—Cuéntanos, Gabriel, ¿es
como parece?
La luminosa
sonrisa de Araziel acompaña su pregunta; es como si dijera, Me habría encantado
acompañarte a Nazaret. La música de su voz, incomparable con cualquier cadencia
conocida, se ajusta a su nombre, Melodía
de Dios, como un guante de piel se acopla a la mano. Tiene, frente por
frente, el resplandor áureo y esmeralda de Gabriel que sonríe feliz. Junto a
ellos, ávidos de noticias, escuchan Ariel, Jezalel, Metatrón, Bariel y Assaliah,
además de Uriel.
Recién llegado
de Nazaret, Gabriel mira a los demás antes de responder. Le llena de
satisfacción haber sido enviado con tales encargos. En seis vueltas completas
de la Luna alrededor de la Tierra, ha entregado mensajes divinos a dos mujeres.
La dicha del deber cumplido se trasluce en la respuesta.
—Pues sí,
Araziel, la joven María es tan maravillosa como siempre nos ha parecido—.
Mientras observa a los demás continúa. —Mejor dicho, mucho más: dulce y firme;
humilde y curiosa; alegre y seria; pura como la brisa de la primavera que
transporta, al mismo tiempo, el fruto y el perfume de las flores, la humedad de
la lluvia, los primeros calores del estío y los últimos fríos del invierno, lo
pasado y lo futuro.
En realidad no
los mira, los traspasa con sus ojos y retorna a la remota aldea, quizá esté
reviviendo el encuentro mientras lo cuenta. Tras un suspiro de satisfacción,
Gabriel concluye
—Sí Araziel,
parece que nada de lo de fuera le pueda hacer daño, a pesar de su aparente
fragilidad... Dios creó una maravillosa criatura, hay que reconocerlo.
Uriel
interviene, a pesar de la situación en que se encuentra. Parece que se siente
obligado, no quiere seguir pasando desapercibido.
—Y de la
vieja, ¿qué cuentas?
Al escuchar la
voz dolida del otro arcángel, Gabriel se siente incómodo. Últimamente, no
sabría decir desde cuándo, Uriel está de peor talante. Parece que cierta
envidia le corroe, que un sentimiento de inutilidad le invade. Quizá se sienta
desplazado por Miguel, por mí mismo, incluso por Rafael, piensa Gabriel. Anda
Uriel inquieto, como dolido. Aunque estas emociones sean de difícil encaje en
el ánimo angélico, no debe extrañarnos pues las cosas, ni son tan sublimes, ni
tan distintas de las nuestras. Gabriel, que sospecha esa turbamulta de
sentimientos, lo trata con paciencia y delicadeza. Le sonríe como mejor sabe,
y, ciertamente, Gabriel sonríe muy bien.
—¿Te refieres
a Isabel?
Uriel asiente.
Su resplandeciente rostro, como de oro blanco recién bruñido, que en el momento
de su creación le dio el nombre, Luz de
Dios, se clava en el del otro arcángel. No culpa de nada a Gabriel, al fin
y al cabo, cumple con el mandato; sabe que ha de moderar el ímpetu que le
obceca. El resto de ángeles percibe que la tensión aumenta. Notan que Uriel lo
pasa mal; pero no hacen cuentas de por qué el Padre parece haberlo olvidado. Es
asunto del Creador. Gabriel suspira. Como los demás, necesita que Uriel torne a
ser el de antes, el valiente y decidido Uriel; el exigente Uriel que cumple
toda orden de Dios a pies juntillas, incluso con demasiada rigidez, sin
flexibilidad, con la voracidad propia del fuego, ora destructor, ora purificador.
Gabriel, mostrando de nuevo la inmensa seducción de su sonrisa, responde al
gesto mudo.
—Mira, Uriel,
Isabel, la vieja, como tú dices, es otra gran mujer que ha sufrido mucho en sus
años de vida.-- Durante unos instantes calla. Se le ha ocurrido algo que,
quizá, haga reflexionar a Uriel. —Dios lo ha permitido para manifestarse con
mayor fuerza.
