Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

domingo, 27 de septiembre de 2009

MAÑANA AMANECERÁ (VII)

Después de cenar, cogí mis cuadernos, los folios, la máquina de escribir familiar y me dispuse a capturar doscientos versos, más o menos, para recitarlos al día siguiente. Si el recital es en el Pardo Bazán, pensé, Lo prepararé romántico. Y sonreí vagamente, Haré la competencia a Javier, puede ser divertido. Años después, he comprendido que aquel recital no lo elegí romántico porque el alumnado fuese mayoritariamente femenino y, por tanto, su posible público, sino que lo seleccioné así, como un canto dedicado a mi situación: le cantaba a ella y soñaría, o lo intentaría, mientras actuaba ante el público.

La cocina era el lugar comodín de la casa: cocina, comedor, cuarto de la plancha, y por las tardes, antes de la cena, y por las noches, después de ella, sala de estudio.
Mi padre se acercó por allí, ¿Qué vas a hacer con la máquina?, Preparar el recital de mañana. Sonrió, ¿Todavía no le has preparado?, es a las siete, ¿no? Le miré dándome cuenta de mi nuevo despiste, No, se me ha olvidado decíroslo, es a las seis. Puso cara de fastidio, Pues no sé si podré ir. Mi padre, en su juventud, había escrito algunos poemas y lo volvía hacer, quizá mi actividad le había recordado su juventud. Mi padre pintó, con algo más que intuición, también en su juventud y madurez. Mi padre era un gran aficionado a la fotografía; incluso, obtuvo varios premios en categorías de aficionados. Mi padre nos mantenía, con esfuerzo y sacrificio, gracias a su trabajo como camarero en el restaurante más famoso de la ciudad.
Mi madre, pocos instantes después, también asomó por la cocina, No tardes en acostarte, que si no, mañana para levantarte. Mi madre, siempre preocupada por nuestra integridad física: alimentación, salud, comida, sueño, ropa, limpieza... Siempre luchando por estirar el dinero, que religiosamente, le entregaba mi padre cada mes. Ella estaba en el mundo para protegernos de cualquier peligro. Era su misión. Y la cumplía sin desfallecimiento, con entrega, con solvencia. Habían pasado los años y nos trataba como a niños. Supongo que a todas las madres les ocurrirá parecido. Conservaba en su rostro huellas de su belleza, una belleza anónima, desconocida, probablemente no rutilante, ni cuidada con esmero, como la de tantas mujeres... Tengo por ahí una fotografía suya, de cuando joven, que atestigua todo lo que digo.
Mis hermanos, hacia las doce, se acostaron, dándome las buenas noches a su modo, Ciérrate la puerta, que quiero dormir, Eso. Diego y Serafín. Diego era pintor. Serafín, músico. Éramos una familia con vocación de artistas, pero no salíamos de Euritmia, y no pasábamos de incipientes, de locales, como mucho. Entonces soñábamos con ser más que aficionados, pero no parecía que fuéramos a vivir de ello. Si acaso, Diego, encaminaba sus pasos con más firmeza y decisión en ese camino de poder subsistir con el arte que le gustaba. Siempre ha sido el más valiente de los tres. Yo estudié Magisterio, nunca pensé que la práctica literaria me diera de comer. Sigo sin pensarlo. Él iba a hacer Bellas Artes. Lo de Serafín era un poco distinto. Había entrado en el Conservatorio bastante tarde, pero tenía un oído tan privilegiado, que yo había sido testigo de cómo tocaba de oído piezas que sólo escuchadas una vez.

Allí, en aquella casa que ya no existe, aunque lo parezca, era feliz, para qué inventar. Para qué buscar falsas poses de enfrentamientos que no existieron. Nunca discutimos más allá de un horario, o un viaje. En fin, temas banales. No puedo adornar mi biografía con una juventud marcada por rupturas generacionales, o por aventuras motivadas por desavenencias paterno filiales. Ni por aproximación. También en esto soy aburrido, y monótono.

Durante diez minutos más, no toqué un tecla de la maquina de escribir. Pero no era el recital lo que me preocupaba. Ni siquiera busqué los poemas. Pensaba en mis padres, en esos dos espíritus vivos y despiertos que se frustraron a consecuencia de la calamitosa guerra incivil. Cuando recapacitaba en ello, la rabia y la tristeza, me embargaban, me alteraban, porque ellos fueron víctimas de una postguerra, durísima e injusta con los de siempre, los que sólo tenían para agarrarse el día y la noche. No pudieron acceder a una formación para la que, con sus dotes naturales, estaban suficientemente preparados: unos estudios superiores que hubieran decidido la verdadera valía de sus posibilidades. Y les hubieran dado la oportunidad de haber intentado situarse donde se merecían. Se quedaron, pues, en apuntes, rudimentarios esquemas de lo que debieran haber sido, como el bosquejo apenas comenzado y que un pintor rechaza. Pero su caso, por desgracia para este país, es generalizado.
Ellos, para mí, representaban el arquetipo de su generación.
Miraba a mi alrededor y veía a las personas nacidas en torno a mil novecientos treinta o treinta y cinco, como los perdedores de la guerra, aunque supuestamente estuvieran del lado vencedor. Ellos también vivieron las atroces consecuencias de aquel desastre en su carnes, tan jóvenes, infantiles casi, entonces; el primer desastre de los que asolaron Europa en una década. Quizá sólo los muertos lo pasaran peor. Esta sociedad, nuestra generación, debe mucho a tantos millones de seres que, como ellos, sufrieron las consecuencias de la estulticia humana, y del escandaloso afán de poder a costa de los demás. La cultura, durante siglos, ha sido peligrosa en España, quizá porque fomente la capacidad de pensamiento crítico, la idea de grupo, la idea de persona, la idea de libertad. Para los tiranos, es mejor la cáfila que el grupo, mejor el individuo que la persona; y ambas clases de tiranos son igual de peligrosos y exterminadores...
También pensaba en la suma de años que llevaban compartiendo la vida. Cuántos sufrimientos, cuántas estrecheces, cuántos ahorros, cuántos miedos ante el porvenir, cuántos temblores sólo de pensar en una enfermedad más larga que una gripe, cuántas restricciones, cuántas prohibiciones. Su vida fue un sacrificio. Yo he visto llegar a mi padre de trabajar, en la madrugada del estío, con los pies ensangrentados. No exagero. Su afán en la vida fue sacarnos adelante, darnos unos estudios. Mi madre lo expresaba de una forma muy gráfica. Creo que, en el fondo, era un amargo quejido por su suerte, Que llegue un domingo y podáis estar con vuestra mujer y vuestros hijos. Y yo la entendía, vaya si la entendía, pues ni una sola vez en mi infancia, ni durante mi adolescencia pude decir como decían mis compañeros lo que habían hecho los domingos con su padre.

