Cuando se
cumplieron los días de la purificación prescrita por la ley de Moisés, llevaron
al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como prescribe la ley del Señor:
Todo primogénito varón será consagrado al Señor. Ofrecieron también en
sacrifico, como dice la ley del Señor, un par de tórtolas o dos pichones.
Había en
Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que esperaba el
consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no
moriría antes de ver al Mesías enviado por el Señor. Vino, pues, al templo,
movido por el Espíritu y, cuando sus padres entraban con el niño Jesús para
cumplir lo mandaba la ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios
diciendo:
Ahora Señor, según tu promesa,
puedes dejar que tu siervo muera en paz.
Mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos,
como luz para iluminar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel
puedes dejar que tu siervo muera en paz.
Mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos,
como luz para iluminar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel
Su padre y su
madre estaban admirados de las cosas que se decían de él. Simeón los bendijo y
dijo a María, su madre:
— Mira, este
niño va a ser motivo de que muchos caigan o se levanten en Israel. Será signo
de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón; así
quedarán al descubierto las intenciones de todos.
(Evangelio de Lucas, capítulo 2, versículos 22 al
35).
Y
Todavía resuenan en su corazón los susurros que se
escuchaban alrededor de la entrada del Templo, como el murmurio del agua de la
fuente de Siloé, un runrún que se percibe con la atención bien dispuesta, pues,
de lo contrario, ese son es como si no existiera… Por encima de las palabras
temblorosas, sobre los gestos algo amedrentados, las miradas, tal que liebres
huidizas, volaban hacia delante buscando la presencia de oídos que, más que
escuchar, querían capturar el misterio de todo lo que venía sucediendo desde
hacía unas semanas en Jerusalén y en la próxima Belén.
La hora de prima es una hora cargada de
presagios que se ocultan tras los destellos del amanecer, todavía incipiente.
Sus labios finos y agrietados musitan el ‘shemá’(1) de la mañana, vueltos sus exhaustos ojos hacia el Templo, donde irá más tarde,
a pesar de ese cansancio que le oprime el pecho y que torna su respiración en
fuelle roto o agujereado, rasgado quizá. Se agota sólo de pensar en recorrer la
breve distancia que separa su mechinal de la entrada del lugar santo. De hecho,
a pesar de sus costumbres, lleva semanas sin acudir al atrio, sin salir de su
tabuco polvoriento. Su ausencia no ha pasado desapercibida.
Más de un mendigo: al menos un ciego, un
tullido y una viuda anciana, han comentado, sin dejar por ello de extender la
palma de su mano vacía como cuenco rugoso y sucio donde los fieles depositen su
limosna, si no estará enfermo el anciano Simeón.
—O peor —proclamó alguien con el aliento
vinoso haciendo cabriolas tras las palabras—, a lo mejor ha ido al seno de
Abraham. ¿Alguien sabe dónde vivía?.
—No, no os preocupéis por eso —se oyó la voz
de trueno del ciego que disponía la mejor ubicación a la entrada del atrio—. Cada
mañana, al pasar por su puerta, yo llamo y él contesta… Hoy nos visitará…
Tras sus palabras, el alivio surgió cual sonrisa
infantil. La pausa se hizo larga, pues notaron que llegaban otras frases, acaso
las transcendentales.
—Ha dicho que algo importante sucederá, que
seremos testigos de algo maravilloso.
—Ya estamos. —El manco tenía que meter baza
a toda costa, si no lo hacía no se sentía a gusto—. ¿Después de seis semanas
seguimos con la misma cantinela? Dejaos de tanta maravilla y vamos a lo
nuestro; lo único seguro es que no tenemos un mal pedazo de pan que engañe al
estómago. No esperéis que los ángeles vengan a repartirnos la carne de la olla
del Sumo Sacerdote; como no abráis las manos, no comeréis, y si las abrís, a lo
mejor tampoco.
—Si te oyera Simeón —dijo la vieja
desdentada— seguro que te contestaría con algo de lo que escribieron los
antiguos en el libro santo.
—¿Qué sabrás tú, Salomé? —El manco era
difícil de silenciar
—Tú no conociste al viejo Simeón, cuando no
era tan viejo. No conociste el fuego de sus palabras, cuando recordaba que los
poderosos tenían la culpa del desastre de Israel, porque oprimían a los pobres,
a los huérfanos y a las viudas.
Algunas miradas, aunque no olvidaban
extender las sucias manos a los aún escasos peregrinos que se acercaban,
viraron su rumbo hacia el pasado, hacia aquellos días. También la de Salomé,
—¡Qué mala memoria tienes, Simón, hijo de
Josafat! ¿Te tengo que recordar que por entonces enviudé y no me quedó más
remedio que suplicar a los israelitas de buen corazón unas dracmas que me
ayudaran a comprar el pan negro con que me alimento? —Simón recordaba la presencia
de Salomé, y la presencia de tantos otros que pasaron por allí y se marcharon o
murieron. —Por eso —siguió Salomé— estoy segura de que tendría palabras de
esperanza; porque siempre que su lengua se movía, es como si le salieran dulces
por la boca.
