La niebla cae en la tarde urbana de forma desconsiderada y rápida. El
velo opalino y húmedo la cubre y la dota al mismo tiempo, de una naturaleza humedecida
que para muchos de los objetos acariciados por ella es absolutamente desconocida.
Los faros de los coches arrojan estrellas ambarinas que luchan contra los dedos
acuosos que todo lo envuelven. Unos metros más arriba las luces de colores
tiemblan de frío y piden auxilio con sus brillos y guiños. Pero nadie es capaz
de entender su grito en la barahúnda que todo lo envuelve.
La ciudad es un bullebulle permanente. Un trasiego de bolsas
de papel estampadas con miles de distintos motivos. Un vaivén de gabardinas,
abrigos, bufandas, guantes, botas que se rozan unas a otras en un infinito
carrusel de ida y vuelta. Un guirigay de ruidos, runrunes, bramidos, cláxones
desarmonizados y agresivos. Un ajetreo de voces, susurros. Un tiovivo infinito,
casi iracundo. La ciudad ha ordenado movilización repentina y todos a una, pero
cada uno a la suya, han respondido incapaces de hacer otra cosa.
Iluminaron la ciudad con motivos navideños hace un par de
semanas y, desde entonces, ha cundido la extrema y perentoria necesidad de
salir a la calle, recorrer las vías a toda velocidad y dirigirse a grandes
superficies, grandes almacenes, hipermercados, supermercados, perfumerías,
jugueterías, comercios de todo género y especie; incluso, las pequeñas tienducas
de principio de siglo, habitualmente vacías, oscuras y aburridas, se ven
observadas por cientos de nómadas del consumo que se paran ante sus luminosos
escaparates, por si alguna ganga estuviese en venta.
*
Tomás decidió que aquella era la última tarde que se quedaba en
la ciudad. Le habían aconsejado unos días de vacaciones. Después de un par de
semanas desde aquel consejo médico, se largaba. Desaparecía de aquel torbellino.
No soportaba más.
A pesar del consejo facultativo la decisión fue puramente
instintiva, carente de cualquier motivo racional. Dentro de su flamante y nuevo
Audi 6 azul marino con dieciséis válvulas, turbo inyección, elevalunas
eléctricos, airbag de conductor y
acompañante, quería huir de aquel monstruo llamado ciudad que lo aferraba cada
día desde que su radio despertador conectaba con la emisora musical que lo
espabilaba cada mañana.
*
Su locutora favorita, emergida desde un profundo sueño, le susurraba
cada amanecer.
—Son las siete de la horas de la mañana. Las seis en Canarias.
Es la hora de nuestro número uno. Arriba dormilón… Ánimo que la mañana es tuya.
Era la voz más parecida a una voz amiga que escuchaba en
todo el día. Pronto olvidada por la melodía que disparaban los altavoces. Todo
lo demás era automatizado y exento de pálpitos nacidos de las entrañas. Cada
contacto con un ser humano se iniciaba y moría en el cerebro, exclusivamente,
mejor dicho, en una zona muy concreta y acotada del cerebro en el que
almacenaba inexorablemente datos estadísticos, gráficos bursátiles, valores de
divisas, dividendos de acciones, subidas y bajadas de tipos de interés, datos
del PIB, PIC interanual, de la EPA, la última encuesta del CIS... Siglas,
números, porcentajes.
Lo primero que hacía, todavía en la cama, era emitir,
normalmente en voz alta, una maldición porque hubiese llegado tan pronto la temida
hora. Después, otra maldición por haber bebido demasiado güisqui en el pub de
la esquina con los amigotes de la oficina. A continuación, una maldición más
porque la cabeza parecía que podría explotar en cualquier segundo. Por fin, y
justo antes de entrar en la ducha, la última maldición porque en aquel maldito
apartamento de lujo nadie se preocupaba de que hiciese el suficiente calor a
aquellas horas matutinas, con la crudeza que tenía aquel otoño.
