Catalina sonríe plácidamente, mientras el sol del
final del otoño acaricia sus dedos que se afanan en la labor, a pesar de que a
estas horas vespertinas ya están cansados y comienzan a sentir pellizcos del
viejo redolor que no se aburre y, contumaz, reaparece cada jornada. Mas, no le
importa esa molestia. Está tan habituada a ella, que se sorprendería si un día
no percibiera sus inquietos pasos dentro los dedos, a la altura de los
nudillos, más o menos.
Al alzar la cabeza de la labor, a través de
la ventana contempla el vuelo zigzagueante de unas palomas que huyen o acuden,
esto es siempre complicado de dilucidar, a una cita inaplazable. Deja la aguja
sobre el regazo y se hace más consciente de la ternura de este calor de sol
sobre sus fríos dedos, de aspecto un poco sarmentoso. Quizá conviniera ser más
precisos: no se trata de un pensamiento, sino de una sensación casi ajena a su
persona, porque su verdadera ocupación mental tiene a su nieto por destinatario.
*
El agua tibia de la ducha cae sobre el cuerpo de
Ariel. El viernes es el gran día de la semana. Los diecisiete años se enraízan
con toda la plenitud del futuro alojada al fondo de unas pupilas verdosas. A
Ariel le gustaría que el tiempo se estancara, que nunca se acercara el lunes.
Puestos a pedir, tampoco le entusiasma que llegue el domingo por la tarde. Le
fastidian las despedidas, y la tarde dominical es la despedida del fin de semana,
la despedida del tiempo en que es lo que quiere ser.
Acaba de finalizar el entrenamiento del
equipo. Mañana, al fin, será titular. El entrenador se lo acaba de confirmar.
En cuanto que se junte con los demás colegas, se lo dirá a voces, a ver si es
posible que también lo oiga Bea, y, de una vez, acuda a un partido.
El agua cubre su cuerpo fibroso, se desliza
por cada poro de su piel y siente que, más que limpiarlo, lo acaricia. Está
cansado, pero satisfecho. Mañana es el sexto partido de la temporada y hasta
ahora ha chupado banquillo. Se ha esforzado durante estas semanas para que el ‘míster’ se fije en él, para que anote en
su mente las infinitas ansias de ocupar ese puesto mágico del campo desde donde
mejor se ve el juego. No lo tenía fácil con Iván, pero ese esguince, no muy
grave, puede ser una puerta que se abre de par en par.
Sabe que es una oportunidad que no puede
desperdiciar. La lesión de Iván es tan leve que en un par de semanas estará de
nuevo en el equipo, justo al acabar las vacaciones navideñas; tampoco olvida
que Charly, camuflado tras su sonrisa pícara y el brillo charol de sus ojos,
está agazapado cual gato montés, esperando su traspiés. Estos pensamientos se
le atoran en el estómago que se aprieta hacia adentro y se encoge. Algo que se
parece en exceso a la de los exámenes finales, cuando uno se la juega de
verdad. ‘Sí, como un examen’, murmura, y cierra los ojos por culpa de una
brizna de champú…
Tendría que estar feliz, lo sabe: mañana, como
regalo anticipado de Navidad, saltará a la cancha desde el principio luciendo
el uniforme verde que les distingue del resto de conjuntos de la liga
provincial juvenil; pero, no puede evitar la tensión y la preocupación.
No sólo es que Bea no le haga mucho caso, o
que se sienta presionado por la responsabilidad, ya que lo de Iván sólo es para
un par de semanas y Charly anda al acecho. El recuerdo de su padre es una
comezón que llena sus neuronas de sombras frías y oscuras… Quizá tal recuerdo
en este minuto sea, no sólo inevitable, sino necesario. Al fin y al cabo, fue
él quien le metió el gusanillo de la práctica seria del juego, y que no se
conformara con retozar por el patio del colegio o en una plaza de la ciudad;
quien lo llevó a un estadio por vez primera, aunque fuera un campo de tercera
división casi ruinoso; quien le regaló libros que explicaban sus misterios;
quien le acostumbró a la lectura de la prensa especializada… Si su padre
estuviera, le llevaría mañana al partido, no le perdería de vista, le animaría,
le tranquilizaría. ¿Después de siete años, por qué le asaltan tales recuerdos,
si su padre es un recuerdo imposible…?
*
La aguja de ganchillo reposa sobre su regazo,
mientras, el sol sigue entibiando el redolor diluido de sus dedos. Sabe, a sus
setenta y siete años, que no debería preocuparse tanto, porque si se compara lo
que hace el chico con lo que se ve por la tele o lo que dicen continuamente en
la radio, Ariel no corre excesivos peligros. Es un chico sano, hace deporte,
como sus amigos, y no es mal estudiante, aunque podría serlo mejor. Sin
embargo, no puede evitar cierto agobio cuando escruta sus ojos verdes,
reencarnación de las pupilas del abuelo. Es un chico demasiado triste o
preocupado… A veces triste, a veces preocupado.
Con un resto de pretérita coquetería, menea
la cabeza y aleja pensamientos tan asotanados. Ariel no es triste, ni siquiera
melancólico, simplemente añora, de vez en cuando a su padre, lo cual —bien
pensado—, es lógico, puesto que un padre es siempre un padre. Los tiempos,
murmura Catalina en un susurro creyendo que es un pensamiento. Los tiempos… El caso
es que por unas cosas o por otras, la alegría nunca es completa.