—No sé si sus palabras se podrían comer,
mujer, lo que sé es que mi estómago hoy está vacío.
YY
Por más que su cabeza gire y gire entorno a las
posibles explicaciones de todo el asunto, de tanta palabra a penas referida a
media voz, de tanto cuchicheo temeroso, sólo encuentra una interpretación; pero
no tiene fuerzas ni capacidad para demostrar que lo que sucede es lo que él
espera desde hace tiempo. Ha habido demasiadas coincidencias en estas semanas,
pero tan sutiles, que parecían la leve tela con la que las mujeres se cubren el
rostro, esa gasa que deja entrever el horizonte a través de guedejas de niebla.
El recuerdo de sus años jóvenes brota en su
memoria con insistencia extraña. Hace tiempo que aquellos recuerdos le habían
abandonado, como si pertenecieran a otra persona, como si no hubieran sido
suyos, y, sin embargo, en estos días, especialmente esta mañana, que no alcanza
aún la segunda hora, han regresado poderosos…
Entonces, como tantas veces, hubo días
revueltos en Jerusalén, pero su corazón no renqueaba como hoy, sino que volaba
como águila que otea el miedo de sus presas. Las malas cosechas propiciadas por
la sequía hacían escasear el pan, los ganados morían de sed en los campos, pero
los sumos sacerdotes del Templo mantenían lustrosos sus rebaños que mugían y
balaban en los terrenos próximos. Que él supiera, nunca faltó un novillo o un
cabrito para los sacrificios. Los cambistas agitaban sus repletas bolsas de
monedas y los mercaderes asolaban con su griterío el silencio reservado para
lugar santo. Ciertos grupos achacaban a los invasores romanos tanta desgracia y
proponían rebelarse contra el extranjero que les miraba con ese aire de
superioridad con que los lobos desprecian a los corderos. No había trabajo en
Israel, no había pan en Israel, no había risas en Israel, sólo hambre, miseria
y llanto. El pueblo clamaba y los poderosos adoraban su bolsa henchida. Los sumos
sacerdotes sacrificaban holocaustos, ofrendas y súplicas a Yahvé y Yahvé callaba,
o eso pensaba el inexperto corazón de Simeón. La vieja Jerusalén hervía y hervía
su joven sangre. Recuerda, aunque con intermitencias (muchas cosas se le
esconden a causa de una densa niebla opaca), que una algarada lo pilló en plena
calle y, como ocurría tantas veces, empujado por el movimiento sinuoso de la
masa, acabó en el Templo de Salomón, donde siempre concluían las protestas que
se producían en la ciudad.
Alguien hablaba en el atrio de los gentiles,
vociferaba las amenazas del profeta que casó con la prostituta, obedeciendo las
órdenes divinas.
—Con sus ovejas y sus vacas vendrán en busca
del Señor, pero no lo encontrarán. ¡Se ha retirado de ellos! Han traicionado al
Señor, han engendrado bastardos, y ahora un invasor los devorará, junto con sus
campos (2).
Aquellas palabras, que se encendían en su boca y se convertían en llamaradas lanzadas a la mañana, atrajeron su atención y le apartaron, como si tuvieran dedos poderosos, de la marea humana que lo arrastraba. Desde niño había oído las grandes historias de Israel, pero las había escuchado como quien oye las aventuras de quien no existió, salvo en fantasía; nunca le habían hablado de ese modo, como si las palabras divinas no fueran del pasado, sino que se emitieran por primera vez en ese preciso momento.
Aquellas palabras, que se encendían en su boca y se convertían en llamaradas lanzadas a la mañana, atrajeron su atención y le apartaron, como si tuvieran dedos poderosos, de la marea humana que lo arrastraba. Desde niño había oído las grandes historias de Israel, pero las había escuchado como quien oye las aventuras de quien no existió, salvo en fantasía; nunca le habían hablado de ese modo, como si las palabras divinas no fueran del pasado, sino que se emitieran por primera vez en ese preciso momento.
A partir de aquel día, y durante una buena
temporada, se acercaba hasta ese mismo lugar cada mañana, y cada mañana una
enseñanza se aposentaba en su corazón, revelándole una porción del rostro del
Señor. Oyó, procedente de la misma garganta, muchas palabras de otros profetas,
como las de quien fue pastor de bueyes en las que hablaba de crímenes horribles
de los poderosos, tantos que no serían perdonados, ya que según él vendían al
inocente por dinero y al pobre por un par de sandalias; aplastaban contra el
polvo a los humildes y no hacían justicia a los indefensos (3). Era como si aquel rabí enjuto con la mirada siempre ardiente, tal que llena de
fiebre, le esperara antes de la hora de tercia, para lanzar alguna intimidación
incendiaria que figuraba en los libros santos, aunque del modo en que la
repetía, parecía que formaba parte de su propia sangre y nacía en uno de los
latidos de su corazón.