Por fin, la acción de la ducha sobre su cuerpo atenuaba el
mal despertar. Desde muy pequeño, en el internado, se había acostumbrado a la
ducha de agua casi fría y el contacto del agua con la piel producía la reacción
adecuada para que la sangre circulase a gran velocidad inundando el cerebro. De
pronto, nuevamente era el Tomás optimista y ganador, el chico de pueblo, que
había triunfado en el mundo de las finanzas en los agresivos aledaños del
parqué bursátil, admirado y envidiado al tiempo, por propios y extraños.
Su trabajo en bolsa comenzó justo cuando, al acabar la
carrera, una empresa le ofreció un puesto como asesor financiero. Aquel empleo
era de poca categoría. Sin embargo, tuvo la intuición de que aquel primer
escalón podría ser aprovechado. Aconsejó a un par de clientes inversiones
arriesgadas. Determinó retiradas a tiempo de valores supuestamente sólidos,
pero que él descubrió, nadie sabía muy bien cómo, inestables. Acertó. Siempre
acertaba.
El Presidente del Consejo de Administración fue informado
adecuadamente y comenzó la escalada de su fama. Primero fue una fama pequeña,
ínfima, circunscrita a la propia empresa. Más tarde a empresas afines. Sus
decisiones hicieron que el crecimiento de la empresa que lo pagaba fuese
espectacular en un par de años. Soportó las envidias, los empujones y zancadillas
de otros aspirantes a triunfadores, pero siempre ganó. Su capacidad de
intuición le supuso siempre adelantarse a los acontecimientos…
Tres años después rozó la gloria. Una gran multinacional con
sus tentáculos extendidos en prácticamente todos los países del Globo lo fichó.
Era un sueño. Incluso en la prensa económica del país era ya protagonista de
artículos y comentarios.
Sin embargo, dentro de sí una losa iba haciéndole más
complicado tener ganas para vivir. En una ocasión (había bebido más de la
cuenta), se encontró en la almohada de su cama con lágrimas que provenían de
sus ojos acostumbrados a mirar pantallas de ordenador e informes repletos de
números y estadísticas. Se sorprendió. Lo achacó al exceso de alcohol en
sangre. Pero a la mañana siguiente se dio cuenta de que algo se le había roto
por dentro, como si estuviese cubierto de miles de cristalitos que lo punzaban,
como cuando se revolcaba en la paja del establo en el pueblo, y sentía, horas
más tarde, que sus restos le producían un picor irremediable y desazonador.
Ya no tenía las mismas ganas de acercarse por la oficina. De
pronto, su despacho (un décimo piso orientado al mediodía, abierto al paisaje
urbano por enormes cristaleras, decorado por los mejores interioristas del
momento venidos del mismo NY) le parecía un tormento más.
Consultó con el médico de la empresa.
Tuvo miedo. Incluso pensó en alguna enfermedad relacionada
con alguna carencia alimenticia, sospechó, quizá, que le acechaba alguna depresión.
El médico escuchó atentamente. Observó a su paciente con más
atención aún. Dictaminó que sería bueno que bajase el ritmo de trabajo. Y que
se plantease, incluso, algunas vacaciones.
Justo lo que no quería oír.
Tomás odiaba el ocio. El tiempo libre para él era sinónimo
de aburrimiento y alcohol. La mayoría de las veces en soledad. La televisión le
aburría. La lectura, salvo sobre temas económicos, le parecía pérdida de
tiempo. Actividades al aire libre eran rechazadas por estériles y peligrosas.
Pasear por la ciudad, inútil y soporífero. Quizá la música, pero como aditivo a
una copa, y, como mucho, elemento fundamental para concentrarse cuando tenía
que elaborar informes definitivos para orientar algún tipo de inversión o
movimientos de grandes capitales en la empresa.
