Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

domingo, 31 de enero de 2010

MAÑANA AMANECERÁ (XXV Y ÚLTIMO)

El resto del mes de diciembre fue como si me lo hubiera pasado viajando en globo alrededor de Euritmia. No sentí que mis pies tomaran tierra casi ningún día. Percibía la realidad a distancia, con la perspectiva justa que evitara que fuera una amalgama informe e irreconocible, pero que no afectara, o al menos mucho, mi felicidad; la lejanía suficiente, en fin, para esconder sus más brutales deformaciones y sus más temibles errores que me la hacían repulsiva y dolorosa.
Las cosas tardaron en solucionarse, más de lo que nos hubiese gustado.
Todo fue muy lento y muy farragoso, como si anduviéramos en un lodazal lleno de trampas, recovecos y peligrosos animales que nos acechaban. Cada paso que se avanzaba, se retrocedían dos. Era un pasodoble, a la inversa. Pero el Vaticano había puesto un muro sólido a la espalda de los contendientes, una elevada e infranqueable protección que impedía, o eso parecía, la vuelta atrás. Se podía hablar de todo, durante todo el tiempo que hiciera falta, pero para ello no se podía disparar una sola flecha. Así que cada noche, después de escuchar los comunicados oficiales que se emitían, normalmente tres, uno por cada parte, se percibía que los avances eran lentos, casi nulos, nos acostábamos sabiendo que, por lo menos, al día siguiente amanecería, porque seguían abiertas las negociaciones. Y eso era muy poco, poquísimo, pero al menos nos garantizaba continuar con vida.

Se acercaba la Nochebuena, y esa fecha se convirtió en simbólica. De algún modo, el miedo nos volvió a atenazar. Algún profeta de lo maldito, y en cada país hubo más de uno, se encargó de difundir la teoría de que, para aquel día, se debían de solucionar las cosas, que era esa la última oportunidad. Parecía que si, entonces, no se había llegado a la firma de un tratado de paz, en cualquier momento, se reanudarían las hostilidades.
No sé muy bien por qué, quizá por la reiteración machacona, quizá por la pluralidad de su procedencia, pero el caso es que esa idea pasó a formar parte de las verdades absolutas acerca del conflicto. De hecho, la primera vez que la escuché, me sonó a predicción de vidente aficionado, de echador de cartas necesitado de publicidad para mantener el negocio. Pero, por razones ajenas a mi entendimiento, ya digo que anduve en estado de levitación varios meses desde aquel miércoles glorioso, tal premonición se convirtió en fundamento político y estratégico del conflicto. Se podía resumir del siguiente modo agónico: si el veinticuatro de diciembre, no se firma un tratado de paz, estallará la Tercera Guerra Mundial.
Las perspectivas no eran muy halagüeñas.

Cada noche, a pesar de todo, hubo oración de jóvenes en alguna parroquia de la ciudad. En realidad, se redujeron a tres o cuatro, a causa de la capacidad de sus templos. La que más se utilizó, por ser la más grande y la más céntrica, fue San Emilio. Al menos en ese espacio el desánimo no cayó. De hecho, no creímos aquella profecía infausta…
Aquel tiempo de Adviento, realmente fue de espera para toda Europa, que, como zona más afectada del Planeta, fue la más insistente en la iniciativa. Una espera angustiada, una espera que desgastaba las energías, una espera que nos envejecía, y si eso no se notaba en las arrugas del rostro, se percibía nítidamente en el cansancio atemorizado de las miradas, y en el peso trágico de algunas palabras. Una espera, sin embargo, constante, pertinaz. Tañidos para la paz. Una espera que supuso que la vida tomara más sentido de lo que había tenido hasta ese momento. Incluso impidió que se cometieran muchas locuras.
Cada día se reunían en el Vaticano las delegaciones diplomáticas. Cada noche una buena porción de jóvenes, y no tan jóvenes, europeos nos juntábamos para rezar por la paz. Parecían dos carreras de fondo. Dos maratones sin final establecido por la organización. Nosotros respondíamos a su falta de acuerdo, con la unanimidad del deseo. Contestábamos sus dilaciones inexplicables, con la claridad de nuestro único grito. Estaban ahí en permanente diálogo de sordos, o eso nos parecía; estábamos aquí, en silencio, orando, con una sola palabra en la boca.
No bajó en exceso el número de asistentes. Teníamos la sensación, para mí era certeza, de que esa presencia constante en todo el Continente, aunque nada más que fuera testimonial, era imprescindible. Los dirigentes allí nos tenían, incansables al desaliento, en las viejas iglesias europeas, que se habían convertido en nidos de esperanza. Queríamos la paz. Sólo. Algunas noches, tras escuchar el comunicado, percibíamos que la cosa parecía casi hecha; pero, otras, barruntábamos que la fiera, viscosa y ávida de muerte, se desperezaba y el peligro era inminente. Nos sentimos zarandeados, como muñecos de guiñol en manos del artista. Pero no cejamos en nuestro empeño. Era lo único que podíamos hacer, y creo que lo hicimos muy bien.
Aprendimos en aquellos días, al menos yo, que la fuerza de la palabra está en su constancia, está, no en el rito en sí mismo, sino en su sentido último. Aprendimos que, cuanto más la desnudábamos de oropeles, era más eficaz. No sé si llegaron a enterar muy bien de la existencia de aquellos actos, supongo que sí; y, si tuvieron noticias de ellos, no sé si les hicieron pensar algunos minutos, siquiera... Espero que sí. Pero, con el invierno golpeando sobre la faz de la tierra, calcinada en parte, mantuvimos firme nuestra acción.

Y llegó el día de Nochebuena. Un día frío, pero soleado. Un día de hielo. Una Nochebuena en la que, más que nunca, necesitábamos de la llegada de los ángeles. Una Nochebuena en que nos sentíamos atenazados, aunque en apariencia fuera un día más.
En el ambiente la sensación era un extraño cóctel de miedo, ansiedad, esperanza e impaciencia. En la calle se percibía más silencio que en los últimos días. La actividad, que casi se había normalizado, descendió de forma palpable, nuevamente. Todos teníamos un trozo de alma dándose una vuelta por la Plaza de San Pedro. Quien más, quien menos, había puesto un belén aquel año con la misma intención. Quien más, quien menos, sentía un nudo en el centro de las entrañas. La mañana transcurrió más silenciosa que nunca, si exceptuamos aquel martes de nieve y muerte. Muchos nos paseábamos por la Plaza. Nos mirábamos para ver si descubríamos alguna noticia en los rostros de los demás. Todo era mutismo.

Por fin, a las dos de la tarde, como el anuncio anticipado de los ángeles a los pastores, se difundió de forma oficial, que estaba dispuesto para la firma el tratado de paz, que por petición expresa del Papa, a la que accedieron ambos mandatarios, se rubricaría el día de Navidad. Sonaba a cuento de Dickens, y era tan hermoso que sonara a cuento.

Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad
Pero también era necesaria esa liturgia; en tanta falsedad iba el envite de nestra vida, así que mejor hacer como que nos lo creíamos.
No hizo falta esperar a la firma para conocer sus contenidos. Hubo una rueda de prensa conjunta repleta de falsas sonrisas, indirectas tremendas, pura pose, hipocresía, una malísima representación de la mentira.
Se había llegado a acuerdos satisfactorios para ambas partes. Se volvía a la situación fronteriza previa al comienzo de las hostilidades. La OTAN y el Pacto de Varsovia no intentarían cambiar el statu quo establecido, ni intentarían modificar sus respectivas zonas de influencia. La URSS se comprometía a luchar contra el terrorismo internacional. Ambas alianzas internacionales, con las dos superpotencias a la cabeza, se comprometían a iniciar los estudios y las negociaciones para dar los pasos tendentes a la progresiva reducción de las armas nucleares, hasta su total desaparición. La URSS, sin renunciar a los principios marxistas leninistas, ni modificar su marco jurídico interno, aceptaba una evolución dentro de sus fronteras para reconocer ciertas libertades, como la de expresión y asociación. En resumen, todos dijeron que no había ni vencedores ni vencidos, y de forma tácita, admitieron sus errores. En aquel tratado también figuraron otras cuestiones, probablemente las más trascendentes a corto plazo. Acordaron que la comunidad científica de ambos países lucharía conjuntamente, de buena fe, y sin ocultar datos a la otra parte, para buscar soluciones a los daños causados. También de mutuo acuerdo se buscarían fórmulas para paliar en lo posible los daños ocasionados a víctimas inocentes. En fin, parecía un buen acuerdo, al menos sobre el papel, quizá el único posible. Hasta el Papa sacó el compromiso escrito de ambas superpotencias de no agresión mutua en los próximos doscientos años. Supongo que, en el fondo, se trataba de papel mojado: un gesto para la galería. Pero se firmó con todo boato y esplendor. Y quién sabe, lo mismo esa firma, si se ratificaba por los respectivos parlamentos, sería eficaz y detendría futuros caprichos y locuras. En definitiva, mucha palabrería, pero poca enjundia, salvo que las cosas volvían al sitio de donde no debieron salir, que todos mostraban buenas intenciones, y que había mucho miedo ante las consecuencias. Y no era para menos.
Nunca supimos qué habían pretendido los americanos, quizá demostrar que las cosas estaban donde ellos querían que estuvieran. Todo había sido un aviso. Quizá quisieron recuperar y reunificar toda Alemania. Quizá tuvieran informaciones de ciertos movimientos soviéticos preocupantes, tanto en África, Latinoamérica y Oriente Medio, y de esta forma lo pararon. Otros dijeron que había movimientos internos de cambio en la propia URSS y los americanos quisieron acelerarlos, aprovechando la aparente debilidad del régimen comunista, que evidenciaba esclerosis múltiple, y no sólo en sus ancianos dirigentes. ¿Quién sabe? O simplemente que un loco andaba suelto. O nada de eso...