—Escuchad dirigentes de Israel: ¿No os
corresponde a vosotros conocer el derecho? Pero vosotros odiáis el bien y amáis
el mal, arrancáis la piel de encima, y la carne de sus huesos. Pues bien, estos
que comen la carne de mi pueblo, que le arrancan la piel y le quebrantan los
huesos, después de hacerlo trozos como carne en la olla, como vianda en la
caldera, clamarán al Señor, pero él no les responderá; les ocultará su rostro (4).
Esta vez no creyó que tanta dureza saliera de boca de profeta, y se atrevió a buscar y encontró su sonido exacto en el breve rollo de Miqueas, que desde entonces meditó.
Esta vez no creyó que tanta dureza saliera de boca de profeta, y se atrevió a buscar y encontró su sonido exacto en el breve rollo de Miqueas, que desde entonces meditó.
Unas frases se clavaron en su corazón, sin
que el tiempo las alejara de su pensamiento, porque en ellas la esperanza se
derramaba como las flores se abren al amanecer. Fueron las del más grande de
los profetas. Cada vez que venían a su memoria, sonreía con pena, y se mesaba
la larga barba blanca. Allí el dolor de Yahvé se hacía pregunta que increpaba:
—¿De qué me sirven todos vuestros
sacrificios? Estoy harto de holocaustos de carneros y de grasa de becerros;
detesto la sangre de novillos, corderos y machos cabríos… ¡Dejad de convocar
asambleas, novilunios y sábados! No aguanto fiestas mezcladas con delitos.
Aborrezco con toda el alma vuestros novilunios y celebraciones, se me han
vuelto una carga inaguantable. Cuando extendéis las manos para orar, aparto mi
vista; aunque hagáis muchas oraciones, no las escucho, pues tenéis las manos
manchadas de sangre.
Pero, después de tanta regañina, aparece una
luz, una caricia de padre que siempre tiene un hueco en su corazón para liberar
el perdón:
—Lavaos, purificaos; apartad de mi vista vuestras
malas acciones. Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien. Buscad el
derecho, proteged al oprimido, socorred al huérfano, defended a la viuda. Luego
venid y discutamos. Aunque vuestros pecados sean como escarlata, blanquearán
como la nieve; aunque sean rojos como púrpura, quedarán como la lana’ (5).
Cómo era posible que después de semejante invectiva, la actividad del Templo continuase inalterada? ¿De qué servían las palabras que increpaban la inutilidad de los holocaustos, ofrendas, asambleas, fiestas, sábados…?
Cómo era posible que después de semejante invectiva, la actividad del Templo continuase inalterada? ¿De qué servían las palabras que increpaban la inutilidad de los holocaustos, ofrendas, asambleas, fiestas, sábados…?
Continuó durante un tiempo acudiendo al
mismo lugar, pero lo hacía más por curiosidad que por necesidad. Simeón había
descubierto que el mensaje de los profetas era más que incendio en pastizal
reseco. Se acercó a otros maestros, leyó los textos sagrados. Saboreó, además
del fuego, agua limpia que saciaba la sed.
Aprendió también que se pedía un cambio
profundo como camino previo hacia la misericordia, una conversión cuya esencia
era practicar derecho y justicia, arrancar al oprimido del poder del opresor,
no oprimir al emigrante, al huérfano y a la viuda; no ejercer violencia ni
derramar sangre inocente (6). Grabó en su corazón más promesas, las aprendió como aprendió el ‘shemá’, o la ley, o el nombre de las
tribus, o de los árboles del campo, o de las calles de Jerusalén.
—Convertirán sus espadas en arados, sus lanzas
en podaderas. No alzará la espada nación contra nación, ni prepararán más para
la guerra (7).
La voz de trueno dejó de atravesarle el entendimiento. A medida que se zambullía en los textos, descubrió tantas tan parecidas, tan henchidas de horizontes ilimitados, que, si hubiera querido, cada jornada hubiera meditado una distinta en su corazón…
La voz de trueno dejó de atravesarle el entendimiento. A medida que se zambullía en los textos, descubrió tantas tan parecidas, tan henchidas de horizontes ilimitados, que, si hubiera querido, cada jornada hubiera meditado una distinta en su corazón…
A la luz de un sol que ya no era tímido, una
luminosa tarde de primavera, se topó con el texto que glosaba todo cuanto los
profetas pusieron en labios del Señor. La esperanza enraizó en su corazón como
vigoroso árbol perenne. Era la promesa del mesías favorecido de Dios, sobre
quien reposaría su espíritu; no juzgaría por apariencias, ni sentenciaría de
oídas, sino que lo haría con justicia a los débiles, a los sencillos con
rectitud, tanto, que el universo cambiaría.