Sin embargo, aquella tarde, tras una jornada nuevamente
brillante y eficaz en lo profesional, decidió que se marchaba. Dio las órdenes
oportunas a su secretaria. Se despidió de los compañeros y jefes y, raudo,
retornó a su apartamento, preparó una pequeña bolsa de viaje, ni se cambió de
ropa. Fue al garaje del edificio y arrancó su coche. Decidió pasar unos días en
la casa del pueblo. El pueblo donde nació. Simplemente tres o cuatro días, a lo
sumo una semana. Aprovecharía la masiva huida navideña para confundirse con el
resto.
*
A medida que la ciudad quedaba a sus espaldas, la noche se cerraba sobre
él. Al fondo y a los lados se extendía una pared de humedades blanquecinas. Por
unos momentos pensó que aquel era su túnel particular, la definición perfecta de
su vida: solo frente a una lengua negra con señales fluorescentes que aparecían
como avisos; nadie, nada a los lados. Soledad, oscuridad, frío, miedo.
Únicamente tenía una salida conducir hacia delante. Parecía un viaje en el
túnel del tiempo.
Decidió no pensar más. Conectó la radio del coche. A esas
horas de la tarde la programación coincidió con un especial sobre la música
navideña de todos los tiempos. Parecía una encerrona que le habían organizado.
Quería huir del agobio de la empresas, del mundo de las prisas, de las
tensiones de los movimientos bursátiles. Simplemente quería silencio, vaciedad,
anonadamiento. No quería ahondar en sí mismo, y menos aún en el pasado. Sin
embargo, había optado por volver a su pueblo, por retornar a la infancia, y no
sabía por qué. O sí lo sabía y no deseaba reconocérselo.
Un perentorio impulso dentro de él lo empujaba con
determinación inusitada. En la soledad de los kilómetros de carretera empezaba
a sentirlo, como si se tratase de un objeto concreto y determinado. Casi lo
podría describir como se hace con una cosa. Tenía los contornos suaves de las
formas redondeadas, esféricas, era frío como el cristal, era resistente…
Volvió a sacudirse la cabeza con violencia. Se preguntó si
lo que le ocurría era que dentro de sus neuronas había comenzado un proceso de
deterioro tal que la locura estaba aun peldaño más abajo, o, más bien, que
estaba a punto de quedarse dormido y las pesadillas comenzaban su desfile particular
desde el subconsciente más lejano hasta su cerebro.
Tuvo que frenar en seco.
Hacía unos minutos que había abandonado la autovía y se
adentraba por una carretera comarcal en busca del cerro sobre el que crecía (es
un decir) su pueblo. Sin embargo, la ausencia de concentración le supuso no
percibir la distinta anchura de la vía, que de frente se podría encontrar con
vehículos, o con peatones, que el trazado era más irregular, que los arcenes
eran meros accidentes literarios…
*
—Así que, ¿usted es el tío Celedonio?
Hacía muchos años que Tomás no fumaba, sin embargo, después
del susto aceptó el cigarro que le ofreció el Tío Celedonio. Fue una suerte que
el coche estuviese a punto y que el sistema de frenos respondiese. Sólo había
una explicación: convirtió en recta lo que era curva. Menos mal que la intensa
niebla le hizo conducir despacio. Sobre todo, fue una bendición que la maleza
en aquella zona tuviese el espesor que tenía.
—Tú eres Tomás, el hijo de Enrique y Paquita. Ya era hora de
que volvieses por aquí. No sabes lo que te echan de menos tus padres. Cada vez
que hablo con ellos me cuentan que te va muy bien por Madrid, que tienes
muchísimo dinero, y un buen trabajo, pero nunca vienes.
—Es que tengo mucho trabajo. De hecho, tío Celedonio, si he
venido es porque el médico me ha recomendado unos días de descanso.
—Si es que, lo que digo yo, la gente de ciudad no sabéis
vivir.
Después del susto intentó volver a poner en marcha el coche.