A pesar de la paz, de aquella paz, nuestra generación, vive con el miedo prendido en el centro de las entrañas. Cuando enchufo la radio, cada mañana, temo escuchar noticias como aquellas de aquel día. Cuando no es así, respiro. El tiempo ha servido para que cicatricen las heridas; y como si la cicatriz no fuese suficiente, como si el cuerpo de la Humanidad necesitara estar siempre sangrando por algún sitio de su organismo, se tiene la necesidad de abrir otras. Siempre, parece, hay un enemigo al que eliminar. Y cada vez que hay un enemigo que eliminar mueren miles, cientos de miles, de inocentes.

Aquella noche, fue la Nochebuena más intensa que jamás haya vivido. No sé si sentí el nacimiento de Dios, pero sí sé que agradecí profundamente el que se concretara el mensaje que traía colgado del brazo.
Por fin, en la misa del gallo, cuando el Gloria era acompañado por el alegre tañido de las campanas, y la iglesia celebraba la llegada a este mundo de Dios, convertido en un débil niño desvalido, todo el sufrimiento de aquellos días adquirió una simbología especial.
Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad.
¿Cuántas lágrimas corrieron por tantos rostros durante esa canción de júbilo?

Y luego, sin que nadie lo insinuara, nos llegamos hasta la Plaza, siempre la Plaza, donde las vidas iban pasando ante nuestros ojos. Ella y yo abrazados, como todos esos días, flotando un palmo o dos por encima de la tierra, con los ojos perdidos en nuestra estratosfera, que en mi caso eran sus dos luminarias. Alimentándonos de besos y caricias y sonrisas y miradas cómplices... Con todos nuestros amigos, de los que he hablado, y muchos más, y con la coral de jóvenes de Euritmia, acompañados de las estrellas que brillaban más hermosas que nunca, cantamos y cantamos villancicos. Muchos desentonábamos, pero no importó, y si alguien se dio cuenta no dijo nada. No le hubiera servido.
Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad.

Y aprendimos, por fin, que la única fuerza somos nosotros mismos. Que la verdadera eficacia reside en que las voluntades se aúnen convencidas de que lo que buscan es lo bueno, lo mejor. A la larga, no importa casi nada, el volumen de nuestras voces, ni la belleza de los sonidos de las palabras, ni la elocuencia. Lo que importa realmente es la constancia. La clave es no desfallecer.
Personalmente descubrí, como otros lo habrían hecho antes, que se resiste mejor en la lucha, aunque sea tan testimonial y utópica como la nuestra, con un hombro donde apoyarte en las horas del desánimo y el cansancio. Se aguanta más con unos oídos atentos a tus deseos, pendientes de sus necesidades. Es más liviano el sufrimiento, cuando sientes una caricia, o un beso inunda el ritmo acelerado de tus entrañas. Si, además, tienes un corazón que lata al compás de tu corazón, puedes llegar hasta el fin del mundo sin desmayo.

Y supe que estaba equivocado, que las vidas no desfilan delante nuestro como lo hacen las gotas de lluvia; que las vidas no son pequeños granos de mostaza, si se comparan con la mía, siempre importante, siempre redentora de no se sabe qué, o quién, pero redentora, al cabo; todo era mentira, pues, cuando algo, aunque sea el miedo, te hace mirarlas, descubres que, en realidad, las vidas son las infinitas respuestas a las preguntas que lanzas desde el propio miedo, o el desaliento, o el cansancio. En fin, descubrí que sin esas vidas, en apariencia tan ajenas, la tuya tiene menos sentido que un grito en el desierto, y no tendrá ninguna respuesta, que puede ser peor.
Las vidas.
¿Cuántas vemos pasar a nuestra vera? ¿Quizá miremos siquiera una? Y, sin embargo, todas confluyen, desembocan en los mismo: morir; pero morir, no que las maten.
Simple y llanamente morir. No dramatizaremos, ni lloraremos. Es una realidad tan aplastante, que, por ella misma, vive, ante nuestros ojos. Acaso sea la única verdad inquebrantable. Sin embargo, no pensamos, o lo hacemos en menor medida, en ella, su recuerdo nos queda vestido de raso azul: tenue, alejado, esfuminado, pero permanece... Ese eco de lo que ha de pasar, al que no mostramos excesiva atención, quizá porque es tan cotidiano como el latido de nuestro corazón. Pero intentaron que se confundiera con el grito estentóreo de los que quieran aniquilar las vidas a destiempo, porque se han erigido en defensores y guardianes del bien. Y de forma inmediata, descubrimos la diferencia, la mentira. No es lo mismo, y sólo queríamos lo nuestro.

Aprendí, en definitiva, que esas vidas que pasan ante nosotros, si no las miramos con amor, al menos con ternura, nos las perdemos, y esa es la mayor pérdida, y el mayor riesgo para que nuestra singladura zozobre sin remisión. Sin duda es más hermoso contemplar una vida, que una puesta de sol. Por maravillosa e irrepetible que ésta sea, más maravillosa e irrepetible es aquélla.
Aquel día/aquellos días, junto a la mía, pasaron muchas, y no sé por qué instinto de supervivencia no me escondí, asustado, bajo la almohada de mi cama, sino que me fijé más en ellas que nunca. Quizá porque intuí que, sin ellos, sin su fuerza, sin su apoyo, sin su presencia, en fin, hubiera naufragado en medio de la tempestad que sufrimos todos.
Además de salvarme de la desesperación, supe que, detrás de cada una, anidaban tantos anhelos, tantas ilusiones, tantas esperanzas y tantos deseos como en la mía, o más. Incluso, como en la mía, anidaba el amor, el verdadero guardián de nuestro latido. Y por eso, descubrí que eran tan dignas de ser tenidas en cuenta como la mía, o más. Y por eso, hoy las he querido esbozar.

El tiempo ha transcurrido. Aquella pesadilla se hizo añicos, gracias al cielo, como luego los muros, y algunas tiranías, aunque queden muchos por derribar. Muchas de esas vidas continúan latiendo junto a la mía. Otras, para nuestra desgracia, han desaparecido. Pero cada una lo ha hecho a su manera, cuando lo tenía que hacer, no cuando los otros quisieran, los falsos guardianes de nuestra respiración.

Amanecieron más días. Contemplé otros amaneceres, otras puestas de sol. Espero que sigan amaneciendo muchos más. Pero, sobre todo, sigo contemplando las vidas que me tocan en suerte. Y deseo con verdadera fuerza, que las vidas que pasan junto a la mía no lo hagan como si fueran pequeños granos de mostaza, sino como hermosos amaneceres que me atraen por su riqueza y esplendor, por su inefabilidad y hermosura.