Como si se tratara del mejor lenitivo, los
dedos, a penas descansados, tornan a la larga aguja plateada que ya ocupa su
posición entre el pulgar y el índice para continuar escribiendo un largo poema
en lana Un poema sin palabras, puesto que Catalina, como todas las abuelas, ha
descubierto que, al igual que el amor, los mejores poemas tienen que ver más
con silencios que con palabras. A medida que su mano derecha traza breves
curvas que rizan la transparente crin del aire, la lana esmeraldina se
extiende, crece, dibuja grecas y arabescos y figuras geométricas. Los ojos de
Catalina cuentan los puntos con la exactitud de tiradores de precisión y sabe
cabalmente, sin necesidad de repaso, en qué momento ha de retroceder, o ha de
descender o ha de cambiar el dibujo.
Algunas veces ciertos pensamientos, quizá
los más pequeños, se enganchan en el cerebro y es complicado que salgan de allá
adentro. Son como chinitas en los zapatos. Éstas son los cantos más diminutos
de los caminos, pero los más molestos si llegan a entrar. A veces hay suerte y
quedan ocultos en algún rincón del calzado; pero lo habitual es que rueden bajo
la planta en un subibaja que provoca molestias e incomodidades de todo tipo,
por lo que, al final, hay que detenerse, descalzarse, echarlo fuera. Así actúa
esa idea nimia en el interior de las circunvoluciones del cerebro de Catalina.
El caso es que por unas cosas o por otras la alegría nunca es completa, ha
pensado, y este pensamiento rueda en su interior sin cansancio, provocando que
sus labios lo musiten como una jaculatoria: el caso es que por unas cosas o por
otras, el caso es que por unas cosas o por otras…
*
Ginés, el padre de Ariel, desapareció de
improviso, sin avisar, o él, un niño entonces, no tuvo precisa noticia del
asunto. Una mañana el rostro afilado, triangular, de profundos ojos oscuros,
que le llamaban tanto la atención pues eran muy distintos de los suyos, se
desvaneció de su perspectiva infantil. Aquella ausencia era notable, ya que su
padre era la figura más destacada del horizonte de su infancia. Le preguntó a
su madre, y le respondió el murmurio marino de unas lágrimas que rodaban
mansamente por sus mejillas. Con diez años Ariel percibió un crujido violento
en su interior, una sensación de vértigo doloroso.
Ariel hasta unos años más tarde no supo que
la historia entre Ginés y Celeste había nacido con la fecha de caducidad
escrita en el envés del recipiente. Su abuela Catalina se lo había explicado
algunas veces, con esa voz dulce que ella tenía. Cuando lo hacía, no había ni
amargura ni tristeza, era como si describiera el contenido de la cesta de la
compra.
—La mirada de tu padre nunca me gustó, hijo.
Sí, sus ojos eran muy hermosos, de eso no cabe la menor duda, pero siempre hubo
algo que no me terminaba de encajar. Si tu abuelo hubiese vivido, lo habría
dicho de otro modo más poético… Ah, es una pena que no hayas conocido a tu
abuelo. Él habría dicho que detrás de sus pupilas había una profunda sima
oscura y fría que conducía al egoísmo.
La temperatura del agua de la ducha se ha
elevado, pero la joven tersura de su piel parece no percatarse de tal
incremento térmico. Siempre que piensa en su padre, le ocurre lo mismo. Primero
recuerda el instante de aquella mañana en que se dio cuenta de que su marcha
era para siempre, pues las lágrimas de su madre no indicaban otra cosa; luego
acude a su recuerdo la frase de su abuela y de inmediato, ahora mismo, como si
al tiempo que el dolor se activara la medicina para aliviarlo, se presenta el recuerdo
del abuelo Hugo, analgésico del alma… Un recuerdo que, en realidad, no existe
en su corazón. Es una remembranza postiza constituida por los comentarios de su
abuela y por la fotografía del salón de su casa. Como un disfraz alquilado.
Su madre no habla mucho de este hombre
misterioso, pues, como ella decía, le duele mucho no haber disfrutado más de
alguien tan especial. A pesar de lo cual, el retrato desvaído ocupa lugar
preeminente en el salón. Encerrada en un anacrónico marco dorado, aparece la
cálida sonrisa blanca de un hombre extremadamente magro, con un bigote claro
sobre unos labios que Ariel ya sabe definir como sensuales. Hasta hace poco,
simplemente eran gordezuelos; ahora ya se da cuenta de que ellos, vuelo de mariposas
cárdenas, son señal de un hombre apasionado y voluptuoso.
Por extraño que parezca, y a pesar de ser su
viuda, su abuela Catalina no para de referirse a él sin sombra de dolor, como
si nunca le hubiese dejado de tener al lado, como si continuase compartiendo su
vida con él. Ariel intuye que esa es la clave; ahora que siente algo parecido
al amor (¿qué es, si no, el rostro de Bea ocupando su mente cada minuto?),
comprende que su abuela no deje de hablar del abuelo desconocido y, al mismo
tiempo, tan presente. Lo hace como él lo haría de Bea, si es que no sintiera
una vergüenza ilimitada porque el resto del mundo descubra su secreto. Cuando
la abuela Catalina se refiere al abuelo Hugo, parece que sigue vivo en su
corazón.
—Tu abuelo —comenta— dice que lo más importante
de esta vida es encontrar con quién compartirla. No importa el tiempo que
tardes en ello, ni siquiera si te equivocas algunas veces. El camino de la vida
no se puede recorrer en solitario, porque sólo giraríamos sobre nosotros mismos
y no avanzaríamos. El camino hay que hacerlo de la mano de alguien, porque las
manos están hechas para vivir entrelazadas a otras manos. El abuelo dice que
los momentos de silencio, mientras se camina con alguien de la mano, son los
instantes más hondos de la vida.
