Al mismo tiempo que la idea obsesiva, un sudor frío
brota por cada poro de su espalda. Su rostro palidece. A través de su fina
piel, se transparentan, opalinas, las leves venas. La de la sien, intrincada como
angosto surco de río en su curso alto, tabalea a ritmo desquiciado, como
agitada por baqueta invisible. Como el tamboreo arrítmico, un pensamiento
inútil golpea sus neuronas, No es posible, no es posible... La desocupada caja
de madera y la nota de su interior, lo desmienten: la constancia palpable de la
oquedad donde debiera reposar la imagen...
Una vez tras
otra, sus ojos recorren el mismo camino: desde la desvalijada caja, hasta la
nota que sostiene inerte en su mano izquierda; desde allí, a la caja. En un
minuto decenas de veces. Movimiento repetido y absurdo fruto de la angustia que
le oprime el pecho.
Lee nuevamente
el papel, como si no entendiera el mensaje, aunque sea sencillo. Frases
mecanografiadas con anterioridad al momento de cometer el atropello. Palabras
premeditadas y frías, pero angustiosas y desesperadas.
*
“Señor párroco, como
ve, no hay Niño. No se preocupe por la imagen… siempre que sigan las
instrucciones. La devolveré previo pago de doce mil euros. El dinero, en
billetes variados y no muy grandes, lo envolverá en un paquete y lo dejará en
la papelera de la salida de la iglesia en la medianoche de la víspera de Nochebuena.
Si alguien está en la zona a esa hora y no recojo el dinero, no tendrán el Niño
para la misa del gallo. De momento, olvídense de él para este Adviento...
Quizá piense cambiarla por otro a última
hora. Si lo hace, pasará algo terrible. No intente trucos conmigo, estoy
agobiado. Le aseguro que soy capaz de todo. Por experiencia sabe que la
desesperación conduce a cometer verdaderas locuras.
A la policía ni palabra, por su bien, el de
la Parroquia y el de la imagen. Ya sabe que el tema de robo de arte sacro es un
asunto complicado hasta para la policía. Le llevaría meses que empezaran la
investigación. Para entonces, lo de menos será la talla. Como entenderá, no
mostraré mi juego. Simplemente sepa que tengo un plan B. No tiente la suerte.
Espero que el veintitrés de diciembre a medianoche
deposite en la papelera ese dinero. Si así es, no se preocupe: a la mañana
siguiente tendrá su talla iglesia.
En caso contrario, aténgase a las
consecuencias.
El secuestrador”.
*
La nota es desesperada. Agustín, el párroco, se ha
paralizado, como si le hubieran disparado un somnífero.
Tras
leerla un par de veces más, entra en acción, por fin. Asciende las escaleras
que conducen a la iglesia. Se olvida de la genuflexión ante el Santísimo. Sale
hacia su piso. Casi tropieza con el escañil donde se sienta para la oración de
la mañana; lo esquiva por casualidad, mas la finta le lleva al primer banco, el
más próximo al altar, y, sin poderlo evitar, choca contra él. No hace caso al
golpe, pero el moretón en el delgado muslo será considerable. Necesita compartir
el disgusto con don Baudilio. Él, a pesar de sus años, o por ello, lo afrontará
mejor.
*
La parroquia de la Esperanza, situada en un suburbio
marginal, utiliza como iglesia lo que debieran ser garajes del edificio. No es
amplia. Su escasa altura, y las columnas de hormigón, que dificultan la visión
de los fieles, cuando el templo está concurrido, oprimen, más que elevan el espíritu.
En una
parroquia así, el culto no tiene relevancia especial. importa otro trabajo.
Pero, a veces, la liturgia es poderosa. Aún en las realidades más duras y
acerbas, los símbolos, los signos, ayudan a elevarse sobre el sufrimiento
cotidiano. Navidad es uno de esos momentos.
La imagen
del Niño, ¿robada, secuestrada?, tiene historia. Cuando la Parroquia nació,
hace quince años, la regaló el Obispo. Es talla del siglo XVIII de una belleza
sin par, que figura en todos los catálogos artísticos. Representa un niño de
días, mayor que de tamaño natural (setenta centímetros), de un verismo
sorprendente. Se atribuye a la escuela de Salzillo, o a él mismo. Se afirma que
el maestro murciano dirigió y supervisó su realización. Destaca el estudio
anatómico del cuerpo. Los entendidos alaban, sobre todo, las manos (acogedoras,
como las de una madre, y, a la vez, necesitadas, como si pidieran limosna) y la
fuerza de la mirada, lanzada al futuro. A causa de la expresión que emana de su
rostro, tiene culto bajo la advocación del Niño de la Esperanza, de ahí el
nombre de la Parroquia.
Cuando el
barrio, o suburbio, creció, fue necesaria una nueva Parroquia. El Obispo meditó
que el barrio, sumido en tantos problemas y desazones, tendría por faro que iluminara
un horizonte tan calamitoso la imagen del Niño. Donó la talla como resumen, o destino,
del trabajo de los sacerdotes que allí cumplieran con su ministerio pastoral.
Mas tal entrega fue criticada en la Diócesis. Sesudos y eruditos especialistas
publicaron artículos denostándola. Pero él, lejos de ser influido por las
críticas, las interpretó como demostración irrefutable del acierto en su decisión.
La imagen sería la antorcha humilde y segura que iluminaría los pasos de los
vecinos (creyentes o no, importaba poco). Cualquier otro Prelado lo hubiese
colocado en lugar principal del Museo Episcopal, pero le pareció más útil en el
suburbio donde el dolor de la miseria, del olvido, de la incomprensión, de la
violencia, de la muerte, acampaba como un buitre en medio de la carroña más
repelente.
*
Muchas veces, el párroco de tez pálida, casi transparente, ha meditado
en esto y sabe que el robo es un daño atroz para la Parroquia, para el Barrio.
De alguna manera invisible, e inexplicable, ha amalgamado sensibilidades,
culturas, dolor... Ha visto más de un musulmán (marroquí, argelino, búlgaro),
más de un ortodoxo (búlgaro, armenio, ucraniano), más de un agnóstico confeso
(de cualquier nacionalidad, sobre todo español), más de un católico no
practicante (español, colombiano, polaco, ecuatoriano), con los ojos vidriosos
al contemplar la expresión de acogida del rostro de niño indefenso. Ha visto a
más de una madre (cuya patria sería para siempre el sufrimiento), partida por
el dolor que causa la muerte de un hijo por la droga, el sida o reyertas
callejeras, implorar desesperadas súplicas al Niño, y salir tranquilas y
reconfortadas, como si la mejor medicina hubiese calmado sus nervios, como si
una suave gamuza usada desde el infinito hubiera limpiado las limaduras del
dolor que hieren la piel del alma…
… La
falta de espacio para construir un altar, y el miedo a que la contemplación de
la imagen se convirtiera en idolatría, aconsejaron, desde el principio, reducir
su culto a Adviento y Navidad. Tal era su fama, que en ese tiempo, muchos
ciudadanos, no sólo de la Parroquia, acudían a venerarla.
Muy pocos
saben el lugar en el que se guarda el resto del año. Quizá no sea el más
seguro, pero nunca pensó que una mente cavilara su hurto. Además, una caja de
seguridad en un banco es un coste que no se ha planteado la humilde Parroquia…
Pero tampoco estaba tan a mano. Se debían de dar varias circunstancias: que estuvieran
abiertas las puertas de la iglesia, del trastero, y del armario, o que la llave
de éste estuviese en poder del ladrón. En los últimos años, no ha cambiado
ninguna cerradura. Nadie las ha forzado, ni al perpetrar la fechoría.