Imposible. Así que descendió de él y se puso a caminar, carretera arriba. Una
señal desvaída indicaba cinco kilómetros a su pueblo. Entonces se dio cuenta
que no había traído abrigo. Se arrebujó en su Arnani gris marengo, formando un gurruño sobre su torso y continuó.
Recordó que, de pequeño, los días de niebla le asustaban mucho, porque no podía
ver el horizonte. Aquella niebla (que empezaba a tornarse cencellada) lo estaba
empapando. Un frío húmedo penetraba desde sus pies (tampoco tenía calzado y
calcetines adecuados para aquella situación) y ascendía raudo por el resto de
su cuerpo. Calculó que cinco kilómetros en pendiente y con nula visibilidad le
llevarían al menos dos horas y media o tres, lo suficiente para que una
pulmonía decidiera tomar posiciones en su pecho. Miró su Rólex, las diecinueve
cuarenta y ocho y pensó, Un veintiuno de diciembre a las ocho menos diez de la
noche en mitad de la árida y fría meseta; imposible encontrar a nadie.
Decidió avivar el ritmo de zancada y luchar así contra el
frío. No pararse, esa era la consigna. Nada. Pensó hacer autostop. Otra suerte.
De todas maneras tenía que ser cauto, pues la visibilidad era nula.
Resultó ser un R-4 blanco. La velocidad del conductor era
tan lenta que hubo tiempo de sobra de parar. El conductor le resultó familiar.
Los ojos claros, casi grises, la nariz prominente, la voz flotando en la brisa,
con consistencia material, voz profunda y vagamente rasposa, moldeada por el
tabaco. Sin embargo, no fue capaz de concretar aquellos recuerdos. Así que se
identificó, para poder identificar. Resultó ser el tío Celedonio, uno de los
pocos vecinos que quedaban en el puebluco. Se emocionaron. Tomás se preguntó
cuándo había sido la última vez que se había emocionado. En su memoria no halló
ese recuerdo.
*
Amaneció Nochebuena. Un sol espléndido y frío iluminaba el paisaje.
Tomás despertó acariciado por un dedo de luz sobre su rostro. Sonrió
instintivamente. Sentía el calor de las mantas de lana que lo envolvían
¡Cuántos recuerdos en aquellas paredes blancas y abombadas por la humedad!
Todavía quedaba la fotografía de su primera comunión.
Era su tercera mañana en aquella casa casi olvidada y el
efecto sedante que había causado en su interior fue casi inmediato. Su madre
había envejecido demasiado. Total sólo habían pasado cinco o seis años desde la
última vez que los vio. Sin embargo, su padre se mantenía más o menos igual. El reencuentro fue
natural, casi sin emociones, acaso unas lágrimas furtivas escaparon de los ojos
de su madre… Pero por dentro un calor le abrasó desde las entrañas hasta la
garganta. Un calor que comparó con el efecto de las llamas del horno sobre las
piezas cerámicas: no era fuego destructivo, sino el íntimo crisol que unificaba
cada molécula convirtiéndola en un todo perfectamente ensamblado y útil. Sintió
que aquellos fragmentos, quebrados unos meses atrás en su apartamento de lujo
de Madrid, empezaban a restaurarse con aquel fuego. No supo determinar de dónde
procedía aquella fuente calorífica hasta que sus ojos se cruzaron con los maternos,
gemelos a los suyos, excepto en un resplandor recóndito, como brasas de
chimenea al final de la noche.
De aquella anciana que se había tornado su madre, brotó por
resorte una energía infinita. Subió las escaleras al sobrao de la casa y rápidamente se presentó con un pijama de felpa (uno
que utilizaba cuando era estudiante y volvía a pasar las vacaciones en casa)
que extendió en el negro fogón de la cocina de carbón y leña que servía para
hacer esos sabrosos guisos de sabores rotundos, nítidos, inconfundibles,
preparados a fuego lento.
—Tomás, hijo, cámbiate, quítate esa ropa que te vas a
agarrar una pulmonía.