Sus ojos se
iluminan con más intensidad, como si descubrieran el secreto mejor guardado.
—Fijaos, una
mujer tan mayor, esposa de un sacerdote del Templo, nada menos, y estéril ¡Qué
vergüenza!; pues ahora, y todo porque quiere el Altísimo, queda encinta. ¿No te
parece, que es mejor no juzgar al Señor? Aunque seamos superiores a los
humanos, y estemos cercanos a su Presencia, sus caminos no son nuestros caminos,
nuestra inteligencia y nuestros deseos son inferiores a los suyos, a veces, su
voluntad no coincide con nuestros anhelos.
El aludido
resopla. Desaparece de la reunión. Bien sabe lo que Gabriel ha querido decir.
Pero no deja de pensar en lo mismo. Cada día es un tormento. Nunca se ha sentido
así.
Uriel se ve
desplazado, olvidado, como si hubiera desaparecido a los ojos del Todopoderoso.
Aunque sea uno de los arcángeles del Señor, aunque haya tenido tanta importancia
en las batallas contra las huestes de Lucifer, aunque luchara con Jacob, aunque
sea Luz de Dios, aunque sea como Miguel, Rafael y Gabriel, vaga perdido, sin rumbo,
inactivo, desalentado.
Acaso que sus
ojos miren con aire melancólico y furioso la morada del Altísimo, un poco
alejada de donde se encuentra. Como otras tardes, la duda le conduce al sufrimiento.
Cada día, al ocaso, se aleja de todo serafín, querubín, trono, dominación,
virtud, potestad, principado, arcángel o ángel, en fin, de cualquier criatura
angélica que le distraiga. ¿Por qué me margina?, se pregunta frente al sol
vespertino. El silencio insondable del infinito responde. El atardecer, el que
nosotros contemplamos, le entristece más. No se rebelará, pues su pasión por el
Altísimo se lo impediría; Yahvé es justo; pero no le entiende. Pocas veces una
criatura celestial ha estado tan próxima a los humanos cuando nos sentimos
abandonados, y desesperados, y lanzamos miradas cargadas de odio a la
divinidad.
Su profunda
voz de timbal podría ser oída, mientras recorre la leve raya del horizonte,
camino del olvido “¿No dijo que sería su Luz, que estaría en su Presencia, que
disfrutaría de Él, de su amor, como un serafín? ¿No dirigí al pueblo por el
desierto? ¿No marqué a Jacob, su predilecto, como el elegido? Y ahora, cuando
llega el momento más importante, el comienzo de la última batalla, no existo”.
Sus palabras son acusaciones, afilados cuchillos clavados en mitad del
infinito, relámpagos de desesperación. “Todo lo fía a lo que digan un par de
mujeres que viven en dos villorrios desconocidos; decide encarnarse y lo deja
todo en manos de Gabriel, ni siquiera Miguel, con su flamígera espada pinta
nada en esta historia”.
*
No
se sabe
cuándo (algunos comentan que en el segundo día de la creación, otros que en el
sexto, unos pocos no saben y al resto no le parece relevante), Lucifer, el
ángel preferido de Dios, por orgullo, por soberbia, por envidia, por lujuria,
por todo junto, o por lo que fuera, desobedeció a Dios, y se rebeló contra él
con la intención de arrebatarle el poder, de ser como él. Un tercio de las
huestes celestiales, según dicen los cronistas mejor documentados, siguió al
ángel de la luz. Se entabló cruel batalla. En la fratricida confrontación,
destacó Uriel, quien, junto a Miguel, expulsó a Lucifer, haciéndole caer hasta
las ignotas profundidades del averno. Fue por entonces cuando Uriel se ganó un
prestigio en la Corte Celestial. En aquellos días, se erguía gallardamente ante
sus compañeros. Era llamado a la presencia del Señor. Siempre estaba dispuesto
a obedecer cualquier orden. Su voz atronadora cruzaba el infinito. Era temible
aquella voz, porque, tras ella, llegaba su brazo firme y poderoso ejecutando
con su llameante espada las órdenes del Señor sin compasión, casi con odio,
casi con venganza. Un tiempo después, el Señor que todo lo alcanza, hasta los
íntimos secretos de los ángeles, pensó en cómo cambiar la conducta de uno de
sus lugartenientes preferidos. Tanta arrogancia molestaba a Dios, porque muchos
humanos confundían aquellos actos y pensaban que Yahvé era un cruel tirano
sanguinario. Cuando tuvo su plan trazado, se sintió satisfecho. Pero con un
cierto temor, dado que había un riesgo inherente.
