No, no te engaña tu oído.
Son pasos
apresurados y voces asustadas lo que escuchas, viejo Amós.
Estás
aquí, sentado, recostado contra la fría pared, dormitando, con tus recuerdos a
cuestas, los buenos y los malos, los próximos y los lejanos, los nítidos y los
difuminados, y te han distraído esos ruidos, esa bulla ajena a este lugar
silencioso y húmedo. Pero, sobre todos, te ha sobresaltado el grito agudo y
penetrante. Jurarías que ha sido un niño o quizá una joven muchacha. Musitas,
Otra vez los soldados… Esos incansables romanos que aparecen en cualquier
momento del día o de la noche, casi siempre en medio de la madrugada, emisarios
de destrucción o de muerte o del mismísimo diablo, para capturar a todos los
hermanos que quepan en sus mazmorras. Sabes de sobra, pues los rumores son
constantes, y más después del espantoso incendio del mes de Ab (1) que buscan al viejo Cefas tan ciego como tú, y supones que tarde o temprano lo
encontrarán, aunque deseas que no sea esta noche. El emperador, ese loco Nerón,
está convencido de que si aprisiona al anciano y ciego pescador galileo acabará
con el peligro de esta extraña secta de los judíos. Aunque no tiene muy claro
dónde empieza y acaba el riesgo para el Imperio. Estás convencido, Amós, de que
para este sanguinario, sois poco más que una pequeña, aunque voraz, colonia de
termitas.
Sonríes y
meneas la cabeza, te acaricias la rala barba blanca, mientras murmuras, Nerón,
como todos los poderosos, no entiende nada de lo que ocurre a su alrededor. No
sabe que cuando acabe con Pedro, otro tomará las riendas, otro seguirá al timón
de la barca en la que nunca faltará capitán, porque al verdadero, le mataron
una vez y les burló para siempre. Es curioso que hayas pensado en barcas, tú
que no sabes nada de mares ni de embarcaciones ni de navegaciones ni, menos, de
dirigir una nave. Pero no, no es mal ejemplo: sois los asustados ocupantes de
una frágil nao a punto de zozobrar en medio de la tempestad: feroces olas saltan
por encima de la proa, vientos huracanados os zarandean, violentas corrientes
os arrastran camino de una muerte que parece inevitable. A pesar de que
aparentas tranquilidad, tu cansado espíritu está alerta. Esta madrugada, te
sientes vigía en medio de la tormenta.
Fueron
muchos años al raso: los oídos atentos, los ojos avizor, para descubrir la
proximidad de cualquier alimaña acercándose sigilosa hasta los rebaños con la intención
de obtener presa. Es una costumbre, como respirar, percibir el peligro de la
fiera en la vibración del aire, igual que si tu piel fuera una inmensa fosa
nasal capaz de husmear el mínimo rastro de amenaza acechante. Una vez más lo
has notado, y los mismos síntomas se reproducen: como antaño, tus vellos se
alzan de la piel, sientes por tu espalda el galope tendido de miles de hormigas
nerviosas y cada músculo se endurece, a pesar del dolor. Pero, después de la
alarma generalizada, el resto de tus reacciones no son tan rápidas como antaño,
¿cuántos años, Amós?, como cuando recorrías los campos de Judea para buscar los
mejores pastos que alimentaran a las ovejas y una vez lustrosas y paridos los
corderos, al comenzar Nisán (2),
retornabais a Jerusalén para que el Templo tuviera su buena provisión de
víctimas propiciatorias a Yahvé. Ahora, tus movimientos son lentos, mucho más
lentos, infinitamente más lentos, como si tus músculos se hubieran vuelto
insensibles y no quisieran obedecer a tus deseos. Sabes que tienes que advertir
a los que están en las hondas entrañas de este laberinto oscuro y húmedo. Lo
has notado antes que ninguno, pero empiezas a intuir que cuando tu espalda se
incorpore definitivamente, otro habrá dado la voz de alarma.
Ya estás
en pie, por fin tus viejas piernas se yerguen, pero las sientes entumecidas o
anquilosadas o adheridas al piso resbaladizo de esta galería o túnel o pasadizo,
como si el hielo que te nace de dentro apresara tus músculos con su potentes mandíbulas
de poderoso lobo hambriento y sabes que ese mordisco constante y feroz impide
la marcha, salvo que aguantes, una vez más, el inicial movimiento doloroso o
desgarrador, ese primer paso que antes o después habrás de dar (mejor que sea
antes), si quieres que no haya capturas entre tus hermanos esta madrugada. (Por
mucho que las almas más piadosas pongan sobre tus muslos mantas u otros ropajes
para protegerte del helor y de la humedad de este sinuoso refugio, sabes que
sólo te ahorran un poco de frío, ése que no te hace casi daño, pues viene desde
fuera y viaja en el aire y pasa, como las águilas; pero nunca evitarán la
dentellada dañina de la alimaña escondida en tu interior).
Amós, ¿en
qué vigilia (3) de la madrugada estás? Tanto te has ensimismado en tus recuerdos, que has
perdido la noción del tiempo. Admiras la tenacidad de los romanos que saben
cuándo hacen más daño. No se les ocurre aparecer a la hora de prima, cuando el
sol apenas despunta sobre Roma y las gentes ya se afanan en sus labores
cotidianas, menos los viejos, como tú, que aún rumian el último sueño de la
madrugada, ese sueño traslúcido o leve o tenue que nunca se recuerda o que se
confunde con los primeros pensamientos conscientes. No dispones de ningún indicador
preciso que te oriente, si acaso, la mínima luz lejana de aquel candil o
antorcha o tea señala que la segunda vigilia está muy avanzada, incluso, puede
que haya empezado la tercera. Sin duda, es la peor hora de todas, cuando el
sueño ya ha tejido su densa e intrincada tela de araña sobre los espíritus y es
casi imposible que reaccionen, aunque si lo hacen y se despiertan, puede ser
peor, porque esa inextricable red casi impenetrable, no sólo crece sobre las
almas, sino que traba o entorpece o trastabilla los sentidos y los miembros,
por lo que, muchas veces, cuando parece que se está despierto, en realidad, se
trata de un dormir de ojos abiertos o desorbitados y de movimientos lentos y
desequilibrados, por tanto, en una situación de alarma como ésta son
desplazamientos peligrosos para la integridad de la persona. No se puede
esperar; asumes o silencias el dolor agudo, profundo, contundente de tus
articulaciones, e inicias los pasos demasiado lentos o amedrentados a tu pesar:
mixtura amarga de dolor y prudencia y miedo y desasosiego.