—Habitará el lobo junto al cordero, la
pantera se tumbará con el cabrito, el ternero y el leoncillo pacerán juntos; un
muchacho pequeño cuidará de ellos. La vaca vivirá con el oso, sus crías se
acostarán juntas; el león comerá paja, como el buey, el niño de pecho jugará
junto al escondrijo de la serpiente, el recién destetado meterá la mano en la
hura del áspid (8).
Durante los siguientes años, era él quien, como hombre justo y piadoso, se situó en la entrada al atrio de los gentiles. Empezó a vivir de las limosnas que le entregaban quienes escuchaban sus palabras repletas de luz. No gritaba catástrofes, pedía conversión, seguro de la pronta llegada del Mesías. Sacerdotes y algún rabino le rogaron que no se quedara en zona tan lejana y tan ruidosa, insistieron para que se acercara hasta el patio de los varones de Israel, pero él nunca abandonó la puerta de los extranjeros. Por allí tenían que pasar a la fuerza cuantos accedieran al Templo: cualquier judío, israelita o extranjero, niño o adulto, hombre o mujer, debía cruzar por tal lugar, sin más opciones. Allí aún no había restricciones. Aunque el alboroto fuera mayor, él prefería el bullicio a la división. Más allá comenzaban las separaciones, los muros, las prohibiciones. Al fondo de ese atrio, una puerta daba paso a una empinada rampa que sólo podían cruzar los israelitas, bajo pena de muerte. A continuación del atrio de los israelitas, estaba uno de los núcleos de la monumental construcción, al que no se acercaban ni mujeres ni niños, únicamente los varones de Israel. Un poco más en lejos, donde el silencio era roto por los cantos llegados del interior, se alzaba el altar de los sacrificios al que de modo exclusivo accedían los sacerdotes consagrados y purificados, y aún más dentro, más escondido, más inaccesible, el Sancta Sanctoórum, donde moraba en soledad el Arca de la Alianza, excepto cuando era acompañada por la respiración ahíta del Sumo Sacerdote.
Durante los siguientes años, era él quien, como hombre justo y piadoso, se situó en la entrada al atrio de los gentiles. Empezó a vivir de las limosnas que le entregaban quienes escuchaban sus palabras repletas de luz. No gritaba catástrofes, pedía conversión, seguro de la pronta llegada del Mesías. Sacerdotes y algún rabino le rogaron que no se quedara en zona tan lejana y tan ruidosa, insistieron para que se acercara hasta el patio de los varones de Israel, pero él nunca abandonó la puerta de los extranjeros. Por allí tenían que pasar a la fuerza cuantos accedieran al Templo: cualquier judío, israelita o extranjero, niño o adulto, hombre o mujer, debía cruzar por tal lugar, sin más opciones. Allí aún no había restricciones. Aunque el alboroto fuera mayor, él prefería el bullicio a la división. Más allá comenzaban las separaciones, los muros, las prohibiciones. Al fondo de ese atrio, una puerta daba paso a una empinada rampa que sólo podían cruzar los israelitas, bajo pena de muerte. A continuación del atrio de los israelitas, estaba uno de los núcleos de la monumental construcción, al que no se acercaban ni mujeres ni niños, únicamente los varones de Israel. Un poco más en lejos, donde el silencio era roto por los cantos llegados del interior, se alzaba el altar de los sacrificios al que de modo exclusivo accedían los sacerdotes consagrados y purificados, y aún más dentro, más escondido, más inaccesible, el Sancta Sanctoórum, donde moraba en soledad el Arca de la Alianza, excepto cuando era acompañada por la respiración ahíta del Sumo Sacerdote.
A él, a Simeón, le importaba observar lo que
ocurría a su alrededor y resolver las dudas de quien las manifestara. No solía
predicar, pero su mirada escrutadora, su presencia continua, era suficiente
para que a su alrededor se formase algún corrillo.