Los planes de
Dios suelen tener un problema, una debilidad (precisamente ahí radica su
grandeza): han de ser aceptados por las criaturas que disponen de voluntad.
Como con los seres humanos, era necesario contar con el libre albedrío de los
ángeles. Al principio, le salió mal, y su amado Lucifer hubo de ser arrojado de
su presencia; después, volvió a salir mal y Adán y Eva, hubieron de ser expulsados
del Paraíso por los serafines; otra vez salió mal, y Caín vaga por la faz de la
tierra con la señal del asesino firmemente asentada en su frente; más tarde,
salió mal y los Vigilantes se mezclaron con las hijas de Eva creando monstruos
horribles, que intentaron llegar hasta la morada de Dios, por lo que hubo de
enviar el diluvio. En tantas ocasiones los proyectos de Dios se iban al traste,
que éste que tramó para Uriel, al socaire del pensado para salvar al mundo, era
igual de arriesgado. María le había respondido y lo importante estaba a punto.
En el fondo, que el arcángel Uriel aceptara, o no, su parte en aquel complicado
engranaje, no era trascendental; pero sería tan hermoso.
*
Mientras la noche
camina hacia su cenit, Uriel vaga por el universo. Recuerda con añoranza los
días en que se le tenía en cuenta. Cuando los momentos de desesperación crecen,
aprietan con tal fuerza que pierde el resplandor de su rostro, y siente, o desea
sentir, que se aliaría con Lucifer. Allí sería alguien. Pero no bien lo ha
pensado, una punzada dolorosa lo atraviesa. Mira en torno y respira aliviado,
pues nadie a su vera intuye sus pensamientos. Se desespera. No se resigna al
olvido, no es su condición. Pero es tal el amor por el Creador, que no puede
hacer otra cosa. Acaso esperar, soñar acaso.
Esta
madrugada, una entre tantas, en su desesperada rutina, ha intuido el peligro.
Ha sentido una vibración especial. Percibe que en Nazaret algo interfiere. El
plan de Dios podría quebrarse. Un movimiento imperceptible en las huestes de
Lucifer: Puriel se acerca a José. Mucho han tardado en ponerse en
funcionamiento.
[Puriel, ángel
hermoso e inteligente, en la batalla en la que Lucifer fue arrojado del Edén,
tomó partido por su bando. Desde la caída, es lugarteniente de Satán. Su misión
más importante es atormentar las almas humanas con terribles y crueles
interrogatorios].
Uriel, vigía
nocturno a su pesar, entra en acción. El fuego de la pasión lo devora. No tiene
tiempo de acudir a Dios. Ha de actuar con prontitud pues, de lo contrario,
Puriel ocasionará un daño terrible en todo el plan divino. Debe de contrarrestar
los efectos de su acción silenciosa, mas repleta de veneno. Conociendo las
artimañas de Satán y sus seguidores, ha de empezar de inmediato, o cuando lo
haga, será tarde. Pero, él no puede acercarse ahora. El movimiento sería
detectado de inmediato por los vigías de Leviatán, sin duda al acecho. Debe de
ser sagaz y emplear sus mismas armas. Inquieto, busca un ángel que pase
inadvertido. No muy lejos, encuentra a Ariel, León de Dios, y lo envía raudo donde duerme el buen José. Si ha de
actuar con cautela y prontitud, con agilidad y velocidad, nada mejor que un
león.