—Pero, madre, no tengo nada más de ropa, se ha quedado todo
en el coche. Padre, por cierto, mañana tendré que acercarme a ver qué pasa.
—No te preocupes hijo, todo se andará. No creo que nadie te
lo vaya a robar. Con la noche que está... Mañana muy temprano me voy con
Celedonio y lo arreglamos. Paquita, prepara una sopa del cocido de esta mañana
al chico, para que se entone. Y tú, hijo, te la tomas y a la cama. Que para una
vez que vienes a ver a tus padres, resulta que casi te matas. Mañana hablaremos.
Para Tomás las fiestas navideñas habían sido una sucesión de
anuncios publicitarios multicolores, felicitaciones vanas, programas de
lágrimas fáciles. Los últimos años las navidades habían sido una molestia pues
le alejaban de su trabajo. Pudo asistir a cócteles, fiestas, encuentros de
empresa… Unos días para descansar, mejor dicho, para aburrirse.
Sin embargo, esta Nochebuena era distinta. Ya sentía que su
madre trajinaba en la cocina preparando la cena. En el pueblo se husmeaba
cierto aroma de fiesta. Los niños (los hijos de aquellos que, como Tomás, se
habían marchado y volvían a pasar unos días en paz) pedían el aguinaldo por las
casas. Era como si todo tuviese el sabor añejo de los sueños o de los cuentos
de hadas.
Sus ojos se habían acostumbrado ya a la infinitud del
paisaje. Era Nochebuena y notaba un cosquilleo por dentro. Era como cuando de
niño se juntaba con los zagales del pueblo y se lo recorría a grandes carreras.
Era una felicidad olvidada. Se dijo, mientras recorría los alrededores, que el
horno seguía funcionando y aquellas esquirlas que le herían se iban uniendo
nuevamente. Pero, del mismo modo, barruntaba peligro: cuando regresara a
aquella oficina moderna toda ella de metacrilato, teléfonos inalámbricos,
pantallas de ordenador y cuadros ultramodernos, no sería el mismo Tomás. Quizá
ya no sería el tiburón de las finanzas implacable ante el resto de peces que
intentaban detener su avance… Tenía miedo, empezaba a sentir la caricia de lo
humano, algo que premeditadamente tapó y tapó con concienzuda tenacidad desde
que comenzó a estudiar la carrera.
Llegó a la cima de un otero que se alzaba redondeado, a las
afueras del pueblo y se sentó en una piedra plana que estaba situada como a propósito.
Contempló la aldea. Era un belén de los de toda vida. Distinguía la panadería,
el bar, los apriscos para las ovejas, las casuchas de dos alturas construidas
en adobe, los chopos desnudos junto a la orilla del arroyo. A su derecha
descubrió una verdasca que recogió con cariño. ‘¡Quién fuera pastor esta noche!’,
se dijo en un suspiro y cuando racionalizó la frase, saltó de un respingo.
Definitivamente estaba asustado consigo mismo, o ya no era el mismo. A sus
mientes llegaron los recuerdos de algún sesudo artículo publicado en alguna
revista americana que hablaba de cierta enfermedad psicológica que se daba en
los altos ejecutivos y que consistía fundamentalmente en un hastío repentino
por la actividad desarrollada hasta entonces y una huida hacia estadios más
primitivos de la sociedad.
Pensó regresar a su Madrid, pero no quiso dar ese disgusto a
su madre, que había invitado a todas las vecinas a que fueran a tomar una
copita de anís a su casa después de la cena para que pudieran saludar a su
hijo. Aguantaría un par de días más y el día veintiséis volvería. No quería que
aquella quietud le tendiese definitivamente su trampa. ‘¿Cómo es posible que
pasen las horas y no eche de menos ni los teléfonos, ni los gráficos, ni los
correos electrónicos, ni los ordenadores, ni los faxes, ni las videoconferencias?’