Dejé, por fin, mis reflexiones a un lado y tecleé un tanto furioso. Además de lo que pensaba en esos momentos, el resto del día, quizá aquellos meses, me hacían muy irascible. Escribía con rabia, no podía por menos, hasta que, poco a poco, la nostalgia que manaba de los versos, cayó sobre mí, inexorablemente. Volé hacia ella. Hacia ese sueño que no sabía muy bien si se realizaría. En poco tiempo, cerré el recital. Diez poemas, justo doscientos versos. Aquella noche estaba melancólico, por lo menos, no me enfadé conmigo mismo...Antes de cerrar los ojos, no sé si para descansar o para sufrir, ya soñaba.

Por fin me acosté. Desplomé mi cuerpo sobre la cama. Un día más se había hecho pedazos en mis manos, y entre los dedos del alma quedaban restos de deseo, de lágrimas, de ginebra, y de cigarros que ennegrecían mis pulmones. Un día más se acababa, como tantos otros, Mañana amanecerá otra vez, es lo que pensaba mi mente, que cerraba sus cortinas de terciopelo ajado, poco a poco.
Una vez más, pasaron entre pliegue y pliegue de mis neuronas excitadas, sus ojos, tal y como los vi aquella misma noche. Volví los míos, entreabiertos, en busca de alguna estrella que se asomara sobre mi ventana. No localicé ninguna. Vi como el frío, hacía temblar los juncos de la zona rocosa de la muralla medieval. Casi dormía junto a las piedras más que milenarias, como un privilegiado.
Me hice una madeja en las recias mantas de lana.

Sólo me decía una cosa. Mañana amanecerá.

domingo, 20 de septiembre de 2009

MAÑANA AMANECERÁ (VI)

Este capítulo lo dedico a la memoria de Fabián, nombre ficitico del verdadero poeta que aquí aparecerá.
Después de lo que leeréis, un resumen de lo que pudo ser cualquier tarde noche de lunes, el tiempo hizo su obra y El Grupo se extinguió. La vida de Fabián entró en picado. Se deterioró hasta no poder soportarla. Hace unos cuatro años se rindió definitivamente.
In memoriam.

La Meseta era una cafetería de inicios de la calle, si se subía, de finales si se bajaba. Más que grande, honda. Más que agradable, recogida. Más que elegante, discreta. Más que romántica, íntima.
Los lunes, ya anochecido, a partir de las nueve, la cafetería se convertía, por un par de horas, más o menos (más bien más que menos), en nuestra oficina poética. Allí era donde se reunía El Grupo, como le llamábamos.
El Grupo nació por casualidad.
Después de la Feria del Libro anterior, conocí a Fabián, que, entonces, andaba fastidiado, y, entre los dos, en nuestros paseos por la ciudad, llegamos a la conclusión que para salvar a la poesía en Euritmia debíamos crear un grupo literario.
Probablemente lo único que pretendíamos redimir era nuestro propio nombre del anonimato y de la confusa hojarasca, poniéndonos un marco o una señal que nos diferenciase del resto de poetas euritmitenses. Una tarde cualquiera dijo, Conozco a dos personas que podrían estar interesados en crear un grupo, así que, para empezar, podríamos ser cuatro...
El asunto fue cristalizando. De pronto, como ocurre con las mariposas, aquel gusano pequeño, amorfo e incierto, creció, hermoseó. Casi no me lo creía, no sé los demás. Dimos un primer recital con algún éxito y cierta difusión en el Diario de Euritmia. Quiterio Lacas fue el primer periodista que nos realizó una entrevista, foto incluida. Hicimos un manifiesto fundacional. Todo muy literario, muy de otros tiempos. Nos bautizamos Grupo Poético por la Poesía Humana. Pero, para nosotros, era El Grupo.