De todos
modos, una vez tomada la determinación, las medidas de seguridad se eluden
fácilmente. A su memoria, además de él mismo y don Baudilio, acuden los nombres
de varias personas conocedoras del lugar. Duplicar las llaves que reposan en la
sacristía, a la vista, era simple. Y el resto del trabajo, más sencillo aún. No
tienen ni alarma. ‘La falta de medios’, murmura en una queja lastimera.
Todas
estas ideas son una turbamulta agolpada en su cabeza, como bullebulle de un
guiso, que amenazan con reventarla. Sobre todas, le atormenta una. Tras la
paralizante, no puede ser, repica en su cerebro otra, ‘¿Por qué?, ¿por qué?’,
como una carraca de las usadas en su niñez durante la semana santa.
Hay tanta
miseria en el barrio, que muchos podrían exigir doce mil euros. Enorme suma
para él. Pero sus neuronas niegan que los más pobres utilicen al Niño como
rehén para obtener dinero. ‘Pero sí los desesperados’, concluye impotente.
Exhausto,
llega al pequeño piso que comparte con don Baudilio. Son las cinco de la tarde.
Su fatal descubrimiento se ha producido unos diez minutos atrás. Faltan dos semanas
para comenzar el Adviento, y aprovechó para ir al trastero por si la imagen necesitaba
limpieza especial, o hubiera sufrido algún deterioro... Don Baudilio no se ha
levantado de su siesta. Agustín se avergüenza, niño pillado en falta, al
percatarse de que sus voces han despertado al anciano sacerdote. Los
sobresaltados ojos enrojecidos del viejo le miran.
—¿Qué
ocurre? ¿La guerra? ¿Un terremoto?
Agustín,
todavía con el resuello entrecortado, balbucea.
—Peor,
don Baudilio, mucho peor.
La faz
del anciano despierta de golpe. Ya no es un rostro abotargado. Los oscuros ojos
comienzan su característico movimiento circular. La amplia frente, surcada de
profundas arrugas, encoge el ceño en un gesto híbrido de avidez y miedo. La
gordezuela mano mesa el alborotado pelo albo. Los labios, ligeramente rendido
el inferior, avanzan en una mueca entre rebufo y silbido. Tanta expresividad
sólo sustituye a una frase, ‘Hable ya, alma de cántaro’, muletilla muy usada
por don Baudilio.
Agustín,
al fin, toma aliento, pero no habla, sino que le tiende el papel que continúa
en su mano, como adherido a ella. Nada más hacerlo, se sienta en el sofá frente
al televisor, que, a veces, les sirve de distracción, y espera, con la cabeza
escondida tras las manos, a que el otro lea.
El
anciano sacerdote se desploma, junto a Agustín. La lectura del escrito le ha
fulminado. Agustín se da cuenta, tarde, de que tenía que haberle preparado. El
viejo está delicado del corazón, y un disgusto así puede ser fatal. Don
Baudilio palidece. Nota que los latidos de su corazón se aceleran sin control.
Desabrocha el alzacuellos que había abotonado al despertar. Un sudor frío baja
por su nuca. Agustín, asustado, se precipita a la cocina. Con un vaso de agua
que gotea, retorna a su lado, ¿Necesita alguna pastilla, u otra cosa?
Desde el
primer día, se tratan de usted, y aunque la confianza es mayor que en personas
que se tienen por amigos inseparables, nunca han apeado el tratamiento. Después
de diez años no van a cambiar. En esta ocasión, basta el frescor transparente
del agua. Don Baudilio deniega con la cabeza.
—Gracias,
Agustín, pero para otra, prevéngame, o me deja en el sitio… Ahora mi corazón no
importa. Deberíamos de hacer algo ¿Qué sugiere?
El párroco
entiende que la pregunta no es la más adecuada
—De momento,
nada. Lo primero, estudiar el mensaje y ver qué se nos ocurre…, si se nos ocurre.
Don
Baudilio asiente. Mejor no actuar a tontas y a locas. Cada paso es muy importante.
El viejo sacerdote siente que sus latidos ralentizan su ritmo frenético, poco a
poco…
*
Herme, te veo demasiado preocupada. Hermelinda asiente blandamente.
Tras sus ojos claros, acuosos, decolorados por la vida, se otea la zozobra, la
preocupación, el llanto. Es su nieta Gema que se pierde con ése, según su
parecer. No ha escuchado. Caridad habla a las paredes. Caridad, desde su
paciencia infinita, contempla el desmoronamiento de su amiga.
A sus
años, si la piqueta comienza su obra, basta con pocos y selectivos golpes sobre
el lugar adecuado para que el edificio se derrumbe como una torre de arena. Caridad,
con la perspicacia cosida a su mirar ámbar, intuye que el impacto erosiona el
centro del corazón, hogar del amor a su nieta. La niña, así le dicen, es sombra
esfuminada, de lo que fue. Caridad sospecha, con un pellizco angustiado
retorciéndole el alma, que ha ido más lejos de lo que ella sabe. Le asusta la
senda que transita la chiquilla tan guapa, tan crecida, y tan libre para un
barrio en el que acampa la hediondez de la vida. Caridad, las huesudas manos
largas sobre el vientre enteco, intuye que Herme sabe algo nuevo que le conduce
a la angustia asfixiante que causa la caída del ser amado al hondo precipicio.
Caridad habla por matar el tiempo y escruta el silencio ensimismado de Hermelinda.
A veces
los ojos incoloros de Herme, caen en la cuenta de que su enjuta vecina emite
sonidos. Caridad desconoce que todo le hastía. Pero la costumbre impide decirle
que no acuda cada tarde a tomar un café hasta que, a las ocho menos cuarto,
agarradas del brazo, se dirijan a misa.
Hoy a
Caridad, la situación de su amiga le parece peor.
—Herme, o
me dices qué es lo que te pasa, o vamos a tener un disgusto tú y yo ¿Ya no hay
confianza…?
Hermelinda
asiente sin ton ni son. De nuevo, le atenazan
negros pensamientos, que la alejan del pequeño salón presidido por la
mesa camilla cubierta de un mantel de ganchillo amarilleado por el transcurso
implacable de los años. Caridad palmea sobre la mesa. El respingo de su amiga
es prueba del aterrizaje al mundo real.
—¡Uy,
perdona, hija, es que no te prestaba atención! Los años ya sabes… En fin, ¿qué
me decías?
—Ni años
ni nada —responde Caridad con brillos dorados en su mirada—. Que te ocurre algo
gordo, que no tengo un pelo de tonta, y más sabe el diablo por viejo que por
diablo… Llevo viéndote como empeoras en estas últimas semanas.— Tras un suspiro
concluye. —Esto no puede seguir así, o me dices qué te ocurre, o dejo de venir
a ver. ¿Para qué estamos las amigas?
Hermenilda
no contesta. Un copioso río desciende por sus regordetas mejillas, demasiado
pálidas. Saca un pañuelo hecho un gurruño en las profundidades de su bata azul
marino, y, tras secar los párpados, suena las narices. De su garganta sólo nace
un suspiro.
