Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Amós, el viejo pastor. Navidad 2004


No, no te engaña tu oído.
Son pasos apresurados y voces asustadas lo que escuchas, viejo Amós.
Estás aquí, sentado, recostado contra la fría pared, dormitando, con tus recuerdos a cuestas, los buenos y los malos, los próximos y los lejanos, los nítidos y los difuminados, y te han distraído esos ruidos, esa bulla ajena a este lugar silencioso y húmedo. Pero, sobre todos, te ha sobresaltado el grito agudo y penetrante. Jurarías que ha sido un niño o quizá una joven muchacha. Musitas, Otra vez los soldados… Esos incansables romanos que aparecen en cualquier momento del día o de la noche, casi siempre en medio de la madrugada, emisarios de destrucción o de muerte o del mismísimo diablo, para capturar a todos los hermanos que quepan en sus mazmorras. Sabes de sobra, pues los rumores son constantes, y más después del espantoso incendio del mes de Ab (1) que buscan al viejo Cefas tan ciego como tú, y supones que tarde o temprano lo encontrarán, aunque deseas que no sea esta noche. El emperador, ese loco Nerón, está convencido de que si aprisiona al anciano y ciego pescador galileo acabará con el peligro de esta extraña secta de los judíos. Aunque no tiene muy claro dónde empieza y acaba el riesgo para el Imperio. Estás convencido, Amós, de que para este sanguinario, sois poco más que una pequeña, aunque voraz, colonia de termitas.
Sonríes y meneas la cabeza, te acaricias la rala barba blanca, mientras murmuras, Nerón, como todos los poderosos, no entiende nada de lo que ocurre a su alrededor. No sabe que cuando acabe con Pedro, otro tomará las riendas, otro seguirá al timón de la barca en la que nunca faltará capitán, porque al verdadero, le mataron una vez y les burló para siempre. Es curioso que hayas pensado en barcas, tú que no sabes nada de mares ni de embarcaciones ni de navegaciones ni, menos, de dirigir una nave. Pero no, no es mal ejemplo: sois los asustados ocupantes de una frágil nao a punto de zozobrar en medio de la tempestad: feroces olas saltan por encima de la proa, vientos huracanados os zarandean, violentas corrientes os arrastran camino de una muerte que parece inevitable. A pesar de que aparentas tranquilidad, tu cansado espíritu está alerta. Esta madrugada, te sientes vigía en medio de la tormenta.
Fueron muchos años al raso: los oídos atentos, los ojos avizor, para descubrir la proximidad de cualquier alimaña acercándose sigilosa hasta los rebaños con la intención de obtener presa. Es una costumbre, como respirar, percibir el peligro de la fiera en la vibración del aire, igual que si tu piel fuera una inmensa fosa nasal capaz de husmear el mínimo rastro de amenaza acechante. Una vez más lo has notado, y los mismos síntomas se reproducen: como antaño, tus vellos se alzan de la piel, sientes por tu espalda el galope tendido de miles de hormigas nerviosas y cada músculo se endurece, a pesar del dolor. Pero, después de la alarma generalizada, el resto de tus reacciones no son tan rápidas como antaño, ¿cuántos años, Amós?, como cuando recorrías los campos de Judea para buscar los mejores pastos que alimentaran a las ovejas y una vez lustrosas y paridos los corderos, al comenzar Nisán (2), retornabais a Jerusalén para que el Templo tuviera su buena provisión de víctimas propiciatorias a Yahvé. Ahora, tus movimientos son lentos, mucho más lentos, infinitamente más lentos, como si tus músculos se hubieran vuelto insensibles y no quisieran obedecer a tus deseos. Sabes que tienes que advertir a los que están en las hondas entrañas de este laberinto oscuro y húmedo. Lo has notado antes que ninguno, pero empiezas a intuir que cuando tu espalda se incorpore definitivamente, otro habrá dado la voz de alarma.
Ya estás en pie, por fin tus viejas piernas se yerguen, pero las sientes entumecidas o anquilosadas o adheridas al piso resbaladizo de esta galería o túnel o pasadizo, como si el hielo que te nace de dentro apresara tus músculos con su potentes mandíbulas de poderoso lobo hambriento y sabes que ese mordisco constante y feroz impide la marcha, salvo que aguantes, una vez más, el inicial movimiento doloroso o desgarrador, ese primer paso que antes o después habrás de dar (mejor que sea antes), si quieres que no haya capturas entre tus hermanos esta madrugada. (Por mucho que las almas más piadosas pongan sobre tus muslos mantas u otros ropajes para protegerte del helor y de la humedad de este sinuoso refugio, sabes que sólo te ahorran un poco de frío, ése que no te hace casi daño, pues viene desde fuera y viaja en el aire y pasa, como las águilas; pero nunca evitarán la dentellada dañina de la alimaña escondida en tu interior).
Amós, ¿en qué vigilia (3) de la madrugada estás? Tanto te has ensimismado en tus recuerdos, que has perdido la noción del tiempo. Admiras la tenacidad de los romanos que saben cuándo hacen más daño. No se les ocurre aparecer a la hora de prima, cuando el sol apenas despunta sobre Roma y las gentes ya se afanan en sus labores cotidianas, menos los viejos, como tú, que aún rumian el último sueño de la madrugada, ese sueño traslúcido o leve o tenue que nunca se recuerda o que se confunde con los primeros pensamientos conscientes. No dispones de ningún indicador preciso que te oriente, si acaso, la mínima luz lejana de aquel candil o antorcha o tea señala que la segunda vigilia está muy avanzada, incluso, puede que haya empezado la tercera. Sin duda, es la peor hora de todas, cuando el sueño ya ha tejido su densa e intrincada tela de araña sobre los espíritus y es casi imposible que reaccionen, aunque si lo hacen y se despiertan, puede ser peor, porque esa inextricable red casi impenetrable, no sólo crece sobre las almas, sino que traba o entorpece o trastabilla los sentidos y los miembros, por lo que, muchas veces, cuando parece que se está despierto, en realidad, se trata de un dormir de ojos abiertos o desorbitados y de movimientos lentos y desequilibrados, por tanto, en una situación de alarma como ésta son desplazamientos peligrosos para la integridad de la persona. No se puede esperar; asumes o silencias el dolor agudo, profundo, contundente de tus articulaciones, e inicias los pasos demasiado lentos o amedrentados a tu pesar: mixtura amarga de dolor y prudencia y miedo y desasosiego.
Mientras sientes que el dolor penetra por tus músculos, luchas por volver al recuerdo que te alegraba, justo antes de que esos ruidos te apartaran o distanciaran de sus dulces sones.