Algunas veces, su abuela se ensimisma, y,
entonces, su sonrisa es mucho más hermosa y cálida, rejuvenecida; el vigor del
recuerdo es tan poderoso que aflora la sonrisa de los treinta años, cuando Hugo
y Catalina se conocieron en Buenos Aires, se casaron y fueron tan felices.
Ariel no comparte eso del silencio, pues no
es amigo de estar con los oídos desocupados, pero sigue las explicaciones de la
abuela con atención. Intuye un tesoro oculto que él aún no puede disfrutar,
pero que debe almacenar, porque con los años le será útil.
*
—El caso es que por unas cosas o por otras la
felicidad no es completa —murmura Catalina, sin darse cuenta de que lo hace en
voz alta. De pronto, el sonido de su propia voz le sorprende en el silencio de
la tibia tarde otoñal, la que inaugura el invierno. —Vaya —se dice— debo ser
una vieja medio chalada, no me doy cuenta de que hablo sola.
Se levanta, cansada de permanecer tanto
tiempo en la misma postura. Como siempre, dirige una sonrisa a la foto de Hugo,
la misma que está en casa de Celeste, acompañada de un pensamiento. ‘Ya sé que
me escuchas, pero no me digas que no es de locos hablar en voz alta cuando una
esta sola… ¿Qué te parece…? ¿Le gustará…?’
—¡Cómo no iba a gustarle! Aunque, con tan
pocos años, es poco probable que comprenda su sentido, pronto, cuando empiece a
saber de las cosas que importan en la vida, se dará cuenta de todo lo que
significas para él, y que esa manta de ganchillo, es el resumen de tu cariño
por tu nieto.
Extiende la labor sobre la mesa, y la
contempla a cierta distancia, tal que un pintor cuando se aleja unos metros del
lienzo para analizar la obra en conjunto. No va mal, quizá algo lento, pero el
vigor de los dedos no es el mismo que el del alma. Sus articulaciones no
responden con la misma energía que transmiten sus latidos, como si por el
camino perdieran mucha de su vitalidad, como si se atascaran en algún punto del
trayecto que, por otra parte, no puede ser muy largo, pues su cuerpo cada vez
disminuye más y eso que nunca ha sido un cuerpo grande. Pero en los tres días
que faltan para nochebuena acabará con la tarea. Tiene que acabar.
El sonido de la cerradura le provoca una
sonrisa melancólica. Por fin Celeste se digna a aparecer por aquella casa.
Mientras contempla la figura de su hija, que taconea hacia ella a través del
estrecho y corto pasillo que separa la entrada de la sala, intenta recordar
cuánto ha transcurrido desde la última visita. Dos o tres semanas. Demasiado
tiempo, sobre todo si ambas están solas, si viven tan próximas y la vida de
Ariel, ya le deja mucho tiempo libre a Celeste… El rostro de su hija presagia marejada
interior. Suspira hondo, le espera una tarde difícil, o eso intuye.
*
Ariel se encuentra perdido en medio de la
multitud que, a las ocho de la tarde, deambula por la calle pintada de colores
a causa de las luces navideñas. Camino del botellón del viernes, arroja sus
ojos hacia cualquier silueta femenina que le precede, por si en alguna reconoce
la imagen de Bea. Intuye que la encontrará antes de llegar al lugar de reunión.
En realidad no es esa la premonición, más bien se trata de la necesidad de que
tal casualidad se produzca. Luego, en presencia del resto del grupo, todo será
más difícil, porque le ruboriza que los demás averigüen que siente algo tan
especial por ella, pero más le avergüenza que ella no le haga ningún caso ante
de los demás.
Al ser este viernes especial, el último
antes de las vacaciones navideñas, parece que todo el mundo ha enloquecido y
ocupa las calles como si hubieran prohibido permanecer en casa. El trasiego de
personas le marea. Está algo cansado después del entrenamiento y después de
toda la semana de madrugones para acudir al instituto. Sabe que no debe
regresar muy tarde a casa, pues de lo contrario el partido de mañana será un desastre,
pero también es consciente de que tiene que hacer todo lo posible por cruzar
unas palabras con la chica. Al menos que sepa que mañana será titular, que
antes del mediodía saltará al campo enfundado en su elástica verde para
defender los colores del equipo. Supone él que, al conocer ella tal noticia, se
alegrará y acudirá, tal vez, al estadio. Pensar en semejante posibilidad le
enorgullece y le da alas. Al adivinar los ojos de ella puestos en sus ademanes
sobre el césped, se da cuenta de que juega mejor, de que sus pases son precisos
y definitivos, que ningún contrario lo supera, que su actuación roza lo
memorable. Durante estos segundos en que la imaginación le lleva por estos
derroteros, parece que acrece su estatura en una decena de centímetros y que
mira a la mayoría de la turbamulta de paseantes por encima del hombro. Pero,
inquieto porque se acerca al Descampado y no se topa con la joven, sus
pensamientos se truecan en pálpito de fracaso que provoca su encogimiento
físico situándolo a ras de suelo. Por alguna razón poco lógica cree que el
éxito o fracaso de su actuación en el partido tendrá que ver con la presencia
de Bea en el campo, más aún, por una presencia absorta en sus movimientos sobre
el terreno de juego.