YYY
El empedrado de las calles de Jerusalén
se clava en las plantas de sus achacosos pies. Quizá hubiera tenido que
madrugar más, no haber permitido que la última vigilia de la madrugada le
sorprendiese en el lecho. Se le echa encima la hora de tercia, y no ha alcanzado
el Templo; por culpa de este retraso a lo mejor no ve a quien espera. Pero sus
fatigadas piernas no pueden aliviar más su ritmo; el aire le falta, se le
escapa, vuela, por entre las ranuras abiertas de sus viejos pulmones y cada
poco se detiene, ya que necesita toda la energía para atrapar un destello de la
brisa que precisa su cuerpo. Cualquiera que le contemple, incluso los
distraídos, perciben esa angustia que oprime sus pulmones. ¿No os gustaría
acercaros hasta su enjuta estampa, ligeramente encorvada, para ayudarle? Sin embargo,
si escrutarais sus ideas, os sorprendería la alegría que danza en ellas…
El pensamiento matutino sigue su senda sin
que él se oponga. Sabe que tiene que hacer lo que hace; es hoy la jornada;
actúa en consecuencia, casi como un autómata, pues las imágenes de su cabeza son
continuas repeticiones de la historia de su vida…
…Años después, cuando su presencia era
cotidiana en el atrio, cuando los mendigos y los peregrinos se habituaron a sus
palabras de esperanza, recibió un mensaje extraño. No lo había referido a
nadie, pues comprendió que si lo revelaba sería tomado por loco. O por
endemoniado. En Israel siempre era difícil esta distinción.
El mensaje sonó firme, aunque parecía sueño
imposible; se resumía en una frase: ‘Antes de que mueras, tus ojos contemplarán
al mesías de Israel’. Este es el fuego que ha alimentado su corazón todos los
años de su vida. Cuando, seis semanas atrás, los rumores amedrentados se
escucharon en las inmediaciones del Templo, intuyó que se cumplía su tiempo y
que el Señor había tomado, por fin, la iniciativa de rescatar a su pueblo.
Ved qué poco le resta para alcanzar el
atrio. Asomaos a la remembranza que resume el resto de los recuerdos y de las
meditaciones y de las lecturas, ésa que conduce a las palabras definitivas, al
cumplimiento de la promesa. En varios lugares y de varias maneras, Yahvé revela
la intención de enviar un salvador. Una constante se repite: el mesías nacerá
de vientre de doncella (9). Incomprensible. Durante estos cuarenta días, uno de los textos aprendido en su
juventud no ha dejado de amartillar sobre su memoria. Tras los primeros rumores
que contaban un nacimiento en Belén rodeado de circunstancias atípicas y extraordinarias,
corrió veloz otra noticia por entre las columnas del Templo; era un bisbiseo
que no podía susurrarse en mitad del patio, había que decirlo con la espalda
cubierta por la inmensidad de las columnas de mármol, con los labios pegados a
las orejas. Decían que Herodes, el Tetrarca galileo, había recibido la visita
de extranjeros de muy alto rango y grande sabiduría, que preguntaban por el
lugar donde el mesías era recién nacido; y alguien añadía, todavía con más
espanto en su mirada, que vinieron precedidos por una estrella que les guió
hasta Judea, tras atravesar desiertos interminables. Cuando llegaron a sus oídos
los ecos de tal confidencia, la que se pronunció con más cuidado, la que más
amedrentó las miradas, el texto rebrotó desde lo hondo de su corazón, cual
algarada de mariposas de colores: ‘En cuanto a ti, Belén de Efratá, la más
pequeña entre los clanes de Judá, de ti sacaré al que ha de ser soberano de
Israel’ (10).
No alberga dudas su anciano corazón. Demasiadas coincidencias para pensar en simple casualidad. Sin embargo, una pregunta se enreda o enhebra en sus latidos: ¿Distinguiría a ese niño entre otros? Sabe para qué llega este Salvador. No es necesario que le recordéis que la profecía escrita afirma que cuando actúe, el desierto será vergel y el vergel, bosque; en el desierto morará el derecho, y en el vergel, la justicia; de la justicia brotará la paz; no vociferará; no partirá la caña quebrada, ni apagará el pabilo vacilante; será alianza del pueblo y luz de las gentes, abrirá los ojos ciegos, liberará a los cautivos y a los que viven en tinieblas, será luz de las gentes, para que la salvación alcance los confines de la tierra (11). ‘¿Cómo descubriré todo esto en un niño de pecho?’, murmura, mientras sus pies cansados y con el redolor de los morrillos de las calles instalado en sus plantas, le acercan al Templo. Casi distingue algunas voces que provienen del lugar. Sus ojos acuosos, con un cierto tono de helecho, sonríen. ‘¿Por qué preocuparme de esta pequeñez? Quien me hace la promesa, sabrá cómo cumplirla’.
No alberga dudas su anciano corazón. Demasiadas coincidencias para pensar en simple casualidad. Sin embargo, una pregunta se enreda o enhebra en sus latidos: ¿Distinguiría a ese niño entre otros? Sabe para qué llega este Salvador. No es necesario que le recordéis que la profecía escrita afirma que cuando actúe, el desierto será vergel y el vergel, bosque; en el desierto morará el derecho, y en el vergel, la justicia; de la justicia brotará la paz; no vociferará; no partirá la caña quebrada, ni apagará el pabilo vacilante; será alianza del pueblo y luz de las gentes, abrirá los ojos ciegos, liberará a los cautivos y a los que viven en tinieblas, será luz de las gentes, para que la salvación alcance los confines de la tierra (11). ‘¿Cómo descubriré todo esto en un niño de pecho?’, murmura, mientras sus pies cansados y con el redolor de los morrillos de las calles instalado en sus plantas, le acercan al Templo. Casi distingue algunas voces que provienen del lugar. Sus ojos acuosos, con un cierto tono de helecho, sonríen. ‘¿Por qué preocuparme de esta pequeñez? Quien me hace la promesa, sabrá cómo cumplirla’.