Se conformaba con contemplar el pueblo de su infancia, con charlar con el tío
Celedonio, o con el tía Pascual, o con el tío Mariano Pocavista, o con la tía
Remedios, la madre de Ramón Cucaracha. Charlar acerca del tiempo, de aquellos
inviernos en los que la nieve aislaba el pueblo durante semanas, de cuando la
matanza la podían hacer sólo don Hipólito, don Nicanor, el boticario, el
maestro, el médico y el cura, porque como decía tío Mariano Pocavista
—Entonces, chaval, sí había médico, cura, maestro y
boticario. Pero ahora, ya ves, cuatro viejos que ni vemos, ni oímos, ni entendemos.
Si llueve, pues en casa, y si hace sol, como las lagartijas, salimos a la
solana y a ver pasar los minutos.
*
Durante la tarde, al amor de la lumbre, mientras contemplaba un
avejentado álbum de fotos, el miedo le atenazó definitivamente. Debía volver
cuanto antes.
Alzó la vista en derredor y los viejos objetos de las
paredes, aquella lámina del Sagrado Corazón, aquellos platos dispuestos en la
alacena, las dos butacas donde sus padres sesteaban cada tarde, todo eran
avisos de que el verdadero latido del corazón estaba allí, no en el fragor de
la ciudad.
—Madre, voy a dar un paseo. Llegaré a la hora de la cena.
—Abrígate, hijo.
Volvió a dar vueltas por el pueblo, medio adormilado por el
frío y el atardecer violeta y veloz. Se llegó hasta una corraliza y asomó sus
curiosos ojos al interior. Sólo estaban las ovejas. Sus balidos lastimeros,
como parloteos infinitos, estallaban en sus oídos. Se disponía a regresar, ya
tranquilizado, cuando un ladrido de perro lo retuvo. Venía a su encuentro un
can negro de indefinida raza, escaso de alzada. Lo acompañaba un muchacho de
unos quince años, moreno, enjuto, mal vestido y peor calzado. Tomás lo esperó.
—¿Eres el dueño de las ovejas?
—No, no señor. Pensaba que sería usted. Verá un poco más
allá está el resto de mi familia y queríamos que alguien nos diera algo de
comer, como es Nochebuena.
Pensó que estas cosas sólo ocurren en las películas malas, o
las montan en programas de televisión. Pero le pasaba a él. Era Nochebuena y
ase encontraba con alguien que no tenía nada que comer, y no sólo eso, sino
que, además, le pedían que él se lo diera.
—Como no vengas conmigo a mi casa a ver si mi familia tiene
algo a mano.
—¿Usted no conoce al dueño de las ovejas? Si nos pudiera dar
un cordero sería fenomenal.
—Pues no. La verdad es que hace muchos años que no vivo en
el pueblo y hace más de cinco que no venía de visita, así que no sé muy bien de
quién son.
—¿Queda muy lejos su casa?
Se dio cuenta de que el muchacho quería deshacerse de él y
robar alguna oveja que solucionaría el problema para un periodo más largo de
tiempo, así que se largó. No volvió a su casa. Esperó un rato, a pesar de que
comenzaba a helar. Cuando calculó que el ladronzuelo se habría largado, regresó
al corralón. Supuso que faltaría alguna oveja, o más de una. No lo dudó y dejó
tras la puerta un cheque al portador por cincuenta mil pesetas. Sabía que se
arriesgaba, pero un nuevo latido de su corazón le hizo suponer que aquel dinero
llegaría a su destinatario. Se apresuró a marchar, ahora sí, a su casa, antes
de que llegase el dueño y lo confundiese con el ladrón y antes de que el frío
hiciese verdadera mella en su organismo.
Fue una cena inolvidable, de las de antes, de las que hacía
muchos años no podía disfrutar. Para él la Nochebuena había sido una excusa
para acostarse temprano o para beber más de la cuenta, solo en su apartamento
de lujo. Aquel año, apenas necesitó el vino. Incluso, cuando su madre hizo de
anfitriona y lo expuso ante las demás señoras del pueblo, disfrutó y escuchó.