—La niña…
El llanto
vuelve a inundar su mirada. Es como si tanta lágrima tuviera la misión
principal de decolorar su iris. Su orondo pecho asciende en un rítmico
movimiento de profundidades desconocidas. Caridad, levantándose con celeridad
pasmosa, se acerca a su comadre, y la agarra los muelles hombros. Comprende que
no es momento. Quizá otro día. Quizá después de la misa. Intuye que al decir,
la niña, es como si hubiera abierto el grifo: todo lo demás vendrá por su
propio peso, pero no conviene forzar las cosas. Hay mucho dolor, y sacarlo todo
de golpe puede herir más que hacer algún bien. Como si tuviera a una niña
pequeña en sus brazos, desde el respaldo de la silla, Caridad mece a Herme, una
nana sin letra crece en su garganta. Hermelinda murmura.
—La niña
que se pierde, Caridad, la niña…
*
Ambos sacerdotes se miran. En unas horas se han aprendido de
memoria el mensaje. Descartan dar parte del secuestro del Niño de la Esperanza
a la policía, o al Obispado. Supondría muchas complicaciones y temen las
amenazas vertidas en el mensaje. Primero investigarán. Por lo menos hasta el
comienzo del Adviento. Salvo ellos y el secuestrador, nadie sabría la
desaparición de la talla. En ese sentido, ha sido providencial la antelación de
Agustín para recoger la pieza. De la nota deducen que el secuestrador, es un
hombre, que conoce la existencia y el valor de la imagen, además del lugar
donde se hallaba, por no decir que sabía las costumbres de la vida parroquial.
Pero eso, con ser algo, reduce poco las sospechas. Podría ser casi cualquiera,
o como dijo don Baudilio ‘Cualquier parroquiano’. Otra conclusión, no por obvia
descartable, es que pasaba dificultades económicas, aunque no apremiantes, pues
podía esperar hasta final de año. ¿Deudas de juego, chantajes, créditos, algo
relacionado con la droga, una operación quirúrgica…? Agustín traza un leve
plan. Indagarán entre los feligreses más cercanos, entre sus colaboradores de
confianza, intentarán sonsacar nombres de las personas que estén más necesitadas.
Don
Baudilio, pesimista, se pone en lo peor.
—Si no lo
recuperamos antes del Adviento, ¿cómo lo explicaremos?
Esta
pregunta torturaba el atormentado pensamiento de Agustín, oscuro laberinto sin
salida. Daba por supuesto que no recuperarían la talla en tan corto tiempo:
sólo once días para desentrañar un misterio de esa magnitud. El secreto
invisible de un secuestrador que permanecería mudo durante más de un mes. Si
cumplían con sus exigencias, nunca sabrían quién era. Si no cumplían, temían,
incluso, por su integridad física… Por no hablar de los riesgos que se desprendían
de ese supuesto ¾para
ellos cierto¾, plan B. Agustín, que
meditaba a velocidades asombrosas, sólo llegó a una conclusión.
—Si
sucede eso, no nos quedará más remedio que hablar con el Obispo, y obedecer; hasta
entonces, orejas atentas, ojos vigilantes, astucia a raudales y mucha oración…
No se me ocurre más… Por no hablar de la imposibilidad de obtener doce mil
euros, salvo milagro.
*
Caridad, viuda desde hace veinte años, se dedica a
su casa, sus dos nietos y a las necesidades relacionadas con la intendencia
parroquial. Inquieta por naturaleza, la intensa actividad de su cuerpo y de su
mente, le han hecho, a sus setenta y tantos años una mujer, más que delgada,
enjuta. De su enteco cuerpo, brota una vitalidad contagiosa, manantial
vigoroso. Con la pensión de viudedad tiraba. Como ella decía, Para lo que una
necesita, me sobra.
Su día
comienza temprano. Mientras toma un café negro, como la madrugada, escucha las
noticias que salen del viejo transistor. Recogidos los cacharros del desayuno,
tras ventilar el pisito, lo limpia. Antes de las nueve y media, abre la
iglesia, y tiene todo dispuesto para la misa de diez que oficia don Baudilio.
Mientras, ella limpia aquí y allá, ordena la sacristía, lee algún libro de los
que tienen desparramados por doquier los curas. Por la mañana, no escucha misa,
prefiere la de la tarde. Acabada la ceremonia, salvo algo especial, cierra la
iglesia, y hace la compra. Poca cosa: filetes de pechuga de pollo, o pescado
congelado, verdura, algún día fruta, leche, huevos. Ya en casa, llama a su
nuera, Casilda, por si hace falta que le eche una mano con los chiquillos. Los
dos nietos, Raúl y Óscar, son su perdición, pero su hijo vive al otro lado de
la ciudad, y, salvo urgencias, los visita los sábados por la tarde. Después, en
la cocina, escucha las noticias locales. Antes de preparar la comida, y si el
tiempo no es malo, pasea por el barrio. De este garbeo cotidiano, ha sacado
amistades, y se ha convertido en una persona querida. Le produce verdadero
dolor de corazón ver a tantos chicos y chicas jóvenes hastiados de hacer nada,
sentados aburridos en los bancos del parque, colgados del tiempo, contemplando
impávidos el tictac de la vida. Chicos que no quieren, o no pueden seguir unos
estudios, y que, mano sobre mano, se pasan las horas… Ve la telenovela que
echan en la primera. Luego, baja al piso de Herme, y después del café, van a
misa. Se acuesta muy temprano, tras escuchar el tiempo. Duerme como una roca.
En uno de
sus paseos de mediodía, dos años atrás, descubrió, en un jardín famélico, a
Gema, la nieta de Hermenilda, con sus quince años recién cumplidos sentada en
las rodillas de un joven de apariencia marroquí. A Caridad no le disgustaba que
la chiquilla se enamorara de un extranjero. Desde una clarividencia que le brotaba
de sus dotes de observación, sabía que las mixturas serían más que frecuentes
en el barrio. Lo que le molestó es que el chico sobrepasaba la indolencia, y
rozaba la delincuencia. Aquella mañana decidió no decir nada, e investigar.
Supo que el joven, poco mayor que Gema, se llamaba Ahmed y que era hijo de la
viuda Nahwäll que trabajaba en un hotel de la zona rica de la ciudad, como
limpiadora. Un trabajo duro, de horarios inhumanos, mal pagado, que le impedía
estar con su hijo. Ahmed y su madre llevaban en el barrio más de seis años.
Nahwäll era querida y respetada entre sus vecinos, pero el chico no tenía la
misma fama. Descubrió que se decía que andaba relacionado con cierto grupo de
pequeños traficantes de hachis y cocaína. Oyó que utilizaba la navaja con
prontitud. Las noticias eran malas. Descubrió que Gema estaba totalmente
enamorada del chico y que haría cualquier locura por él. Observó más de una vez
que le entregaba dinero. Supo que la chica, gracias a Dios, no probaba la
droga. De momento. No esperó más. Se lo contó a su abuela. Fue lo más cauta
posible, pero el golpe, aunque Hermelinda no lo dejó entrever, fue duro. Ella
le advirtió, y no volvieron a hablar más del asunto.
Habían
pasado un par de años y la pareja no se separaba. Gema dejó los estudios.
Ocupaba su tiempo haciendo cursos de lo más variopinto: peluquería ¾la cabellera de su abuela era el lugar de sus prácticas¾, corte y confección ¾varios
vestidos y otras prendas que encontró por casa sirvieron de campo de batalla
para sus ejercicios¾, taquimecanografía
¾lo que sirvió para
desempolvar la vieja OLIVETTI que utilizó su madre hacía tantos años¾, informática, puericultura... Mientras, se sacaba algún
dinerillo cuidando niños en las zonas pudientes de la ciudad.