YYYY
La mirada de los mendigos ahora es sonrisa colectiva.
No descuidan su mano tendida, mientras giran levemente el cuello para saludar
la presencia del anciano Simeón quien, con fatiga que asusta, asciende la
última rampa. La fuerza táctil de aquellas pupilas cariñosas es el último
empujón que necesita para llegar hasta su lugar.
Cuando recobra el resuello, observan su
rostro ajado y arrugado, pero sonriente; sin embargo, el ángel del Señor sabe
que sus pensamientos se ennegrecen por instantes.
Antes de que el desierto sea vergel, ése que
hoy es niño, sufrirá. Simeón lo sabe, también esté escrito, aunque pocos lo
quieran rescatar de su memoria. Leed también vosotros en el libro. Se
comportará con docilidad, ofrecerá su espalda que golpearán y lacerarán, sus
mejillas que ultrajarán a insultos y salivazos. Perderá su apariencia y su
presencia humana. Miraréis ese rostro tumefacto y os dará asco. Será
despreciable desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como
ante quien se vuelve el rostro, pues repugna. Serán nuestras dolencias las que
él lleve y nuestros dolores los que soporte. Pensaremos que es azotado y herido
y humillado por el mismo Dios, cuando todo el castigo se lo habrán causado
nuestras rebeldías, será molido, como el trigo en el molino, por nuestras
culpas. Soportará el castigo que trae la paz, y con sus cardenales sanaremos. Todos
nosotros, como ovejas erramos, cada uno marchará por su camino y Yahvé descargará
sobre él nuestra culpa. Será oprimido y se humillará y no abrirá la boca. Cual
cordero al degüello será llevado y como oveja que ante quien la trasquila
enmudece, cerrará la boca (12).
Por fin ha alcanzado el atrio, por fin. Intuye la proximidad del final de su vida, percibe que las fuerzas se alejan de su corazón en cada postrer latido. Mirad, son ellos, se acercan silenciosos. El niño, mirad, duerme en brazos de su madre…
Por fin ha alcanzado el atrio, por fin. Intuye la proximidad del final de su vida, percibe que las fuerzas se alejan de su corazón en cada postrer latido. Mirad, son ellos, se acercan silenciosos. El niño, mirad, duerme en brazos de su madre…
La noche acaricia su mirada abierta. Ha dado la vuelta todo el
ciclo. Ha comprobado que toda su vida ha tenido como único fin adentrarse en el
misterio, para que, cuando los ojos de aquella madre, de aquel padre y de aquel
niño se cruzaran con los suyos, no hubiera confusión. Había hecho falta todo
este tiempo para que comprendiera que detrás de la frágil apariencia de una
pobre familia que apenas si contaba con unas monedas para adquirir un par de
tórtolas que sacrificar, estaba el futuro de Israel, del resto de los pobres
que, como él mismo, había sido abandonado de los ricos, de los poderosos.
Fue la mirada de la madre, que era como si
le buscara, la que le permitió intuir que en sus femeniles brazos dormía su
consuelo. Cuando sus rugosas manos, temblorosos sarmientos desnudos, se
acercaron al rostro de la criatura, supo que la esperanza brotaba de su corazoncillo
dormido.
Ahora, en la oscuridad de su estrecho
tabuco, sobre el duro lecho, se da cuenta de que no había nada que le obligara
a asegurar que aquel niño no fuera un simple niño, como tantos otros, como él
mismo fuera un día. Y sin embargo, al contemplarlo, su corazón apresuró su paso
desbocado, como nunca lo había hecho, sintió que las gacelas del desierto galopaban
en sus entrañas y las palabras brotaron como zorzales felices…
Hubo un momento de silencio entre los tres
adultos. El niño, ay, seguía dormido. Las miradas de los padres, tan
sorprendidas como no habían dejado de estarlo en las últimas semanas, guardaban
al fondo de su brillo una sombra de miedo que les hacía escrutar cada rincón,
cada esquina, cada figura que pasaba a su vera.
Entre la madre y el viejo hubo una mirada
más honda, más intensa. De las oscuras pupilas de ella nació una lluvia
invisible que regó su corazón con la misma vitalidad con la que lo habían hecho
las palabras santas escrutadas con esfuerzo durante su lejana mocedad. Hasta el
fuelle roto de su respiración pareció recobrar la tersura de antaño. El padre,
pobrecillo, fue ajeno a aquella intensidad.