Aquella noche, de intenso helor, había pocos clientes en la La Mesta. Eduardo, el camarero que atendía las mesas de la sala, nada más verme, me asaltó con su vozarrón de barítono afónico, sin salir de detrás de la barra, pidiéndome la consumición. Lo de siempre, contesté convencido, ¿Con el frío que hace?, Por eso mismo, Eduardo, la ginebra calienta los entresijos.
Bajé las escaleras que daban a la zona de las mesas. A esas horas ya no quedaba ni el rastro del perfume de las señoras que se citaban para tomarse un chocolate sin la impertinente presencia de sus maridos. En su sustitución, al fondo, como cada lunes, se reían mis compañeros. De la primera mirada, observé, con sorpresa y alegría. que estaban todos, hasta Begoña...: Fabián, Javier, David, Adela, Elsa, Federico, Liberto, Paco, Míkel, Muriel, y yo, que, en contra de mi costumbre, llegaba con algo más media hora de retraso. Pero el amor provoca que los relojes funcionen a velocidades diferentes; para ellos acudía con retraso, para mí la hora había sido la ejecución de una sentencia...
Paco, Liberto y Muriel no formaban parte directa de El Grupo, aunque no fallaban casi en ninguna reunión. Eran algo así como agregados. Eran más bien, intelectuales con pose, algo parecido, que se aburrían en Euritmia, ninguno de los tres era oriundo de nuestra ciudad, y no tenían nada mejor que hacer. Elsa y Federico, aunque escribían, sin embargo, no se animaban a formar parte de la plantilla. Les faltaba decisión, como si pertenecer a El Grupo atara de por vida.
Adela era como la mascota. Quería aprender la parte formal y académica del tema. Tenía la sensibilidad a flor de piel. Ella pensaba, antes de conocernos, que escribir en verso era poco más que rimar unos sentimientos, quizá alguna vivencia. Pero se daba cuenta, al leer a otros poetas, incluso a nosotros, que había más cosas. Todo lo absorbía como una esponja. Adela, barrunto, estaba enamorada de mí. Aunque nunca me dijo nada. Yo no. Y me dolía no hacerle ningún caso, pero no podía evitarlo.
Muriel, la espigada y rubia londinense de ojos azules y un metro ochenta de altura, era mi lectora de inglés de aquel curso, por tanto, indirectamente, una aportación mía. Se incorporó con la intención de realizar un trabajo para su Universidad británica sobre nuestras actividades, y nuestra obra. Nunca he sabido si lo realizó. Si lo hizo en su país, no nos lo dijo, ni lo envió. Aunque, siempre que pienso en ello, llego a la conclusión, casi evidente, de que no dimos la talla suficiente para ser objeto de tal trabajo. Era más que guapa, atractiva. Lo sabía. En la clase, nos traía a todos un poco locos. Fuera del aula, también. Algunos pensaban que mantenía una aventura con Míkel. Nunca lo supe a ciencia cierta. El rumor, por lo que supe, había partido del alumnado femenino del propio Míkel. Quizá las alumnas de él estuviesen algo celosas de la inglesa.
Paco era amigo de Fabián. Aquel curso, creo, acababa Derecho. Era un enamorado de la poesía. Un enamorado ferviente y respetuoso. Tanto que tenía miedo de escribir no fuera a cometer sacrilegio.
Liberto escribía en prosa, él decía que poética y revolucionaria; decía, además, que era ceramista vocacional, porque de la arcilla salen los productos elaborados por el ser humano que más nos acercan a la Naturaleza; se ganaba la vida como funcionario del Estado. Por entonces, no habíamos visto ni un cenicero salido de sus manos. De la prosa, mejor que no se hable.
David me puso al día, El próximo martes recital. Me extrañé. Parecían demasiados, ¿Otro?, pero si mañana damos uno. Fabián lo aclaró con una sonrisa, y un gesto, no sé si resignado, fastidiado o alegre, El de la próxima semana, lo organiza una asociación de amas de casa, lo damos en Calypso, a las seis. En una semana dos recitales, después de los que llevábamos. Aquel trimestre, unos diez. Increíble. Claro que llenábamos un hueco en algunas programaciones de actividades, a las que dábamos un barniz cultural, y salíamos muy baratos, pues no cobrábamos, salvo gastos, si los había.
Javier deambulaba su vista sin descanso, era el romántico de El Grupo por antonomasia. Era compañero mío de Magisterio, y sobre todo, buen amigo. Tenía novia formal, desde hacía años. En eso me ganaba. También estaba enamorado de París. Ya casi conocía yo París. ¿Cuánto me habrá hablado de sus gentes, sus avenidas, sus museos, el barrio Latino, sus costumbres? ¿Cuántas mañanas hemos pasado hablando y hablando, un poco de tiempo después, de tantas cosas que se marcharon? De tantas cosas, durante tanto tiempo, que, creyendo que transcurrían minutos, en realidad, eran horas las que discurrían.
Fabián era el más 'profesional' de El Grupo. Era quien sentía la poesía con más intensidad y hondura. Tenía todo de poeta, salvo que no vivía de la poesía. También había publicado un libro, y su nombre, y un puñado de poemas, estaban antologados. Inconscientemente le llamábamos el espiritual: los elevados temas de su poesía, su extrema delgadez, su barba que flotaba al viento, nos lo indicaban. Aunque sus gafas de concha, con muchas dioptrías, le daban hálito de intelectual bibliotecario.
David era el de más años del grupo. Nunca supe su edad con exactitud, pero para mí siempre tuvo cincuenta y un años. ¿Cómo se puede fijar algo en la cabeza que no tiene ninguna congruencia con nada? Su cabello, siempre corto, tenía tres colores: castaño, plata y bermejo. Estaba casado con Amelia. Un encanto de mujer. Parecían felices. En el fondo, les envidiaba.
Míkel estaba enfrascado en el último soneto de Fabián, Le falta el acento de la cuarta en el tercer verso. Y Fabián, tras contar las sílabas con los dedos de la mano izquierda, resopló, como avergonzado, como si le hubieran pillado en una fechoría, Pues es verdad. ¡Qué despiste!. Me metí en la conversación, pues estaba sentado al lado, Desde luego no se te pasa una. Por algo es filólogo, remachó Muriel que estaba a su derecha. Percibí orgullo en sus ojos cobalto. Además de filólogo, natural de Ávila, poseer una espectacular barba negra, y sólo residir en Euritmia entre semana, era profesor de francés de Instituto. Como he dicho, se decía, no en El Grupo, que tenía un romance con Muriel. Si lo tuvieron, fue muy discreto.
Un poco más allá, se sentaba Begoña, ¿Cuánto tiempo Begoña?, Es que no he venido el otro día... Ya no recuerdo la excusa que me puso aquella noche. No importa. Podía haber sido cualquiera. Begoña tenía una sensibilidad exquisita para escribir. Lo hacía maravillosamente bien. Y recitaba todavía mejor. Su voz era melodía y entonación en estado puro... Sin embargo, no se preocupaba nada por ello. Para ella, era poco más que un pasatiempo.
Nuestras reuniones, pocas veces eran poéticas. Las más, eran pasar el tiempo, estar juntos, compartir, de vez en cuando, algún poema, divagar sobre algún tema más o menos sesudo, más o menos de actualidad, y despejarnos de la vida. Si acaso, soñar fantásticos proyectos futuros, que nunca cristalizaron.
Cada uno, teníamos una concepción muy ideal y muy diferente de este arte, que nunca he sabido para qué sirve. A lo mejor, ese era mi error y es que no tiene que servir para nada. Pero sigo en mis trece. Intuía, intuyo, que la poesía si no alivia el llanto, o denuncia la injusticia, o canta lo verdadero del ser humano, no es poesía, o al menos, le falta lo sustancial, lo vital. Podrá hablarse de belleza, y no lo discutiré con nadie. Hay casos tan evidentes, que mantener lo contrario ofendería al intelecto. Se podrá hablar de literatura, quizá. Pero no de poesía. Mis poemas eran puñetazos de palabras que percutían en el aire, sueños imposibles, irrealizables, lágrimas arrojadizas, quejas hechas llanto, y pétalos enamorados de rosa marchitada.
Mañana a las siete en el Instituto, dije, por decir algo; menos mal que lo hice. David me miró como si se dirigiera a un niño torpe, lento para aprender, No, hombre, a las seis, No fastidies, si a esa hora es cuando saldré del curro, Si quieres, me acerco a por ti en el coche, lo bajaré de todos modos. Pensé rápido, Pediré permiso diez minutos, seguro que no dicen nada. Añadí, Total me pilla cerca, sólo bajar el Postigo; llegaré. Se me ocurrió, además otra cosa, Por si acaso me retrasara, ponedme de los últimos, así estamos todos más tranquilos. Estuvieron de acuerdo y decidieron que actuaría en último lugar.
Cuando salíamos, más allá de las once, Liberto propuso, Veníos a tomar una copa. Era un noctámbulo empedernido. Me excusé, a modo de despedida, No puedo, todavía no he preparado el recital.
Era cierto. Además no tenía un duro.