Mientras
sientes que el dolor penetra por tus músculos, luchas por volver al recuerdo
que te alegraba, justo antes de que esos ruidos te apartaran o distanciaran de
sus dulces sones.
Después
de setenta[4]
años, ¿por qué te empeñas, Amós, en remembrar aquel momento? Es verdad que,
desde aquella noche, todo cambió. Aunque explicarlo sólo de ese modo, sería dar
pábulo al rumor de que hubo un milagro en tu vida, o, peor aún, un
encantamiento o sortilegio que llegó del Altísimo y cambió tu corazón. Te
gustaría contar la historia a los que no la han escuchado, pero barruntas que
te faltará tiempo. Ha sido un largo camino, sin duda. Han pasado tantos años,
que te parece mentira haber llegado hasta aquí, hasta ahora. Has arribado a
meta castigado o desgastado o troceado por la vida. Además del dolor que
estrangula tus articulaciones, tus pobres ojos, casi ciegos, no distinguen
prácticamente nada, salvo bultos, algunos colores, formas, la luz y su ausencia.
El bullicio de Roma te llega o te alcanza o te persigue, a través de los oídos
y de las narices y de la piel, esa piel que posee, junto a su condición táctil,
caracteres propios de la visión o de la intuición; el frenesí de la urbe te
pone nervioso y te incomoda: añoras la soledad y el silencio de Judea, sólo
roto por el rumor del viento y los balidos de las ovejas, aunque, a veces,
tuvieses que soportar la barahúnda de Jerusalén, pero eso sólo ocurría en
determinadas fiestas: las Tiendas, la Pascua, Pentecostés... Un viejo, eso es
lo que soy, dices con amargura. En alta voz exclamas, sin darte cuenta de que
tus palabras podrían ser delación fatal para tus hermanos, Un viejo que es un
estorbo, un viejo en medio de esta oscuridad de catacumba, con los huesos
roídos por ese lobo más terco que cuantos nos acechaban en Palestina, cuando
querían cazar nuestras ovejas.
Por el
angosto corredor de tu izquierda, oyes veloces pasos que no te alarman. A causa
del raro don de la clarividencia que forma parte de tu piel, sabes que son rápidas
carreras de jóvenes cristianos que huyen de la soldadesca. Tienen la vida por
delante, todo el amor, piensas con sonrisa melancólica, como si con ella quisieras
acariciar aquel cuerpo que, hace tantos años ya, no está junto al tuyo. En
pocos instantes, los pasos se esparcen en múltiples direcciones. Algún día, los
soldados tendrán problemas y acabarán perdidos en los sinuosos laberintos que,
totalmente, sólo conocéis vosotros... A tu espalda, se apresuran otras pisadas,
sonríes, identificas a sus dueños, Rufo y Marcial. Murmuras para que te oigan,
¡Los jóvenes, qué impaciencia! ¿No veis que mis viejos pies no pueden avanzar
más rápido, que cada paso me tortura y me aflige? No se detienen, casi te
atropellan, pero se dirigen a ti con respeto, a pesar de la emergencia, Aparta,
Amós, es urgente dar la voz de alarma a los demás; escóndete, seguro que no te
encuentran, eres tan sigiloso. Por fin te adelantan y quedas tranquilo, de
nuevo con tus pensamientos, ya sin premura o impaciencia por avisar a los que
están en las entrañas del laberinto.
Eras un
rapaz a la sombra del grupo de pastores. Habías aprendido mucho y muy deprisa,
parecías mayor de lo que eras. La vida o sus responsabilidades o sus problemas
o su aspereza llegó a ti, veloz como chacal del desierto. Tu padre no tuvo más
remedio que unirte a los pastores, cuando tu madre murió, al nacer tú. Tu
padre, aquel hombre taciturno, solitario, de mirada perdida, de rostro
cuarteado por la vida al aire libre, bajo y fornido, sin familia cercana, te
llevó siempre a su lado. Desde niño, sabes qué es vivir a la intemperie y
resistir los rigores del clima extremo: días de sol que abrasa o quema o
calcina y noches frías que encogen o atormentan o aniquilan los músculos;
siempre bordeando el desierto, siempre al acecho de la hierba, siempre
avizorando el horizonte, o una simple elevación del terreno, o una duna próxima
para que no surgieran, de improviso, las alimañas hambrientas en busca de
alimento. Desde temprana edad, cada sentido alerta y tus facultades a
disposición de un solo fin: proteger a las ovejas, que el rebaño no sufriera bajas.
Sí, son
soldados romanos, lo confirmas. A lo lejos, comienzas a distinguir los gritos
de su latín impertinente que te distrae. Cómo añoras el arameo de la infancia.
Cómo sacuden a tus oídos los sonidos de este idioma todavía extranjero, no
asimilado después de los años. Sólo lo entiendes o lo interpretas o lo
traduces, cuando tu razón se decide a tal esfuerzo, a lo que te niegas de
ordinario. De todos modos, en esta noche, convendría que prestaras atención a
sus palabras, aunque te parezcan groseras, no olvides, viejo pastor testarudo,
que estás muy torpe, que casi no ves, utiliza tu mejor defensa: escucha, pon
atención, viejo Amós.
Esta vez,
Nerón nos hará mucho daño, y este pensamiento como si fuera una cuchillada
lanzada a traición, te hiere mucho más que el mordisco en las articulaciones de
las caderas o de los tobillos o de las rodillas, sobre todo la izquierda. Aceleras
la zancada torpe y lenta, deseas llegar hasta el grupo y conseguir que no capturen
a Cefas esta noche. No te importa el dolor que arrastras por los pasadizos estrechos
y húmedos, fríos y umbríos, Amós, viejo pastor.
Piensas
en aquella noche. Hace setenta años el mes de Tébet[5],
como el resto del año, fue un mes especialmente movido. Al Gobernador se le
ocurrió contar a los israelitas. No tenía otra cosa mejor que pensar: poner
números al pueblo de Yahvé, al pueblo elegido, al pueblo orgulloso, como si
fuerais un rebaño al que contar las cabezas.