Luego se fueron todos a la misa del gallo. Él prefirió decir
que se iba a acostar temprano. Les mintió. Salió hacia el aprisco de la ovejas.
Lo cruzó y se aventuró en la espesura de la noche. Contempló las estrellas que
en las últimas dos noches lo habían impresionado. Ya no recordaba que en el
cielo hubiese tantas. Brillaban con un fulgor especial. Hacía mucho frío.
Quería encontrar nuevamente a aquel chaval y a su familia. Intentar espiarlos.
En definitiva, saber si era más o menos cierta la historia que había dejado
entrever el muchacho moreno y enjuto.
En el silencio eterno de la noche fría, sintió el sonido de
villancicos y columbró la llama de una hoguera. Se acercó sigilosamente.
Descubrió, efectivamente, que un grupo bastante numeroso de personas, celebraba
a su manera la Nochebuena. Decidió integrarse en el grupo. Al principio
pensaron que era un poli, o alguien del pueblo que se había enterado del robo
de las ovejas, pero el chaval les tranquilizó.
—Éste debe ser buena gente, pretendía que le acompañase a su
casa por ver si nos podían dar algo de comer… No lo engañé.
—No, ya veo —contestó Tomás—. Pero no os preocupéis por lo
de las ovejas y corderos. Ya lo he solucionado. Además, venía a otra cosa.
Quería conoceros.
—Pues mire, somos una familia— dijo el que parecía el jefe,
que iba vestido de negro riguroso, incluidos el sombrero de ala ancha y el
pañuelo que se anudaba al cuello—. Esta es mi mujer, se llama Asunción, mi
nombre es Manuel. Tenemos cuatro hijos, dos varones, Rafael y Miguel, y dos
hembras Rosa y Dolores—. Cada vez que nombraba a uno lo señalaba con un gesto
exacto que nacía rápido del prominente mentón que se alzaba brevemente—. Los
cuatro han casado bien con mis nueras Carmen y Teresa y con mis yernos Luis y
Antonio. Los más jóvenes son mis nietos, desde este grandullón que ya conoce,
hasta este churumbel—. Y alzó en lo alto a un crió como mucho de dos años que
reía las gracias del abuelo— Se llama José Alfonso. En total diez nietos por
aquí revoloteando, mas lo que traiga Teresa. Ya ve usted qué necesidad tenemos,
pero hoy es Nochebuena y así que los pobres tenemos esperanza, para eso nació
el Señor en Belén. ¿No le parece?
Fue una hermosa velada, a pesar del frío: canciones,
chascarrillos, historias, café cargado, anís…
Al final, casi emocionado, Tomás expuso la idea que le
rondaba por la cabeza, desde hacía unas horas.
—Ya veo que andáis bastante justos de todo. A mí, la verdad,
no me falta de nada—. Hubo un murmullo de desaprobación, más que por lo que
había dicho, por lo que intuyeron que podría decir—. Escuchadme, por favor. No
os voy a dar caridad, ni limosna. Veréis os voy a hacer un cheque por valor de medio
millón de pesetas, al portador. Esta es mi tarjeta, donde figura la dirección
de la empresa donde trabajo. Voy a entregaros el cheque con fecha de dos de
enero próximo, que es cuando vuelvo a trabajar, porque claro, con esta cantidad
supongo que me llamarán los del banco. Digamos que es una inversión a fondo
perdido. Os doy el cheque y mi tarjeta. Cuando podáis devolvérmelo me lo
devolvéis. Si no lo queréis invertir y queréis disfrutar de ello, vosotros
veréis. Yo no lo reclamaré.
Cuando los dejó, caminó muy a prisa hacia el pueblo que en
la noche se parecía más que nunca a uno de esos nacimientos que ponían en su
casa cuando niño. Pero, aquello no era Belén, ni hacía dos mil años.