domingo, 13 de septiembre de 2009

MAÑANA AMANECERÁ (V)

A aquellas horas de la tarde noche, con el frío helor golpeando en los cristales, era muy difícil encontrar a nadie que conociese.
Los últimos comercios cerraban sus puertas, despidiendo con sonrisas forzadas al postrer cliente que se había pasado más de quince minutos revolviendo todos los géneros, y marchándose de vacío, con una incoherente excusa en los labios.
En esos instantes, me encantaba un paseo por la calle Imperial. Me llegaba, desde el Banco, a la próxima Plaza y bajaba la calle. Me embozaba en mi gabardina, fumaba distraídamente... Me paraba en cualquier lugar para mirar el último detalle de aquella piedra que, en su tiempo, no fue labrada con la precisión y belleza que el edificio exigía. O, al contrario, admiraba lo primoroso del trabajo del cantero anónimo.
Poco a poco, me metía en mí mismo, con cautela, llamando a todas las puertas de mi corazón, cuando era yo el único que tenía sus llaves.
Añoraba las tardes de sol. Mejor dicho, las últimas entonaciones luminosas del crepúsculo euritmitense, como si el director de la orquesta que dirigía la sinfonía del atardecer, concluyera la obra ordenando, en la ejecución de su último compás, un largo e intenso calderón. Sobre todo, echaba de menos esos minutos, esos segundos quizá, pasados en la Alcazaba.
Fue allí donde te conocí, pensaba no sé si con melancolía o con deleite. En todo caso, con fruición de amante en ciernes. Como si escribiera. Era un pensamiento real, pero literario. Entonces, ejercía de escritor. Pensaba que, hasta en los paseos solitarios, mis pensamientos debían ser lo más literarios que pudiera. Todavía no había leído a Baudelaire, pero lo intuía...
Bajabas sola mirando el empedrado. Te seguí, entre curioso y hechizado. Quizá un latido de tu corazón llamó al mío... ¿Dónde podía caminar una muchacha como tú, sin nadie a su lado? Me intrigó tu melancolía, que adivinaba en el reflejo de tus cabellos... Me intrigó tu rostro, que no veía. Me intrigó tu voz, que no sentía... Era la hora del ocaso, esa hora un poco mustia, un poco melancólica, y bella, tan hermosa, que a sí misma se sonroja. Fuiste a sentarte a mi lugar predilecto, a ese semicírculo que se esconde de todo y que contempla el amplio horizonte. A ese lugar, donde las piedras ocres toman la dimensión especial del recuerdo, de la leyenda, de la aventura, del amor místico... Como hechizado, como curioso, fui a sentarme cerca de ti, a tu lado. Antes de que mis ojos te recorriesen, los dirigí hacia la espesa arboleda que crece en el fondo del alto precipicio, anhelando contemplar la majestuosidad del castillo...
Regresé al presente, de pronto. Ciertos actos, por muy literarios que sean, son incomprensibles para uno mismo. ¿Cómo es posible que me cuente a mí mismo lo que ya sé? Lo que debía de preocuparme no son los recuerdos, sino el futuro, el mañana. Sé que la poesía es hermosa. Y que, si quiero ser alguien en esto, debo de pensar siempre en la misma clave.... Joder con la poesía, acuérdate de que llevas casi cinco meses detrás de ella, y absolutamente nada. Ni siquiera te has insinuado... Ya, pero no quiero que me pase como con las otras, que, por ser muy lanzado, me he estrellado siempre... Lo malo es si se larga, por lento... Esto es muy difícil...
Volví atrás, desanduve el camino. De pronto, tuve mucha prisa, una prisa exagerada. Volví a la Plaza por ver si, casualidad del destino, estuviera por allí. No en vano, ella vivía muy cerca. La premonición que sentía en el pecho cada vez era más intensa...
Allí estaba, junto al quiosco de Carmelo.
(Carmelo era nuestro salvador en las horas de aburrimiento, con sus pipas, sus caramelos, sus cigarrillos sueltos -cuando el dinero no daba para comprar un paquete-, e, incluso, con sus chistes. Carmelo era sacristán de la iglesia del arcángel Uriel. Yo sé, aunque él nunca lo dijo, que Carmelo era feliz rodeado por nosotros, los jóvenes que llegábamos de la adolescencia. En una noche como aquella, yo no podía evitar el saludo a aquel hombre, Frías noches, Carmelo. Su voz, de lija desgastada, cruzaba el espacio congelado, Alegra esa cara, chaval, que llega la Navidad. Pues sí, debía tener yo un rostro terrible, si hasta el quiosquero lo notaba. Además era cierto, faltaban pocos días para la Navidad. Ya habrás comprado el turrón, mangante, Anda y tú, mira éste. Le pedí un chicle, aunque no tenía ganas de mascar, De clorofila, especifiqué).