Ese año
aprendiste muchas cosas. Lo recuerdas bien. Fueron continuos viajes al Templo
trasladando animales, pues los sacerdotes necesitaban estar bien surtidos de
ganado para los sacrificios, que no faltaran ovejas, carneros, vacas, bueyes,
porque los descendientes de la casa de David venían a inscribirse a la ciudad
de Belén, al lado de Jerusalén, y aprovechaban para acercarse al Templo. Fue
entonces, Amós, cuando aprendiste los secretos de la Historia de tu pueblo. Te
extrañaba tanto movimiento. Tu curiosidad infantil se vio azuzada por tanta
novedad: las caravanas que llegaban, los camellos, los asnos, por qué viajaban
aquellos hombres y mujeres y niños, cómo es que, si procedían de la estirpe de
David, y por tanto, de Belén, vivían lejos de la ciudad... Las primeras
preguntas las respondió tu padre, pues, a pesar de lo que dijeran, los pastores
creían en Yahvé y adoraban su santo nombre. Quizá pidiera ayuda a sus compañeros,
pero, entre todos, te resolvieron aquellos interrogantes.
La
primera mañana que le acompañaste al Templo, te quedaste admirado o fascinado
por su belleza o armonía. Cuando lo recuerdas, lo haces tal y como se impresionó
en tu retina infantil: cientos de blancas columnas de mármol alineadas cual
ejército poderoso que rebrilla al sol del amanecer, airosas cúpulas áureas que
reflejan la luz solar, vigoroso bullebulle de vida que se ajetrea por doquier,
confusa barahúnda de voces de mercaderes que venden exvotos, perfumes,
animales, grano, cualquier cosa que un piadoso israelita necesite al entrar en
sus santas estancias, aturdida batahola de sonidos que turban tus oídos y se mezclan en tu convulsa mente
con los densos olores que flotaban y que ahora forman un único recuerdo viscoso
o glutinoso, pero vívido y añorado: el lastimero balido de las ovejas, la
metálica llamada al rezo, los guturales cantos de la oración, las destempladas
voces de los comerciantes, el contundente aroma del incienso, los horrísonos
mugidos de las vacas, el lastimero balido de las ovejas, el inextricable
griterío de la multitud, el acre olor de
las ofrendas, el desesperado llanto de algún niño, el ácido efluvio de los
cuerpos que no conocen el agua desde hace días, el continuo siseo de los miles
de pasos, el lastimero balido de las ovejas, el desesperante hedor de la grasa
quemada, los extraños sonidos de lenguas extranjeras, el alborotado zureo de
las palomas enjauladas, el chillón tintineo de las monedas sobre las mesas de
los cambistas, la presuntuosa voz de los rabinos, el lastimero balido de las
ovejas...
De
pronto, sobresaliendo de aquel estrépito, te nombró la voz potente de un hombre
vestido de manera peculiar, casi desnudo, Amós, el pastor... Te detuviste en
seco y pensaste sinceramente que se dirigía a ti, o hablaba de ti. Cruzasteis
vuestras miradas y cuando contemplaste la suya con tus pupilas infantiles,
descubriste un ardor comparable al de las hogueras que encendíais en la noche.
Nunca habías visto en unos ojos aquel fuego tan intenso o apasionado. Sentiste
un magnetismo especial, algo, mucho más fuerte que tú, te empujaba o conducía o
guiaba hacia él, hacia el centro de sus ojos, hacia la entraña de su incendio.
Tu padre tironeaba de tu bracito, pero te zafaste de su poderosa mano con una
sacudida decidida. Por primera vez en tu vida, habías resuelto algo por ti
mismo. Lejos de la reprimenda, descubriste en el cuarteado rostro paterno una
sonrisa. Te detuviste ante el hombre, muy cerca de él. A tu espalda, se
encontraba tu padre y eso te daba seguridad o aplomo y alejaba la desconfianza
que sentías ante un desconocido. A pesar de la multitud, no había nadie más a
su alrededor, y tu presencia enmudeció su palabra. De los dos, fuiste tú quien
se atrevió a hablar en primer lugar, Mi nombre es Amós, y creo que me has
llamado. El hombre sonrió, No, muchacho, no te llamaba; veo que aún no conoces
a los profetas. Le miraste sorprendido o aturdido o extrañado y con las cejas
muy levantadas, le preguntaste, ¿Profetas? También volviste la vista, y
descubriste que tu padre se encogía de hombros, como si pidiera disculpas por
alguna falta cometida. Acaso intuyeras fugazmente que él tampoco sabía mucho de
profetas. Su voz cavernosa y distante se dirigió al hombre del fuego en la
mirada, Los pastores no estamos mucho tiempo en el mismo lugar y no tengo
familia con quien dejar al muchacho, así que no ha tenido instrucción. El
hombre asintió, como si comprendiera con exactitud el alcance de las palabras
de tu padre, Israel sigue ignorando a los débiles.
Tras un
silencio, volvió sus ojos a ti, Joven Amós, hace muchos, muchos años, hubo un
pastor que, como tú, se llamaba Amós y vivía muy cerca de aquí, en Técoa[6];
un día, sintió la llamada de Yahvé y predicó con energía contra los abusos de
los poderosos que aplastaban a los débiles con exceso de tributos, que pensaban
que contentarían a Dios con sólo ofrecerle sacrificios de reses y holocaustos,
que creyeron engañarle quemando incienso e inmolando animales. Era la primera
vez que escuchabas ideas de ese tipo, nunca antes tus oídos habían sido
traspasados por sonidos tan ardientes ni palabras tan definitivas. El hombre no
había concluido y te siguió explicando de aquel pastor que tenía tu mismo
nombre: te contó les enviaría al destierro si no se arrepentían, y no se arrepintieron;
te dijo que también hubo una promesa de salvación para un resto de israelitas,
el resto de José. Te quedaste perplejo, entendiste poco y él se dio cuenta. Con
paciencia te explicó. A cada pregunta que tú hacías, él te respondía sin
alterarse. Cada una de sus respuestas, te abría, como una flor, infinitas
preguntas más. En pocos días, pues volviste a él unas cuantas mañanas,
aprendiste lo decisivo o determinante de la historia de Salvación de tu pueblo.