Ahora, que me voy a acostar en su compañía, sé que mañana amanecerá.
Es suficiente.
...Y es tan hermoso.

domingo, 24 de enero de 2010

MAÑANA AMANECERÁ (XXIV)

La discoteca Dolly era la más grande y la más moderna de Euritmia, aunque su nombre siempre me pareció más que desafortunado. Pero así estaban las cosas. Se ve que los gustos de algunos empresarios de salas de fiesta, discotecas y similares no eran coincidentes con los míos. El local se situaba frente al parque de San Emilio, en una de las zonas más céntricas y mejor comunicadas de Euritmia.
En los últimos años, se había llevado buena parte de la clientela de las demás discotecas. Allí había mejor música, los últimos avances en iluminación, los mejores pinchadiscos de la ciudad (entonces aún no existían los DJ), la decoración y el ambiente más innovador. No cerraban ningún día de la semana. Y era extraño que hubiera poca gente. Pero, además de lo dicho, es que la música lenta se cuidaba de forma deliciosa.
Esa era la verdadera razón por la que acudía allí de vez en cuando. De ellas, de las discotecas, digo, sólo me gustaban las canciones románticas, las baladas. En fin las melodías que me permitiera bailar con una chica, o, en su defecto, charlar sin necesidad de dejar las cuerdas vocales en el intento. No iba mucho a estos lugares, quizá una vez al mes. Mis amigos solían acudir los viernes por la tarde, porque los sábados se juntaban demasiadas personas.

El baile sería una buena ayuda para intentar olvidar toda la carga que emociones, miedos y tensiones que nos habían desbordado la víspera. Aquella tarde, nadie protestó por el dinero que tenía o dejaba de tener. Nos daba igual. Nos lo tomamos como una terapia: a las medicinas no se les discute el precio.
Abrían a las siete y media. Cuarto de hora antes ya había bastantes grupos merodeando por la zona. No me había equivocado. Si no pasaba nada raro, mucha gente acabaría yendo allí. La tensión acumulada, las vacaciones anticipadas, el frío... Todo nos empujaba en la misma dirección. Las ganas de divertirnos, no fuera a ser la última vez.
La vi a los pocos segundos. Se paseaba acera arriba y abajo, solitaria. Los demás no habían llegado. Procuré aparentar la máxima calma. Pero dudé que no oyera los latidos de mi corazón a medida que me acercaba. Me resbalé con un trozo de hielo que estaba en una zona umbría. Casi me caigo. Por suerte no sucedió, pero tal demostración de mi torpeza provocó la risa de ambos, y el alivio de la tensión que nos embargaba, aunque los dos intentábamos disimularla.
Se había pintado los ojos y los labios. Se había cambiado el peinado; había mandado a paseo su enterna coleta, y lucía una melena lisa, como la noche, que en parte cruzaba por el lado izquierdo de su rostro, parecía que había crecido algunos años. Estaba realmente atractiva, apetecible... Lucía unos brillantes pendientes transparentes. Ese esmero en arreglarse me emocionó, pues otras veces que la había visto en la discoteca, no había hecho tantos alardes. Era una forma de decirme que aquella tarde no era una tarde más de discoteca, sino que se trataba de algo muy, muy especial.
Ante ella, una vez más, me quedé mudo. Me preguntó, '¿Esperamos a que lleguen los demás?' No hizo falta ninguna respuesta, pues se acercaban hasta nosotros formando un grupo compacto, prácticamente irrompible. Se les notaba, desde luego. Más de uno miró con intención. Menos mal que Rut estuvo al quite. La saludó efusivamente y se colgó de su brazo. Consiguió que desapareciera cualquier sospecha, si es que ésta había anidado en su cabeza. Buena chica, pensé emocionado y agradecido.
Cuando quisimos entrar, la discoteca rezumaba gente. ¿De dónde habían salido? Yo no había visto a tantos. Empecé a sospechar que cuando estaba a su lado, sus ojos me hipnotizaban, o algo así.
Pedimos nuestras consumiciones. A la primera teníamos derecho con sólo presentar la entrada, pues se incluía en su precio. A partir de ese momento, había que pagar las demás. Me pedí un güisqui con limón. Ella un cuba libre. Pero ni nos sentamos. En cuanto encontramos unas mesas para dejar las bebidas, nos lanzamos a la pista frenéticos.
Más que bailar, saltábamos, hacíamos una rara especie de tabla gimnástica acompañada de toda clase de gritos guturales. Alzábamos las manos con los puños cerrados. Palmeábamos. Nos cruzábamos provocando algún que otro choque. Casi todo estaba permitido. Ni Gabi, normalmente tan comedido en ese tipo de situaciones, se sustrajo a ellas. Era la descarga definitiva que necesitábamos.
Chus hacía extrañas cabriolas. Che perseguía sombras inexistentes. Rut no dejaba de agitar su castaño pelo. Y ella me miraba sorprendida, un poco asustada, y feliz.
Pasaban los minutos y no cesábamos en nuestra actividad de destrozar el baile. Parecía que la música, más que música, era un tobogán que utilizábamos como si fuéramos niños en un jardín. Gritábamos. Fumábamos. Bebíamos. Sudábamos. Y por fin, tras unas veinticuatro horas, reíamos, casi histéricos.
Al poco, para animar más el ambiente, entró en funcionamiento una luz blanca que funcionaba a destellos, como un flash fotográfico. Con lo que los movimientos que el ojo percibía era como de fotogramas superpuestos. Veíamos a uno, por ejemplo, con la cabeza hacia la derecha, y al instante siguiente la tenía a la izquierda, sin que nuestra retina hubiera percibido el movimiento que le había llevado a tal cambio. La histeria fue total. Quien más quien menos, forzaba el gesto y la postura, para resultar no ya cómico al espectador, los demás, sino histriónico. Era algo esperpéntico, pero, en el fondo, amargo...
Después de media hora, me sentía agotado. Y nervioso. Debía intentar perfilar mi plan no quería equivocarme. Tenía que asegurarlo. Nunca, intuía, había tenido tan próximo el que una mujer me dijera que sí. No podía perder esta oportunidad. Desesperadamente buscaba las palabras más hermosas para declararme. Pero ninguna me parecía adecuada. Sentía el amargo güisqui por mi garganta. Era demasiado alcohol en tan pocas horas. Lo aguantaba bien, pero todo tenía un límite. Cualquier pensamiento me alejaba de lo que realmente me preocupaba.
Vinieron hasta donde estaba, Chus, Ángel y Rocas. Me dijeron que les acompañara a ligar. Chus, más informado y más atento se interesó de veras, '¿Qué haces?', 'Descansar, estoy agotado, el sueño que arrastro me va a matar'. Rocas, más al margen de la situación, seguía a lo suyo, 'Hemos visto a unas cuantas que están muy bien, y están solas, ¿te vienes con nosotros?' Denegué un poco con blandura, pero no se percataron, 'No, id vosotros'. Ángel me guiñó un ojo, 'Bueno, hay una chica en la discoteca a la que no diremos nada, ¿te la presentamos?' Le sonreí, agradecido en serio, le apreté el brazo. Rocas nos miraba un poco perplejo. Supongo que en pocos minutos le pusieron al corriente. Y Chus remató el diálogo, 'Que tengas suerte, tío; ya sabes, sin miedo, sin dudas; tú, seguro'. ¡Qué fácil es decirlo!, pensé. Ciertamente estaba algo más que nervioso.

Por fin cambió la iluminación. La música se hizo más dulce y amable. Comenzó la desbandada de la pista. Las parejas iban tomando posiciones. Ella se sentó con Rut, su hermana, y Enma que había perdido a Gabi. Yo sabía que empezaba la parte del ritual. Todos los sabíamos: Enma, Gabi, Rut, Chus, Ángel, Casio, cada uno, tomó posiciones. Pero, como toda liturgia, tenía su ceremonial que era imprescindible respetar. Ella no se acercaría hasta mí. Eso hubiera sido una locura y un error y ella no lo cometería. Era yo quien me tenía que decidir. Era yo quien tenía que sacarla a bailar, por tanto, yo era el que marcaba el tiempo, aunque fuera ella la que tomara las decisiones. Siempre había sido así, y yo ni podía ni quería cambiar esa vieja liturgia que sofoca el estómago, reseca la lengua y obnubila el entendimiento. En su consecuencia, y como digo, el estómago se me hizo un nudo, las palmas de las manos me sudaban y el corazón parecía disputar la final de los cien metros lisos de unas olimpiadas.
Así que me levanté y me acerqué a donde estaban los otros. De todos modos, era demasiado pronto para sacarla a bailar, además estaba rodeada de otras tres mujeres. Todo demasiado complicado. Me recibió Chus, 'Vaya, ya te han dado calabazas, tío, creo que has batido un récord', 'Pero si no me ha dado tiempo', protesté. Él siguió con su broma, seguro que estaba intentando ayudarme a que pasara el trago, 'Por si acaso al final te las dan, te voy a presentar, oye, nunca se sabe, además, a rey muerto, rey puesto'.
El ambiente era distendido. Las risas abundaban, seguro que Chus y Che estaban haciendo de las suyas, bien secundados por Ángel y Rocas. La verdad es que casi no me enteré del nombre de las chicas. Pero la visita a aquel grupo me había venido muy bien, me había desaparecido un poco del atoramiento mental en el que había entrado.