Caridad,
con la invisibilidad que le daba su edad, observaba que los chicos cada vez
estaban más tiempo, solos. También se percató de que cada vez se hablaba menos
de Ahmed. De hecho, en alguna ocasión, oyó que le contrataron como aprendiz de
albañilería. Eso le tranquilizó.
Aquella
mañana, salvo el café negro, las noticias y abrir la iglesia, no hacía nada de
lo que le ocupaba su tiempo. La víspera Hermenilda le abrió el corazón. La niña
se iba de casa, a vivir con su novio, en un apartamento alquilado. Por fin
trabajaba en una peluquería. Un contrato de seis meses. Pero lo peor no era
eso, lo peor es que estaba embarazada y no tenía pensado casarse. Acabó su
confesión, rendida y hundida en el fondo de su vida.
—Pude
aguantar ver cómo mi yerno destrozaba la vida de mi hija, antes de que aquel
cáncer lo devorase; he soportado que mi hija viva fuera de la ciudad y me escriba
una vez al año, por compromiso; puedo llevar que mi hija y mi nieta casi no se
conozcan… Casi entiendo que mi hija culpe a Gema de ser la causa de sus
desdichas, y eso que la pobre solo hizo que nacer… Pero, ¿cómo podré soportar
que mi nieta se hunda en ese abismo? Caridad, ¿cómo lo soportaré? —y añadió con
acento más amargo— ¿Es que las mujeres de esta familia tenemos que enloquecer
cada vez que nos enamoramos…?
Quizá se
refiriera a su propia experiencia. Algo había oído Caridad, pero por respeto a
su amiga, ni siquiera pensó en ello.
*
Una semana desde que Agustín descubrió el secuestro del
Niño de la Esperanza. En esos siete días él, y don Baudilio apenas han pegado
ojo. Sus pesquisas han pinchado en hueso. Salvo lo que ya sabían, que el dolor,
la miseria, la marginalidad, la soledad, la delincuencia, el detritus de esta
sociedad, almacenado en el barrio de la Esperanza, hace aumentar el número de
sospechosos por minutos. Rara es la historia que llega a sus oídos que no
pueda, si no justificar, al menos explicar que su protagonista secuestrara al Niño.
Al abrir
el buzón para sacar el correo, Agustín ha descubierto un sobre blanco, sin
remite, sin matasellos. No alberga dudas. Más que subir, galopa al piso. Don
Baudilio no ha regresado de decir su misa. No sabe si esperar. La impaciencia,
escozor insoportable de la conciencia, no le deja parar quieto. Va a abrir el sobre, cuando siente el llavín en la
cerradura.
—Venga,
don Baudilio, estoy seguro de que el secuestrador nos ha escrito.
El
anciano no ha entendido bien
—¿Cómo
dice?
—Sí, mire
este sobre sin remite, sin sello. Estoy por apostar que el secuestrador no
envía otro mensaje.
Una vez
abierto, aparece un folio doblado, mecanografiado como el primer mensaje:
*
“Señor párroco, a estas alturas, habrá
descubierto el secuestro del Niño. Si no lo ha hecho, esta noticia será muy
dura para su ánimo. Si así es, le digo que tengo en mi poder al Niño, y salvo
que cumpla al pie de la letra lo que le dije en la primera carta (que dejé en
la caja donde lo guardaban), aténgase a las consecuencias. Recuerde que la
desesperación es mala consejera, y yo estoy desesperado. Espero que no haya
hecho ningún movimiento en falso. Tengo medios para enterarme de inmediato. No
lo intente.
El motivo
de este mensaje, además de asegurarle que el Niño goza de espléndida salud, es
recordarle que vaya pensando en el dinero. No observo que esté haciendo nada en
esa dirección. Y eso es lo único que debe importarle. También le escribo para
prevenirle de la tentación de explicar algo a la Parroquia. Mi paciencia
soportaría mal un revuelo. Imagínese todas las beatas chillando y llorando. Al
momento se lo dirían a la policía. Un fastidio.
Por si
acaso tiene algún problema, le sugiero que diga que no van a sacar al Niño en
el Adviento porque han pensado algo distinto. Diga, por ejemplo, que así
vivirán mejor la Navidad. Que la Parroquia va a vivir este Adviento con
impaciente esperanza ¿Qué le parece? ¿A que no está mal? Incluso el Obispo le
aplaudiría... Mientras tanto, no se olvide del dinero. Recuerde, billetes
variados, pequeños, envueltos en un paquete hecho con papel de periódico, la
víspera de Nochebuena.
El Secuestrador”.
*
Ambos sacerdotes se miran incrédulos. El secuestrador estaba
inspirado. Ha resuelto el primer problema. Podrán justificar la ausencia de la
imagen este Adviento. Y no será mala explicación. Incluso, en el caso
improbable de que lo recuperaran para Nochebuena, podrían extender para otros
años esa costumbre. Agustín murmura sorprendido.
—No está
mal pensando, la impaciente esperanza… Suena bien… Es casi teológico.
No les
cabe duda. Se trata de alguien cercano. Quizá más próximo de lo imaginable. La
intuición les azora más aún. Puede ser cualquiera, afirma apesadumbrado don
Baudilio.
De este
mensaje se desprende otra conclusión evidente, que susurra Agustín.
—Nos
vigila… Por lo menos a mí. De usted no dice nada; aunque si es verdad que me
conoce tanto, seguro que sospecha que usted está en el ajo.
El
silencio hace presa de la mañana en el humilde piso. Tras unos minutos, la voz
del párroco se oye, en un murmullo dolorido.
—Habrá
que pensar en conseguir el dinero.
*
Caridad lleva días sin dormir como ella suele. Mil
pesadillas acosan su sueño. Don Baudilio se lo ha notado.
—Caridad,
me tiene preocupado; la veo nerviosa, con cara de sueño.
La enteca
mujer se derrumba. Son demasiados días con la preocupación encima. Decide
contar al sacerdote la historia de la nieta de Hermenilda. Don Baudilio asiente
a todo, preocupado. El grueso labio inferior se desploma más que de costumbre.
Conoce de sobra a la anciana. Bautizó a la niña hacía diecisiete años. ‘Estos
jóvenes’, murmura. No tiene otro comentario.
El viejo
sacerdote es consciente de que este caso no es el peor posible. Las probabilidades
de que la mayoría de los jóvenes del barrio acaben en una situación más
trágica, cada día son más evidentes: inmigración y desarraigo, paro y droga que
empuja a la delincuencia, ideas que le sobrepasan. La tozuda realidad del
macabro presente sobrepasa lo que aprendió en el seminario, y lo que le enseñó
la vida. Don Baudilio se pregunta si la parroquia puede responder a estas
situaciones. Una parroquia cuyo nombre es Esperanza, ¿qué esperanza se puede
entregar a estos chicos y chicas que deambulan por la vida sin ninguna ilusión
a la que aferrarse? No puede por menos de exclamar
—¡Y ahora
sin el Niño!
A pesar
de sus preocupaciones, a Caridad no le pasa desapercibido el comentario.
—¿Qué
dice?
El cura
se estremece. Se ha ido de la lengua, pero no tiene remedio. Desde hace días,
barrunta que deberían hacer más que estar atentos. Intuye que sin ayuda no
conseguirán nada. La carga del hurto es demasiado pesada para sus endebles
fuerzas. Necesita que alguien más conozca el tema. Cree que más ojos atentos lo
resolverán mejor.
Con un
suspiro, no sabe si de alivio, o de pesar, cuenta todo a Caridad. Ella es la
menos sospechosa de cometer tal tropelía. Según los mensajes, es un hombre. La
mujer no comparte su vida con ninguno. Ni sus amigos son del sexo masculino.