Estaba allí. Sentada. Sola. Hecha un ovillo. Me había visto, y me esperaba. Le había notado una sonrisa, o eso me pareció, así que saludé optimista, Hola, ¿Hoy no vas a la reunión? Fue su pregunta como una bofetada a destiempo. La había olvidado por completo. Además, era la última antes de las vacaciones navideñas. Y, al día siguiente, teníamos un recital en un instituto, que, veinticuatro horas antes, aún no había preparado. En apariencia no me inmuté, como si lo tuviera todo controlado. Iré un poco más tarde, en veinte minutos, así me calientan el asiento, bromeé sin entusiasmo. Supongo que me creyó, ¿Qué tal desde ayer?, ¿Después de que te fuiste...? Pues normal; me tomé una copa con ellos y bajé rápido a casa; hoy ha sido un día malísimo: habré cargado en el examen de Matemáticas, en casa una discusión tonta por no se qué de unas cartas que alguien ha debido de perder, en el trabajo como siempre; menos mal que me he pirado un par de clases y he deambulado por ahí..., ¿y tú? Resopló, Lo normal: también hoy he tenido bronca, así que he pegado un portazo y me he largado; pero creo que voy a volver, porque hace un frío que me está afeitando las narices. Aquello de que se marchara tan rápido no me gustaba, quería estar más tiempo con ella, Vamos a tomar un cafelito, Estoy sin blanca. Me rebusqué en los bolsillos. Mis más terribles sospechas se confirmaron, no sé si me sonrojé, pero lo hubiera tenido que hacer, por bocazas, Pues yo tengo lo justo para una copa, luego.
Los de la Cafetería La Meseta, donde nos reuníamos los lunes por la noche, exigían a cada uno del Grupo, al menos, una consumición. No era mucho por dos horas. Además, habíamos llegado al acuerdo de que cada uno pagase lo suyo, salvo circunstancia muy especial, y no era cuestión de pedirles, esa semana también, pues las dos anteriores se me había olvidado llevar el dinero, que me volvieran a invitar.
Suspiré. Lo que no podía ser, no podía ser, y además era imposible. Proseguí sin darle importancia, Bueno, por lo menos levántate, andaremos un poco, ¿qué ha pasado en tu casa?, Nada. ¿Nada?, ¿Y estás así por nada?, pues que señor tan importante, ¿o es señora? Conseguí que sonriera un poco tristemente, Es que me han pillado el paquete de tabaco, y me han montado el número, figúrate. El tabaco era otra de las peleas que manteníamos en casa. Los mayores sabían de antemano que la tenían perdida, pero en ese tema eran rigurosos. A mí, por ejemplo, aunque alguna vez me daban dinero para comprarlo, no me dejaban fumar en casa. Manías. ¿Qué te han dicho?, Se han puesto en plan plasta, ya sabes, que si el médico, que si la salud, que si el abuelo murió de cáncer..., vamos bordes, bordes..., vaya, que no soporto sermones, así que me he venido. Ya, contesté por contestar algo. Como digo, los mayores tenían perdida la batalla, pero nosotros sabíamos, aunque seguíamos fumando, que tenían razón. Todo lo dejábamos fiado a nuestra juventud. Era imposible que, siendo tan jóvenes y sanos, nos pasara algo por culpa del tabaco. Cuando fuéramos mayores, como ellos, ya veríamos. Cualquiera, además, lo podía dejar cuando quisiera. Sobre todos nosotros, que éramos muy machos, y teníamos los atributos necesarios...
Dimos una vuelta por la Plaza, en silencio. La contemplaba anhelante. Tres, cuatro, no sé las veces, intenté despegar los labios y decírselo, pero, una vez más, quedé mudo. La situación era ridícula. Ella se dio cuenta de que algo me azoraba. Era muy intuitiva. Además, estaba casi temblando por el frío, comprendió que lo mejor era evitar una metedura de pata por mi parte, Me voy a casa, ¿Te veo mañana en el recital?, No creo, tengo que empollar, lo siento, No te preocupes, ¿Tú, qué, no estudias nunca? Tenía razón los lunes reunión, mañana recital, el miércoles oración, pero le respondí, Sólo nos queda el jueves el examen de Pedagogía, el viernes nos dan la vacaciones; bueno, nos las damos nosotros, porque dicen que hay que ir el lunes, y pasamos directamente, Vaya suerte, ¿no? No sé por qué, pero me dio por decir la tontería, Hay que sabérselo montar... La respuesta fue inmediata, Ya salió el fantasma, Pero si es verdad, Hasta luego, Adiós...
Y se largó. Ni me dio tiempo a preguntarle que cuándo nos veríamos. Lo volví a conseguir yo solo, meter la pata, por no decir lo que me abrasaba la garganta, y por decir las estupideces que no tenía que haber mentado.
Otra vez descender la calle Imperial, tenía que ir a la reunión, pero no llevaba prisa. Ni ganas, casi. Y eso era noticia.
Otro día en blanco, pensé.
Ahora bajaba cabizbajo, sólo tenía en mi mente sus ojos que no se apartaban de mí.
De pronto, sentí cómo una lágrima brotaba y se golpeaba triste contra mi rostro. Levanté la cabeza. Nadie me había visto. Y si me ven que se aguanten, refunfuñé en voz audible. En realidad, era un comentario de impotencia, más que otra cosa. Era el comentario de la soledad y del sufrimiento más hondo que teníamos por entonces; a veces, he pensado que ese era el único sufrimiento que teníamos. Si había más, nacían de él. Y si me ven que se aguanten. Los hombres también tenemos derecho a llorar, remaché como si hubiera encontrado otro derecho fundamental de los seres humanos a incluir en la Declaración Universal de la ONU, ¿o sería el comienzo de algún poema inédito?
A esas de horas de la noche, con el frío helor golpeando en los cristales, era muy difícil encontrar a nadie conocido.