Después de setenta[4] años, ¿por qué te empeñas, Amós, en remembrar aquel momento? Es verdad que, desde aquella noche, todo cambió. Aunque explicarlo sólo de ese modo, sería dar pábulo al rumor de que hubo un milagro en tu vida, o, peor aún, un encantamiento o sortilegio que llegó del Altísimo y cambió tu corazón. Te gustaría contar la historia a los que no la han escuchado, pero barruntas que te faltará tiempo. Ha sido un largo camino, sin duda. Han pasado tantos años, que te parece mentira haber llegado hasta aquí, hasta ahora. Has arribado a meta castigado o desgastado o troceado por la vida. Además del dolor que estrangula tus articulaciones, tus pobres ojos, casi ciegos, no distinguen prácticamente nada, salvo bultos, algunos colores, formas, la luz y su ausencia. El bullicio de Roma te llega o te alcanza o te persigue, a través de los oídos y de las narices y de la piel, esa piel que posee, junto a su condición táctil, caracteres propios de la visión o de la intuición; el frenesí de la urbe te pone nervioso y te incomoda: añoras la soledad y el silencio de Judea, sólo roto por el rumor del viento y los balidos de las ovejas, aunque, a veces, tuvieses que soportar la barahúnda de Jerusalén, pero eso sólo ocurría en determinadas fiestas: las Tiendas, la Pascua, Pentecostés... Un viejo, eso es lo que soy, dices con amargura. En alta voz exclamas, sin darte cuenta de que tus palabras podrían ser delación fatal para tus hermanos, Un viejo que es un estorbo, un viejo en medio de esta oscuridad de catacumba, con los huesos roídos por ese lobo más terco que cuantos nos acechaban en Palestina, cuando querían cazar nuestras ovejas.
Por el angosto corredor de tu izquierda, oyes veloces pasos que no te alarman. A causa del raro don de la clarividencia que forma parte de tu piel, sabes que son rápidas carreras de jóvenes cristianos que huyen de la soldadesca. Tienen la vida por delante, todo el amor, piensas con sonrisa melancólica, como si con ella quisieras acariciar aquel cuerpo que, hace tantos años ya, no está junto al tuyo. En pocos instantes, los pasos se esparcen en múltiples direcciones. Algún día, los soldados tendrán problemas y acabarán perdidos en los sinuosos laberintos que, totalmente, sólo conocéis vosotros... A tu espalda, se apresuran otras pisadas, sonríes, identificas a sus dueños, Rufo y Marcial. Murmuras para que te oigan, ¡Los jóvenes, qué impaciencia! ¿No veis que mis viejos pies no pueden avanzar más rápido, que cada paso me tortura y me aflige? No se detienen, casi te atropellan, pero se dirigen a ti con respeto, a pesar de la emergencia, Aparta, Amós, es urgente dar la voz de alarma a los demás; escóndete, seguro que no te encuentran, eres tan sigiloso. Por fin te adelantan y quedas tranquilo, de nuevo con tus pensamientos, ya sin premura o impaciencia por avisar a los que están en las entrañas del laberinto.
Eras un rapaz a la sombra del grupo de pastores. Habías aprendido mucho y muy deprisa, parecías mayor de lo que eras. La vida o sus responsabilidades o sus problemas o su aspereza llegó a ti, veloz como chacal del desierto. Tu padre no tuvo más remedio que unirte a los pastores, cuando tu madre murió, al nacer tú. Tu padre, aquel hombre taciturno, solitario, de mirada perdida, de rostro cuarteado por la vida al aire libre, bajo y fornido, sin familia cercana, te llevó siempre a su lado. Desde niño, sabes qué es vivir a la intemperie y resistir los rigores del clima extremo: días de sol que abrasa o quema o calcina y noches frías que encogen o atormentan o aniquilan los músculos; siempre bordeando el desierto, siempre al acecho de la hierba, siempre avizorando el horizonte, o una simple elevación del terreno, o una duna próxima para que no surgieran, de improviso, las alimañas hambrientas en busca de alimento. Desde temprana edad, cada sentido alerta y tus facultades a disposición de un solo fin: proteger a las ovejas, que el rebaño no sufriera bajas.
Sí, son soldados romanos, lo confirmas. A lo lejos, comienzas a distinguir los gritos de su latín impertinente que te distrae. Cómo añoras el arameo de la infancia. Cómo sacuden a tus oídos los sonidos de este idioma todavía extranjero, no asimilado después de los años. Sólo lo entiendes o lo interpretas o lo traduces, cuando tu razón se decide a tal esfuerzo, a lo que te niegas de ordinario. De todos modos, en esta noche, convendría que prestaras atención a sus palabras, aunque te parezcan groseras, no olvides, viejo pastor testarudo, que estás muy torpe, que casi no ves, utiliza tu mejor defensa: escucha, pon atención, viejo Amós.
Esta vez, Nerón nos hará mucho daño, y este pensamiento como si fuera una cuchillada lanzada a traición, te hiere mucho más que el mordisco en las articulaciones de las caderas o de los tobillos o de las rodillas, sobre todo la izquierda. Aceleras la zancada torpe y lenta, deseas llegar hasta el grupo y conseguir que no capturen a Cefas esta noche. No te importa el dolor que arrastras por los pasadizos estrechos y húmedos, fríos y umbríos, Amós, viejo pastor.
Piensas en aquella noche. Hace setenta años el mes de Tébet[5], como el resto del año, fue un mes especialmente movido. Al Gobernador se le ocurrió contar a los israelitas. No tenía otra cosa mejor que pensar: poner números al pueblo de Yahvé, al pueblo elegido, al pueblo orgulloso, como si fuerais un rebaño al que contar las cabezas.
Ese año aprendiste muchas cosas. Lo recuerdas bien. Fueron continuos viajes al Templo trasladando animales, pues los sacerdotes necesitaban estar bien surtidos de ganado para los sacrificios, que no faltaran ovejas, carneros, vacas, bueyes, porque los descendientes de la casa de David venían a inscribirse a la ciudad de Belén, al lado de Jerusalén, y aprovechaban para acercarse al Templo. Fue entonces, Amós, cuando aprendiste los secretos de la Historia de tu pueblo. Te extrañaba tanto movimiento. Tu curiosidad infantil se vio azuzada por tanta novedad: las caravanas que llegaban, los camellos, los asnos, por qué viajaban aquellos hombres y mujeres y niños, cómo es que, si procedían de la estirpe de David, y por tanto, de Belén, vivían lejos de la ciudad... Las primeras preguntas las respondió tu padre, pues, a pesar de lo que dijeran, los pastores creían en Yahvé y adoraban su santo nombre. Quizá pidiera ayuda a sus compañeros, pero, entre todos, te resolvieron aquellos interrogantes.
La primera mañana que le acompañaste al Templo, te quedaste admirado o fascinado por su belleza o armonía. Cuando lo recuerdas, lo haces tal y como se impresionó en tu retina infantil: cientos de blancas columnas de mármol alineadas cual ejército poderoso que rebrilla al sol del amanecer, airosas cúpulas áureas que reflejan la luz solar, vigoroso bullebulle de vida que se ajetrea por doquier, confusa barahúnda de voces de mercaderes que venden exvotos, perfumes, animales, grano, cualquier cosa que un piadoso israelita necesite al entrar en sus santas estancias, aturdida batahola de sonidos que turban  tus oídos y se mezclan en tu convulsa mente con los densos olores que flotaban y que ahora forman un único recuerdo viscoso o glutinoso, pero vívido y añorado: el lastimero balido de las ovejas, la metálica llamada al rezo, los guturales cantos de la oración, las destempladas voces de los comerciantes, el contundente aroma del incienso, los horrísonos mugidos de las vacas, el lastimero balido de las ovejas, el inextricable griterío de la multitud,  el acre olor de las ofrendas, el desesperado llanto de algún niño, el ácido efluvio de los cuerpos que no conocen el agua desde hace días, el continuo siseo de los miles de pasos, el lastimero balido de las ovejas, el desesperante hedor de la grasa quemada, los extraños sonidos de lenguas extranjeras, el alborotado zureo de las palomas enjauladas, el chillón tintineo de las monedas sobre las mesas de los cambistas, la presuntuosa voz de los rabinos, el lastimero balido de las ovejas...