Mi cabeza estaba en otro sitio. Empezaba la segunda o tercera canción lenta. Como no me moviera, se me iba a pasar el tiempo. Miré hacia el lugar donde las había dejado. Aproveché que Casio había llegado a donde las chicas. Enma ya no estaba, pues Gabi se la había llevado a la pista. Ahora o nunca, me dije. Me fui directo a ella, '¿Quieres bailar?'
Ni me contestó, simplemente se levantó. Noté en los ojos de Rut, que me estaba recriminando por la tardanza. Me encogí de hombros. Ella no sabía el subidón de adrenalina que llevaba.
Noté que se apretaba a mí más que nunca, como buscando cobijo, protección. Mi cabeza era un torbellino en completa ebullición, 'Ha sido precioso lo de esta mañana', 'Sí, ha sido una suerte poderlo vivir juntos'. Aquella afirmación, que me debería haber ayudado, pues era un puente de plata tendido para que cruzara el abismo tranquilamente, en realidad me puso más nervioso.
No se me ocurría nada. Mejor dicho, se me ocurrían muchas cosas, pero me parecían cursis, o ridículas, que es peor. Todas las posibles palabras se me quedaban colgadas de la laringe. De allí no pasaban. No daba ni tiempo ni que a tropezaran con los dientes.
Sonaba el Te quiero de José Luis Perales. No es la mejor canción romántica que se haya escrito, o a mí no me lo parecía, me resultaba demasiado empalagosa, pero entonces me pareció la más apropiada. Quizá la única. Así que me agarré a aquella letra del conquense, como me hubiera aferrado a un salvavidas, '¿Escuchas la canción?', '¿Qué?' Había hablado tan rápido, y tan bajo, con tanto miedo, que no me escuchó. Después de carraspear, lo repetí. 'Sí', musitó, 'Pues eso', respondí. Era la declaración, por llamarla de algún modo, más torpe y más absurda que había hecho, pero ya estaba. No daba más de mí. Percibí que levantaba la vista. En ese momento, seguro que tenía que notar el barbotar de mi sangre a través de mis venas, que circulaba a velocidades interplanetarias por culpa del pánico. Sonrió, 'Y yo', '¿Qué?', 'Que yo también te quiero... Parece mentira que seas poeta, chico', dijo sonriendo maliciosamente.

Pero no le dejé decir nada más. La besé con auténtico frenesí. Me besó con verdadera pasión.
En aquel beso viajaron todos mis anhelos, mis frustraciones, mis ilusiones. Era un beso, y era mucho más. Era un beso y era una declaración de principios. Era un beso y era la constatación de que el amor no puede ser aniquilado por una simple guerra mundial. Y agradecí, y desde entonces cada día, a Perales que hubiera compuesto esa canción, que casi es mi preferida, Te quiero, Te quiero y eres el centro de mi corazón. Y yo sentía exactamente eso.
Y juro que paró la música, que se detuvo el tiempo, que los demás se desvanecieron, hasta el mundo desapareció.
El universo entero éramos ella y yo.
El cosmos éramos ella, yo y un beso infinito.

No sé cuanto tiempo después, si minutos, u horas, o segundos, sentí una mano, distinta a la suya, en mi hombro. Me giré. Era Rut sonriente y llorosa, que, a nuestro lado, bailaba con Casio. Seguro que había sido testigo de todo, 'Oye que es la hora de respirar, a ver si morís asfixiados'. Nos miramos como sólo ella y yo nos sabíamos mirar, 'Enhorabuena tortolitos'. Y en voz baja me susurró, 'Espero no perder un amigo, ni un confidente'.

Éramos felices, por fin.

domingo, 17 de enero de 2010

MAÑANA AMANECERÁ (XXIII)

Ha concluido la primera tanda de conversaciones y no se ha alcanzado ningún tipo de acuerdo. Según la declaración del portavoz vaticano, no se ha entrado a negociar el fondo de la cuestión. Simplemente se ha establecido un calendario de negociaciones, así como el contenido de la agenda. Lo único que se ha podido forzar desde el Vaticano ha sido el acuerdo por ambas partes de que mientras esté abierta la mesa de diálogo no se reanudarán las hostilidades.
Estas son las noticias oficiales...
Sin embargo, en los pasillos se han filtrado, de forma interesada, algunos detalles. En un momento determinado, la URSS ha amenazado con reanudar los combates en caso de que no se retiren las bases americanas de Europa. A lo que USA ha respondido que ellos solicitan en contraprestación la salida de las tropas soviéticas de los países que forman el Pacto de Varsovia. Y una vez que éstas abandonen los territorios en todos los países del Telón de Acero se inicien procesos de verdadera democratización. Por parte vaticana, que no entra en tales cuestiones, se pretende que se firme un acuerdo denominado de mínimos, en el que ambas partes se comprometan a la no utilización de las armas contra la otra potencia al menos en los próximos dos siglos.
En otro orden de cosas, su Santidad solicita de todos los hombres de buena voluntad, de todos los cristianos, y, en particular, de todos los católicos que redoblen sus oraciones para que las conversaciones arriben a buen puerto.
La reunión se ha pospuesto hasta mañana a la misma hora de hoy

El resumen, que escuchamos con suma atención, fue el verdadero postre de aquella comida, más bien silenciosa. El primer comentario fue crítico, 'Vaya jaleo, si parece un diálogo de sordos'. Yo dije, 'Los americanos parece que están chinados, mira que pretender que los rusos se larguen y que vuelva la democracia'. Y Diego apostilló, 'Pues anda que pretender que los yanquis se larguen de Europa', 'Sí, también, como salida de tono no es mala'. Serafín también se sumó a las opiniones, 'Y el Papa pretende que estos firmen algo que dure un par de siglos', 'Te digo yo que están todos muy mal...' Mi madre puso la voz razonable y esperanzadora, 'Bueno, por lo menos, mientras discuten, no disparan, que se tiren unos cuantos años sin menearse de allí, así nos calmaríamos todos un poco'. Y yo volví con mi matarele, 'Por lo menos, de momento parece que mañana volverá a amanecer'.
Nadie veía claro qué ocurriría, pero algo se palpaba en el ambiente, todos tenían mucho miedo a continuar con la guerra. Ya sabían que sería definitiva. Ahora estaban en la fase de no quedar muy mal con los suyos, y por eso decían cosas tan extrañas. Pero el hecho de que continuaran las conversaciones era un buen augurio.
Parecía que todo volvía a cierta calma. Algunos jefes llamaban a sus empleados. A mi padre no tardaron mucho de hacerlo.
Aproveché, para llamarla por teléfono y quedar con ella en la discoteca. Aceptó. No hizo falta que le explicara muchas cosas. Intuí que quizá Rut se hubiera anticipado. Si así fue, he de reconocer que era una chica muy hábil.

No me moví de casa, porque esperaba el aviso de mi jefe. Así que el sueño, siguió recordándome que no le había dado su ración en la noche anterior, por lo que, tras un par de cabezadas, a eso de las cinco de la tarde, cuando ya estaba claro que no me llamarían, me fuia El Castilla* a ver a los viejos.