domingo, 6 de septiembre de 2009

MAÑANA AMANECERÁ (IV)

Anochecía a la velocidad propia de diciembre, tan cerca ya del solsticio de invierno, cuando las horas de luz parecían simples y lejanos recordatorios. Era la hora de dirigirme a mi lugar de trabajo: todas las tardes un par de horas a la sucursal del Banco de España en Euritmia, como limpia cristales.
Que denomine trabajo a esta actividad vespertina de dos horas, se debe, a la existencia de un contrato laboral, y a que al final de cada mes, sin retrasos, la señora Dioni acudía a la sucursal con cuatro sobres personalizados para cada uno, conteniendo la cantidad pactada en su interior. Por eso, y nada más, utilizaré la convención de llamarlo trabajo.
Digo que conseguí el trabajo, por casualidad, casi sin intentarlo, como un milagro. En un verano en el que tenía problemas en mi familia, decidí buscar un sueldo que me permitiera una mínima independencia económica. O sea el modo de acceder a tabaco, libros, cine y copas, nada más. Y sin excesos.
Como digo, mirando las ofertas de empleo en el Diario de Euritmia, leí el anuncio. Es como si me hubiera saltado a la vista. Parecía fabricado expresamente para mí aquella mañana. Como si alguien dadivoso supiera de mis intenciones y se anticipara a ellas. Fue muy fácil. Fue el primer anuncio que leí, y la única llamada telefónica que realicé. Entre la lectura del anuncio, y la consecución del empleo, mediaron, aproximadamente, dos horas, quizá menos. No era lo que me había planteado al principio, pues sólo había pensado en un trabajo para los meses veraniegos. La opción que me ofrecieron mejoraba mi idea inicial. Dispondría de más tiempo libre durante el verano (es decir podría seguir escribiendo por las mañanas del estío), trabajaría durante todo el curso y nada me impedía continuar los estudios. Y lo fundamental: de algún modo alcanzaba una nueva situación ante los demás y ante mí mismo. Tampoco aspiraba a mucho más: una pequeña cantidad de dinero cada mes, que evitara acudir cada semana a mis padres suplicando que engrosaran mi cartera. Ellos estaban al límite. Y había que sumar, además, la factura del colegio.