Concluida
la historia, Caridad se siente más anonadada. Otra preocupación ocupa su
corazón. En los últimos meses, no ha notado que ningún extraño haya entrado o
salido de la iglesia. Ni echó en falta las llaves. Aunque, siendo sinceros, no
se fijaba en ellas cada mañana.
—¿Por qué
no se lo dicen al Obispo?
El cura se encoge de hombros.
—Agustín
no está conforme; cree que sería un duro golpe para la Parroquia… Lo más probable
es que desde la Diócesis se alcen las voces de los que han considerado una
locura que el Niño no esté a buen recaudo en el Museo.
La mujer
asiente.
—Pero si
no se hace nada, habrá que pagar doce mil euros… Aunque se diga a unos cuantos,
con lo que nos dieran no sacaríamos ni para medio brazo.
De nuevo
la realidad tozuda y lacerante. Han estudiado las posibilidades de encontrar el
dinero. La cuenta corriente de la Parroquia no llega a los dos mil euros. Las
de los sacerdotes, menos. Pensaron solicitar un préstamo, pero, hipotecando su
piso, los intereses les ahogarían durante años. Aunque, una vez recuperada la
talla, hiciesen público todo, quizá recibieran alguna ayuda para afrontar tales
gastos; mas la situación económica de los fieles no es mejor. Por no hablar del
riesgo que corrían si tal hacían: la venganza del secuestrador. Acudir de forma
personal a algunos de los feligreses era otra posibilidad, pero habían de
contar la historia, y ese riesgo, si se fiaban de las amenazas escritas, era
inmenso. Estaban atrapados: no querían que el secuestrador supiese que
contradecían sus órdenes, pero no tenían dinero para pagarle. Éste fue el error
del desesperado ladrón: suponer que la Parroquia disponía de tal cantidad, o de
los medios para obtenerla. La mujer, aunque no se lo explica bien, intuye
errores.
—Don
Baudilio, creo que se equivocan. Si le parece, nos vemos esta tarde a las siete
y media con Agustín.
Don
Baudilio asiente, confortado su fuero interno, Prudencia, Caridad, no vaya con
el cuento a cualquiera.
Los
inquisitivos ojos melosos de ella sonríen con un acento parecido al de la picardía.
O eso le parece al sacerdote.
*
Caridad tiene algo nuevo qué pensar. La mañana se le
va en un vuelo. Quizá sea demasiada casualidad, pero algunas cosas de la
historia de Gema empieza verlas de otra manera.
El enteco
cuerpo de la anciana se llena de energía, como si un chorro de vida recorriera
veloz sus venas. Necesita ver con urgencia a su amiga; pero, de momento, no le
contará nada.
Comprende
la postura de los sacerdotes. No conviene levantar la liebre con prontitud.
Tampoco conviene que su amiga sufra otro golpe, sin antes comprobar algo. Quizá
todo sea fruto de la imaginación. Pero las cosas le cuadran. Sin embargo necesita
pruebas, al menos una.
*
Agustín está un poco enfadado con don Baudilio.
Cuando, ante el humeante café, le confiesa que le ha contado lo del secuestro a
doña Caridad, el párroco ve fantasmas.
—Está
hecho — suspira al fin—. ¡Ojalá que la mujer no se vaya de la lengua!
Cuando
reflexiona con más calma, una vez pasada la primera ofuscación, le intriga la
cita de la tarde. ¿Caridad sabe algo? Quizá no ha sido mala idea contárselo. Al
fin y al cabo, ella se pasa mucho tiempo en la iglesia y podría recordar.
Puestos a
fantasear, podría suceder que la vieja sea cómplice, precisamente porque está
al tanto de todo, porque no sospecharían de ella. O pudiera ser víctima de un
chantaje que le hubiera obligado a perpetrar la fechoría. En este barrio todo
es posible. O que la cita sea una trampa.
Las horas
que restan hasta las siete y media, serán agobiantes. Horas de persistentes
miradas angustiosas a las manecillas del reloj, que se moverán más despacio de
lo habitual.
*
Cuando don Baudilio le ha contado la historia del secuestro del
Niño, al hablarle de las dos notas mecanografiadas, le ha venido a la cabeza la
vieja OLIVETTI que reposa en la habitación de la chica. En alguna de las
visitas de las últimas semanas, le sorprendió el sonido de las teclas del
artefacto en la habitación de la niña. Pocos días después, una mañana, vio a
Gema merodeando por la iglesia, pero no le dio importancia. Sin embargo, cuando
el viejo sacerdote le ha contado la historia, una especie de mordisco premonitorio
ha rasgado un pedazo de alma…
…Ha sido
más fácil de lo que esperaba al planearlo. Menos mal que se le ha ocurrido lo
de su nuera. Una pequeña mentira, piadosa, que no pasará de pecadillo venial.
Bien guardado en su bolso, está el papel mecanografiado. Sabía que, después de
la hora de la comida, Gema estaría con su abuela. Tenía que actuar con disimulo,
aparentar urgencia por su nuera. Se perdería el capítulo de la telenovela, qué
le iba a hacer.
Nada más
comer fue donde Hermelinda e interpretó.
—Perdona
que te moleste, pero necesito tu ayuda.
Herme no
sospechaba
—¿Qué
ocurre?
—Cosas de
Casilda... Me ha llamado; dice que va a presentar una solicitud de trabajo
mañana por la tarde—. Lanzado el anzuelo, necesita que lo muerda. —Pero al
sitio al que va, un hotel de lujo, lo más seguro es que quieran que vaya
escrito a máquina… Figúrate que no tienen máquina de escribir, ni ordenador, ni
esas cosas modernas, y yo, pues, me he acordado de la niña, que tiene ahí la
máquina…
Hermelinda
no le dejó acabar.
—Vamos,
que le has dicho que te encargabas.
Caridad
asintió, con oculta satisfacción. Un pellizco de lástima recorrió su alma, pero
no tenía remedio.
—Si es
que la niña quiere, claro; no sé si estará —e introdujo una nota de relajación—.
Si no está, pues esta noche me avisas, y cuando llegue, bajo, y lo hacemos, y
mañana se lo llevo a la Casilda.
Hermenilda
sonrió.
—Tienes
suerte, querida, la niña está; mejor que sea así, porque a la noche le darán
las tantas, si es que viene…
En este
punto, Caridad notó cómo los ojos de su vecina se tornaban vidriosos por unas
lágrimas que se le agolparon en el lagrimal. A ella le aumentó la intensidad
del dolor. Pero su vecina impidió que brotaran del todo. Tras un manoteó,
continuó hablando.
—Tú
verás, todo el día encerrada en su cuarto, que no sé a qué se dedicará, y
cuando anochece, a la calle. La vida al revés. Si es que esto no es vida…
¡Gema!
Fue coser
y cantar. A Caridad le admiró la soltura con la que la niña le daba a las teclas,
parecía una pianista. Ni un error. ¿Cómo era posible que sólo hubiera encontrado
trabajo en una peluquería y no de secretaria en cualquier oficina?
*
—No hay duda la máquina es la misma... Pero, ¿por
qué Gema?
Don
Baudilio y Agustín, contemplan atónitos la identidad de los dos mensajes y de
aquella supuesta solicitud de trabajo. Incluso el papel es del mismo tipo.
Ambos
sacerdotes están solos en el cuarto de estar de su casa. Caridad les dio el
papel y no quiso saber más. Simplemente les dijo, mientras les dejaba a solas
con su responsabilidad.