Descubriste que llegaría la redención o liberación o salvación para removerlo
todo. Claro que eras niño y más que palabras, asimilaste sensaciones o
intuiciones: una amalgama confusa que no eras capaz de explicar, pero que
distinguías con luminosidad en tu interior.
Viejo Amós,
avanzas sin miedo, a pesar del dolor, decidido a engañarlos o retrasarlos o, al
menos, plantarles cara, como el profeta pastor, aquél que llevó tu mismo
nombre, aquél que denunció a los poderosos que tiraron por tierra la justicia,
que aborrecieron al sincero, que pisotearon al débil y de él cobraron el
tributo de grano, aquél que, también, les amenazó con el destierro, que les
señaló con su vigoroso dedo gritando en nombre de Yahvé, Detesto y desprecio
vuestras fiestas, no me gusta el olor de las reuniones solemnes, no me complace
el hedor de los holocaustos, ni siquiera miro el sacrificio de los novillos
cebados, pues vuestro culto es vaciedad... Seguro que Rufo y Marcial han llegado
hasta las entrañas de este dédalo de túneles y los demás estarán avisados. Has
girado en redondo y vas hacia los soldados que os quieren esquilmar cual fuego
que devasta los sembrados.
La noche
era fría, como corresponde al comienzo del invierno y el cielo brillaba limpio,
transparente, cuajado de estrellas. Hasta donde guardabais a las ovejas,
llegaba, como un runrún suave o atenuado, el bullicio de Belén saturado de
forasteros que casi formaban una masa compacta, densa e impenetrable y ocupaban
todas las posadas, todas las casas, todos los caravasares, todos los
habitáculos o rincones más o menos habitables o utilizables para dormir unas
horas; un bullebulle que, milagrosamente, cada noche se atenuaba a medida que
las horas avanzaban y la madrugada caminaba a su cenit...
En tus
infantiles oídos, resonaban todavía, tras algunas semanas, las palabras de
aquel hombre con mirada de fuego en las entrañas de sus ojos. Te había
explicado lo de Moisés, lo de David, aquella profecía oculta —casi sepultada—
en los libros sagrados según la cual, allí, en Belén de Judá, saldría un caudillo
que apacentaría a Israel, que nacería el Salvador. Todo apuntaba, según él, en
una dirección: el Mesías llegaría pronto, procedería de la casa de David, del
resto de José, y nacería en Belén. De soslayo, viste cómo tu padre había
meneado la cabeza con un gesto inconfundible y notorio de desacuerdo. A ti, muy
perspicaz a pesar de tus pocos años, no te pasó desapercibido su movimiento
leve, pero enérgico y seguro. Cuando retornabais, le preguntaste decidido y
confuso, por qué no estaba de acuerdo con ellas, pues las palabras del hombre
te habían parecido, además de hermosas y ardientes, certeras, sin grietas por
donde encontrarles error. Tu padre se encogió de hombros. Su mirada se fijó en
tu poca estatura de entonces, midió la incipiente robustez de tus miembros,
auscultó tus pupilas y respondió que Israel llevaba esperando al Mesías tantos
siglos, que no creía que fuera a llegar precisamente entonces. No sabías si
había acabado de hablar. En ocasiones, callaba en mitad de una idea como si le
costara trabajo seguir, o como si esperara a que las primeras palabras llegaran
y se posaran firmes en tu cabeza; otras, sin embargo, la idea quedaba así,
recortada, incompleta, como nacida sin patas, y suponías que no se atrevía a
decirte todo lo que pensaba. Aquella mañana, sin embargo, continuó, Que el
Altísimo me perdone, pero, a veces, creo que el Mesías es un invento de
sacerdotes, levitas, fariseos, y poderosos para que las cosas no cambien, para
que nuestros ojos no deseen ni su riqueza ni su poder, para que miremos hacia
el futuro, como el campesino mira al cielo, pensando que allí estará el momento
del desquite, siempre lejos, siempre otro día, nunca cuando nos hace falta. Tu
padre, de tarde en tarde, te sorprendía con algo así. Intuías confusamente que
el pastor viudo, nómada, con un hijo que criar a sus espaldas, había sufrido
mucho en la vida y ese dolor le había vuelto escéptico o duro o pesimista. No
le respondiste. No estabas de acuerdo con su desconfianza o conformismo o amargura,
pero no tenías argumentos para rebatirle. Entonces, sólo atesorabas las
palabras del hombre semidesnudo, mejor dicho, el fuego que incendiaba las
palabras, el tono, el acento, los ademanes y la mirada.
Setenta
años después, aún no sabes por qué no dormías como cada noche, ajeno a cuanto
se desarrollaba a tu alrededor. Tienes ochenta años, excesiva edad para cualquier
cosa, piensas con un tremor de melancolía agradecida, y todavía te preguntas si
el primer indicio de todas las señales extraordinarias de la noche, fue tu
insomnio sorprendente. Tus ojos muy abiertos no se cerraban vencidos por el
cansancio, sino que estaban alerta, vigías del futuro. Por primera vez, fuiste
consciente de tu agudo sentido de la intuición.
Como
funciona con precisión asombrosa esta noche, cuando antes que nadie, sabías que
los soldados de Nerón habían iniciado otra batida (igual que los pastores
hacíais con los lobos), para capturar a los judíos disidentes, a los seguidores
de un tal Cristo. Sois tan pocos que aún os confunden, o no os distinguen de
ellos.
Tantos
años después, has confirmado el sentido que aquel suceso tuvo para tu vida. Lo
llevas sabiendo mucho tiempo, pero el fruto en el árbol cae al madurar, aunque
todos sepan qué sabor endulzará los labios que lo paladeen. En tu caso, han
pasado setenta años para que la intensa luz de aquella noche ilumine esta
madrugada romana, esta oscuridad en la que el mordisco férreo del lobo que
captura tus articulaciones es más penetrante que nunca, y tus miembros se
desplazan con más torpeza, con miedo a romperse o desgajarse o sajarse. Has de
enfrentarte a la soldadesca sin dilación. Tienes que ser el freno, el
obstáculo, la trampa que retarde o equivoque o tuerza su camino por estos
túneles. Tu corazón sabe, Amós, que, si es necesario, entregarás tu vida para que
los demás salven la suya; has comprendido que la explosión de luz y de sonido
de aquella noche de hace setenta años ilumina tu camino, hasta llegar a este
momento de la madrugada alejada de Belén y de Jerusalén. Acaso por eso, hoy has
vuelto a recordarlo, después de tanto tiempo; por eso, en tu cerebro se ha
unido el recuerdo de aquella melodía inefable e irrepetible, con el grito de la
joven, o del niño.