Durante unos instantes, los mismos que se
tarda en demorar un parpadeo inevitable, el anciano Simeón dudó sobre la
conveniencia de sujetar en la despensa de sus pensamientos, aquellas otras
palabras que, cual siniestras hienas asesinas, querían escapársele a través de
la garganta. Y comprendió que no había más remedio que liberarlas. Él también
tenía una misión que cumplir. Había sido depositario de una promesa, pero tenía
la obligación de no ocultar la tempestad y la pesadilla, el dolor y el llanto,
el clavo y la lanza, la herida y la muerte.
Ella acunó sus palabras en silencio, y
Simeón, detrás de aquel callarse, descubrió que ella estaba dispuesta, mejor
dicho, que ya sabía lo que le esperaba desde hacía algún tiempo, aunque no
fuera capaz de concretar tanta amenaza. En el bruno silencio de la madrugada
comprende que si el niño dormitaba en aquellos cálidos brazos, y no en otros,
era porque su madre había aceptado por anticipado las heridas que espadas
criminales asestarán en su corazón materno, cuya superficie se llenará de cicatrices.
Quizá, como él mismo, ella, la madre, cada
noche, antes de dormir, meza en su corazón las palabras que conducen a la
consolación.
—El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me
ha enviado a anunciar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones
rotos, a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad, a
pregonar año de gracia de Yahvé, día de venganza de nuestro Dios, para consolar
a todos los que lloran, para darles diadema en vez de ceniza, aceite de gozo en
vez de vestido de luto, alabanza en vez de espíritu abatido. (13)
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(1) ‘Shemá’
significa, ‘escucha’. Es la plegaria por excelencia de Israel. Se reza al
principio y al final del día. Forma parte del texto de la Ley de Dios tal y
como cuenta el capítulo seis del Deuteronomio.
Con leves variantes la repiten los profetas. Jesús la cita. Así se inicia: Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios,
el Señor es uno. Amarás al Señor tú Dios con todo tu corazón, con toda tu alma
y con todas tus fuerzas…
(2) Oseas capítulo 5, versículos 6- 7.
(3) Cfra. Amós, capítulo 5, versículos 6-9.
(4) Cfra Miqueas, capítulo 3, versículos 1-4.
(5) Cfra Isaías, capítulo 1, versículos 11-18.
(6) Cfra. Jeremías, capítulo 22, versículo 3.
(7) Cfra Isaías, capítulo 2, versículo 4.
(8) Cfra Isaías, capítulo 11, versículos 1-9.
(9) Cfra Isaías, capítulo 6, versículo 14 y también, capítulo 9 versículos 1-6… (Los ejemplos serían innumerables).
(10) Cfra Profeta Miqueas, capítulo 5, versículos 1 y 2.
(11) Cfra Isaías, capítulo 32, 15-17. Capítulo 42, 2-4 y 7. Capítulo 49, 6.
(12) Cfra. Isaías, capítulo 49, versículo 13, hasta el capítulo 53, versículo 7.
(2) Oseas capítulo 5, versículos 6- 7.
(3) Cfra. Amós, capítulo 5, versículos 6-9.
(4) Cfra Miqueas, capítulo 3, versículos 1-4.
(5) Cfra Isaías, capítulo 1, versículos 11-18.
(6) Cfra. Jeremías, capítulo 22, versículo 3.
(7) Cfra Isaías, capítulo 2, versículo 4.
(8) Cfra Isaías, capítulo 11, versículos 1-9.
(9) Cfra Isaías, capítulo 6, versículo 14 y también, capítulo 9 versículos 1-6… (Los ejemplos serían innumerables).
(10) Cfra Profeta Miqueas, capítulo 5, versículos 1 y 2.
(11) Cfra Isaías, capítulo 32, 15-17. Capítulo 42, 2-4 y 7. Capítulo 49, 6.
(12) Cfra. Isaías, capítulo 49, versículo 13, hasta el capítulo 53, versículo 7.
(13) Profeta Isaías capítulo 61, versículos 1 al 3.
10 comentarios:
Feliz 2013, mis mejores deseos para ti y los tuyos.
Un abrazo
Ay, ay, ahí me has dado, El Messiah, una de mis piezas claves: Who may abide the day of his coming. Ni te imagina cuantas noches me he dormido llorando en brazos de esta melodía, esto es verdadera emoción, al menos para mi.
Permíteme la frescura de confesarte que la lectura la dejaré para más adelante, necesito por encima de todo escuchar de nuevo la melodía y volver a llorar. Esta vez resulta relajante hacerlo... aunque tenga muy muy buenos motivos para hacerlo, es cuestión de dejarme ir, lo necesito y te agradezco la ocasión. Muchos besos familiares.