—Les
ruego que me llamen a casa y me digan si es la misma máquina; no me tengan con
esta incertidumbre toda la noche, por favor.
Ambos
asintieron. La llamada se había producido ya. La reacción de Caridad ha sido la
esperada. Un copioso llanto, casi silencioso, intuido por los sacerdotes a
causa de ciertos entrecortados suspiros. La enjuta mujer sabía sufrir en
silencio. A veces, acertar es más doloroso que equivocarse.
Agustín
se prometió no volver a hacer conjeturas sobre las personas. La mujer le había
dado más pruebas de sensatez, de discreción y de intuición en unas pocas horas,
que las que él había demostrado en estas semanas.
Allí,
mudos, cabizbajos, bloqueados, están ambos sin saber qué hacer. Casi era peor
haber dado este paso. Conocen a la chica, conocen a la abuela. Agustín, más
enterado de ciertas cosas que don Baudilio, sabe lo del noviazgo con el joven marroquí.
Es más, hace un par de semanas le ha llegado el rumor de que pronto se irían a
vivir juntos. ¿Cómo afrontar los hechos? La voz del viejo sacerdote resuena
firme.
—No
podemos acusarla.
Agustín,
asiente.
—Quizá
sea bueno hablar con ella.
Don Baudilio niega.
—No me parece
buena idea, puede tomárselo a mal; no olvide que tiene la talla y no sabemos
qué hará con ella; tendremos que inventarnos otra cosa; me parece que dos
sacerdotes no somos las personas más preparadas para estas cosas…— Tras un
suspiro continúa. —Si habláramos con Caridad a ella se le pueda ocurrir algo…
Además, tenemos que pensar en la pobre abuela; cuando se entere, le puede dar
una apoplejía.
El
párroco asiente en silencio. Su alma está tan cansada que casi no tiene capacidad
para más. Con un gesto de su poderoso mentón, señala al teléfono.
—Adelante,
aún no es muy tarde, seguro que Caridad no se ha acostado.
*
El revuelo ha sido muy grande. La misa dominical está
más concurrida que otros domingos. Empieza el Adviento y anhelan contemplar al
Niño de la Esperanza. Demasiado dolor se condensa en las entrañas, y es
necesario que la mirada de recién nacido les dé fuerza. Al entrar en el templo
todos notan la ausencia de la talla. Ha habido miradas de extrañeza, pero no se
han turbado. En otro momento de la misa, o al final, los sacerdotes sacarán al
Niño. Las palabras del párroco, sin embargo, han recorrido como un huracán
muchos espíritus.
—Cuando
Dios prometió, por los profetas que enviaría al Salvador, pasaron cientos de
años hasta que llegó. Muchas generaciones murieron sin verlo. Cuando la Virgen
recibió el anuncio del ángel, tampoco ella, aunque lo llevaba en su seno, pudo
contemplarlo hasta nueve meses después. Esto lo entendéis muy bien las madres.
La certeza de que un hijo llega, la impaciencia por tenerlo en vuestros brazos,
la esperanza de que esté sano, y de que en la vida le vaya mejor que a vosotras…
La naturaleza es sabia, y nos da un tiempo para que preparemos con calma su
llegada, sobre todo, nuestro corazón. Además de que se forme y crezca el ser
que la madre lleva dentro, el tiempo de embarazo sirve para que la madre prepare
su corazón a la nueva vida que está a punto de recibir… Pues bien, este
Adviento, cada uno de nosotros debe de ser una madre… Tenemos la suerte de
poseer una imagen de una belleza y una expresividad tal, que a muchos nos
cuesta imaginarnos al Niño de Belén de otro modo que no sea el suyo. Para este
Adviento, hemos pensado que nos debemos preparar. Debemos experimentar lo mismo
que vivieron los profetas, o María. Como os decía, que seamos madres que ansían
que nazca su hijo, pero saben que lo mejor es que el hijo nazca en su momento,
ni antes, ni después… Sabemos que en menos de un mes nace Jesús. Ése que
ansiamos, ése que nos da esperanza para afrontar los problemas del resto del
año… Vivamos el Adviento gestándolo en nuestro interior… Hemos decidido que
este Adviento sea de impaciente Esperanza. Preparemos el espíritu para desear
con más fuerza la llegada del Niño en la Nochebuena. Vivamos la Esperanza de su
venida. Pidamos con energía, que el Señor venga a nosotros.
Agustín,
consciente de sus palabras, queda en suspenso. Teme la reacción de los más
fervorosos. Hay tanta desesperación, tanto dolor, tanta angustia, que pedirles
que esperen un mes parece superior a sus fuerzas. Desde el púlpito, escruta los
rostros. De momento, la sorpresa vence a otros sentimientos. Pero, en minutos,
percibe una vaga sensación de odio y resquemor, o de dolor y desesperanza.
Sorprende miradas tensas, tristes, desilusionadas, hoscas. Hay rebullir
inquieto, cual aleteo de murciélagos, en los bancos.
Comienza
la marejada.
*
La noche ha sido muy larga. Después de varias
semanas, las cosas se precipitan. Esta mañana ha llegado el momento. Agustín a
penas ha dormido. Don Baudilio ha descansado mal. Caridad ha tenido pesadillas.
Hermenilda ni se ha acostado.
Llamaron
a Caridad pidiéndola ayuda. La mujer sugirió calma. Antes de tomar una decisión
de la que se pudieran arrepentir, debían de estudiar todo despacio. Tenían una
gran ventaja: ahora sabían quién era el secuestrador, o, mejor dicho,
secuestradora. O sea, que podían vigilarle. Primero sería conveniente conocer
qué movió a la niña a tal acción. Seguro que estaba muy desesperada, y ante la
desesperación, mejor meditar cada paso.
—Total,
tenemos todo el Adviento para pensarlo; puede ser un Adviento muy especial para
nosotros… De momento, sabemos mucho más de lo que sabíamos.
Caridad
sugirió que le dejasen realizar unas pesquisas para centrar el asunto. Esperaba,
en tres o cuatro días, conocer las causas que movieron a Gema a actuar de ese
modo, verificar si había actuado sola (barruntaba que no, que Ahmed no andaría
muy lejos del asunto) y saber dónde escondían la imagen, más que nada por, si
las cosas se complicaban, poder devolverles la jugada. No había que descartar
ninguna hipótesis.
Aunque lo
intentara, no podía evitar hacer partícipe de toda la historia a Hermenilda. Su
vecina debía de ser su cómplice. Así se lo planteó a don Baudilio. Los riesgos
eran innecesarios de describir. La rechoncha abuela tendría que optar: o la
Parroquia o Gema. Ardua decisión. Habría que convencerla que la mejor forma de
ayudar a su nieta era impedirle que llevara a colmo un plan tan insensato, tan
peligroso y tan dañino para el barrio; por no hablar de las posibles
complicaciones con una hipotética, aunque no imposible, intervención de la
policía. Al fin y al cabo, el robo de imágenes sagradas, con tanto valor
histórico artístico, es asunto delicado.
Caridad
decidió que lo mejor era plantearle a la abuela que la única forma que tenían
de salvar a la chica era parándole los pies, y para eso lo mejor era que Hermelinda
fuera incluida como la pieza clave del plan. Ella debía de ser la espía del
grupo que indagara dónde estaba la imagen, que husmease si el marroquí estaba
tras el asunto y que, en lo posible, averiguase las razones que llevaron a los
chicos a cometer tal acción.
