tiempo que sentía el salobre gusto de las lágrimas en las comisuras de los labios, he sonreído aliviada. Todavía me queda un resto de sensibilidad a pesar de estar sometida al capricho de los hombres. Todavía, en algún rincón de mi espíritu, me queda algo de humanidad y sensibilidad. La capacidad del ser humano para sobrevivir en cualquier situación casi no tiene límites. Me alegra experimentar que, a pesar de todo lo que he pensado, y he escrito, todavía (lo sé gracias a esta música y a estas lágrimas) siento que podré levantarme. Será la enésima caída, pero volveré a alzarme. Tendré más cicatrices, probablemente más horribles, pero las podré contar en pie.
Cuando el camarero se ha acercado a mí, un rubio camarero con más pinta de estudiante en apuros que de camarero, le he preguntado, tras pedirle un café con leche, el título de la obra y me ha dicho que se trata de un concierto de Samuel Barber (1). No había oído en mi vida tal nombre, y dudo incluso haberlo escrito bien.
Ha pasado un buen rato desde que he escrito las últimas líneas. Me he dedicado a vagar con la mente por mis recuerdos. He saboreado el café. Me he dejado seducir por la música que continuaba inalterable en el aparato invisible.
Cada vez que lloro, y eso me ha pasado siempre, desde que era muy niña, me encuentro mucho mejor (Tú querido diario eres testigo de ello). Y si la razón del llanto es una emoción como la de esta tarde, el alivio para el espíritu es de tal consideración que es casi imposible explicarlo, pues no existe nada comparable a ello. Tan grande es el alivio porque no ha habido dolor inmediato que haya causado la tristeza, sino que simplemente algo ha impactado nuestro ánimo. Quizá el sueño reparador. No se me ocurre otra cosa.
Estoy bien en esta cafetería. Aumenta el bullicio, pero no me mo-lesta en exceso. Creo que volveré más jueves.
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(1) Pinchando en el enlace, se podrá escuchar El adagio para cuerdas de Samuel Barber, que es la música que oye Mila en la cafetería mientras escribe. N. del A.
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(1) Pinchando en el enlace, se podrá escuchar El adagio para cuerdas de Samuel Barber, que es la música que oye Mila en la cafetería mientras escribe. N. del A.
Continuará...
6 comentarios:
Otro capitulo tranquilo, y esto me hace sospechar mucho más... Pero creo que todavía, Mila, se puede salvar , aunque no es difícil conmoverse con el adagio, para cuerdas de Barber, Amando, me ha gustado tanto que lo añadí a la selección musical que acompañará mi blog los próximos días.
Un abrazo.
Leo
Gracias a tu detallado relato, imagino esa cafetería convertida en un sitio acogedor, con el agaggio de Barber de fondo -¡qué maravilla!- y Mila escribiendo su diario mientras saborea su café.
Besos agradecidos por escribirnos la vida, sea cual sea el modo.
Ese adagio siempre me ha "movido" a la melancolía. Seguramente parecida a la que sienta la protagonista de la obra. Un fuerte abrazo.
Ha pasado un rato desde que he leído las últimas líneas. Me he dedicado a vagar por la mente de Mila. He saboreado el capítulo. Me ha encantado la música de Samuel Barber…y ahora me pregunto, ¿cómo era el refrán…después de la calma viene la tempestad?...No me suena. Mejor será esperar acontecimientos.
Un abrazo.
¡Hola Amando! Vaya pues casi he llorado, una lágrima se me escapó mejilla abajo... Este es un tramo de lectura amena y relajada, me gustó mucho. Pero ésta melodía tan linda, con las images... Y la sensibilidad de Mila, pues que nada, que una lágrima cayo en la arena, como dice la canción.
Esperando... Esperando loquita, la próxima. Un abrazo. ¡Ser felices!
Que tranquilidad siento, ni siquiera me pregunto por lo pasara después : el lugar, la claridad mental de Mila, la música...
Gracias Amando por tu regalo.
Un abrazo. A
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