De pronto, sobresaliendo de aquel estrépito, te nombró la voz potente de un hombre vestido de manera peculiar, casi desnudo, Amós, el pastor... Te detuviste en seco y pensaste sinceramente que se dirigía a ti, o hablaba de ti. Cruzasteis vuestras miradas y cuando contemplaste la suya con tus pupilas infantiles, descubriste un ardor comparable al de las hogueras que encendíais en la noche. Nunca habías visto en unos ojos aquel fuego tan intenso o apasionado. Sentiste un magnetismo especial, algo, mucho más fuerte que tú, te empujaba o conducía o guiaba hacia él, hacia el centro de sus ojos, hacia la entraña de su incendio. Tu padre tironeaba de tu bracito, pero te zafaste de su poderosa mano con una sacudida decidida. Por primera vez en tu vida, habías resuelto algo por ti mismo. Lejos de la reprimenda, descubriste en el cuarteado rostro paterno una sonrisa. Te detuviste ante el hombre, muy cerca de él. A tu espalda, se encontraba tu padre y eso te daba seguridad o aplomo y alejaba la desconfianza que sentías ante un desconocido. A pesar de la multitud, no había nadie más a su alrededor, y tu presencia enmudeció su palabra. De los dos, fuiste tú quien se atrevió a hablar en primer lugar, Mi nombre es Amós, y creo que me has llamado. El hombre sonrió, No, muchacho, no te llamaba; veo que aún no conoces a los profetas. Le miraste sorprendido o aturdido o extrañado y con las cejas muy levantadas, le preguntaste, ¿Profetas? También volviste la vista, y descubriste que tu padre se encogía de hombros, como si pidiera disculpas por alguna falta cometida. Acaso intuyeras fugazmente que él tampoco sabía mucho de profetas. Su voz cavernosa y distante se dirigió al hombre del fuego en la mirada, Los pastores no estamos mucho tiempo en el mismo lugar y no tengo familia con quien dejar al muchacho, así que no ha tenido instrucción. El hombre asintió, como si comprendiera con exactitud el alcance de las palabras de tu padre, Israel sigue ignorando a los débiles.
Tras un silencio, volvió sus ojos a ti, Joven Amós, hace muchos, muchos años, hubo un pastor que, como tú, se llamaba Amós y vivía muy cerca de aquí, en Técoa[6]; un día, sintió la llamada de Yahvé y predicó con energía contra los abusos de los poderosos que aplastaban a los débiles con exceso de tributos, que pensaban que contentarían a Dios con sólo ofrecerle sacrificios de reses y holocaustos, que creyeron engañarle quemando incienso e inmolando animales. Era la primera vez que escuchabas ideas de ese tipo, nunca antes tus oídos habían sido traspasados por sonidos tan ardientes ni palabras tan definitivas. El hombre no había concluido y te siguió explicando de aquel pastor que tenía tu mismo nombre: te contó les enviaría al destierro si no se arrepentían, y no se arrepintieron; te dijo que también hubo una promesa de salvación para un resto de israelitas, el resto de José. Te quedaste perplejo, entendiste poco y él se dio cuenta. Con paciencia te explicó. A cada pregunta que tú hacías, él te respondía sin alterarse. Cada una de sus respuestas, te abría, como una flor, infinitas preguntas más. En pocos días, pues volviste a él unas cuantas mañanas, aprendiste lo decisivo o determinante de la historia de Salvación de tu pueblo. Descubriste que llegaría la redención o liberación o salvación para removerlo todo. Claro que eras niño y más que palabras, asimilaste sensaciones o intuiciones: una amalgama confusa que no eras capaz de explicar, pero que distinguías con luminosidad en tu interior.
Viejo Amós, avanzas sin miedo, a pesar del dolor, decidido a engañarlos o retrasarlos o, al menos, plantarles cara, como el profeta pastor, aquél que llevó tu mismo nombre, aquél que denunció a los poderosos que tiraron por tierra la justicia, que aborrecieron al sincero, que pisotearon al débil y de él cobraron el tributo de grano, aquél que, también, les amenazó con el destierro, que les señaló con su vigoroso dedo gritando en nombre de Yahvé, Detesto y desprecio vuestras fiestas, no me gusta el olor de las reuniones solemnes, no me complace el hedor de los holocaustos, ni siquiera miro el sacrificio de los novillos cebados, pues vuestro culto es vaciedad... Seguro que Rufo y Marcial han llegado hasta las entrañas de este dédalo de túneles y los demás estarán avisados. Has girado en redondo y vas hacia los soldados que os quieren esquilmar cual fuego que devasta los sembrados.
La noche era fría, como corresponde al comienzo del invierno y el cielo brillaba limpio, transparente, cuajado de estrellas. Hasta donde guardabais a las ovejas, llegaba, como un runrún suave o atenuado, el bullicio de Belén saturado de forasteros que casi formaban una masa compacta, densa e impenetrable y ocupaban todas las posadas, todas las casas, todos los caravasares, todos los habitáculos o rincones más o menos habitables o utilizables para dormir unas horas; un bullebulle que, milagrosamente, cada noche se atenuaba a medida que las horas avanzaban y la madrugada caminaba a su cenit...
En tus infantiles oídos, resonaban todavía, tras algunas semanas, las palabras de aquel hombre con mirada de fuego en las entrañas de sus ojos. Te había explicado lo de Moisés, lo de David, aquella profecía oculta —casi sepultada— en los libros sagrados según la cual, allí, en Belén de Judá, saldría un caudillo que apacentaría a Israel, que nacería el Salvador. Todo apuntaba, según él, en una dirección: el Mesías llegaría pronto, procedería de la casa de David, del resto de José, y nacería en Belén. De soslayo, viste cómo tu padre había meneado la cabeza con un gesto inconfundible y notorio de desacuerdo. A ti, muy perspicaz a pesar de tus pocos años, no te pasó desapercibido su movimiento leve, pero enérgico y seguro. Cuando retornabais, le preguntaste decidido y confuso, por qué no estaba de acuerdo con ellas, pues las palabras del hombre te habían parecido, además de hermosas y ardientes, certeras, sin grietas por donde encontrarles error. Tu padre se encogió de hombros. Su mirada se fijó en tu poca estatura de entonces, midió la incipiente robustez de tus miembros, auscultó tus pupilas y respondió que Israel llevaba esperando al Mesías tantos siglos, que no creía que fuera a llegar precisamente entonces. No sabías si había acabado de hablar. En ocasiones, callaba en mitad de una idea como si le costara trabajo seguir, o como si esperara a que las primeras palabras llegaran y se posaran firmes en tu cabeza; otras, sin embargo, la idea quedaba así, recortada, incompleta, como nacida sin patas, y suponías que no se atrevía a decirte todo lo que pensaba. Aquella mañana, sin embargo, continuó, Que el Altísimo me perdone, pero, a veces, creo que el Mesías es un invento de sacerdotes, levitas, fariseos, y poderosos para que las cosas no cambien, para que nuestros ojos no deseen ni su riqueza ni su poder, para que miremos hacia el futuro, como el campesino mira al cielo, pensando que allí estará el momento del desquite, siempre lejos, siempre otro día, nunca cuando nos hace falta. Tu padre, de tarde en tarde, te sorprendía con algo así. Intuías confusamente que el pastor viudo, nómada, con un hijo que criar a sus espaldas, había sufrido mucho en la vida y ese dolor le había vuelto escéptico o duro o pesimista. No le respondiste. No estabas de acuerdo con su desconfianza o conformismo o amargura, pero no tenías argumentos para rebatirle. Entonces, sólo atesorabas las palabras del hombre semidesnudo, mejor dicho, el fuego que incendiaba las palabras, el tono, el acento, los ademanes y la mirada.