Don
Baudilio asintió, imaginó que Agustín no pondría pegas. Además, el párroco tenía
bastante con lo suyo. Desde ese domingo, no cesó de recibir llamadas, notas. No
podía casi estar en la calle. Todo el mundo le rogaba, le pedía, le exigía que
sacase al Niño, que ya estaba bien de tantas monsergas, que no cambiara las costumbres.
Y esto era lo más suave. Le llegaron anónimos con brutales amenazas. Más de uno
le prometió que el asunto acabaría en manos del Obispo, y que se atuviera a las
consecuencias. Justo lo último que pretendían.
La misa
del siguiente domingo se presentaba complicada. Pero lo único que ocurrió es
que el número de fieles descendió respecto del anterior. A la salida, presenció
agrias discusiones entre los que entendieron el mensaje y lo compartían y los
que, a toda costa, querían venerar la imagen del Niño durante el Adviento.
Al martes
siguiente, la cosa tomó un giro imprevisto.
El
corazón de Hermelinda parecía que se desintegraría de tanto dolor, tras escuchar
lo que su amiga le contó. Se negaba obstinadamente a creerse aquellas palabras.
Hasta que Caridad le enseñó las notas del secuestrador y la supuesta petición
de empleo que había escrito Gema en su presencia. El silencio, un silencio
denso y dolorido, un silencio que caía sobre su ánimo como golpes definitivos
sobre el corazón malherido, fue su primera reacción. Pero, al contarle Caridad
el ángulo positivo, vio posibilidades.
—Herme,
lo que ha hecho tu nieta, además de una fechoría, es una señal; una chica como
ella, al lado de un crío como Ahmed, podía pensar muchas otras maldades; una
niña como Gema tiene medios para sacar dinero de otra manera… No sé si me
entiendes… Si han acudido a esto, es porque no quieren volver a delinquir…
Estoy segura de que los chicos tienen problemas, no sé por qué lo han hecho; y
eso es lo primero que averiguaremos; pero, sin duda, buscan solucionar algo
para vivir de una forma honrada; no sé si pensar que el secuestro del Niño, en
el fondo, es un mensaje, como si dijeran: el único que nos puede solucionar
esta papeleta es el Niño… Además contamos con la ventaja de que nos han dado
tiempo: ellos no saben que sabemos que han organizado el lío… Por no saber, ni
saben que su abuela y su mejor amiga, están enteradas del asunto.
Tras las
lágrimas liberadoras, la abuela pudo hablar.
—Creo que
sé por qué quieren el dinero: la entrada de un pisito en los bloques que están
construyendo más abajo; por lo que me contó Gema, el alquiler les parece un
robo, y no quieren estar toda la vida sin nada… Me sorprendió una cosa que me
dijo: abuela, no quiero hacer el tonto como tú y mamá; si Ahmed se larga algún
día, no quiero quedarme en la calle; el piso lo voy a comprar yo, Ahmed no sabe
nada de esto… Pensé que, gracias a Dios, una mujer de esta familia había sido
cuerda; pero no me quedé conforme y le dije: ¿Pagarás un piso y criarás un hijo
con el sueldo de aprendiz de peluquería, contratada por seis meses? No
contestó; se levantó y fue al baño… No di importancia al asunto, pensé que eran
fantasías de la chica, pero veo que no.
Gema, por
tanto, actuaba sola. Sería más fácil de controlar. Caridad propuso a Herme que
fuera la espía de su nieta.
Desde
entonces, la abuela estaba pendiente de los movimientos de su nieta. Cuando, al
otro día de la conversación, Gema se fue, entró en su habitación y miró cada
rincón. Se sintió como una delincuente al violar la intimidad de su nieta. No
encontró nada. Hubiera sido demasiada suerte, y su nieta demasiado incauta.
Estaría en el piso alquilado. Pero allí no acudiría bajo ningún concepto. No
tenía argumentos que justificasen la visita. Y, suponiendo que los tuviera,
cómo se quedaría a solas para husmear a sus anchas.
A veces,
las cosas suceden de modo imprevisto. Anteanoche, la niña había regresado
inusitadamente temprano. En los ojos traía pintada la desesperación, y, bajo el
brazo, un bulto, que de no saber la historia, hubiera confundido con el embalaje
de un regalo, o algo así. En cuanto lo vio, supo de qué se trataba. Sin
embargo, disimuló. Trató con todas sus fuerzas de consolar la tristura que
invadía el alma de su nieta.
Con la
experiencia de los años y su cariño desmedido, la abuela calló: abrazó y acarició
a su nieta, y esperó a que el llanto, primero estallase con violencia, luego
brotase abundante y copioso, pero tranquilo, y, por fin, se secara, siendo
sustituido por hipidos y suspiros. Sabía que su nieta se lo contaría. Por otra
parte, tampoco era necesario. Se trataba de Ahmed, la eterna cantinela de las
mujeres de la familia…
Al joven
le sobrepasaron los acontecimientos. Trató de convencer a Gema de que abortase.
En caso contrario, necesitaban más dinero, que sacarían de la droga, en la que
volvía a estar enredado. Desde Tánger, en las últimas semanas, llegó un
compatriota con buena mercancía y le reclutó para unos trabajos sencillos.
Gema, consciente de que si entraba por ese mundo, no tendría salidas, se negó
en redondo a ambas cuestiones. Discutieron. Él la amenazó. Se largó del piso…
La conversación abuela nieta concluyó en un nuevo mar de lágrimas, esta vez
vertidas por ambas.
—Abuela,
te he fallado, así que si me tengo que ir de casa, lo entenderé; debería haber
tenido más cuidado; pero pensé que me quería… Tendré a la criatura, aunque sea
lo último que haga en mi vida.
La abuela
sólo le acariciaba la melena.
—Calla,
hija, calla…
En la
cama, Hermelinda no dormía. Demasiadas emociones. Su nieta estaba de nuevo con ella.
Iba a ser bisabuela. Seguro que el Niño estaba en la habitación de su nieta. Se
sintió inundada por la vida. Una vida que pujaba. Una vida difícil. Pero vida,
al fin.
A la
mañana siguiente, cuando la chica marchó a la peluquería, llamó a Caridad. Hermenilda
le contó lo de la noche. En el armario estaba el bulto. No había duda, era la
imagen.
Varias
ideas rondaron por sus mentes. Darle el cambiazo: demasiado riesgo, no sabían
cómo actuaría en cuanto se enterara. Hablar con ella, convencerla de que era una
locura. Ella les entregaba la imagen, y las ancianas la devolvían a la
Parroquia. Los curas se callarían. Esto no sonaba mal, pero temían que,
avergonzada por su acción, se marcharse de casa de su abuela y desapareciera de
su vida. Podían esperar a la víspera de Nochebuena, controlando sus
movimientos, y en ese momento desenmascararla. Quizá fuera lo más lógico, pero
podía ocurrir que, en el tiempo que restaba hasta ese día, se reconciliara con
Ahmed y se llevara al Niño. Los jóvenes corazones enamorados son volubles.
Caridad tuvo la idea.
—Lo mejor
es que intentáramos forzarla, de una manera sutil, para que saliera de ella
devolverla, sin más; que la entregue en la Parroquia mañana, o pasado, en la
misa de diez. Sin necesidad de desenvolverla del paquete que tiene hecho. La
deja y asunto olvidado.
—¿Cómo? —protestó
Hermelinda.
Los ojos
de Caridad parecían tener vida propia. La teoría es una cosa, llevarla a la
práctica algo mucho más difícil.