La sucursal era más bien pequeña, pero con multitud de rincones que se ensuciaban, siempre se ensuciaban y había que limpiarlos... Lo primero que se ofrecía a los ojos, al traspasar la puerta giratoria, era la zona de Caja, rodeada por una muralla de cristales antibala elevada hasta el techo , con varias ventanillas para atender al público. Tras las rejas de éstas, había el mismo tipo de protección. Era lo más parecido a un búnker que jamás había contemplado, eso sí, un búnker transparente. El suelo del patio era de mármol blanco y las paredes estaban cubiertas por losas del mismo material de color entre cárdeno y ocre.
Mi saludo, normalmente, era contestado por los guardianes del tesoro. 'Buenas tardes, ¿Qué hay?' La vigilancia y custodia, los guardianes del tesoro, la hacía una pareja de la Guardia Civil. En el tiempo en que permanecí allí, conocí a la mayoría de los números que tenían su destino en la ciudad. Con alguno, hice buenas migas, y, en las tardes vacías, cuando acababa de quitar polvo, o había terminado de eliminar marcas de dedos, bastante tarde, después de acabara mi horario, nos sentábamos ante la enorme mesa que estaba en el centro del patio. Con una baraja, jugábamos a cualquier cosa y hablábamos. O escuchaba. Las más de las veces escuchaba. Las cartas, la mayoría de las ocasiones, eran excusas que se entretenían en nuestros dedos.
En este ambiente, donde me trataban casi como a un igual, descubrí que los adultos pensaban no muy distinto de los jóvenes, pero pausadamente, sin tanta fogosidad, como si hubieran quitado una velocidad a la marcha de su vida.
El servicio lo cubrían semanalmente dos parejas de números que se turnaban en jornadas de veinticuatro horas. Por tanto, los lunes, y martes había cambio de guardianes del tesoro. Así que tales días de la semana, al principio de la jornada, la conversación se repetía, como una noria infatigable, 'Ya tendrás novia...' Era el comentario clave, la incógnita a resolver, la pregunta existencial, como vengo diciendo. En realidad para mí era una ecuación de tercer grado con miles de incógnitas, y yo siempre fui de letras, o sea incapaz de resolver más allá de una regla de tres. Ante tal avalancha, era lacónico, 'Pues no...' E insistían, 'Bueno, una amiga especial'. Era lo mismo, pero, como entonces, y ahora, a esas edades negábamos la existencia de una novia, pues el sustantivo nos horrorizaba por lo que tenía de referencia a perpetuidad, a falta de libertad, creían, los adultos, que lo que teníamos todos, era una, o varias, amigas especiales. 'No', repetía con contundencia, hastío, y rabia, pues, para mi desgracia, la negativa no se debía a un afán de proteger mi intimidad: era mi desoladora y desgarradora verdad. Pero ellos, probablemente aburridos de sus cosas, acaso de sus vidas, seguían caminando por la misma senda. 'Con la cantidad de ellas que hay, Además, si ahora las chicas tiran que es un gusto'.
Obvio es decir, que cuando afirmaban tales cosas, no había ninguna mujer delante. Aunque, ellas, que eran más machistas que yo, opinaban cosas parecidas. Ellos proseguían, mi respuesta les daba lo mismo, 'Si en nuestro tiempo hubiera sido como hoy', 'Si tuviese treinta años menos...'
Lo de siempre, cuando empezaban por ahí, sonreía y los contemplaba. Me preguntaba dónde residiría la diferencia entre los hombres, entre unos y otros, entre unas épocas y otras... Ellos afirmaban, con envidia, que las chicas, las de nuestra edad, tiraban en cantidad y nosotros, ávidos e insaciables, nos quejábamos de lo contrario. Luego, como si todos tuviesen el mismo disco, llegaba la historia.
A veces parecía que, afuera de los muros del edificio, en vez de un jardín rectangular con castaños y una estatua aterida, hubiera una gran sala de cine en la que siempre proyectaban la misma escena de la misma película, erótica, por supuesto. Señalaban, con un gesto apenas, al jardín colindante, 'Pues anoche, estaba una pareja en uno de los bancos de allí, dándose uno achuchones que quitaban el hipo; y era ella, no te creas, la que más se movía, él como si tal cosa...' Yo ponía mirada neutra, piscícola, sin contenido. Estaba seguro de que imaginaban más de lo que veían, si es que habían visto algo. Ellos continuaban a lo suyo imparables, 'Si es que los chicos estáis parados', 'Mira...' Era el momento álgido, empezaba la clase práctica.
En mitad de ella, como si hubiera escuchado algo y no quisiera que pervirtieran mi supuesta castidad juvenil, llegaba la señora Carmen, la más antigua en el puesto de trabajo, que no la mayor en edad, la encargada de la limpieza.
Digamos que era mi jefa. Aunque, muy pocas veces ejercía de ello. Dejaba a mi criterio el trabajo a desarrollar, salvo que un ordenanza del Banco indicara expresamente alguna tarea. Tenía una sola obligación diaria: los cristales de la puerta giratoria, la primera altura de los blindados de la caja y los demás de la parte principal. A partir de ahí, el orden y lo que hiciera en cada zona del edificio dependía de mí: las ventanas de las oficinas, de las escaleras, de los sótanos, del patio, el resto de los cristales blindados de la caja, las paredes, los globos de luz, las letras doradas de la calle, los faroles, etc. Era yo quien lo determinaba y distribuía mi ritmo.
Si algún día cometía la torpeza de demorar la charla, como aquel lunes, solía aparecer por el cuartito, refunfuñando, 'Bueno, ¿es que no piensas hacer nada?' La miraba aliviado, pues tanta monserga de macho adulto, no me sentaba muy bien, pero no sabía cómo desaparecer sin que se me notara que empezaba a estar harto de que minusvaloraran a nuestra generación, al menos en ese campo. 'Sí, mujer, sí...', respondía, mirándoles a ellos, como diciendo, 'Ahora no puedo seguir, ya veis, el deber me llama'. Ella remachaba victoriosa, 'Pues, a cambiarte de ropa... ¿Qué vas a hacer hoy?' Normalmente, tenía que pensarlo, porque lo solía decidir sobre la marcha, mientras me cambiaba de ropa, en un minúsculo cuarto de baño. Casi nunca iba preparado, pero aquella tarde sí lo estaba. Necesitaba soledad, así que había pensado en el lugar más escondido de la sucursal, 'Bajaré a la caldera'. Aquel día parecía mandona, o le habían dicho algo, '¿Y cuándo piensas hacer las ventanas de la escalera?' Eso, durante el invierno, lo tenía claro, 'El sábado, que vengo pronto, para no manchar la escalera a Leo'. Leo era otra de las mujeres de la limpieza. Junto con Primi completaba el trío. Carmen estaba casada; Primi era viuda; Leo permanecía soltera. En la variedad está el gusto. Mi respuesta fue adecuada y me dejó tranquilo, 'Pues anda, que enseguida se hacen las ocho y ni te has movido...'