Setenta años después, aún no sabes por qué no dormías como cada noche, ajeno a cuanto se desarrollaba a tu alrededor. Tienes ochenta años, excesiva edad para cualquier cosa, piensas con un tremor de melancolía agradecida, y todavía te preguntas si el primer indicio de todas las señales extraordinarias de la noche, fue tu insomnio sorprendente. Tus ojos muy abiertos no se cerraban vencidos por el cansancio, sino que estaban alerta, vigías del futuro. Por primera vez, fuiste consciente de tu agudo sentido de la intuición.
Como funciona con precisión asombrosa esta noche, cuando antes que nadie, sabías que los soldados de Nerón habían iniciado otra batida (igual que los pastores hacíais con los lobos), para capturar a los judíos disidentes, a los seguidores de un tal Cristo. Sois tan pocos que aún os confunden, o no os distinguen de ellos.
Tantos años después, has confirmado el sentido que aquel suceso tuvo para tu vida. Lo llevas sabiendo mucho tiempo, pero el fruto en el árbol cae al madurar, aunque todos sepan qué sabor endulzará los labios que lo paladeen. En tu caso, han pasado setenta años para que la intensa luz de aquella noche ilumine esta madrugada romana, esta oscuridad en la que el mordisco férreo del lobo que captura tus articulaciones es más penetrante que nunca, y tus miembros se desplazan con más torpeza, con miedo a romperse o desgajarse o sajarse. Has de enfrentarte a la soldadesca sin dilación. Tienes que ser el freno, el obstáculo, la trampa que retarde o equivoque o tuerza su camino por estos túneles. Tu corazón sabe, Amós, que, si es necesario, entregarás tu vida para que los demás salven la suya; has comprendido que la explosión de luz y de sonido de aquella noche de hace setenta años ilumina tu camino, hasta llegar a este momento de la madrugada alejada de Belén y de Jerusalén. Acaso por eso, hoy has vuelto a recordarlo, después de tanto tiempo; por eso, en tu cerebro se ha unido el recuerdo de aquella melodía inefable e irrepetible, con el grito de la joven, o del niño.
Si él te dio la opción de conocer su palabra liberadora o salvadora o redentora, néctar de misericordia, era para que con tu vida, otros la escuchen en su corazón, otros apaguen su sed con el agua eterna que da vida, otras ovejas sean cargadas sobre sus hombros de buen pastor. Es curioso que las paredes de estos pasadizos o los ensanches donde celebráis la cena del Señor y oráis en común y escucháis la palabra, lo representen como joven imberbe cargado con una ovejilla sobre sus hombros. Tú, viejo Amós, que más de una vez llevaste esa carga sobre tu espalda, empezando por la noche que acaricia tu memoria, comprendes mejor que nadie el significado de esa pintura. Si no fueras pastor analfabeto, casi ciego y medio paralítico por la feroz dentellada de la alimaña, o, quizá, por el frío que nace desde la entraña del tuétano de tus propios huesos, habrías hablado con Cefas o con Saulo o con el joven Marcos o con Clemente, u otro presbíteros para contarles que el dibujo del joven pastor es la explicación más hermosa para unir el pesebre con la cruz y la gozosa ausencia de su cuerpo en el sepulcro. Pero no posees, como ellos, la fuerza de la palabra, sólo eres Amós, un anciano pastor que apenas distingue la noche del día y que tropieza incluso con su sombra. Pero si supieras, les dirías que el buen pastor cuida a sus ovejas hasta el límite, y es capaz de cargar con ellas cuando la enfermedad o el dolor o el sufrimiento les impiden caminar tras el rebaño, pero para eso, claro, hay que ser oveja y balar, ese balido lastimero, que sólo sus oídos saben interpretar. Les dirías, además, que por eso nació en la gruta y le colocaron en el pesebre de tus recuerdos, porque tenía que ser pastor, es decir, pobre de los pobres, alejado de los bienpensantes, mano tendida a los excluidos y a los pecadores, voz que clama en el desierto, despreciado, perseguido, desecho de los poderosos. Que, como los pastores, se pasa el día en los caminos guiando a los rebaños esquilmados para llevarles a los mejores pastos, a las mejores fuentes de agua, que pasa las noches al raso y en vela para protegerles de las fieras que moran en el desierto y que, si es necesario, se enfrentará con cualquiera para proteger a su rebaño. Tú, Amós, sabes lo que significa ser buen pastor. También les dirías, viejo Amós, que ese dibujo que casi no distingues ya, tiene que ver con la cruz, no porque lleve a la oveja sobre los hombros, como cargó con la cruz de los romanos, y que, en realidad, fue colgada por las envidias y los miedos de los poderosos de Israel, sino porque el buen pastor da la vida por sus ovejas, como hizo él. Y les dirías, si supieras cómo, que también ese joven imberbe es la oveja sacrificada al Padre, el cordero que perdona nuestras infidelidades. (Hace ya más de veinte años que dices abba[7], y no Yahvé. ¡Qué distinto retumba y crece y se esponja la palabra en tu corazón! Algunas veces, incluso, murmuras pater, como los romanos en estas catacumbas, y te gusta, reconócelo). Ahora que empiezas a seguir sus últimas huellas, las del Gólgota, lo comprendes mejor, cuando, a pesar del dolor, de la ceguera y de la friura que te nace en lo más hondo de los huesos, has cambiado de dirección, para detener o interrumpir o entretener o confundir o extraviar a los soldados de Nerón.