—Quizá lo
mejor será hablar con los curas.
La
conversación con los sacerdotes fue por los mismos derroteros hasta que a Agustín
se le ocurrió la idea de la carta. Quizá sería bueno responder a la joven con
el mismo tipo de arma con el que les había atacado. Se la podían jugar, porque
la reacción de la chica podía ser igual que si hablaran con ella, pero quizá,
cupiese la posibilidad de que la chica, sin que nadie la presionara con su mera
presencia, reflexionase:
*
“Querida Gema:
Cuatro
personas sabemos lo que ha ocurrido. No nos referiremos más al hecho.
La Parroquia
no cuenta con ese dinero, ni de lejos. Nosotros menos aún. De tu abuela y doña
Caridad, aunque no podamos hablar, nos lo figuramos. Por tanto, para llegar a
tal cantidad, sería necesario que robásemos, que hipotecásemos el piso, o
contárselo a alguien con posibilidades económicas.
Informados
por tu abuela de tu situación tan desesperada, te aseguramos que de lo ocurrido
nadie sabrá nunca nada, y también que, hasta dónde nos sea posible, intentaremos
ayudar a que consigas un puesto de trabajo.
Cuando nos
propusiste un Adviento de impaciente esperanza, nos pareció muy bien, de hecho,
creemos que no será mala idea llevarla a la práctica de vez en cuando. Ahora te
proponemos lo mismo: vive tu propio Adviento, tu impaciente esperanza. Sabemos
que la situación a la que te has visto abocada por las circunstancias es
complicada, pero si pones la confianza en los que te queremos, y por qué no, en
el Niño de la Esperanza, aunque sea difícil, saldréis adelante.
Contigo
hay muchas personas que te quieren. Quien sabe, incluso el propio Ahmed cambie
de idea…
No nos
alargamos más. La iglesia se abre a las nueve y media. Quizá sea la hora más
discreta.
No te
daremos lo que pediste, pero te entregamos nuestra esperanza, lo más firme que
tenemos, probablemente lo único.
Los sacerdotes de la Parroquia”.
*
La breve carta reposa en el suelo de la habitación de
Gema. Ha sido una noche difícil para ella. Primero sintió ira al saberse
descubierta de modo tan simple. Después, más tranquila, se dio cuenta de que la
razón que le empujó a secuestrar al Niño no existía. La perspectiva de vida en
común con Ahmed había desaparecido, como desaparece la nieve en primavera.
Además, su abuela le terminó por abrir los ojos, antes de que leyera la carta.
—Por
cierto, Gema, hija, me gustaría tanto ayudarte a criar y a querer a tu
chiquitín, a ese niño que nos llega; a mis años, tan sola como estoy sería una
bendición.
Cuando
las oyó, notó que eran especiales; pero no respondió. Pensó que eran manías de
vieja. Al leer la carta de los curas aquella frase cobró nueva vida, como una
revelación. Sin duda, la abuela conocía el contenido de la carta y había adivinado
el motivo de aquel robo. No tenía por qué comprar ese piso y no le hacía falta
tanto dinero. Se dio cuenta de que se le acababa la capacidad de maniobra.
Parecía que le dejaban elegir, pero no tenía opción. Si no lo devolvía,
acabarían por avisar a la policía. Lo mejor era rendirse. Agradecía, y esto le
enterneció, que no la acusaran, aunque se lo merecía. Había actuado como una inconsciente.
Desenvolvió
la talla. A sus ojos apareció el hermoso rostro infantil. Se sintió profundamente
conmovida. Había hecho daño a muchas personas. No sólo a los curas, sino a un
montón de gentes que veían en aquella pieza el único consuelo a sus
sufrimientos y problemas. Aquel Niño, a pesar de ser tan frágil, representaba
el futuro, ofrecía la posibilidad que da una vida.
Sintió,
en su interior, el leve son de un nuevo latido, un latido distinto del suyo. La
vida, la nueva vida.
El Niño
de la Esperanza sonreía, sonreía, sonreía...
8 comentarios:
Buenos días, queridos lectores.
Hoy un cambio de registro respecto del anterior. Regresamos a la época contemporánea, y regresamos a Euritmia. A esta ciudad que es igual a cualquier otra ciudad.
Un relato con una carga de misterio, pero sin pasarse. Algo que bordea lo delictivo, pero sin pasarse.
Al repasar estos relatos para esta edición tan especial que me está deparando tantas alegrías para esta Navidad, he comparado mis pensamientos con lo que entonces pensaba.
Cuando lo escribí pensé que se me había ido la mano en lo que respecta a la trascendencia que se le daba al robo del arte sacro.
Después de lo ocurrido este año en Segovia con el robo de las joyas de la Virgen de la Fuencisla, patrona de Segovia, y el revuelo que se levantó con el robo del "Códice Calixtino", tengo que reconocer que atiné más de lo que yo mismo quisiera.
Aunque uno no se incluya, hay que reconocer que muchas personas de todas las extracciones, ponen sus esperanzas y sus afectos en este tipo de manifestaciones u objetos.
El ser humano tiene la capacidad de crear símbolos. (El lenguaje, mismamente es manifestación de ese pensamiento simbólico). Y no sólo eso.
El niño de la Esperanza es una talla bellísima, pero no es es su belleza o su valor histórico-artístico lo que el barrio (y buena parte de la ciudad lamenta)lamentan, sino lo que simboliza.
Por otra parte, en 2003 se me podría acusar de elevar a categoría lo que todavía era excepcional: me refiero a la desesperación que causaba el paro entre los jóvenes.
Hoy, sin embargo, la excepción se convierte en norma general.
Otro gran cuento, querido y, tan actual como no hubiéramos soñado nunca. Es de los que engancha y es imposible dejarlo a medias. Tiene final feliz; hoy no sería tan fácil, me temo. Menos mal que la solidaridad siempre está ahí.
Muchas gracias, contador de cuentos.
Un beso.
Isolda:
Gracias a ti, por leerlos con esos ojos.
Y por desgracia no es que no fuera actual en 2003, sino que nueve años después, su actualidad se ha multiplicado por mucho.
Son muchas veces las que nos has demostrado que anuncias, a través de tus textos, los hechos antes de que ocurran realmente, lo que viene siendo un seudo vidente...
Abrazos.
Flamenco Rojo:
Ya, pero con la lotería, ni pum. Jeje.
Muchas gracias. No es que lo pretenda, pero en estos casos no hace falta excesiva pericia. Sólo mirar un poco detenidamente ayuda.
Esta vez se me han adelantado Isolda y Pepe. En todo caso -ya que el relato es tan esperanzado con el comportamiento humano- dejaré una humorada: Gema (y no banqueros o promotores) es la responsable del boom inmobiliario, secuestro navideño del niño Jesús para la entrada de un piso. Así nos ha ido.
No me parece extraño confiar a una parroquia humilde una talla preciosa. Conocía a un cura, profesor de historia jubilado en un instituto muy burgués que decía misa allá con un cáliz y una patena de barro y cuando la decía con sus amigos gitanos usaba piezas doradas, y cada vez tenía toda la razón.
Amando:
Y luego pretendemos que los sesudos economistas y tertulianos diseccionen las causas de la crisis. Es que claro secuestramos al mismo Dios y luego pasan cosas....
Jajaja...
Catherine:
Lo de aquel cura sí era teología de los símbolos. La iglesia -a pesar de tantas cosas como las que hemos comentado tantas veces- está llena de gentes así que saben de la importancia de los gestos.
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