Jueves, veintisiete de octubre de 1988.
Casi atardecer.
La semana pasada no he escrito nada. La verdad es que creo que estoy cayendo en la monotonía diaria, y ya no me parece tan grave y tan repelente lo que hago. En fin, me imagino que el ser humano tiene una capacidad ilimitada para adaptarse a cualquier situación por degradante que ésta resulte.
Estas dos semanas -desde la última entrada que dejé escrita sobre tus páginas- no ha ocurrido nada destacable. Bueno, si es que no es noticia el que una joven de diecisiete años se haya follado a unos treinta y cinco, o cuarenta, o más, tíos en quince días. Que se haya pillado unas diez o doce breves pero intensas borracheras. El único día de la semana que no pruebo el alcohol es el jueves. Este día es el que utilizo para desintoxicarme. Creo que mi hígado explotará en cualquier momento. Pero, a pesar de lo que escribí semanas atrás, no voy a detallar cada encamada que tenga, sino va a parecer una historia pornográfica.
(Voy a ser mínimamente indulgente contigo, mamá. A estas alturas ya sé que la poli ni me busca, y si lo hace no me va a pillar, una llamada al tal Ricky bastaría, para acabar el asunto. Así que, mamá, has perdido la partida, aunque, probablemente, yo esté muerta. Cada vez, hasta los jueves y las mañanas de los viernes soy más Venus y menos Mila. ¡Qué se le va a hacer! Hemos perdido las dos. Aunque yo tenga posibilidades de resucitar).
Todavía era temprano para comer. Me he paseado despacio por la calle ajetreada, como siempre. Hoy hace un día de octubre sereno, brillante y frío, como una piedra preciosa ensartada en el brillante oro. Las calles están repletas de vendedoras de flores: crisantemos, gladiolos, claveles, lirios, azucenas, claveles, margaritas, rosas, claveles... Es un festival de colores para la vista. Lo que no termino de entender es que toda esta borrachera de luz y color sea para recordar a nuestros muertos. No sé si pretendemos disfrazar la muerte de carnaval para hacerla menos dolorosa y aterradora, o lo que hacemos, es respetarle tanto, que le entregamos lo más hermoso que tenemos a nuestra alcance. Eso sí, y casualmente, también perecedero, y tan rápidamente perecedero...
Un estremecimiento me recorre al contemplar a las mujeres, fundamentalmente mujeres, que se aprovisionan de multitud de ramos mien-tras un lágrima incolora palpita el borde de sus ojos. Comprar estas flores, adecentar las tumbas, es recordar y traer a nuestro presente a los que quisimos y nos abandonaron, rompiéndonos el corazón, o al menos un poquito de él.
En casa seguro que se está empezando a preparar la excursión al pueblo para limpiar y decorar la tumba de la abuela. Es obvio decir que se trata de la abuela materna; los abuelos paternos es como si nunca hubieran existido. Parece que papá nació por generación espontánea o algo así. Muchas veces, sobre todo de niña, he acompañado a la familia cada uno o dos de noviembre hasta el cementerio del pueblo.
Lo recuerdo como un día triste, normalmente frío y soleado. Un día que se parecía mucho al de hoy. Aunque también recuerdo días lluviosos, grises, plomizos o días de cellisca y viento afilado que golpeaba mis infantiles mejillas. El cementerio del pueblo del abuelo es pequeño y muy cuadrado, situado a los pies de la nave central de la iglesia. De hecho la puerta del poniente del templo desemboca en el camposanto.
Ese día, era de los pocos del año en los que el abuelo se hacía mínimamente humano. Cuando tuve doce o trece años, no recuerdo bien, intuí que si mi abuela hubiera vivido más tiempo otro gallo nos habría cantado. No sé por qué, pero creo que ella fue otra víctima del sectarismo de mi abuelo, pero el caso es que la debió amar con locura. La verdad es que murió muy joven, cuando mamá tenía unos diez años. Nunca hablan de ella, pero siempre he oído al abuelo decir una cosa sobre ella.
—Desde que murió tu abuela, jamás, ni por un segundo, he pensado en casarme con otra mujer, y ten por seguro que no me han faltado ocasiones.
Esto último nunca lo he dudado. Lo cortés no quita lo valiente.
Cansada de tanto deambular, sin darme cuenta, he acabado frente a la cafetería donde pasaré la tarde. Era demasiado temprano para entrar allí. No quería que mi estudiante camarero rubio se acostumbrase a mí. Así que he desandado parte de la caminata y me he sentado en un banco bajo un platanero. Era el único asiento con respaldo en un amplio trecho de calle. Aunque estaba ocupado por un anciano, he optado por sentarme allí. Así que, sin más miramiento, le he preguntado si le importaba que me sentara a su lado.
Ni se ha inmutado. Juraría que no me ha oído. Le he vuelto a preguntar, y como ha seguido imperturbable, he optado por acomodarme y dejarme mecer por el dedo dorado y cálido que acariciaba mi rostro entre hoja y hoja.
Después de pasar unos minutos con los ojos cerrados, con mis pensamientos vagando entre nubecilla y nubecilla, me he percatado de que el viejecillo seguía tal cual. Incluso he llegado a dudar si respiraba o no.