*
Catalina se apresura a recoger su labor. La sorpresa no sólo ha
de ser para su nieto, sino para su hija; aunque, más que sorpresa, en Celeste
busca evitar que comience a criticar la iniciativa. Intuye Catalina la burla
filial, puesto que supone la abuela que su hija argumentará que para un joven
de diecisiete años este regalo no es precisamente maravilloso. De hacer caso a
los comentarios de su hija, tantas veces proferidos en su presencia, parecería
que los jóvenes sólo estiman lo relacionado con música estruendosa, complicados
aparatos electrónicos y cachivaches por el estilo… Misterios irresolubles para
la abuela de Ariel. Sin embargo, en la conformidad del rostro envejecido serenamente
que, a causa de una sonrisa casi perenne, presenta dos deltas de arrugas en las
comisuras de los ojos, junto a las sienes ya plateadas, anida la seguridad de
que su iniciativa no caerá en saco roto, sino que el joven aprendiz de
futbolista y de hombre encontrará las caricias de su abuela escondidas,
dispuestas y aún tibias, en la superficie de aquella manta de lana esmeraldina.
—Dichosos los ojos, hija. ‘
—Estos días han sido complicados. En el
trabajo andamos de cabeza con el balance de fin de año y con todo lo de la casa
y el chico que no es que ayude mucho. Vamos, que un día por otro…
—Excusas, hija, excusas, que cualquier pretexto
vale para no venir a ver a tu anciana madre…
La sonrisa pícara de Catalina aúpa al rostro
la escondida mueca de Celeste, que comprende la ironía materna.
Hacía siete años que Ginés se había marchado
de su vida sin dejar ni rastro, y había logrado salir adelante con bastante
gallardía, pero incapaz de eliminar de su mirada la sensación de fracaso que le
embargaba desde aquella mañana en que descubrió el abandono del padre de su
hijo. Nunca supo si había otra, si sólo es que se había cansado de ella, si
había enloquecido de repente, o qué.
Sólo que su vacío era un marchito aroma de
ausencia.
Nunca más volvió a hablar con él. Mediante
un abogado que se puso en contacto con ella, supo que renunciaba a todos los
derechos que pudiera tener sobre el hijo y sobre los bienes que compartían (en
verdad, mínimos), le pedía que se olvidara de su existencia, y le proponía
pasarle una pensión alimenticia por Ariel poco generosa, casi simbólica, pero
suficiente. Ella lo aceptó todo sin rechistar, sabía que Ginés no podría dar mucho
más.
Luego dejó el piso alquilado donde la pareja
había vivido y buscó uno lo más próximo posible a la casa de su madre. La
suerte vino en su ayuda, ya que, a las pocas semanas, apareció una vivienda en
la misma calle en que residía Catalina desde que regresó de Buenos Aires, una
vez fallecido Hugo, por tanto su propia calle de adolescencia, la calle donde
había descubierto la amistad y el primer amor, no el de Ginés, precisamente.
La visita de esta tarde no es desinteresada
o de cumplido. No puede permanecer más tiempo callada. Las novedades en su
vida, como un hermoso castillo de fuegos artificiales, han estallado de golpe,
y de repente, hace unos días…
Catalina rectifica la impresión que ha
tenido al contemplar el rostro de su hija. La tormenta interior no se debe a
sufrimiento o preocupación, sino a una explosión contenida que necesita salir
al exterior o le reventará el corazón a causa de su intensidad. La sonrisa de
Celeste es más cálida de lo habitual, y no le ha costado trabajo subirla a la
cara, que muestra mejor aspecto del que tenía hacía unas semanas. Mientras
recibe los besos de su hija, más bien un tenue roce de sus mejillas, dirige una
mirada fugitiva y veloz a la efigie de Hugo que le guiña un ojo. ‘¿Ah, sí,
viejo, o sea que tú sabes algo…? Ventajas de los muertos, al fin y al cabo
estás en ambas casas, truhán’.
*
Sólo falta Vero, que está enferma, para completar el
grupo de dieciséis que se reúne cada viernes en el Descampado para pasarlo en
grande, como hacen otros grupos que se concentran por allí. Unas horas de
esparcimiento fuera del control de los mayores.
A pesar de lo que piensen algunos adultos,
confundidos por culpa de unos pocos, ellos no se juntan para beber por beber.
En el fondo, casi no lo hacen. Chapas, Róber y Ariel, forman parte del mismo
equipo, Asun y Laura juegan al baloncesto, Adolfo y Juanito se dedican al
atletismo y Marta, Cuqui y Merche cada sábado entrenan en la piscina municipal;
por no hablar de que Manolín y Botas salen juntos a montar en bicicleta. Un par
de botellas de cerveza bastan para que el grupo lo pase en grande.
Ariel no está muy comunicativo este viernes.
Chapas y Róber no dejan de mirarse extrañados. Después de que el entrenador
anunciase la alineación, en la que figura su amigo como titular, no así Róber
que no ha sido convocado, ni Chapas que empezará en el banquillo, Ariel se ha
duchado a toda pastilla y ha desaparecido sin esperarlos. Sin embargo ha sido
el último en llegar, y, en vez de contarle al resto semejante notición, parece
triste, está silencioso, casi hosco. Chapas lo dice gráficamente
—Tío, parece que has aparcado a kilómetros
de aquí, como si te molestáramos. Si me hubieran dicho que mañana jugaría de
titular, ya lo sabría todo el mundo, no sólo estos, sino todos los que andan
por aquí.
Ariel sabe que su amigo tiene razón, pero no
le sienta nada bien que haya dado la noticia. Está a punto de enfadarse, y tan
inapropiado sentimiento le encorajina más. Es el primer partido de la temporada
en que será titular y no está loco de contento, todo por no haberse encontrado
con Bea a solas.