Le hubiera gustado que una legión de criaturas celestiales
se aproximara a él y le cantaran gloria a
Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buen voluntad. Pero
todo era silencio y frío en medio de aquella noche.
Miró su reloj. Las dos y seis minutos de la madrugada. Pasó
por casa. Sus padres dormían. Se encaminó a la iglesia. Estaría cerrada, pensó,
sin embargo, no era así. Estaba abierta. Abierta y vacía.
Hacía tanto tiempo que no entraba en un templo. Le
sobrecogió el silencio, la oscuridad, el eco de sus propios pasos. Todavía
estaba allí el Niño Jesús. Se acercó más. Temblaba.
Todo él era un temblor. Llegó al altar donde permanecía el
Niño Jesús. Era el mismo que utilizaban cuando era pequeño, quién sabría cuánto
tiempo hacía que el mismo Niño Jesús se ofrecía a los hombres y mujeres de
aquel pueblo en las navidades.
Se inclinó ante la figura gordezuela y sonriente y lo besó,
tímidamente, rozando apenas, con sus labios, el dedo meñique del piececito
izquierdo...
Una lágrima atravesó sus pómulos después de haber abrasado
desde sus entrañas hasta su garganta. Pensó, Es Navidad.
Lloró mansamente, por fin.
5 comentarios:
Queridos amigos, este es el primero de los largos.
Eran otros tiempos. Internet no existía. No existían los blogs. La gente leía en papel sin tantas prisas como hasta ahora… Y así seguí unos cuantos años, como comprobaréis si es que aguantáis esta serie.
Primera aparición de una de las ‘melodías’ que se repiten con variaciones en estos relatos: mi crítica al sistema de vida actual, en que impera el capitalismo salvaje que conduce —inexorablemente— a la deshumanización.
Es un relato quizá todavía blandito. Demasiado maniqueo. El típico enfrentamiento entre la vida del campo y la ciudad, demasiado previsible en una resolución como de postal edulcorada…
Cuando escribí este pueblo, no pensé en ninguno en concreto. Con los años, lo descubrí. Es curioso. Y está muy cerca, Amando de tu queridísima Riaza, me refiero a Aldeanueva de la Serrezuela. Me he dado cuenta ahora al repasar y reeditar los textos que se parecía muchísimo a este pueblecito de la Provincia que visité hace no muchos años, a causa de un funeral.
No es por ponerme la venda antes de la herida, pero creo que este es el relato más flojo de la serie, quizá el menos personal. Y tiene otra curiosidad extraña, el protagonista se llama como el del relato de ayer.
Ni vendas ni heridas. Seguramente, no importa tanto el académico valor literario de la serie, sino el aroma que desprende la navidad por estas lineas escritas cada año, el tono desvaído del cuadro más que las pinceladas.
Que nos hayamos alejado tanto de ese tipo de sentimiento no supone blandura, sino extravío.
Efectivamente, yo vengo de la zona de Riahuelas y Castiltierra, aunque tengo casa en Riaza. Muy cerca de Aldeanueva de la Serrezuela (hay otra más con el apellido del Campanario) y no me extrañaría nada encontrarme por allí a tu Tomás, reconciliado con su pasado, alentando un rebaño de ovejas. Le daré recuerdos tuyos. Un abrazo segoviano.
Amando, ojalá te encontrarás con éste y otros Tomases que en el mundo se han dedicado y se dedican a arruinarnos al resto.
Esa zon es de las más hermosas de la Provincia...
Curiosos apellidos...
El cuento destila olor a Navidad por los cuatro costaos.
Abrazos para los Amandos.
Es un verdadero cuento de Navidad. Creo que se podría leer a algún pequeñajo y le escucharía con tanta atención como lo he leído.
Imagino con qué placer tu Tomás recorría la noche en esos parajes.
Muchos besos de 21 de diciembre!
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