Si él te
dio la opción de conocer su palabra liberadora o salvadora o redentora, néctar
de misericordia, era para que con tu vida, otros la escuchen en su corazón,
otros apaguen su sed con el agua eterna que da vida, otras ovejas sean cargadas
sobre sus hombros de buen pastor. Es curioso que las paredes de estos pasadizos
o los ensanches donde celebráis la cena del Señor y oráis en común y escucháis
la palabra, lo representen como joven imberbe cargado con una ovejilla sobre
sus hombros. Tú, viejo Amós, que más de una vez llevaste esa carga sobre tu
espalda, empezando por la noche que acaricia tu memoria, comprendes mejor que
nadie el significado de esa pintura. Si no fueras pastor analfabeto, casi ciego
y medio paralítico por la feroz dentellada de la alimaña, o, quizá, por el frío
que nace desde la entraña del tuétano de tus propios huesos, habrías hablado
con Cefas o con Saulo o con el joven Marcos o con Clemente, u otro presbíteros
para contarles que el dibujo del joven pastor es la explicación más hermosa
para unir el pesebre con la cruz y la gozosa ausencia de su cuerpo en el
sepulcro. Pero no posees, como ellos, la fuerza de la palabra, sólo eres Amós,
un anciano pastor que apenas distingue la noche del día y que tropieza incluso
con su sombra. Pero si supieras, les dirías que el buen pastor cuida a sus
ovejas hasta el límite, y es capaz de cargar con ellas cuando la enfermedad o
el dolor o el sufrimiento les impiden caminar tras el rebaño, pero para eso,
claro, hay que ser oveja y balar, ese balido lastimero, que sólo sus oídos
saben interpretar. Les dirías, además, que por eso nació en la gruta y le colocaron
en el pesebre de tus recuerdos, porque tenía que ser pastor, es decir, pobre de
los pobres, alejado de los bienpensantes, mano tendida a los excluidos y a los
pecadores, voz que clama en el desierto, despreciado, perseguido, desecho de
los poderosos. Que, como los pastores, se pasa el día en los caminos guiando a
los rebaños esquilmados para llevarles a los mejores pastos, a las mejores
fuentes de agua, que pasa las noches al raso y en vela para protegerles de las
fieras que moran en el desierto y que, si es necesario, se enfrentará con cualquiera
para proteger a su rebaño. Tú, Amós, sabes lo que significa ser buen pastor.
También les dirías, viejo Amós, que ese dibujo que casi no distingues ya, tiene
que ver con la cruz, no porque lleve a la oveja sobre los hombros, como cargó
con la cruz de los romanos, y que, en realidad, fue colgada por las envidias y
los miedos de los poderosos de Israel, sino porque el buen pastor da la vida
por sus ovejas, como hizo él. Y les dirías, si supieras cómo, que también ese
joven imberbe es la oveja sacrificada al Padre, el cordero que perdona nuestras
infidelidades. (Hace ya más de veinte años que dices abba[7],
y no Yahvé. ¡Qué distinto retumba y crece y se esponja la palabra en tu
corazón! Algunas veces, incluso, murmuras pater, como los romanos en estas
catacumbas, y te gusta, reconócelo). Ahora que empiezas a seguir sus últimas
huellas, las del Gólgota, lo comprendes mejor, cuando, a pesar del dolor, de la
ceguera y de la friura que te nace en lo más hondo de los huesos, has cambiado
de dirección, para detener o interrumpir o entretener o confundir o extraviar a
los soldados de Nerón.
Primero,
lo recuerdas con precisión, fueron lejanos sonidos opalinos llegados, no de
Belén, como creíste, sino de lugar ignoto: murmullo armónico de músicas
inefables, acariciador murmurio hialino de la nocturnal brisa dormida,
traslúcida brizna de dulzura expandida en sones inasibles e inabarcables, pero
que, como madre, la que no conociste, te acunaban. Fuiste el primero en
levantarte, aunque no en darte cuenta, pues las ovejas de la tenada habían
alzado su cabeza, acaso sorprendidas, mas tranquilas y confiadas, y ese gesto
pacífico e ingenuo de sus testas erguidas, te dio paz y sosiego. Te incorporaste
sigiloso, no querías despertar a los demás por una melodía nunca escuchada, al
fin y al cabo, te pasaban cosas extrañas: ni te dormías ni estabas cansado, notabas
todos tus sentidos alerta, anticipabas acontecimientos. A medida que
transcurrían los instantes, la melodía se hacía persistente y sólida: sonidos
triunfantes y gozosos de metálicas trompetas llegaron a vosotros. No eran
lejanos susurros o rumores de las alturas, sino hermosa música pletórica,
música jamás escuchada, música indescriptible, música que brillaba y abrazaba y
alegraba y emocionaba y ocupaba todo el espacio y os envolvía, como un diamantino
y cálido manto sonoro. No despertaste a los que yacían dormidos, todos, con los
semblantes envueltos por el miedo (¿por qué ese terror si la melodía te pareció
hermosa y pacífica y luminosa y esperanzada?), irguieron sus cuerpos aún laxos
por el sueño y, confundidos, tornaron sus rostros al oscuro cielo tachonado de
estrellas titilantes a causa del helor nocturno. Sentiste cierta confusión; sin
duda, el miedo a lo desconocido consiguió que los gritos hicieran casi inaudible
parte de la melodía. De pronto, como si hubiera amanecido de improviso, una
potente luz, como de sol, iluminó la tenada con irisaciones plateadas, glaucas,
áureas. En la cima del sinuoso olivo, apareció una figura brillante, pero no
iluminada desde fuera, sino que de ella brotaba el fulgor, como si su latido
fuera rehílo de estrella. Entonces, las caras de tus compañeros, se
convirtieron en muda encarnación del terror, y una pujante voz de hermoso
timbre grave y poderoso, como de timbal, se dirigió a vosotros. A vosotros,
simples pastores que cada noche dormíais al raso vigilando por turnos al
rebaño. A vosotros, que no erais casi nadie, poco más que esclavos, para el
resto de habitantes de Jerusalén, de Judea, de todo Israel. Una voz milagrosa
de un enviado misterioso, acaso ángel celeste, que os dio la noticia, No
temáis, os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha
nacido, en la ciudad de David, un salvador, el Mesías, el Señor; y esta es la
señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
Recuerdas que un coro de voces descendió o se derramó o se dirigió a vosotros,
poniendo letra a la melodía que desquitaba el pavor amedrentado, Gloria a Dios
en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Durante unos
momentos, siguió acunándoos la música inefable y la luz indescriptible os
envolvía y había confusión a tu alrededor. Pero estabas tranquilo y gozoso,
pues comprendiste, con tus pocos años, que el mensaje era el tesoro que el
hombre semidesnudo te anticipó.