Lo que ella no sabía, es que yo sí sabía que las ocho se llegarían una hora y cuarenta y cinco, o cincuenta minutos después. También sabía que limpiar los cristales de la Caja, siempre con más de una rebelde huella dactilar (a veces pensaba que algunos dedos habían nacido para estamparse contra los cristales y dejar perenne su traza), los de la puerta giratoria, los del cuartito de vigilancia de los agentes, y limpiar las tuberías, y las lámparas en forma de globo de la caldera, así como un par de ventanucos que allí había, entreverado todo ello con algún cigarrillo, me llevaría, sin distracción, pero sin agobio, una hora y cuarto u hora y media, poco menos. Es decir, me sobrarían treinta o treinta y cinco minutos, que debía distribuir sabiamente, para que no me metieran en otra actividad. Mi técnica era muy simple: paradas imperceptibles, lentitud no exagerada, cambiar más veces de las necesarias el cubo del agua... Con estos recursos, para los que, ciertamente, no hay que hacer ningún máster, mi tiempo de estancia en la sucursal era tedioso, lento, la cabeza daba vueltas a muchas cosas... En realidad, no a tantas. Acaso solo a dos: ella y algún poema en el que anduviera enfrascado.
Muchas veces, no todo salía según el guión previsto. Algunas tardes, como aquella, se oía una voz tranquila, pero acostumbrada a ejercer el mando, '¿Está el chico?' Era el señor Albino, uno de los conserjes de la sucursal. Bajo, rechoncho, de vivos ojos azul pálido. Venía, sin saberlo, a sacarme del letargo. Alguien solía responderle vagamente, 'Por allí anda'. Y yo, si le oía, gritaba, '¡Voy!', para que viera mi disposición, y porque la mayoría de las tardes no me importaba, ya que me sacaba del tedio. El señor Albino era una de las personas más comprensivas que he conocido. Cuando creía oportuno no ver algo, no lo veía, simplemente. Cuando exigía, lo hacía con humanidad y firmeza. Durante la guerra, al igual que el otro ordenanza, que también vivía en el edificio del banco, debió de ser sargento provisional, o algo así, nunca lo supe bien. Sin embargo, a diferencia del señor Ubaldo, que me habló más de una vez de sus aventuras rusas con la División Azul, no le gustaba hablar de aquello. Al llegar donde estaba, me daba las instrucciones. Casi siempre, como aquella tarde, eran sobre lo mismo, 'Tienes que sacar la escalera larga y ponerme una bombilla en el farol de la izquierda, pero, antes, mírala, no vaya a ser que sólo esté floja'. A pesar de que me enfadaba sacar tal escalera, añadía algún comentario, '¿Puede quedarse para sujetarme la escalera?, ya que saco el armatoste limpiaré los faroles de la calle'.
Una de las cosas que más me fastidiaba era sacar la dichosa escalera. Yo le llamaba el armatoste. Era metálica, muy larga, más de cinco metros, de una sola pieza, y más que pesada, que no lo era en exceso, de difícil manejo a causa de la estrechez de los pasillos en cuyo trazado había diversos ángulos de cuarenta y cinco grados con los que topaba en el camino, a causa de la poca altura de las puertas. Cuando tenía que sacar el armatoste, parecía que me disponía a organizar maniobras militares. Previamente debía abrir la puerta del dormitorio de los guardias civiles, un minúsculo cuarto habilitado a tal efecto en el subsuelo del banco, así se facilitaba la primera maniobra, la de salida; pero a veces no era posible, pues el mechinal podía estar ocupado por uno de los agentes que estuviera descansando, nunca los dos. En ese caso, sacar el armatoste por el angosto pasillo, era, sino imposible, muy difícil. Pero, al final, salía con relativo éxito de la empresa, salvo alguna magulladura más en las maltratadas paredes del pasillo, lo que no era del agrado, ni de la señora Carmen, ni del señor Albino, pero ¿qué podía hacer yo? Luego, la segunda penosa faena: subir dos tramos de escalera, sobre todo, el giro a la derecha, antes de iniciar el segundo, en un espacio estrecho y bajo, que podía ocasionar alguna otra lesión en la capa de pintura de la pared. Si había que sacarla a la calle, como esa tarde, además, había que abatir totalmente las hojas de la puerta giratoria, en caso contrario, el armatoste no podía salir. Y lo último, probablemente lo más peligroso, era situarla en la calle. La estrecha acera, de grises losas graníticas, era irregular y el dichoso armatoste, nunca asentaba correctamente los apoyos, por lo que, o la calzaba, para lo que no era muy ducho, o alguien la sujetaba. Normalmente, el mismo señor Albino. Alguna vez, si tenía que sacar la escalera, pero él no estaba por allí, algún número de la Guardia Civil hacía tal labor. Supongo que salir a la acera de la calle y ayudar al chico de los cristales, era una forma de distraerse durante unos minutos.
Con este contratiempo, que era relativamente habitual, pues no sé por qué misteriosa razón, las bombillas se fundían con frecuencia, mis planes cambiaban y tenía que disminuir, o eliminar, mis paradas y acelerar el ritmo. A aquellas horas, solía haber una perjudicada que no callaba, 'Ya me estáis pisando esto, podíais dar la vuelta por otro sitio, digo yo'. La señora Primi, la viuda, era encantadora y vital. Siempre se quejaba de que le pisábamos lo que acababa de fregar. En realidad, nadie le hacíamos mucho caso, pero al final de la jornada, como un milagro cotidiano, el suelo quedaba totalmente limpio.
Esas dos horas, pasadas entre transparencias y conversaciones adultas y algún cigarrillo, me descargaban, me relajaban, me estimulaban para seguir luchando. Era eso, y no el dinero, que tampoco era, ni podía ser, mucho, lo que me aferraba allí.
A pesar de que los ciento veinte minutos se hicieran largos, y aunque hacia donde más se dirigía mi vista era al reloj, al final de cada jornada (a las ocho de la tarde entre semana, y a las seis los sábados) , me daba cuenta, casi de forma tangible, que aquello me venía bien y ayudaba a mi madurez.
Cuando miraba a la mayoría de mis amigos, y les decía que estudiaba y trabajaba, notaba en sus miradas cierta envidia y algo de muda admiración. Nunca les oculté la verdad, se hubieran enterado de otro modo, además, en el fondo, estaba orgulloso. Les explicaba que trabajaba como limpia cristales, y que por ese trabajo, que sólo me ocupaba un par de horas todas las tardes, me pagaban poco más de veinte mil pesetas. Pero trabajaba, y tenía veinte mil pesetas más que la mayoría de ellos, cada mes.