Precisamente la chica le mira con más
detalle que el resto, como si analizara en profundidad aquel silencio extraño.
—Si que es raro que no nos hayas dicho
nada…, a lo mejor es que no quieres que vayamos a verte.
Ariel sabe que se ha ruborizado; el repentino
calor que le ha azotado en las mejillas no es producto de la cerveza apenas
probada que dormita aburrida en un vaso de plástico. Al fin contesta.
—¿Pensáis ir?
Lo dice de tal modo, clava con tal
intensidad sus pupilas verdosas en las melosas de la chica, que todo el mundo entiende
que no es plural la persona del verbo que su corazón conjuga. Bea también lo entiende
y no aguanta plácidamente aquella mirada, fulgor felino de luna ardiente.
Su corazón ha adivinado hace semanas la
inclinación del de Ariel, y no sabe si está dispuesta a acompasar el ritmo de
sus latidos, porque tiene miedo a que todo sea un espejismo. También sabe que
no puede mostrarse, de pronto, tan interesada en él: es agradable el cortejo
silencioso y admirado del joven futbolista. Mientras murmura, apoya sus ojos
casi dorados sobre una estrella lejana.
—Es que el fútbol me aburre, pero si vamos
unos cuantos, podríamos pasárnoslo en grande, viendo a veinte tíos en pantalón
de deporte, corriendo como niños detrás de una pelotita.
Ariel se sonroja de nuevo; Róber no acepta
la burla.
—Tía, son veintidós, no veinte. Como no
tienes ni idea de fútbol, no sabes lo que dices. Pareces una Maruja… ¿Cómo que
corriendo como niños detrás de una pelota…? Has de saber que el fútbol es un
deporte de equipo y que la estrategia, la táctica, la solidaridad y la imaginación,
son importantísimas, qué digo importantísimas, fundamentales, para que un
equipo pueda ganar el partido.
Parece un catedrático. Ariel sólo está
pendiente de que alguien secunde la propuesta de Bea. Patri, que quizá ande en
el secreto, por fin se une a su amiga.
—¿A qué hora es el partido?
—A las once y media —dice Chapas
lacónicamente, pendiente de Ariel y de Bea, mientras, Merche le acaricia el
cabello.
—Pues yo —murmura ésta— si queréis os
acompaño, así somos tres.
—Como no estoy convocado —comenta Róber
resignado— me siento con vosotras y os explico.
—Sí, claro —se burla Adolfo— tú haces de
comentarista.
—Pues si vienes —desafía Róber— lo mismo
aprendes algo.
Por suerte para Ariel se enzarzan en una
disputa liviana que le permite abandonar el foco de atención. Él y Bea frotan
sus miradas que amenazan con provocar un incendio de vastas proporciones. A
Ariel, de repente, no le importa que los demás sepan o no sepan de su
inclinación por la joven. La joven es consciente de que en cuanto una palabra
brote de los labios del chico, tendrá difícil oponerse por más tiempo.
Al unísono, acaso tironeados por las sabias
manos de un titiritero, se levantan y se alejan hacia un lugar más tranquilo.
Nadie del grupo se sorprende.
Hay cosas tan claras, que no conviene
comentarlas.
*
Celeste canturrea con el claro y transparente
timbre de voz que el cielo le otorgara. El primer tono del teléfono le pasa
desapercibido. El segundo lo ha oído, pero tarda en caer en la cuenta de la
procedencia exacta de aquel sonido estridente que interrumpe la melodía de sus
labios. Cuando el tercero comienza a agitar el aparato, ya ha llegado junto a
él. Al colgar el auricular, la música que inundaba su corazón de destellos
luminosos se ha esfumado. Desde el hospital le comunican que Ariel está en
urgencias porque sufre una lesión de cierta importancia en la rodilla derecha.
Vuela hacia allá casi de cualquier manera,
sin preocuparse por la falta de maquillaje en su rostro, sin darse cuenta de
que no lleva pendientes, sin percatarse de que la chaqueta marrón combina mal
con el pantalón azul; no es que los colores se repelan, es algo más impreciso,
algo similar al estilo, al corte de las prendas, a las distintas épocas de cada
una de ellas, al efecto que hacen sobre su persona. También ha tomado al buen
tuntún lo primero de abrigo que había colgada en el perchero de la entrada.
Han asegurado que no es grave, pero hasta
que no vea a Ariel con sus ojos, rima consonante de su nombre, no se
convencerá. Ella es la verdadera traumatóloga del alma de su hijo. Han hablado
de la rodilla y a ella le duele el alma, pues, inevitablemente se pone en lo
peor: Ariel tendrá que dejar el fútbol, o sea que la verdadera lesión será en
el corazón, y tal dolencia tiene cura lenta, difícil y, a veces, deja secuelas
irrecuperables.
Ha sido una caída fortuita hacia la mitad
del segundo tiempo. Según le explica el propio joven, con la voz velada por el
dolor y la preocupación, estaba solo en el centro del campo y ha saltado para
cabecear un balón que volaba por allí tras varios rebotes, tropiezos y
rechaces. No ha impactado con el esférico, pues calculó mal la altura de su
trayectoria, y al caer al suelo, lo ha hecho desequilibrado, con la mala
fortuna de que la pierna derecha, la que percutió sobre el césped, lo hizo
completamente rígida. El crujido de los tendones ha sido instantáneo y desde
esa precisa décima de segundo sabe que se ha roto. Teme lo peor, pues el dolor
es insoportable, pero, por el momento, no desespera. El médico no acude. La
espera es hormiguero en pie de guerra a la entrada del estómago. Celeste
observa cómo se inflama la rodilla, cómo palidece el rostro de su hijo.