Era un anciano encorvado, delgado, con cara casi rómbica y cuarteada. Vestía de pana negra, abrigo negro, zapatillas negras, cachaba negra (pues la cachaba parecía parte de su indumentaria) y bufanda, a pesar del sol, increíblemente carmesí. La suya era una mirada perdida en el pasado. Era como si sus pupilas blanquecinas ya, mejor dicho, decoloradas de tanto acechar la vida, escrutaran su pasado, o su interior... Es como si otearan su pasado enraizado en las propias entrañas. Nada de lo que le circundaba parecía ofrecerle el más mínimo interés. Ni el esplendor de la luz de este mediodía otoñal, que parecía adelanto insospechado de la futura y lejana primavera sobrevenida repentinamente. Ni la fragancia proveniente del inevitable y cercano puesto de flores para muertos. Ni la escucha de los piídos intensos de los gorriones. Ni el bullicio de los chiquillos a la salida del colegio que aniquilaban el silencio presentido. Ni los arrumacos de las jóvenes parejas apasionadas, que de vez en cuando pasaban junto a nosotros. Ni el torpe caminar de otros ancianos ávidos de sol...Me ha parecido una mirada que pretendía abrazar el pretérito, que buscaba, retener aquellos recuerdos que le asaltaban. Pretendía, aca-o, rescatarlos del rincón sinuoso del cerebro donde martilleaban últimamente y hacerles realidad incluso física. Y todo lo demás era sueño. Sus recuerdos eran el presente, lo real, lo tangible, el resto, incluida su joven acompañante de banco, éramos meras ilusiones, acaso futuribles de su imaginación.
Me he preguntado por qué vericuetos andarían sus pensamientos, y la verdad, no he llegado a ninguna conclusión.
Me he levantado para irme a comer, y ante la inmovilidad de aquel hombre le he apretado el hombro, como hubiera deseado hacer con mi propio abuelo. Ha seguido impertérrito.
Tras mi menú tradicional de los jueves: plato de lentejas estofadas, filetes de pechuga de pollo empanados, flan y una infusión de poleo, me he dirigido a esta cafetería.
La verdad es que no sé que escribir, todo es lo mismo. Incluso los días que pretendo que sean distintos se convierten en rutina. Ya es monotonía y rutina el acostarme con dos o tres, cuatro algunas veces, tipos cada noche. Ya es rutina achisparme cada noche. Ya es costumbre mal comer. Ya es norma el teñido del cabello cada semana. Ya es obligación el viaje en la furgoneta que nos lleva del piso al local y del local al piso. Ya son normales otros cuerpos de otras chicas. Ya es rutina, en fin, este café.
¿Estoy viva o soy rutina?
Continuará...
7 comentarios:
Amando me han gustado en el capítulo de hoy las descripciones...
Mila, parece hastiada...monotonía, rutina...¿estallará?
Un abrazo.
Parece que, este día, Mila lo ha dedicado a saborear con nostalgia anticipada cada momento y cada sitio. Sabe que ya nada será igual, por más que sienta ahora la rutina. Me emociona el apoyo de su mano en el hombro del anciano, como si hubiera sido su abuelo.
Una vez más sabes como hacernos sentir la intriga soterradamente.
La novela será todo lo dura y escabrosa que anuncias, pero es una belleza para los sentidos, al menos así lo siento.
Besos del sur, que buena falta te harán, con la que está cayendo en Euritmia.
Como dice Flamenco las descripciones son magistrales, parece de entrar en los lugares y seguir cada paso de Mila.
A pesar dela rutina que siente Mila en cada acción que hace, el solo hecho que ella misma piense que nada será igual y que a pesar de todo se preocupe por quien le pasa o le está sentado al lado, demuestra que aún puede decidir quien ser... hasta cuando? lo veremos en el próximo capítulo, no?
Un abrazo, Amando.
Leo
Confirmo lo que ya han escrito otros comentaristas un verdadero placer leer las descripciones.
La niña, bueno, cada cual tiene sus razones, vamos a ver si su inteligencia es superior a su aparente destino. Un fuerte abrazo.
Comparto con mis compañeros el placer de las descripción es de Madrid en detalles.
Pero de este capítulo y en relación a la historia que estamos leyendo , vislumbro un cambio quizás sutil perobmuy importante: por primera vez hAy un cambio en las emociones que siente Mila hacia su familia. El análisis de las flores que nos ponen en contacto con los que se hN ido y la asociación de ideas con otros diAs de difuntos la llevan a reconocer a un abuelo que amo mucho y a una madre que quedo huérfana en la preadolescencia.
Veo una pequeña fisura en la coraza emocional de Mila, sobre todo en relación con su abuelo, como nos insinúa el autor en su caricia al anciano.
El texto esta lleno de detalles que podrían comentaras como por ej la gran sensibilidad de Mila (favorecedora de su vulnerabilidad) y su gran inteligencia que la permite verse a si misma como observadora neutral...
Mucho mensaje Amando . Casi uno en cada frase.
Gracias. Y un abrazo constitucional y purísimo A.
La rutina. Ya seas funcionario, médico o puta, la rutina nos come.
Coincido con el resto de comentaristas: qué delicia de descripciones. Qué envidia esa capacidad para analizar y plasmar una ciudad o un personaje que se cruza en el camino de la protagonista.
Chapeau!
Bueno, pues yo voy con retraso por problemas de sulud, pero prometo cogeros. Coincido con lo que ya esta dicho... Pero tambíen pienso en los cuarenta en copassss... Ay madre que tos... eje eje... Un poco de humor ayuda a curar mi resfrido, debo reirme un poco, pues la vida está llena de, como dice Flamenco con mucho acierto, monotonías estrelladas. Amando, Muy beno este capítulo. Besos para todos. Ser muy felices.
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