Verónica:
Muchas gracias, y lo mismo os deseo a ti y a quienes te acompañan. Que este 2013 sea propicio para tus planes.
emejota:
Entonces, llora y espónjate.
Queridos amigos, como quien no quiere la cosa, hemos llegado a la Navidad de 2008.
En ese año, llevaba apenas un mes con "Pavesas y cenizas" y no tenía ni idea de todo lo que vendría después.
Este relato es el último de los que podríamos llamar serie bíblica, para entendernos.
Era el último episodio de cierta relevancia más o menos relacionado con la Navidad que me faltaba por recrear.
Vuelve a ser otra epifanía, pero esta vez hacia dentro, es decir hacia los que ocupan el templo y se creen en posesión de la verdad.
Sólo dos ancianos, además él ciego, se enteran o intuyen algo.
Miradas hacia dentro, posiblemente porque Simeón quería mirar así. Los demás seguimos, parece, empeñados en mirar hacia fuera, hacia las columnas del templo y los ídolos dorados.
Lo mismo nos da miedo encontrar algo si miramos dentro, o no encontrar nada. Afortunado, Simeón.
Un abrazo.
Ay Amando, dices solo dos viejos y... yo que no estoy nada enterada de todas estas cosas, eso sí, lo leo como un cuento de Navidad y con el cariño que le pusiste en su día. A emejota y. mi, nos pasa algo parecido con El Mesías. Mil besos, con esa mirada tan especial.
Que buen profesor de religión hubieras sido para un colegío que impartiera esa asignatura...también lo hubieras sido de "Educación para la ciudadanía".
Abrazos de Año Nuevo.
Amando:
Esa es la clave: mirar hacia el interior. Esa es la única mirada que de verdad importa, y la única que no debiéramos perder.
No te creas, yo estoy convencido de que si miramos bien y miramos con calma siempre hay algo dentro. A veces conviene primero pasar la mopa y el paño para el polvo, pero seguro que se encuentran cosas...
Algunos incluso suben escaleras y lo encuentran.
Isolda:
Si te gusta el Mesías, entonces para qué más? A lo mejor ni tú ni emejota lo sabéis, pero seguro que en esas notas hay más del espíritu de la Navidad que en muchas homilías o sermones... o cuentos.
Flamenco Rojo:
Ojalá que los alumnos a quienes durante tres cursos les di clases así lo piensen. Bueno algunos aún me saludan por la calle y fue mi único contacto con ellos.
Si uno no da clases de religión pensando que ante sí tiene a futuros ciudadanos para aportar al bien común, mal vamos.
Lo uno no va en contra de lo otro, por más que los unos y los otros se empeñen en ver contradicciones donde no las hay, dicho en general.
Cuando hay aspectos que chocan -que los hay, para qué negarlo- entonces la honradez del profesor es la de advertir dónde está la fe y dónde la norma.
Mientras la norma no obligue a ir contra la fe, no debería haber ningún problema. (Y creo que no hace falta que ponga ejemplos, se me ha entendido).
Que yo sepa en España nada de la legislación 'obliga' a ir contra la fe, simplemente se ensanchan las reglas para que no sólo quepan quienes practican una fe, lo cual es justo lo contrario de lo que se pretende vender.
Y la franchuta que llega ahora con la laicidad... o sea separación de los poderes de la iglesia y del estado.
Lo que pensaba escribir antes de leeros es que me gusta muchísimo el libro de Isaías que es la fuente de gran parte del Mesías. Aquí nos encontramos los que leen la Biblia a veces y los que aman la música. Hay unos que mezclan géneros.
catherine
Pero es que en España lo de la separación de poderes, y lo del estado laico es algo así como la cuadratura del círculo.
Ese tema en Francia se empezó a resolver -aunque la cosa duró lo suyo- a partir de 1789.
Aquí. Bueno, aquí. En fin. Pues eso, aquí.
El libro de Isaías (no entremos en más detalles) es una gozada para cualquiera que le guste la poesía.
Vale, ya sé que el tema echa para atrás a muchos y que algunas traducciones son un poco duras para leer -al menos en español-, pero hay pasajes realmente estremecedores.
Creo que a los militantes activos de cualquier cosa (políticos, culturales, deportivos, religiosos...) les falta un punto de humildad (o muchos).
La única explicación posible del mundo (o de la parte del mundo que se trate) es la que sostiene su partido, su iglesia, su equipo, su barrio, su tendencia artística...
A mi modo de ver somos una pequeña gota dentro de un océano. Ya siento repetirme tanto, pero es que cada día lo compruebo mejor.
Dios es tan grande y tan inabarcable que le debe producir una risa tremenda que haya quien sospeche que sólo hay un camino para llegar a él...
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