El partido iba bien. Su juego, sin ser
espectacular, era digno y nadie recordaba a Iván. Ganaban por dos a uno, aunque
tal cosa dejó de preocuparle de inmediato. Sabe de sobra que se le ha acabado
la temporada…, como mínimo. Ariel no quiere pensar más allá, no quiere que su
cerebro maquine otras ideas más siniestras que aquélla, que ya es bastante
truculenta. Vano intento. Oscuras intuiciones de futuro sin balompié ensombrecen
su ánimo. Es consciente de que, si se trata de la tríada, sólo la pertenencia a
un equipo de elite garantizaría la recuperación para la práctica del fútbol. Su
único pensamiento es un deseo, que no sea la temida rotura de los ligamentos
anteriores…
El doctor, tras la primera exploración, no
parece muy optimista, pero no cierra todas las puertas.
—Lo primero, en todo caso, es esperar que
baje la inflamación, después realizaremos las pruebas necesarias, para evaluar
el alcance exacto de la lesión. Así que, de momento, durante una semana, reposo
absoluto, inmovilizaremos la rodilla y ya se verá.
A esas alturas el entrenador y alguno de los
compañeros han acudido a su lado. El partido se ha ganado, y su sustituto,
Charly, ha jugado muy bien.
Piensa, mientras construye una fugaz sonrisa
de compromiso, que aquel día no ha generado buenas nuevas. En realidad, las
malas noticias comenzaron la víspera, cuando Bea, a pesar de su interés, no se
decidió a darle el sí. De pronto, a la chica le entró miedo.
En la soledad de su habitación, repasa los
acontecimientos desde la víspera.
—A eso de la media noche comencé a
lesionarme —musita con una sonrisa triste.
Bea le dijo que tenía que pensarlo despacio,
que nunca había tenido novio y que le asustaba la idea de salir con alguien.
Sí, le gustaba, claro que le gustaba, eso lo veían todos, pero tanto como para
empezar a salir los dos solos, ir de la mano por la calle, y todas esas cosas…
A él le dolió, le dejó estupefacto la respuesta, pero aparentó comprensión.
Intuyó que si forzaba la voluntad femenina, la negativa sería contundente, pero
si dejaba las cosas en el lugar en el que la joven se sentía a gusto,
conservaba intactas sus posibilidades.
No había dormido prácticamente nada.
Al saltar al campo, escrutó la poco poblada
grada y vio que ella era la que faltaba. Estaban los demás del grupo que
dijeron que iban a ir, pero ella no había acudido. Intentó abstraerse de ese
nuevo contratiempo, pero el revés tenía la contundencia del granito. Notaba,
mientras el juego se mecía a su alrededor, que no se centraba completamente en
su desarrollo. No se distraía, no erraba lo fácil, sino que los pensamientos le
fluían más lentos de lo que él hubiera deseado, le faltaba el toque de
genialidad que siempre había soñado para un instante como aquél. De hecho, si
no midió bien el salto, si cayó mal y si se rompió los ligamentos, se debió a
que había un porcentaje no pequeño de su atención pendiente de la ausencia de
Bea, porque, aún más que las palabras de la víspera, le preocupaba su ausencia
en el campo. A lo largo de la hora precedente al momento de la rotura, la
verdadera esencia de su pensamiento fue la ausencia del apoyo de los ojos de
miel. En definitiva, su vida carecía de los cimientos que la sujetaran a la
existencia.
*
Catalina menea la cabeza imperceptiblemente. En
cuanto que ha observado el rostro de su nieto, ha sabido que el problema sería
grave, si las peores noticias se confirman. No le ha hecho falta contemplar la
hinchazón de la rodilla que, a aquellas horas matinales, ha descendido respecto
de la víspera, para comprender que el verdadero chasquido, el más grave, ha
resquebrajado su corazón. Una intensa punzada de dolor se ha alojado en Ariel
al comprobar que el futuro es un arcano oscuro. Al escrutar con más serenidad
el rostro juvenil, Catalina descubre una dolencia o una duda más honda que la
causada por la caída. Intuye algo más. Conoce bien aquella clase de mirada. Es
la mirada que provoca el frío del alma, cuando ésta se queda sin el cobijo que
le sirve de tibia morada.
El helor de la ilusión perdida.
*
Era mucho más joven que su nieto, una niña de nueve
años, cuando la carcasa de su mundo se le desmoronó, como frágil cáscara de
huevo, cuando sintió la misma friura que atraviesa la respiración de su nieto.
No era comparable, desde luego, pero los efectos devastadores podían ser los
mismos, puesto que, en muchas ocasiones, no se trata de la objetividad de los
acontecimientos, sino del modo en que afecten a los latidos del corazón.
Cuando cruzaron la frontera, en sus ojos
aterrorizados, además de hambre y miedo, anidaban la confusión y el caos. Tales
sentimientos se multiplicaban, porque, cuando tendía sus pupilas hacia sus
padres, en busca de una explicación que estabilizara sus aturdidos pensamientos
infantiles, en las retinas adultas encontraba el mismo miedo, igual vacío,
semejante confusión, parecido caos.
Huían de la guerra a la que, según todos los
indicios, le faltaba poco para concluir. En enero de 1939 hacía un frío
temible. Se decía que Madrid no resistiría mucho más tiempo, después de la
caída de Cataluña. Su padre tomó la decisión, igual a la de miles de españoles.
Ellos, sin embargo tuvieron más suerte que la mayoría, pues su salida de España
pudo ser por Portugal, donde tenían familia. A los pocos meses embarcaron hacia
Argentina.