Miraste a
tu alrededor, mientras la melodía se alejaba, mientras la luz se apagaba,
mientras la confusión disminuía y hablaste, ¿Por qué no nos acercamos a Belén,
y comprobamos lo que hemos escuchado? Te miraron extrañados, pensaron que esos
acontecimientos extraordinarios alteraban tu mente; pero, viejo Amós, no
esperaste a que discutieran tu propuesta, te pusiste en camino. Sin saber por
qué, ¿o pensaste que verías al Mesías, por lo que deberías adorarle con la
presentación de la ofrenda?, tomaste un cordero del rebaño y lo cargaste sobre
tus hombros. Cuando ibas por el camino que lleva a Belén, supiste que ellos te
seguían, quizá delante tu padre, preocupado por tu gesto que pensó se debía a
una locura. Notabas un impulso en tu corazón que nunca habías sentido.
Recuerdas que sólo te faltaba cantar, y el corazón saltaba en tu pecho como si
fuera un tambor que marcara el paso a los otros que te seguían, y una vez que
te giraste comprendiste que sus zurrones no iban vacíos del todo. Te
preguntaste qué pensarían ellos al verte tan pequeño, solo, abriendo el camino
a los otros, siguiendo un sendero en mitad de la madrugada, un pobre pastorcito
caminito de Belén.
Sientes
ahora, ese latido similar en tu débil corazón, Amós, pero hoy no podrías cantar,
pues el llanto cálido y nutricio que te acucia la garganta te lo impediría. Se
acerca tu hora, y estás emocionado, porque, por fin, volverás a encontrarte
cara a cara con él. Después de setenta años, cuando tienes ochenta, después de
haber buscado aunque fuera su sombra, que huía al acercarte.
¡Cómo te
distraen esas voces latinas! Están cerca. Desconfían. Entiendes que toman
precauciones, como si esperaran una emboscada. Supones que no saldrás de estos
túneles. Quizá, Amós, no sientas más la belleza de la ciudad. Intuyes que esta
ciudad será muy importante para los hermanos, pero ahora es la ciudad del enemigo,
el dragón de siete cabezas y siete colas que barre la mitad de las estrellas
del cielo y acecha, esperando que la virgen alumbre a su hijo para devorarlo.
Casi sientes sus tórridas fauces abiertas que exhalan un vaho penetrante y
fétido, de cloaca putrefacta. Esta ciudad hermosa, pero que odias: el destino
donde te llevó su búsqueda, el viaje en pos de quienes mejor le conocieron.
Tras
aquella noche, no lo viste. En tu corazón, sin embargo, estuvieron presentes
los sucesos, las palabras, las vivencias. Volviste a tus trabajos. Pensaste,
como lo pensaron quienes te rodeaban, que si lo que presenciaste fue cierto, y
no engaño del diablo, el viejo Herodes habría acabado con aquel niño, un tiempo
después. Pasaron los años y creciste. Casaste con la más hermosa muchacha que
hayan visto los oteros, los valles, los sotos, las riberas, los ríos, las
fuentes, los collados, los montes y los desiertos. No fue voluntad del Altísimo
que tuvieras descendencia. A tus cuarenta y seis años, unas malas fiebres
arrancaron la felicidad de tu costado. Fue entonces, cuando volviste a oír
cosas. Sucesos que, al fin, te trajeron hasta este húmedo y tortuoso túnel,
desde donde, intuyes, cruzarás a la otra orilla.
Una
tarde, Amós, llegó a ti la algarabía incontrolada de Betania donde morabas, como
siempre cerca de Jerusalén, de Belén, del Templo. Rumiabas las palabras del hombre
semidesnudo, lo que aconteció unos días después, y esperabas, con la paciencia
del pastor que deja que sus ovejas se alimenten el tiempo que sea menester. De
nuevo por la intuición, saliste a la calle. Escuchaste, ¡Venid, ha resucitado a
Lázaro!, El hermano de Marta y María, el que lleva cuatro días muerto y
enterrado, está vivito y coleando, ¡Ha sido Jesús de Nazaret! Tu corazón latió
con el mismo ritmo de aquella noche fría del mes de Tébet. No podía ser ¿O sí?
En los últimos tres años, escuchaste su nombre asociado a sucesos maravillosos
y a palabras hermosas, eco de lo que de niño se quedó esculpido en tu corazón.
Sin impedimento alguno, sin otra razón para tu vida, saliste a su encuentro.
Emprendiste veloz carrera a su búsqueda. Mas no lo encontraste, y la rauda persecución
se tornó fatigoso y largo y tortuoso e interminable camino. Llegabas tarde a
todas partes, incluso, cuando lo colgaron del madero, tú, que siempre habías
estado allí, no estabas en Jerusalén, sino que bajabas a Galilea, porque
alguien te informó mal. Pero todo sucedió para que siguieras sus pasos, lo
intuiste entonces, hoy lo sabes con certeza, esta noche lo has constatado.
Sabes que tu camino concluye en una mazmorra de Nerón, y anhelas hacerlo solo,
que tu sacrificio salve a los demás hermanos, como hizo él, como haría
cualquier buen pastor, y tú, Amós, eres un buen pastor; anciano, sí, pero buen
pastor, todavía. ¿Qué otra cosa podrías ser, viejo Amós?
Cuando
volviste a Jerusalén, ya conocido el grueso de su historia, buscaste a Cefas, a
Andrés, a Santiago, a Juan, a Leví, a Natanael, a Simón, a Tadeo, al otro Santiago,
su primo, a Felipe, a Tomás, a su madre, a las otras mujeres, a los demás discípulos,
los buscaste por Jerusalén, por el Templo, por las calles, hasta que descubriste
a uno que gritaba que había sido curado por mediación de Jesús de Nazaret,
estabas cerca, pero no pudiste impedir que apresasen a Cefas. No llegaste a
tiempo, aunque si lo hubieras hecho, no hubiera servido, pues no podrías haber
peleado contra la guardia.