Primero, lo recuerdas con precisión, fueron lejanos sonidos opalinos llegados, no de Belén, como creíste, sino de lugar ignoto: murmullo armónico de músicas inefables, acariciador murmurio hialino de la nocturnal brisa dormida, traslúcida brizna de dulzura expandida en sones inasibles e inabarcables, pero que, como madre, la que no conociste, te acunaban. Fuiste el primero en levantarte, aunque no en darte cuenta, pues las ovejas de la tenada habían alzado su cabeza, acaso sorprendidas, mas tranquilas y confiadas, y ese gesto pacífico e ingenuo de sus testas erguidas, te dio paz y sosiego. Te incorporaste sigiloso, no querías despertar a los demás por una melodía nunca escuchada, al fin y al cabo, te pasaban cosas extrañas: ni te dormías ni estabas cansado, notabas todos tus sentidos alerta, anticipabas acontecimientos. A medida que transcurrían los instantes, la melodía se hacía persistente y sólida: sonidos triunfantes y gozosos de metálicas trompetas llegaron a vosotros. No eran lejanos susurros o rumores de las alturas, sino hermosa música pletórica, música jamás escuchada, música indescriptible, música que brillaba y abrazaba y alegraba y emocionaba y ocupaba todo el espacio y os envolvía, como un diamantino y cálido manto sonoro. No despertaste a los que yacían dormidos, todos, con los semblantes envueltos por el miedo (¿por qué ese terror si la melodía te pareció hermosa y pacífica y luminosa y esperanzada?), irguieron sus cuerpos aún laxos por el sueño y, confundidos, tornaron sus rostros al oscuro cielo tachonado de estrellas titilantes a causa del helor nocturno. Sentiste cierta confusión; sin duda, el miedo a lo desconocido consiguió que los gritos hicieran casi inaudible parte de la melodía. De pronto, como si hubiera amanecido de improviso, una potente luz, como de sol, iluminó la tenada con irisaciones plateadas, glaucas, áureas. En la cima del sinuoso olivo, apareció una figura brillante, pero no iluminada desde fuera, sino que de ella brotaba el fulgor, como si su latido fuera rehílo de estrella. Entonces, las caras de tus compañeros, se convirtieron en muda encarnación del terror, y una pujante voz de hermoso timbre grave y poderoso, como de timbal, se dirigió a vosotros. A vosotros, simples pastores que cada noche dormíais al raso vigilando por turnos al rebaño. A vosotros, que no erais casi nadie, poco más que esclavos, para el resto de habitantes de Jerusalén, de Judea, de todo Israel. Una voz milagrosa de un enviado misterioso, acaso ángel celeste, que os dio la noticia, No temáis, os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido, en la ciudad de David, un salvador, el Mesías, el Señor; y esta es la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Recuerdas que un coro de voces descendió o se derramó o se dirigió a vosotros, poniendo letra a la melodía que desquitaba el pavor amedrentado, Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Durante unos momentos, siguió acunándoos la música inefable y la luz indescriptible os envolvía y había confusión a tu alrededor. Pero estabas tranquilo y gozoso, pues comprendiste, con tus pocos años, que el mensaje era el tesoro que el hombre semidesnudo te anticipó.
Miraste a tu alrededor, mientras la melodía se alejaba, mientras la luz se apagaba, mientras la confusión disminuía y hablaste, ¿Por qué no nos acercamos a Belén, y comprobamos lo que hemos escuchado? Te miraron extrañados, pensaron que esos acontecimientos extraordinarios alteraban tu mente; pero, viejo Amós, no esperaste a que discutieran tu propuesta, te pusiste en camino. Sin saber por qué, ¿o pensaste que verías al Mesías, por lo que deberías adorarle con la presentación de la ofrenda?, tomaste un cordero del rebaño y lo cargaste sobre tus hombros. Cuando ibas por el camino que lleva a Belén, supiste que ellos te seguían, quizá delante tu padre, preocupado por tu gesto que pensó se debía a una locura. Notabas un impulso en tu corazón que nunca habías sentido. Recuerdas que sólo te faltaba cantar, y el corazón saltaba en tu pecho como si fuera un tambor que marcara el paso a los otros que te seguían, y una vez que te giraste comprendiste que sus zurrones no iban vacíos del todo. Te preguntaste qué pensarían ellos al verte tan pequeño, solo, abriendo el camino a los otros, siguiendo un sendero en mitad de la madrugada, un pobre pastorcito caminito de Belén.
Sientes ahora, ese latido similar en tu débil corazón, Amós, pero hoy no podrías cantar, pues el llanto cálido y nutricio que te acucia la garganta te lo impediría. Se acerca tu hora, y estás emocionado, porque, por fin, volverás a encontrarte cara a cara con él. Después de setenta años, cuando tienes ochenta, después de haber buscado aunque fuera su sombra, que huía al acercarte.
¡Cómo te distraen esas voces latinas! Están cerca. Desconfían. Entiendes que toman precauciones, como si esperaran una emboscada. Supones que no saldrás de estos túneles. Quizá, Amós, no sientas más la belleza de la ciudad. Intuyes que esta ciudad será muy importante para los hermanos, pero ahora es la ciudad del enemigo, el dragón de siete cabezas y siete colas que barre la mitad de las estrellas del cielo y acecha, esperando que la virgen alumbre a su hijo para devorarlo. Casi sientes sus tórridas fauces abiertas que exhalan un vaho penetrante y fétido, de cloaca putrefacta. Esta ciudad hermosa, pero que odias: el destino donde te llevó su búsqueda, el viaje en pos de quienes mejor le conocieron.
Tras aquella noche, no lo viste. En tu corazón, sin embargo, estuvieron presentes los sucesos, las palabras, las vivencias. Volviste a tus trabajos. Pensaste, como lo pensaron quienes te rodeaban, que si lo que presenciaste fue cierto, y no engaño del diablo, el viejo Herodes habría acabado con aquel niño, un tiempo después. Pasaron los años y creciste. Casaste con la más hermosa muchacha que hayan visto los oteros, los valles, los sotos, las riberas, los ríos, las fuentes, los collados, los montes y los desiertos. No fue voluntad del Altísimo que tuvieras descendencia. A tus cuarenta y seis años, unas malas fiebres arrancaron la felicidad de tu costado. Fue entonces, cuando volviste a oír cosas. Sucesos que, al fin, te trajeron hasta este húmedo y tortuoso túnel, desde donde, intuyes, cruzarás a la otra orilla.
Una tarde, Amós, llegó a ti la algarabía incontrolada de Betania donde morabas, como siempre cerca de Jerusalén, de Belén, del Templo. Rumiabas las palabras del hombre semidesnudo, lo que aconteció unos días después, y esperabas, con la paciencia del pastor que deja que sus ovejas se alimenten el tiempo que sea menester. De nuevo por la intuición, saliste a la calle. Escuchaste, ¡Venid, ha resucitado a Lázaro!, El hermano de Marta y María, el que lleva cuatro días muerto y enterrado, está vivito y coleando, ¡Ha sido Jesús de Nazaret! Tu corazón latió con el mismo ritmo de aquella noche fría del mes de Tébet. No podía ser ¿O sí? En los últimos tres años, escuchaste su nombre asociado a sucesos maravillosos y a palabras hermosas, eco de lo que de niño se quedó esculpido en tu corazón. Sin impedimento alguno, sin otra razón para tu vida, saliste a su encuentro. Emprendiste veloz carrera a su búsqueda. Mas no lo encontraste, y la rauda persecución se tornó fatigoso y largo y tortuoso e interminable camino. Llegabas tarde a todas partes, incluso, cuando lo colgaron del madero, tú, que siempre habías estado allí, no estabas en Jerusalén, sino que bajabas a Galilea, porque alguien te informó mal. Pero todo sucedió para que siguieras sus pasos, lo intuiste entonces, hoy lo sabes con certeza, esta noche lo has constatado. Sabes que tu camino concluye en una mazmorra de Nerón, y anhelas hacerlo solo, que tu sacrificio salve a los demás hermanos, como hizo él, como haría cualquier buen pastor, y tú, Amós, eres un buen pastor; anciano, sí, pero buen pastor, todavía. ¿Qué otra cosa podrías ser, viejo Amós?