Los viejos eran un grupo de poetas, pensadores, intelectuales de Euritmia que, cada tarde, tenían su tertulia de sobre mesa en El Castilla. El Castilla era una verdadera cafetería para las tertulias. Una vieja cafetería con mesas de mármol, sillas de madera, ambiente menos humoso que en otras partes debido a la amplitud, altura y ventilación de un local que se asomaba, como un balcón amplísimo al azul de la sierra tan cercana.
De vez en cuando, me acercaba por allí. Uno de ellos, don Moisés, había sido el prologuista de mi libro de poesía. Era una suerte, o a mí me lo parecía, ser admitido entre aquellos hombres, pues, en una sola hora, se podía aprender más que un año. Aunque, otras veces, comenzaban a divagar y a trivializar. Además de don Moisés se reunían don Cosme Leirán, que trabajaba como bibliotecario, don Saturnino, don Librado y don Fermín. De vez en cuando, la tertulia aumentaba con la presencia de un canónigo. También Fabián recalaba algunas tardes, o algún otro conocido.
Se sentaban nada más entrar, en un recodo que hacía el local a mano izquierda y allí se olvidaban de todo.
Precisamente aquella tarde Fabián estaba con ellos.
Saludé a los presentes con un lacónico buenas tardes. Mi cuerpo luchaba contra el sueño. El calor del local no iba a ser el mejor aliado para sobreponerme. Pensé que debería haberme quedado en casa y haberme echado una siesta en condiciones... '¿Qué tal Fabián, después del recital?', 'Mal, muy mal'. Se pasó la mano por la cara como si espantara un mal sueño, 'La mezcla del alcohol con los medicamentos fue explosiva; al rato de acabar, menos mal que ya estaba en casa, volví a ver cosas extrañas, creo que fueron alucinaciones o algo así, pero, chico, vaya noche que he pasado'. Por fin volvió a sonreír, 'Menos mal que las informaciones que daban eran tranquilizadoras, porque si no, no sé que me hubiera pasado'. Y ya francamente jovial comentó, 'Si hasta vi soldados armados hasta los dientes que entraban en casa'.
Los viejos como les llamaba cariñosamente atendían a nuestras palabras. Se decidieron a contarnos su peripecias. El primero en hablar fue Fermín, 'Pues nosotros, entre unas cosas y otras, no salimos de casa'. Moisés con su voz pausada y grave, que parecía estar recitando constantemente endecasílabos que le nacían como quien respira, vino a decir lo mismo, 'Yo estuve con la mujer toda la mañana y toda la tarde pegado a la radio, y fue angustioso; figuraos, hasta que dijeron que aceptaban la mediación del Papa no respiré; tenía el alma en un puño'. Don Cosme Leirán, con su habitual tono moderado, comentó lo obvio, 'Nosotros no abrimos la Biblioteca', 'Anda a ver, si nadie se pasaría por allí'. Saturnino también nos contó su visión, 'Cuando lo vi peor fue cuando lo de Alemania, sobre todo, cuando las tropas del Pacto de Varsovia contraatacaban; pensé que a los rusos no les paraba nadie'. Y Fermín, 'Yo pensaba que lo del treinta y seis y lo del treinta y nueve habían sido un juego de niños comparado con lo que se oía por ahí; lo que se oía, y lo que se vio por la tele'. Librado emitió su juicio, 'Esta Humanidad está loca, parece que no haya aprendido después de tantas guerras'. Y el bibliotecario con un meneo de cabeza corroboraba todo aquello, 'Es un pena que estemos en mano de quien estamos; esto será un constante peligro durante mucho tiempo'. Fermín era el más estratega, pues presumía haberse leído mucha literatura bélica, 'Y lo malo es que no le veo muchas salidas, creo que hay demasiados intereses, sobre todo económicos, como para que se dejen de hacer ciertas cosas. ¿No os parece?'
Había comenzado la parte un poco más filosófica y calmada. Fue don Moisés, que aquella tarde estaba charlatán, quien primero entró por esa vía abierta, 'Creo que lleváis razón; sólo discreparía de ti, Librado, en lo de la humanidad; me parece, que esto no es achacable a la humanidad, sino a unos pocos'. Cosme Leirán volvió a intervenir, casualmente opinaba algo semejante, a lo que yo sentía, 'Mi única esperanza es que les haya entrado el miedo; después de tanta destrucción en tan pocas horas, espero que se den cuenta de que por ese camino, ellos también pierden..., fíjate, creo que, si han aceptado la intervención de la Iglesia, ha sido por eso'. Moisés no lo veía tan fácil, 'No lo sé, no lo veo tan claro; pero bueno, esperemos que por unas o por otras acabe esta barbarie..., cuanto antes, por favor'.
También en El Castilla se respiraba el mismo aire viciado por el miedo y la angustia que en el resto de la ciudad. Supongo que del país y del mundo.
La conversación fue cayendo, languideciendo como la tarde. Y eso era agradable.
A pesar de que el miedo fuera el mismo, no había la misma sensación de apresuramiento. Quizá por la edad tenían asumido que ellos no podían hacer nada. Que estaban en manos de cualquiera: los de allí, los de más allá, los de aquí. Ellos eran espectadores de la vida. Sí sabían, claro, que también serían afectados, pero lo serían en todo caso. Su hora de protagonismo en la historia había pasado. Ahora les tocaba sólo mirar.
Necesitaba reanimarme, ante el acontecimiento que me esperaba por la tarde, 'Un café sólo, doble, por favor'. Fabián me sonrió, 'No has dormido en toda la noche, ¿verdad?', 'Pues no chico, ha sido una noche muy intensa', 'Yo me he acostado a las cinco'. Le miré con fijeza, aunque todos los demás estaban atentos a nuestras palabras, 'Yo no he dormido porque tenía verdaderas ganas de ver amanecer: necesitaba ser testigo del acontecimiento'.
Me miraron un poco admirados, un poco envidiosos, un poco como queriendo absorber la esperanza que aún anidaba en mi corazón. Les insuflé algo de esa energía que poco a poco se apagaba. Fermín pronosticó, 'Tú escribirás algo de lo que has visto'. La afirmación fue rotunda.
Ciertamente no lo había pensado, hasta ese momento. Pero la seguridad del aserto se me había quedado grabada. Me acordé de las notas que había pergeñado por la mañana. Quizá él había adivinado mis intenciones antes que yo mismo. Pero me sentía incapaz de hacerlo. Había sido una experiencia tan radical que primero necesitaba asimilarla. Le respondí con un poco de desgana, 'En realidad, lo que más me gustaría sería olvidar todo y creer que ha sido una mala pesadilla'. Mientras daba vueltas a mi café dije, 'Quizá dentro de muchos años recree este momento y recuerde que tú adivinaste el futuro; pero, ahora mismo, dudo mucho que el futuro esté garantizado'.

El tiempo ha pasado. Olvidarme ha sido imposible. Supongo que nadie que fuera testigo de todo aquello ha podido. He esperado tanto, que solo parece el recuerdo de un mal sueño revestido de raso azul, como el color del cielo a esas horas en las que el atardecer del invierno caía veloz en Euritmia. Una lucha contra el miedo y las bombas. Un homenaje a tantos cadáveres que nos acompañan como fantasmas que necesitan una redención. No sólo las víctimas de aquella guerra, de aquellas batallas. Sino la cantidad de víctimas de tantas guerras, de tantas batallas. Tan crueles, tan injustas, tan sin sentido, como aquella...

Decidí que allí no quería estar más. Miré al reloj. Y me levanté. Procuré no ser mal educado, pero, de pronto, estar allí era anacrónico.
Alguien me esperaba en menos de una hora. Y eso me importaba más.

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*El Castilla es el nombre real de la cafetería donde se reunían aquellos poetas, o sus trasuntos segovinos. En la primera versión de la novela aparecía con otro nombre. Pero dado que cambió de propietarios y los nuevos se cargaron no sólo el nombre, sino el sabor del local he vuelto al nombre anterior, al que para mí siempre tendrá dicho bar-cafetería.

domingo, 10 de enero de 2010

MAÑANA AMANECERÁ (XXII)