Ahora no
ocurrirá así. Le salvarás. Treinta y cuatro años después, impedirás su muerte,
si es necesario, con la tuya. Intentarás que con tu captura se conformen. Eres
casi tan viejo como Cefas, quizá se confundan, quizá no sepan a quien buscan. O
si lo saben, al menos, evitarás que se acerquen a él. Conoces mejor que ellos
este laberinto y, mientras finges temor y finges cumplir sus órdenes, les
conducirás por pasadizos que les alejen, y cuando se percaten, se habrán
perdido, y Cefas y los demás se habrán salvado. Al menos, esta madrugada se
salvarán, Amós.
Te
equivocaste de camino. Lo cierto es que el enviado celeste no especificó, y buscaste
el establo por el otro lado. Aunque el error no fue muy difícil de subsanar, al
fin y al cabo, Belén no es Jerusalén, y las entradas no distaban de las
salidas. Al final de la calle empedrada, una senda subía a unas grutas donde
los habitantes de Belén guardaban sus animales y sus aperos. De una de ellas,
brotaba un tenue claridad. No tuviste duda. Las últimas cien o doscientas zancadas
las recorriste a toda velocidad, no como ahora, que cada paso supone
despedazarte el alma. El cordero sobre tus hombros no pesaba. No volviste la
cabeza, sabías que te seguían. A la entrada de la cueva, un hombre robusto, de
tez morena y ojos brillantes no te impidió el paso. En silencio, dejó que cruzaras
la abertura de la gruta, ficticia puerta. Al fondo, percibiste tibias vaharadas
que adensaban el aire. Te acercaste. Haciendo caso del mudo gesto de silencio
que te hacía con su dedo índice apoyado en los labios, de puntillas,
aproximaste tu inquietud, tu ansiedad, tu impaciencia, tu exultante dicha. Allí
estaba, dormido, un niño envuelto en pañales, su madre, tumbada a su lado, le
calentaba con su cuerpo laxo y cansado y, escoltándolos, una mula y un buey
impedían que el frío y la humedad de la piedra les alcanzara. Dejaste el cordero,
y allí quedó, quieto, silencioso. Enmudeciste, contemplando el milagro de la
vida durmiendo. No sabes, aún setenta años después, cuánto tiempo permaneciste
perplejo ante el niño y la madre. Tu pequeña cabeza de pocos años no entendía.
En
apariencia, os habían tomado el pelo. Sólo era un niño recién nacido envuelto
en pañales. Un niño, como otros tantos centenares, millares o millones de
niños: débil, indefenso, inútil, desvalido. Un niño que tendría hambre y sed y
que pasaría las noches llorando. Te imaginabas al Mesías de otro modo, tal vez
como el hombre semidesnudo había descrito: quizá poderoso, acaso armado, puede
que dispuesto a luchar contra los que explotaban a los pobres. Sin embargo, el
ángel o el enviado o lo que hubiera sido, lo había dejado claro, Un niño
acostado en un pesebre y envuelto en pañales, y es lo que veías. Al fin,
después de un rato, pensaste que tú no eras nadie para poner en duda los
designios de Yahvé, que si él lo había decidido de ese modo, así debía ser.
Algo en
tu interior retumbó, como dando la razón a esa idea. Amós, supiste la verdad,
no lo dudaste, aunque no lo pudieras expresar, porque el misterio no se
describe, o no sería misterio. Retumbaba tu corazón y temiste que su redoble,
casi rugido emocionado, le despertase. Retumbaba en tu memoria la melodía
celeste, y temiste que su recuerdo le despertase. Retumbaban las palabras del
hombre semidesnudo y las del ángel, y temiste que el crepitar de su fuego
luminoso le despertase. Retumbaban en tus oídos los pasos de tu padre y de sus
compañeros, y temiste que el eco de sus descuidadas pisadas le despertasen. No
sucedió. La madre sonriente y protectora te miraba y le miraba, te sonreía y le
sonreía. El niño dormía, acostado en el pesebre, envuelto en pañales.
Están
ahí, los oyes. Sabes que detrás de esa bifurcación, te toparás con ellos. Aparenta
más calma de la que tienes. Juega las bazas que te obsequia tu edad, hazles
creer que además de ciego y paralítico estás muy sordo, que entiendes mal el
latín, peor que en la realidad. Pide al Padre que ninguno sepa arameo, que
ninguno sea veterano de Palestina...
...
...Amós,
lo estás logrando. Les tienes convencidos. Ahora es preciso que ninguno de los
hermanos elija este camino y hayan huido hacia el Tíber... Se ponen nerviosos,
Amós... Se han dado cuenta de que les engañas. Sí, viejo Amós, los soldados son
observadores y se han percatado de que esta parte de los túneles se ha usado
menos últimamente. Además, han perdido sus referencias. Te piden que des la
vuelta y les guíes hacia la salida... Amós, tienen miedo... Sus voces te
ensordecen, pero no te queda más remedio que seguir con tu papel de viejo
sordo, aunque tu oído funcione mejor que el de los lobos... Eres valiente,
Amós. No está mal, sentarte en mitad del túnel: si quieren caminar que caminen
ellos, si quieren que vayas con ellos, que carguen con tu peso de viejo, ciego
y paralítico. Lo más probable es que se pierdan, salvo que se hayan dado cuenta
de esas pequeñas marcas que hay en algunas esquinas: peces, panes, corderillos,
taus, o la ovejilla que acabas de dejar detrás. Será tu final, lo sabes... No
auguras nada bueno de su espada. No te importa, viejo Amós. Al fin y al cabo,
tus recuerdos no te los quitarán... Se impacientan... Mejor así. Prefieres una
muerte rápida, que no la lenta por hambre y sed y frío; además, después de esta
caminata por el intrincado laberinto oscuro y húmedo, te duele tanto el
contumaz mordisco del lobo en las articulaciones que no sabes si aguantarás más
tiempo... No ves...De pronto, no finges: no oyes, no oyes nada, Amós...