Cuando volviste a Jerusalén, ya conocido el grueso de su historia, buscaste a Cefas, a Andrés, a Santiago, a Juan, a Leví, a Natanael, a Simón, a Tadeo, al otro Santiago, su primo, a Felipe, a Tomás, a su madre, a las otras mujeres, a los demás discípulos, los buscaste por Jerusalén, por el Templo, por las calles, hasta que descubriste a uno que gritaba que había sido curado por mediación de Jesús de Nazaret, estabas cerca, pero no pudiste impedir que apresasen a Cefas. No llegaste a tiempo, aunque si lo hubieras hecho, no hubiera servido, pues no podrías haber peleado contra la guardia.
Ahora no ocurrirá así. Le salvarás. Treinta y cuatro años después, impedirás su muerte, si es necesario, con la tuya. Intentarás que con tu captura se conformen. Eres casi tan viejo como Cefas, quizá se confundan, quizá no sepan a quien buscan. O si lo saben, al menos, evitarás que se acerquen a él. Conoces mejor que ellos este laberinto y, mientras finges temor y finges cumplir sus órdenes, les conducirás por pasadizos que les alejen, y cuando se percaten, se habrán perdido, y Cefas y los demás se habrán salvado. Al menos, esta madrugada se salvarán, Amós.
Te equivocaste de camino. Lo cierto es que el enviado celeste no especificó, y buscaste el establo por el otro lado. Aunque el error no fue muy difícil de subsanar, al fin y al cabo, Belén no es Jerusalén, y las entradas no distaban de las salidas. Al final de la calle empedrada, una senda subía a unas grutas donde los habitantes de Belén guardaban sus animales y sus aperos. De una de ellas, brotaba un tenue claridad. No tuviste duda. Las últimas cien o doscientas zancadas las recorriste a toda velocidad, no como ahora, que cada paso supone despedazarte el alma. El cordero sobre tus hombros no pesaba. No volviste la cabeza, sabías que te seguían. A la entrada de la cueva, un hombre robusto, de tez morena y ojos brillantes no te impidió el paso. En silencio, dejó que cruzaras la abertura de la gruta, ficticia puerta. Al fondo, percibiste tibias vaharadas que adensaban el aire. Te acercaste. Haciendo caso del mudo gesto de silencio que te hacía con su dedo índice apoyado en los labios, de puntillas, aproximaste tu inquietud, tu ansiedad, tu impaciencia, tu exultante dicha. Allí estaba, dormido, un niño envuelto en pañales, su madre, tumbada a su lado, le calentaba con su cuerpo laxo y cansado y, escoltándolos, una mula y un buey impedían que el frío y la humedad de la piedra les alcanzara. Dejaste el cordero, y allí quedó, quieto, silencioso. Enmudeciste, contemplando el milagro de la vida durmiendo. No sabes, aún setenta años después, cuánto tiempo permaneciste perplejo ante el niño y la madre. Tu pequeña cabeza de pocos años no entendía.
En apariencia, os habían tomado el pelo. Sólo era un niño recién nacido envuelto en pañales. Un niño, como otros tantos centenares, millares o millones de niños: débil, indefenso, inútil, desvalido. Un niño que tendría hambre y sed y que pasaría las noches llorando. Te imaginabas al Mesías de otro modo, tal vez como el hombre semidesnudo había descrito: quizá poderoso, acaso armado, puede que dispuesto a luchar contra los que explotaban a los pobres. Sin embargo, el ángel o el enviado o lo que hubiera sido, lo había dejado claro, Un niño acostado en un pesebre y envuelto en pañales, y es lo que veías. Al fin, después de un rato, pensaste que tú no eras nadie para poner en duda los designios de Yahvé, que si él lo había decidido de ese modo, así debía ser.
Algo en tu interior retumbó, como dando la razón a esa idea. Amós, supiste la verdad, no lo dudaste, aunque no lo pudieras expresar, porque el misterio no se describe, o no sería misterio. Retumbaba tu corazón y temiste que su redoble, casi rugido emocionado, le despertase. Retumbaba en tu memoria la melodía celeste, y temiste que su recuerdo le despertase. Retumbaban las palabras del hombre semidesnudo y las del ángel, y temiste que el crepitar de su fuego luminoso le despertase. Retumbaban en tus oídos los pasos de tu padre y de sus compañeros, y temiste que el eco de sus descuidadas pisadas le despertasen. No sucedió. La madre sonriente y protectora te miraba y le miraba, te sonreía y le sonreía. El niño dormía, acostado en el pesebre, envuelto en pañales.
Están ahí, los oyes. Sabes que detrás de esa bifurcación, te toparás con ellos. Aparenta más calma de la que tienes. Juega las bazas que te obsequia tu edad, hazles creer que además de ciego y paralítico estás muy sordo, que entiendes mal el latín, peor que en la realidad. Pide al Padre que ninguno sepa arameo, que ninguno sea veterano de Palestina...
...
...Amós, lo estás logrando. Les tienes convencidos. Ahora es preciso que ninguno de los hermanos elija este camino y hayan huido hacia el Tíber... Se ponen nerviosos, Amós... Se han dado cuenta de que les engañas. Sí, viejo Amós, los soldados son observadores y se han percatado de que esta parte de los túneles se ha usado menos últimamente. Además, han perdido sus referencias. Te piden que des la vuelta y les guíes hacia la salida... Amós, tienen miedo... Sus voces te ensordecen, pero no te queda más remedio que seguir con tu papel de viejo sordo, aunque tu oído funcione mejor que el de los lobos... Eres valiente, Amós. No está mal, sentarte en mitad del túnel: si quieren caminar que caminen ellos, si quieren que vayas con ellos, que carguen con tu peso de viejo, ciego y paralítico. Lo más probable es que se pierdan, salvo que se hayan dado cuenta de esas pequeñas marcas que hay en algunas esquinas: peces, panes, corderillos, taus, o la ovejilla que acabas de dejar detrás. Será tu final, lo sabes... No auguras nada bueno de su espada. No te importa, viejo Amós. Al fin y al cabo, tus recuerdos no te los quitarán... Se impacientan... Mejor así. Prefieres una muerte rápida, que no la lenta por hambre y sed y frío; además, después de esta caminata por el intrincado laberinto oscuro y húmedo, te duele tanto el contumaz mordisco del lobo en las articulaciones que no sabes si aguantarás más tiempo... No ves...De pronto, no finges: no oyes, no oyes nada, Amós...
Sabes que ella, a la que amaste, está en la otra orilla y te espera junto a él, al que volverás a ver tras setenta años, toda una vida... Amós, viejo pastor, esta noche no dormirá, como aquella lejana y fría, luminosa y espléndida del mes de Tébet... Tu corazón retumba marcando como un viejo tambor, Amós, pobre pastorcito camino de Belén. Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Te cubre un cálido manto diamantino de música, y el mismo coro de voces desciende, se derrama, se dirige a ti, pone letra a la melodía que desquita el pavor amedrentado.