Salí de nuevo a la calle. Si había noticias no se esperaban hasta tres o cuatro, quizá cinco horas más tarde. Si me quedaba en casa tenía la sensación de estar enjaulado, así que me largué, sin muchas explicaciones.
Llegué como siempre a la Plaza, siempre la Plaza. Era como un imán para nuestro corazón y nuestros pies. A veces tengo la sospecha de que para poder ir a otro sitio que no fuera La Plaza teníamos que programar la salida con anticipación, de lo contrario, siempre acabaríamos allí. A veces pensaba que era como el cuarto de estar de nuestra casa. Sabía que allí podría encontrar a más de uno de mis amigos y amigas.
A ella no la esperaba tan temprano, y menos después de que lo de la madrugada hubiera sido una especie de fuga de su vivienda; seguro que no se arriesgaba a otra posible reprimenda, pero quién sabía, era otra posibilidad.
Vi, en efecto, a alguno de mis amigos, pero la sorpresa me la dio Rut.
Rut era una amiga de Madrid. Rut, en realidad, era una de mis musas predilectas. En el fondo, creo que aún sigo enamorado de ella. Desde que tenía dieciséis años, y ella catorce, mi corazón ha suspirado por ella. El hecho de que entonces estuviera a punto de hacerse público y notorio, que tenía pareja, no disminuía ni un ápice aquella sensación. No es que no estuviera enamorado. Lo estaba locamente. Pero la madrileña se había colado como una droga obsesiva en mi torrente sanguíneo. Ella no era culpable de nada. Eran mis sentimientos los que me jugaban malas pasadas, o los que terminaban por confundir unas cosas con otras. Lo que había ocurrido durante la madrugada en la Alcazaba era prueba evidente de que mi corazón estaba ligado a otra persona, pero quizá era necesario que contrastara aquel amor, con la presencia física y tangible de Rut. Algo así como la prueba del nueve...
Rut era espléndida en todas las facetas. Todo su físico era atractivo, hasta sus narices entre romanas y judías. Aparentaba más años de los que tenía. Muchos pensaban que era mayor que nosotros. Pero la principal característica de ella es que era mi confidente. Yo el suyo. Éramos amigos de verdad, y eso era tan trascendente que nos llevó a una situación similar a la de colgar de un precipicio.
Cuando, un par de años atrás, intenté declararme, me cerró los labios con sus manos y me dijo, 'No digas nada, es mejor, vamos a dejarlo así, soy tu mejor amiga, y quiero que seas mi mejor amigo'. Tragué la saliva y, empapado con ella, el orgullo. Pero obedecí. Sabía que era la única forma de disfrutar de su compañía. Recuerdo que estábamos bailando en una discoteca. Y lloré en su hombro en silencio. Cada vez que levantaba mi cabeza, supongo que como un perrillo faldero mira a su amo, me encontraba una amarga sonrisa salpicada de lágrimas. Fueron unos minutos lamentables, amargos, que me dejaron una honda cicatriz, que algunas noches radiografía sin piedad la luz de la luna llena.
Pasado el tiempo, tantos años después, cuando escribo estas líneas y aún siento la emoción casi viva de aquel instante, he llegado a la conclusión de que lo que realmente quiero es esa cicatriz, que más parece un trofeo a estas alturas, pero en otras ocasiones pienso que si hubiera sabido esperar un poquito más, quizá hubiera llegado mi momento. Aquel día fue el peor que pude escoger. Como quien dice acababa de romper con un amigo mío, cuando no me dejó que me declarase. Al año siguiente fue con Chus. En fin, siempre tenía que escuchar sus problemas de pareja con mis amigos. Ellos la besaban, la acariciaban, iban de la mano por la calle, paseaban por recónditos lugares solos. Yo, la escuchaba, la escribía, la leía y cuando rompió con ellos, serví de pañuelo de lágrimas, aquella mañana también, aunque yo no lo sabía aún. Nos carteábamos con frecuencia, lo que, obviamente, no ayudaba en absoluto a que mejorara mi enfermedad.
Cuando transcurrían meses sin verla, la primera vez que lo hacía, el corazón se me desbocaba. Aquella mañana noté que menos, casi nada. Una leve alteración que podría confundirse con un escalofrío del recuerdo que aterrizó en la piel, o con la propia sorpresa de su presencia. Supe que no era porque estaba muy cansado, si no porque me había enamorado en serio, y era mucho más real ese sentimiento, que la turbadora presencia de Rut.
Había superado con éxito la prueba del nueve.
Claro que no estaba sola. Casio, que yo sospechaba que era otro eterno pretendiente suyo, Gabi, Enma, Chus y, alguno más, andaban por allí. Pero todos se me hicieron invisibles, al menos en la primera mirada, '¡Rut!', 'Ya te echaba de menos, pues anda que no sois dormilones los de Euritmia', '¿Qué dices, chavala, si no me he acostado?', 'Pues como nosotros', 'He estado pegado a la radio hasta ahora; han comentado que por lo menos estarán tres o cuatro horas reunidos antes de que haya algún comunicado; así que me he dicho, que para arriba, que ya echaba en falta a una guapa madrileña con ojos de caramelo', 'Mira el ligón este...' Y sus ojos me acariciaron como hacían siempre. Eran el reconocimiento que me tenían. Sabía que siempre podría contar con ella. Ella estaba segura de lo mismo respecto de mí. 'O sea que hay mucho miedo por los madriles', dije. Y me sonrió, aunque percibí cierto temor al fondo de aquellos ojos, '¡Qué va! Como nos han dado vacaciones hemos dicho: como en Euritmia en ningún, que nos encanta este frío, conserva frescas y tersas las pieles...' El miedo dio un paso, ya no estaba al fondo de los ojos, sino que era su ocupante delantero, 'En serio, tío, estamos acojonados; ayer, a las seis, no había nadie en Sol, ¿qué te parece?; en cuanto nos enteramos de lo de Rota, todo el mundo pensó en Torrejón y nos hemos ido yendo por patas, al menos los que podíamos'. Asentí, 'Algo me contó ayer mismo por la tarde un escritor amigo que vive en Madrid'.
Ella no quería que la acaparase en exclusiva, '¿Y los demás...? No habéis quedado, o ¿qué?' Le dije lo primero que se me ocurrió, 'Pues no, la verdad es que anoche no sabíamos muy bien qué pasaría'. Pero Casio no podía permanecer callado, digamos que iba en contra de sus principios, 'No disimules'. Y no contento con eso tuvo que hablar, 'Lo que pasa es que tú te largaste en cuanto que apareció quien yo me sé, y no te volvimos a ver el pelo'. Estaba claro que había pensado que yo estaba fuera de circulación, y que sus posibilidades aumentaban. Con intención miró a Rut, pero se dirigió a mí, 'A saber qué habrás hecho toda la noche'. No es que me importara, pero no quería precipitaciones, y menos que pudieran llegar a sus oídos rumores de que yo decía que salíamos juntos, sin que se lo hubiera pedido y ella me hubiera dicho que sí. Digamos que parecía que íbamos a salir, pero aún no salíamos. Pequeños matices que en aquellos momentos no eran sutiles, sino transcendentales. Quizá hoy en día semejantes pequeñeces son causa de risa o incluso de burla, no lo sé. Pero en aquel entonces yo pensaba (y creo que no sólo mi persona) que tenía que existir una explícita pregunta (más o menos directa) y una respuesta concreta, para poder hacer oficial el comienzo de una relación. Hoy quizá basten esos conatos de besos. No estoy seguro, pero entonces, no. Y una noche como aquella, tan repleta de emociones y de miedos, menos aún. En definitiva, no quería que se hubiera publicado el asunto, porque todavía no era, digamos, oficial. Pero bueno Casio, el oráculo, había hablado. No se podía parar el asunto. Aunque no me quedé callado, 'Mira que tenéis grande la bocaza; pues nada, acabamos en la Alcazaba, viendo amanecer'. Rut sonrió. Se la veía realmente contenta. Me apretó el brazo y no dijo nada. Creo que, como siempre, supo lo que pensaba. Sólo me susurró, 'Ya me contarás'. Asentí con una sonrisa azorada.
'Por cierto', dijo en voz alta, '¿Che no va a aparecer?', 'No sabemos'. Chus le informó, 'Dijo que esta mañana tenían una reunión los de la obra para ver qué hacían'. Rut, como cualquiera, se extrañó, '¿Iban a trabajar?' Casio terminó ponerle al día, 'Según nos contó anoche, más que un jefe, tiene un cabrón que pretende que trabajen como si tal cosa; no les piensa pagar hasta que esto no se acabe, si hasta les quiso prohibir las radios, yo qué sé...' Ella que para ciertas cosas era un tanto radical no se reprimió, '¿Y no le ahorcaron ahí mismo?', 'Hicieron algo más práctico, se largaron y en paz', 'Hablando del rey de Roma...' Efectivamente Che llegaba. En cuanto descubrió entre nosotros la presencia de Rut sonrió ampliamente. Casio le preguntó, '¿Qué ha pasado?', 'Hemos decidido que trabaje él y quien quiera, pero sin represalias', '¿Y se ha quedado alguien?', 'Los pelotas, claro, siempre hay algún mamón'.

Casio tenía ganas de preguntar algo que no tenía que ver en absoluto con todo lo que estábamos hablando. Algo a lo que seguro había estado dando vueltas varias horas. Se veía de lejos desde hacía un rato. Y no se pudo contener, '¿Por qué creéis que no han intervenido los árabes?' Parecía una pregunta de examen. Como nadie habló dije lo primero que se me ocurrió, 'Pues no lo sé, aunque no tengo yo muy claro que no lo hayan hecho creo que en el ataque a Rota tienen algo que ver..., pero bueno, a lo mejor tampoco les ha dado tiempo; desde lo de Sadan y los israelitas están un poco de capa caída: a lo mejor son la sorpresa de esta historia'. Quiso justificar la pregunta tan a destiempo, 'Lo digo, porque como los yanquis hacían expresa mención a ellos en el primer comunicado'. Che también intervino, 'A lo mejor les ha pillado descolocados, o los americanos pensaban algo para los moros un poco más tarde'. Y después de rascarse la cabeza concluyó, 'De todos modos, los americanos se tienen que tentar la ropa, porque les interesan algunos aliados por ese lado, si no Israel lo puede pasar mal...'