Se le había desmoronado todo su universo,
aunque, y esta diferencia era importante para comprender el daño que tenía su
nieto en el corazón, a su alrededor había demasiado sufrimiento y demasiada
miseria como para que el dolor por la huida fuese irreversible. Cuando el dolor
se comparte, hace menos daño. Durante algún tiempo, no obstante, todo fue muy
difícil. Quizá si su edad hubiese sido otra, habría sido más simple; pero,
justo cuando tomaba conciencia del mundo, éste se derrumbó a causa de un cataclismo.
Gracias a su padre comprendió que los
asideros más sólidos del alma ni se tocan ni se ven ni pesan ni huelen ni saben
a nada, si acaso, suenan a hermosas palabras, a caricias de mariposas en el
corazón. Solía decir que hay muchas clases de mariposas y que cada uno tenía la
suya, la que le mejor calentaba el corazón: libertad, justicia, entrega,
ternura, igualdad, fraternidad, gratuidad, amistad, belleza, optimismo…
Recuerda Catalina que así se pasaban las
noches en aquellos primeros tiempos bonaerenses. Antes de dormir, su padre, en
vez de contarle un cuento, le decía
—Hoy te voy a presentar a otra mariposa, por
si acaso es a sus alas a las que te tienes que subir.
Una noche le hablaba de la mariposa
libertad, otra de la justicia, otra de la entrega… Eran todas maravillosas, las
había de todos los colores: azules, rojas, blancas, verdes, amarillas, y las
había como el arco iris, que eran las más escasas y poderosas.
Quizá no estaría de más hablar con Ariel de
mariposas, al menos de su mariposa, la que le había aupado a ella por encima
del dolor y los contratiempos, sobre la que aún vuela.
Tardó en encontrarla, mas, no desesperó,
pues su padre le había avisado sobre este particular. La mariposa de Hugo: tan
fuerte que pudo con el peso de ambos. Su vuelo era sosegado y nunca supo qué
colores decoraban sus alas, probablemente todos, acaso eran del color de la
luz. Su principal característica era que otorgaba capacidad de sonrisa en
cualquier circunstancia, goce ilimitado de las pequeñas cosas, sentido de
gratuidad de la vida que no espera nada a cambio de nada, aceptación de todo
cuanto acarrea cada jornada, como si fuera un regalo, felicidad al contemplar
la sonrisa ajena más que la propia.
*
Como todo adolescente, hasta ese momento, Ariel no ha
caído en la cuenta de que los sesenta años de diferencia que hay entre ambos no
son sólo un guarismo redondo que marca una diferencia de edad desmesurada. Como
cualquier adolescente, tiene la sensación precisa de que la única vida es la
suya, que lo único importante es su existencia. Nadie, y menos que nadie los
adultos, y de estos los que menos sus familiares, conocen las cosas que él ya
sabe; por tanto, nadie puede enseñarle absolutamente nada.
…Mientras sale de la habitación, en el breve
trayecto recorrido por la anciana, tras sus pasos tenues, Ariel ve cómo titila
un rastro luminoso, cual candentes esquirlas de oro. Hasta este momento aquella
mujer era su abuela, un ser intemporal, al que quería con locura, pero que
estaba lejos de su vida. Ella, la pobre, pensaba él, no entiende de nada: ni de
Internet, ni de grupos de música, ni de fútbol, ni de botellones, ni de fiestas,
ni de amores, ni de amistades, ni de desilusiones. Ella sólo sabe coser a
ganchillo y cocinar manjares sabrosísimos. Cuando era pequeño no se despegaba
de su lado. Sus padres eran un incordio, siempre le prohibían todo cuanto
pretendía hacer, siempre estaban con el miedo en la punta de la lengua: Ten cuidado
con esto, ten cuidado con aquello, ten cuidado con lo de más allá; sin embargo,
la abuela no veía las cosas de la misma manera, y solía consentirle más. Con el
tiempo, Ariel necesitaba volar, hacerse independiente. Sus amigos eran su
mundo, eran el mundo. Ahora que el mundo se tambalea, ya que Bea no quiere ser
el pilar sobre el que se sujete lo demás, lo que menos desea es escuchar a una
vieja de setenta y siete años, al borde de su cama revuelta, cárcel opresora. Y
si no desea la visita, menos aún que comience con su cháchara. ¿Qué sabrá ella
de los afanes de un joven al que le han derrumbado el castillo que construía?
Cómo va a solucionarle la maldita lesión de rodilla. Menos aún, cómo va a
comprender que, si Bea no quiere salir con él, el mundo no tiene necesidad de
continuar sus absurdos giros sobre su propio eje y alrededor del sol.
Diez minutos después, su abuela es otra
mujer. Detrás de la redondeada cara de siempre, afable y dulce, tranquila y
sonriente, ha encontrado una existencia inimaginable. Con su serena voz, le ha
trazado el resumen de una vida que podría ser capítulo de una de las novelas de
aventuras que lee, aunque se cuide mucho de que sus amigos lo sepan. Nunca se
imaginó que su abuela fue niña que aprendió que uno puede viajar en la vida a lomos
de mariposas de colores, y que cada uno tiene la suya, y que si se busca con
paciencia y tenacidad aparecen. A veces, incluso, ocurre como con el metro o
los autobuses, la mariposa de la infancia lleva a la de la juventud, cuyo
trasbordo espera en la madurez.