No, no te engaña tu oído.

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(1) Ab: Quinto mes del calendario judío. (Mitad de julio a mitad de agosto). Se refiere al incendio de Roma del verano del año 64, del que fueron acusados los cristianos, lo que provocó la persecución de Nerón, que acabó con el martirio en el año 67, entre otros muchos cristianos, de S. Pablo, degollado, y S. Pedro (Cefas), crucificado bocabajo.
(2) Nisán: Primer mes del año judío (Mitad de marzo mitad de abril). Se celebra la Pascua, por ello eran muy frecuentes las peregrinaciones a Jerusalén. El Templo era el centro vital de la Nación y se hacían múltiples sacrificios, pues los corderos que por prescripción de la Ley se comían en la cena pascual, se compraban y sacrificaban allí. Según estudios consultados, la mayoría de la cabaña ganadera (ovina y bovina) pertenecía a la familia del Sumo Sacerdote, lo que le aseguraba poder, riqueza y opulencia.
(3) Las noche se dividía en cuatro vigilias de duración variable, en función de la estación del año y, por tanto, de las horas de oscuridad.
(4) Recuérdese que Jesús de Nazaret nació en el año 6 antes de Cristo.
(5) Tébet: Décimo mes del calendario judío. Mediados de diciembre a mediados de enero.
(6) Técoa: aldea sita 9,5 Km. de Belén. (Libro del profeta Amós, capítulo 1 versículo 1).
(7) Abba: Papá, papaíto en arameo.