Rut no quería más conversaciones políticas de altos vuelos, 'Vamos a tomar algo, vale ya de tanta cháchara'.
Acabamos en el Alambique. Un bar amplio y barato, y que disimulaba la suciedad gracias al trasiego incombustible de clientela. Los domingos, a la hora del vermú, se podían comprobar las tres cuestiones. El Alambique era un bar con mucho fondo. Contaba con muchos asientos. Eso era lo que quería en aquellos momentos. Los efectos del café se habían diluido. El sueño me rendía, estaba a punto de sepultarme.
Pedí mi eterna ginebra y me desplomé en uno de los sillones. Otra ventaja de aquel bar es que no te cobraban más por consumir sentado, en las mesas, que en la barra. Respecto de la víspera la situación era más tranquila, se acercaba a lo habitual de un domingo. Incluso los precios, para nuestra desgracia, se habían normalizado.
Che, Gabi y Casio se habían enfrascado en una discusión estratégica, seguro que al hilo de la pregunta que formuló en la Plaza. Me había llegado el bajón y no podía seguir el surco de sus argumentos. Tampoco me apetecía desgastarme. Hasta el lugar en que estaba arrojado, se acercó Rut. Una vez más, en silencio, admiré su cuerpo. Se acababa de quitar el abrigo y los ajustados pantalones de pana negra que lucía, así como el jersey de cuello cisne, también negro y muy ceñido, realzaban, mejor dicho, moldeaban sin pudor esa figura. Estaba siendo dura la prueba del nueve.
Pensé que no se me notaba, pero ella, con su habitual mano izquierda, se encargó de demostrarme lo contrario, 'Anda, no me mires así, tonto; cuéntame esas cosas que me tienes ocultas'. Suspiré, 'Pues no hay casi nada que contar'. Bebí un trago antes de seguir, en realidad, me daba corte decirle que me había enamorado, 'Este Casio que es un poco bocazas, pero como tampoco he dicho a nadie que sea un secreto'. Por fin la miré de frente, 'En fin, creo que me va a decir que sí', '¿Quién?', '¿Pues quién va a ser?' Ella estaba al corriente de mis andanzas y mis sentimientos gracias a mis cartas, y supuse, desde el principio que sabía a quién me refería. A lo que se ve, ella no lo tenía tan claro. En ese momento caí en la cuenta que, entre unas cosas y otras llevaba casi tres meses sin escribirla, y supuso que quizá se trataba de otra, '¿Es que en todos estos meses sigues así...? Yo pensaba que no me escribías, porque te daba algo de corte contármelo...' Y dejó en el aire el supuesto motivo por el que ella pensaba que me podía avergonzar revelarle un posible noviazgo. A mi pesar sonreí. Nos conocíamos demasiado bien, y ambos pensábamos por nuestra cuenta la reacción del otro. Acerqué la ginebra a mi boca, para ganar tiempo. Me ardió el paladar. Le ofrecí un cigarrillo. 'Es que no quería meter la pata..., otra vez, la última me hizo mucho daño'. La miré con intención. Me sonrió dulcemente, pero aprovechó la excusa del humo para pasarse la mano por los ojos. Me intenté justificar, 'Perdona, Rut, no te hecho la culpa de nada, sólo hablo de mí, de mis torpezas con las mujeres'. Asintió. Se la veía un tanto turbada. Aproveché su alteración para darle un pequeño resumen. 'Creo que tienes que ser tú la que me cuentes a mí, pero bueno, te resumo: ayer por la noche nos medio besamos, no me soltó del brazo y me dijo cosas maravillosas, aunque, la verdad es que no me he declarado, ni ella ha dicho nada'. Volví a beber otro trago, ya estábamos más tranquilos, 'Yo diría que sí, que tengo novia, incluso diría que estoy enamorado, pero chica, todavía no lo sé, por eso no quería comentar nada; ya sabes que me gusta la prudencia, y también sabes cómo es esta ciudad, por menos de nada, le llega a sus oídos los rumores antes que mi declaración, y, entonces, puede pasar cualquier cosa'. Asintió conforme con lo que decía, me apretó el brazo con camaradería, 'Ojalá no te equivoques, te lo mereces, coño, ya esta bien que siempre te estemos dando puerta'. Me emocionó que se incluyera, ella que no me había dejado que me declararse para no decirme que no. En fin...
Y me contó el final de su historia. Un final que se había escenificado la semana anterior en Madrid, donde también vivía mi amigo. De nuevo, fui el hombro en el que lloró, por cuarta vez, si cuento la infausta tarde en que no me dejó declararme. Por romper tanta emoción, y por buscar aliados para mi plan le pregunté, '¿Vamos esta tarde a la disco?', '¿Estará abierta?', Si las cosas siguen como hasta ahora, seguro', '¿A cuál?' '¿A Dolly?', 'Por mí de acuerdo'. Terminé de redondear el plan, necesitaba un aliado, quién mejor que ella, '¿Oye, por qué no se lo dices a estos? Como si fuera cosa tuya; es que a mí no me apetece que empiecen a pensar y a estar fisgoneando lo que corre dentro de mi cabeza, ¿no te importaría hacer de tapadera?, así la invito y le digo que es para descargar el ambiente. Y aprovecho...' Me interrumpió, 'No sigas tío, que te entiendo ¿cuántas veces me has hecho de carabina tú a mí?', 'Que yo sepa, tres'. Asintió. Nos miramos a la cara en silencio.

Después de tantos años, la caricia de sus ojos almendrados es lo más nítido de mis recuerdos juveniles.

domingo, 3 de enero de 2010

MAÑANA AMANECERÁ (XXI)

Eran más de las nueve de la mañana cuando llegué a casa. Todos estaban despiertos. No sabía si no se habían acostado, o si se habían levantado para el amanecer. Desde luego, el aspecto era el de que llevaban un buen rato en pie. Hablé, con el recuerdo de su aroma prendido de mis neuronas, Ha sido maravilloso, ¿El qué?, El amanecer, Y tanto... ¿Desde dónde lo has visto?, Desde la Alcazaba. Mi madre me miró con ojos inteligentes, creo que fue la primera en adivinar mi secreto, ¿No tienes sueño?, Pues ahora mismo, no... Y como no quería decir nada sobre el asunto, volví sobre el tema que nos preocupaba, ¿Hay noticias?. Fue mi padre el que me informó, Parece que todo se ha calmado. Pero hizo un gesto, como torcido, con la mirada, Lo que pasa es que ahora han empezado a dar datos de muertos y heridos.
Tenía miedo a que empezasen ya con el fatídico ábaco de los muertos, de los heridos, de los desaparecidos, de los afectados por tanta destrucción habida en tan pocas horas, pero comprendí que era la secuela lógica del día anterior. Esto era lo peor de las guerras modernas.
Antiguamente las bajas se circunscribían, en cai todos los casos, a los ejércitos. Y aunque los ejércitos no eran profesionales, sino glebas salidas de lo más humilde de la población, al menos se evitaban víctimas inermes. Ahora, y cada vez más, la población civil, mujeres, ancianos y niños incluidos, engrosaba, y de qué modo esas cifras, Hablan de más de doscientas mil personas en Rusia. Me quedé de piedra, ¿Doscientas mil? Pero eso es una barbaridad. Lo aclararon, Es que con la bomba de neutrones se ha cargado una ciudad entera. Cada vez lo ponían peor, ¿Una ciudad entera? Pero seguían sin piedad soltando todos los datos, En Alemania y Polonia se acercan al millón.
Las cifras me mareaban. No me entraban en la cabeza. Claro, que si hablábamos del fin del mundo, los números serían de más de cinco mil millones de personas, pero no habría nadie para hacer el recuento. Y la última, la guinda envenenada, Y en Cádiz, casi los treinta mil. Mi madre susurró, Solo en un día. A modo de conclusión dije lo que pensaba desde hacía unas horas, No me extraña que se hayan asustado hasta ellos mismos. Pero Diego no estaba dispuesto a que me quedara tranquilo, había más. Espera, dijo, La zona del Extremo Oriente ruso será inhabitable en no sé cuantos años. A pesar de mi rostro de repugnancia, él siguió desgranando el rosario de atrocidades, Igual pasa en otra zona de Alemania. Y, para rematar la faena, concluyó con los vaticinios, Esto si hay suerte, y las nubes radioactivas no se extiendan hacia otros lugares, que yo creo que se extenderán; por no hablar de que algunos científicos han alertado sobre posibles mutaciones y enfermedades, sobre todo tumorales*, en todos los seres vivos afectados por la radioactividad: plantas, animales, seres humanos... No quería escuchar más, mi corazón repleto de esperanzas se negaba a tragar tanta ponzoña, Lo que contáis parece sacado del desván de los horrores. Me estremecí. Habíamos estado muy cerca del fin. Es más, no estaba garantizado que nos hubiéramos salvado. Pero con una sola jornada, los daños en unas zonas del mundo podían ser irreparables. Sin contar con que no se sabía nada de lo que realmente podía ocurrir en el futuro. Si alguien lo sabía, no lo había dicho.
Un panorama de lo más halagüeño.
Me pregunté de nuevo por las profundas razones que habían desatado aquella orgía de muerte y destrucción. No comprendía que la paranoia de una persona pudiera llevar a estos acontecimientos y a estas consecuencias. Unas consecuencias que se traducían en dolor, mucho dolor, muerte, destrucción... Unas consecuencias, que sin duda, se volverían en su contra.
También comprendí que nuestra generación iba a estar lacrada por estos acontecimientos, de pronto, habíamos envejecido todos. Era otra conclusión. De un plumazo, en menos de veinticuatro horas, nos habían robado la juventud. Nos habían robado nuestros sueños más puros de la noche a la mañana.
Me entraron ganas de llorar, de llorar larga e intensamente, de llorar de pena, de dolor, de impotencia, de rabia... Fui a mi habitación y lloré y lloré. Lloré mucho.