Sabes que
ella, a la que amaste, está en la otra orilla y te espera junto a él, al que
volverás a ver tras setenta años, toda una vida... Amós, viejo pastor, esta
noche no dormirá, como aquella lejana y fría, luminosa y espléndida del mes de
Tébet... Tu corazón retumba marcando como un viejo tambor, Amós, pobre
pastorcito camino de Belén. Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los
hombres que ama el Señor. Te cubre un cálido manto diamantino de música, y el
mismo coro de voces desciende, se derrama, se dirige a ti, pone letra a la
melodía que desquita el pavor amedrentado.
No, no te
engaña tu oído.
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(1) Ab: Quinto mes del calendario judío. (Mitad de julio a mitad de agosto). Se refiere al incendio de Roma del verano del año 64, del que fueron acusados los cristianos, lo que provocó la persecución de Nerón, que acabó con el martirio en el año 67, entre otros muchos cristianos, de S. Pablo, degollado, y S. Pedro (Cefas), crucificado bocabajo.
(1) Ab: Quinto mes del calendario judío. (Mitad de julio a mitad de agosto). Se refiere al incendio de Roma del verano del año 64, del que fueron acusados los cristianos, lo que provocó la persecución de Nerón, que acabó con el martirio en el año 67, entre otros muchos cristianos, de S. Pablo, degollado, y S. Pedro (Cefas), crucificado bocabajo.
(2) Nisán: Primer mes del año
judío (Mitad de marzo mitad de abril). Se celebra la Pascua, por ello eran muy
frecuentes las peregrinaciones a Jerusalén. El Templo era el centro vital de la
Nación y se hacían múltiples sacrificios, pues los corderos que por
prescripción de la Ley se comían en la cena pascual, se compraban y
sacrificaban allí. Según estudios consultados, la mayoría de la cabaña ganadera
(ovina y bovina) pertenecía a la familia del Sumo Sacerdote, lo que le
aseguraba poder, riqueza y opulencia.
(3) Las noche se dividía en
cuatro vigilias de duración variable, en función de la estación del año y, por
tanto, de las horas de oscuridad.
(4) Recuérdese que Jesús de
Nazaret nació en el año 6 antes de Cristo.
(5) Tébet: Décimo mes del
calendario judío. Mediados de diciembre a mediados de enero.
(6) Técoa: aldea sita 9,5 Km.
de Belén. (Libro del profeta Amós, capítulo 1 versículo 1).
(7) Abba: Papá, papaíto en arameo.
9 comentarios:
Ellos, ambos, esperan a Amós en la otra orilla.
Hermoso canto para acompañar el viejo corazón-tambor del pastor.
Hermosa lección de lucha y esperanza.
Amando:
Muchas gracias por tu lectura y porque hay mucho de lo que resaltas en este relato.
Queridos amigos:
Hoy sale a la luz el relato probablemente más complejo de leer de todos los que he escrito con motivo de la Navidad.
Y no lo digo como virtud.
El desdoblamiento del monólogo interno en que una voz interior se desgaja de Amós y se dirige a él como interlocutor era un reto, al que le estuve dando vueltas durante algún tiempo.
También llevaba algunos años pensando en que era hora de ponerme a mirar el nacimiento en Belén, desde la perspectiva de los pastores.
Los pastores parecen un elemento decorativo del nacimiento, del belén, del pesebre (que cada uno le ponga el nombre), pero son los primeros en recibir la noticia.
Pero algo no se nos debe olvidar, la profesión de pastor (aunque fuera muy necesaria para Israel en aquellos tiempos) era considerada impura, por tanto los pastores eran impuros y, salvo que cumplieran con todos los ritos de purificación exigidos por la normativa, no podían entrar en el Templo o en las sinagogas. Es decir estaban fuera del circuito de los considerados como buenos ciudadanos, como ciudadanos piadosos. Me imagino que para la bienpensante sociedad -que la habría- sospechar que Yahvé iba a comunicarse con ellos era peor que pensar en una macabra broma.
La primera iconografía cristiana que representa a Jesús además del pez (una especie de criptograma, como sabéis pues en griego las letras que componen la palabra pez son las mismas que la palabra cristo) es la de un joven pastor imberbe llevando sobre sus hombros un cordero...
Una noche de noviembre de ese año, esa imagen vino a mí. Uní pronto aquel pastor con el pastorcillo de un belén, y recordé que hubo un profeta pastor, y me imaginé a un ser humano como tantos en la historia, como yo mismo ya entonces, a la búsqueda... Y para remate (y esto sí es pura inspiración que no sé de dónde me vino) el famoso villancico del tamborilero empezó a redoblar en mi corazón...
Me ha encantado descubrir este blog.
espero que te guste esta versión
Es una lástima que no te identifiques, para darte las gracias de un modo más personal. Es una versión muy agradable. Muchas gracias.
Otro amigo, esta vez muy próximo en lo físico, me ha vuelto a comentar aquello de las notas a pie de página que ya se había dicho en la entrada de "La Navidad de la madre de Jesús".
En mi equipo (tanto el de casa como en el de la oficina) no tenía el problema de edición que ocurre en los otros ordenadores.
Espero que ya haya quedado resuelto y que tantas palabras extrañas ya queden ajenas a vuestra lectura... Como si no hubiera bastante con las mías.
Como sabes ya había leído este cuento...hoy, me ha parecido interesantísima la explicación que haces al mismo en tu comentario.
Y a ver si se identifica ese anónimo jejeje...
Abrazos.
Del Bautista a las catacumbas... todo un camino.
Flamenco Rojo:
Es cierto que los textos literarios no se deben explicar. Cada lector los hace suyos con su propia lectura.
Pero en ocasiones, tampoco vienen mal algunas palabras del autor que puedan ayudar al lector.
En este caso, como andamos en familia y se trata de una especie de celebración navideña, las razones son aún más sencillas de entender.
Catherine:
Exacto: un camino, el camino... (¿el camino que lleva a Belén?) Toda la vida detrás de encontrar a alguien. A tientas, pero sabiendo que está. Oyendo cosas de él, pero llegando a destiempo a los sitios, o intuyendo. Y al final -en la vejez, en la ceguera de oído- quizá nos convezamos de que era verdad cuanto hablaban de él, aunque sólo sea un latido de corazón quien lo confirme.
Gracias por esa interpretación a tu lectura.
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