9 comentarios:

Amando García Nuño dijo...

Ellos, ambos, esperan a Amós en la otra orilla.
Hermoso canto para acompañar el viejo corazón-tambor del pastor.
Hermosa lección de lucha y esperanza.

Amando Carabias dijo...

Amando:
Muchas gracias por tu lectura y porque hay mucho de lo que resaltas en este relato.

Amando Carabias dijo...

Queridos amigos:
Hoy sale a la luz el relato probablemente más complejo de leer de todos los que he escrito con motivo de la Navidad.
Y no lo digo como virtud.
El desdoblamiento del monólogo interno en que una voz interior se desgaja de Amós y se dirige a él como interlocutor era un reto, al que le estuve dando vueltas durante algún tiempo.
También llevaba algunos años pensando en que era hora de ponerme a mirar el nacimiento en Belén, desde la perspectiva de los pastores.

Los pastores parecen un elemento decorativo del nacimiento, del belén, del pesebre (que cada uno le ponga el nombre), pero son los primeros en recibir la noticia.
Pero algo no se nos debe olvidar, la profesión de pastor (aunque fuera muy necesaria para Israel en aquellos tiempos) era considerada impura, por tanto los pastores eran impuros y, salvo que cumplieran con todos los ritos de purificación exigidos por la normativa, no podían entrar en el Templo o en las sinagogas. Es decir estaban fuera del circuito de los considerados como buenos ciudadanos, como ciudadanos piadosos. Me imagino que para la bienpensante sociedad -que la habría- sospechar que Yahvé iba a comunicarse con ellos era peor que pensar en una macabra broma.

La primera iconografía cristiana que representa a Jesús además del pez (una especie de criptograma, como sabéis pues en griego las letras que componen la palabra pez son las mismas que la palabra cristo) es la de un joven pastor imberbe llevando sobre sus hombros un cordero...

Una noche de noviembre de ese año, esa imagen vino a mí. Uní pronto aquel pastor con el pastorcillo de un belén, y recordé que hubo un profeta pastor, y me imaginé a un ser humano como tantos en la historia, como yo mismo ya entonces, a la búsqueda... Y para remate (y esto sí es pura inspiración que no sé de dónde me vino) el famoso villancico del tamborilero empezó a redoblar en mi corazón...

Anónimo dijo...

Me ha encantado descubrir este blog.

espero que te guste esta versión

Amando Carabias dijo...

Es una lástima que no te identifiques, para darte las gracias de un modo más personal. Es una versión muy agradable. Muchas gracias.

Amando Carabias dijo...

Otro amigo, esta vez muy próximo en lo físico, me ha vuelto a comentar aquello de las notas a pie de página que ya se había dicho en la entrada de "La Navidad de la madre de Jesús".
En mi equipo (tanto el de casa como en el de la oficina) no tenía el problema de edición que ocurre en los otros ordenadores.
Espero que ya haya quedado resuelto y que tantas palabras extrañas ya queden ajenas a vuestra lectura... Como si no hubiera bastante con las mías.

Flamenco Rojo dijo...

Como sabes ya había leído este cuento...hoy, me ha parecido interesantísima la explicación que haces al mismo en tu comentario.
Y a ver si se identifica ese anónimo jejeje...

Abrazos.

catherine dijo...

Del Bautista a las catacumbas... todo un camino.

Amando Carabias dijo...

Flamenco Rojo:
Es cierto que los textos literarios no se deben explicar. Cada lector los hace suyos con su propia lectura.
Pero en ocasiones, tampoco vienen mal algunas palabras del autor que puedan ayudar al lector.
En este caso, como andamos en familia y se trata de una especie de celebración navideña, las razones son aún más sencillas de entender.

Catherine:
Exacto: un camino, el camino... (¿el camino que lleva a Belén?) Toda la vida detrás de encontrar a alguien. A tientas, pero sabiendo que está. Oyendo cosas de él, pero llegando a destiempo a los sitios, o intuyendo. Y al final -en la vejez, en la ceguera de oído- quizá nos convezamos de que era verdad cuanto hablaban de él, aunque sólo sea un latido de corazón quien lo confirme.

Gracias por esa interpretación a tu lectura.