Desayuné y permanecí pegado al aparato de radio por si decían algo sobre las negociaciones. El Vaticano debía ser un ser una especie de mercado con gente que iba y venía. Según todas las informaciones, se esperaba que asistiesen a esta primera ronda, representantes de ambas partes de un nivel medio. No se creía que aparecieran en escena tan pronto los primeros dirigentes. Ni siquiera los encargados de asuntos exteriores de ambas naciones.
El Papa había pedido oraciones para que el conflicto se solucionase. Había tenido muchas oraciones. ¿Qué pasaría? Nadie tenía nada claro, pero parecía que la tensión había bajado muchos grados, todo volvía a cierta calma. O como decían los periodistas: una tensa calma.
Hacía mucho frío. El sol no calentaba el ambiente. Algunas nubes, procedentes del Noroeste, amenazaban con darnos otro día de nieve. A mí no me hubiera importado.
Nada interesante sucedía en el Vaticano.
Así que me dediqué a repasar los acontecimientos del día anterior. Aunque mi memoria de forma machacona se dirigía hacia ella, hice un ejercicio de autocontrol. Cogí papel y pluma y puse lo sucedido por escrito. Como una especie de guión. Supuse que si salíamos de aquello, sería bueno que los recuerdos de tal desastre no se olvidaron. Intenté ser lo más fiel posible a lo que había vivido.
Cuando concluí, me dediqué, ahora sí con fervor, a recordar la madrugada. Tenía claro que me quería, pero por algún afán extraño, no estaría a gusto hasta que no hubiera una declaración por mi parte y un asentimiento por la suya. Seguro que hoy se lo digo, de hoy no pasa...
Y tracé el plan. Y trazar aquel plan, me dejó muy satisfecho. Ssentía que volvía a ser dueño de mis actos, aunque siempre quedara la duda del posible sufrimiento, allá dentro de mi corazón, a causa de la huella indeleble que dejó el día anterior en mi alma.
Casi era la hora prevista para el comienzo de las negociaciones. Parecía que asistíamos a la narración de un partido de fútbol.

Las medidas de seguridad en la Ciudad de El Vaticano son enormes. Es necesaria una autorización para poder entrar en ella. Aún así, a todos los que logran entrar se les somete a un minucioso cacheo. No se quiere ninguna sorpresa desagradable, que pueda echar al traste las negociaciones antes de que comiencen, ya que puede ser la última esperanza que le quede a este planeta de no sucumbir a causa de esta crisis... En estos instantes aparece la delegación soviética... Somos cientos de periodistas los que nos abalanzamos sobre ellos. Es imposible. No hay declaraciones de ningún tipo... Señoras y señores, no es posible... ¡Sí! Efectivamente, se acaba de producir la primera sorpresa de la jornada. No sé si agradable o no; pero en el centro de la comitiva diviso al mismísimo Bresnev con aspecto hundido y demacrado. Su Santidad Juan Pablo II, visiblemente satisfecho, le recibe en persona. Sin duda, esta parece la primera victoria de la diplomacia del Vaticano. Nos han confundido a todos con su habitual técnica de medias palabras y silencios difíciles de interpretar. Todos creíamos que no aparecerían las figuras, perdonen la expresión, pero, al menos, por parte rusa ha llegado su máximo mandatario. Parece ser que ha habido algún tipo de declaración. Nuestra compañera de televisión, Paloma Gómez Borrero, se acerca a nuestra posición, Paloma, ¿qué se ha dicho?


Buenos días. En realidad, muy pocas cosas pero creo que muy definitorias de la situación en la que estamos. Bresnev, de aspecto muy cansado, ha dicho que por parte de la URSS el único deseo es de que la paz se restablezca en su totalidad, pero que ni su gobierno, ni su pueblo están dispuestos a ceder ni un ápice al gobierno imperialista y asesino de Estados Unidos. Por su parte, Gromiko, que también viaja en la delegación, a preguntas de periodistas españoles, ha declarado que el gesto del gobierno de España fue acogido con profunda satisfacción por el pueblo ruso. Ha añadido que lamenta muy sinceramente los daños colaterales que se haya causado al territorio gaditano y a sus gentes. Se ha condolido de las víctimas y recuerda que el ataque sólo iba dirigido a las fuerzas estadounidenses. También ha recordado, que si Estados Unidos no hubiera invadido suelo soviético, no se habría producido ni un solo muerto. Estas declaraciones han satisfecho, solo en parte a los periodistas españoles, pero creo que la compensación que se pretende obtener del gobierno ruso, está muy lejos de las intenciones soviéticas.
El locutor volvía a tomar las riendas de la transmisión.
Son las diez y diez de la mañana. En estos momentos se ve llegar a los coches que transportan hasta Ciudad del Vaticano a la delegación norteamericana... Es increíble, señores, perdonen mi tono de voz, pero el primero en descender del automóvil negro ha sido el propio Ronald Reagan, seguido del Secretario de Estado Alexander Haig. Definitivamente, aunque este sea el primer acto de las negociaciones en el Vaticano, este humilde periodista entiende que están más que avanzadas. Ha debido de ser una larga noche para todas las diplomacias europeas y americanas. Esto, queridos oyentes, me suena bien.
Se volvió a colar por las ondas la voz de la periodista de televisión
Por parte americana más que declaraciones ha sido una queja. Hablan de abandono por parte aliada. De que no se ha comprendido lo que se trataba de hacer. Que no han sabido valorar el ataque sufrido por el portaaviones norteamericano. Por eso están aquí. En todo caso, mantienen que el peligro comunista y la cada vez más palpable influencia en todo el mundo como Latinoamérica, y Oriente Medio, son una amenaza para el mundo libre, por lo que hay que detenerlos de algún modo.
Gracias nuevamente, querida Paloma. Señoras y señores, la suerte está echada. Como ven, la situación es complicada. Todo el mundo espera. Confiemos en las buenas artes de la diplomacia vaticana. Y ahora, aunque no sea muy acorde con la ética de esta profesión, permitan una opinión personal: el hecho de que estén en este lugar del mundo Reagan y Bresnev, Gromiko y Haig, es un dato que avala las buenas artes vaticanas. La situación en la plaza de San Pedro se parece, aunque con mucho más en juego, a la que se genera cuando se reúne un cónclave para elegir Pontífice. Todos deseamos que la fumata blanca se eleve hacia el cielo romano cuanto antes.
Lo único que nos quedaba era esperar. Lo hacíamos con ansiedad.
En mi casa nadie quería dormir, nadie se quería despegar, aunque sólo fuese con el sueño de la vida. El café, más que unas tazas, parecía un río.
Ya no era el miedo, ya no era la emoción, ya no era esa esperanza abstracta en una suerte de milagro, era la ansiedad de un mundo que no le quedaba más remedio que confiar en los mismos hombres que nos habían conducido al mismo borde del precipicio. Lo cual más que contradictorio, o paradójico, era terrorífico.
¿Cuántos amaneceres más viviremos?
La pregunta ya había cambiado.
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* La explosión nuclear en Chernobyl, producida unos años después, viene a confirmar estas pavorosas perspectivas, si es que con las pruebas de Hirossima y Nagasaki no había habido suficiente.