Su abuela había encontrado una mariposa
cuyas alas eran del color de la luz. Esta mariposa no era suya del todo, sino
del abuelo Hugo, que la compartió con ella gustosamente…
—Bueno —ha confesado— la seguimos
compartiendo, lo que ocurre es que nadie lo sabe, porque tu abuelo vuela
conmigo y al morir adquirió el color de las alas de la mariposa.
Ariel la observa fascinado. Retorna el niño
que con seis años miraba a la mujer como si siempre tuviera la respuesta a
cualquier pregunta, la solución a cualquier problema, la caricia exacta en el
momento preciso. Ahora las caricias son las palabras y siente que su efecto es
más reparador, pues palpan con dulzura los latidos del corazón y sosiegan el
ánimo.
Quizá no sea muy mala idea, se dice el joven
mientras mira el rastro brillante que ha dejado su abuela al salir de la
habitación, aprovechar estos días de inacción para aprender unas cuantas cosas
y pedirle a su abuela que le cuente todo aquello del pasado: la huida a
Portugal, el exilio a Argentina, la vida en Buenos Aires, lo de la mariposa con
alas del color de la luz, lo del abuelo Hugo, el regreso a España…
Acaso el mundo sea algo más grande que el
Descampado y unos ojos color de miel…
*
Catalina se apresura de vuelta a casa. Antes, entra en la
mercería de la esquina. Menos mal que no ha acabado la manta de ganchillo. Ya
no tiene sentido dibujar en el centro el escudo del equipo del nieto, como
había previsto, ahora su escudo será una mariposa hermosísima cuyas alas serán
del color de la luz…
Sólo espera que, a pesar del redolor viejo
que no se aburre y, contumaz, reaparece cada jornada a la altura de sus
nudillos, su nieto siempre encuentre las dispuestas caricias tibias de sus
manos hacendosas en la superficie de la manta de lana esmeraldina…
7 comentarios:
Un cuento exquisito sobre la perseverancia y los sentimientos. Y que los más viejos, los abuelos, son la refencia para la mejor decisión.
Adios, Año Viejo.
Qué edad tan difícil la de la adolescencia! Y sin embargo, una abuela es capaz de calmar las tristezas de amor y de otra índole. Tienen además el don de la observación y la experiencia. Qué alas tan bonitas para seguir viviendo en compañía. Un cuento con todas las de la ley.
Besos, escribidor, me ha encantado.
Si los Reyes pasaran por mi casa les pediría una manta de gancho esmeralda y una mariposa con alas del color de la luz. Por fin entiendo lo que me hace falta. Me voy a soñar, de nietos y abuelas, y de mariposas.
Besos de fin de año y hasta luego.
Dácil
Adiós, año viejo, adiós; pero siempre con el deseo de que no nos falten esas referencias, antes de que nosotros nos veamos en la obligación de serlo.
Isolda
El papel de los abuelos está mal enfocado en nuestra sociedad. Solemos echar mano de ellas (más bien de ellas) cuando el nieto es un bebé. Sin embargo, cuando más falta hacen es en esa edad en que un padre y una madre son como el código civil o el código penal al que siempre hay que desobedecer.
Sin embargo, tontos de nosotros, cuando somos adolescentes pensamos -en general- que los abuelos son esos pobres viejecitos que no saben nada de las cosas modernas.
Es el segundo relato de la serie en que aparecen como protagonistas una abuela y su nieto. La primera era una nieta y ahora un nieto.
catherine:
Yo que tú, por si acaso, escribiría esa carta, nunca se sabe con los magos... ni con la esperanza.
Me equivoqué, la mariposa la quiero tan hermosa que la de la foto de tu padre que corona el Surco de los días. Antes de escibir la carta hace falta reflexionar para saber bien lo que quiero.
Pues , me voy volando.
Es curioso, en la navidad, y en la biblia en general, hay pocas referencias a los abuelos, que yo recuerde.
Abuelos, ese extremo del puente con los nietos, lo unico que permanece fijo cuando se desborda o se seca el río de la vida.
Con este cuento, me vale por este año. Amando, no cogarás ni leeremos el siguiente hasta 2013. Asín que... un abrazo y una mariposa.
catherine
Esa foto, como la de este blog, como la que ahora esta en Pavesas, son fotos que hablan de la sensibilidad de un hombre que si hubiera dispuesto de más formación, más tiempo y más medios se hubiera dedicado al arte, seguro. Habría que ver cuál: fotografía, pintura, cine, poesía, teatro...
No es extraño en su generación (nació en 1934)encontrar a camareros en Segovia, como él lo fue, que derrochasen aficiones de todo tipo.
Pero la vida, tan dura demasiadas veces, le marcó otro impulso.
Aún así durante muchos años, con su cámara en ristre, recorrió Segovia y sus aledaños para capturar algo de belleza.
Tengamos en cuenta un solo detalle, uno sólo: Entonces había que revelar la imagen para saber qué habías hecho. La foto era, entonces, un fragmento real de su mirada. Y él supo -ya que te refieres a ello- capturar el instante preciso del vuelo de la mariposa libando la flor del cardo. Casi nada.
Amando:
Efectivamente hasta 2013 -que ya es, cómo pasa el tiempo- no he vuelto a colgar nada.
Efectivamente, y a pesar de las interminables genealogías que se van repartiendo a lo largo de la Biblia, no aparecen los abuelos como personajes. Tampoco en las referencias navideñas (salvo el producto nacional: Pepe Isbert buscando a Chencho perdido por la plaza mayor de Madrid durante el mercadillo navideño). . Tienes razón. Sin embargo no son escasas las alusiones a los más ancianos, que, de algún modo, representan a la abuelitud (toma palabro).
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