Por unos
instantes, mientras Ariel viaja a Nazaret, el arcángel duda. No sabe si actúa
bien o mal. Quizá usurpe un papel que no le corresponde. Quizá vaya demasiado
lejos en su afán de protagonismo. Está tomando decisiones que probablemente
competan al Creador. Decide que, en cuanto retorne Ariel, irá con toda la información
a Dios mismo. Ésta será la oportunidad
para descubrir si le tiene en cuenta, o ha entrado en el olvido absoluto.
Se impacienta,
no sabe si la misión habrá sido peligrosa para el ángel, pues siente las
vibraciones de la presencia del enemigo; pero, en fin, está hecho. La noche
avanza calma, algo fría. Allá abajo, observa, no acontece nada especial. Ariel,
cual felino astuto, apenas es perceptible, sólo Uriel, y porque sabe de su
presencia, distingue la energía, levemente argentina, que dimana desde su
interior. Se tranquiliza.
Al poco, como
se ve no hubo tanto riesgo, Ariel le cuenta lo que ha descubierto. El pérfido
Puriel ha trazado un plan realmente bien elaborado, digno de toda la fama de
astucia y engaño del averno. Ha sembrado en el sueño de José la simiente de la
duda. En este preciso instante José cree que la joven María lo ha engañado. Ha descubierto
su embarazo. Conclusión: la joven le ha traicionado y ha de repudiarla.
Uriel
comprende el terrible alcance de la maquinación. Para una mujer anawin [1], como la
muchacha, que será madre en unos meses, el repudio (legal por otra parte)
supone entregarla, o casi, a los brazos de la muerte..., a ella, y a su progenie.
El arcángel se
inquieta. Si prende esa idea en José, todo irá al traste. Es un plan muy hábil,
sin despliegue de medios. Es un plan digno del primer ministro de Lucifer,
digno de Mefistófeles, más que de Puriel. Urge un antídoto. Los radiantes ojos
de Uriel recorren el cosmos. La noche se acaba. El sol está por cruzar el horizonte.
José está a punto de despertar. Tendría que hacer algo. Se le ocurren mil
posibilidades. Duda. Ariel se sorprende. Desde el principio, ha sido uno de sus
mayores admiradores. Siempre ha comprendido, que tras de la inflexibilidad a la
hora de llevar a la práctica los encargos del Señor, palpita la loca pasión, el
amor ardiente al Creador que lo devora. El olvido al que le somete no se
explica fácilmente. Ariel, por fin, ante el estupor que le produce el silencio,
habla
—¿Por qué no
vamos donde Yahvé, y que decida? No te preocupes por el tiempo, José es bueno,
y no actuará muy rápido; primero sopesará cada cosa—. Ariel guiña un ojo cómplice
al arcángel— Me parece que está muy enamorado de María, y por lo que sé de la muchacha
no me extraña.
Uriel asiente
algo confortado. Puede que tenga razón este rubio león, se dice.
*
Formalmente, por decisión
divina, Uriel tiene acceso a la Presencia divina en todo momento. Además de ser
arcángel, ha actuado como serafín, al igual que Miguel, o Gabriel.
Pero, a veces,
las cosas no son sencillas. En estos momentos, ha de convencer a los serafines
que ocupan su puesto. Uriel abandona la arrogancia que lo caracteriza, al menos
hasta ahora, y se dirige humildemente a Camael.
—Es urgente
que me presente a Yahvé, algo muy grave sucede en la tierra; algo que puede
afectar a los planes que tiene previstos para su encarnación en la joven María.
Camael,
cubierto por las ardientes llamas del amor divino, mira a Uriel compadecido.
Ante la apariencia anhelante y descompuesta del arcángel, acepta...
… Uriel
tiembla gozoso en la presencia de Dios. Hacía tiempo que no sentía la fuerza
del amor divino sobre sí. Se estremece, diminuta hoja, apenas brote, acariciada
por la brisa vivificante. Percibe con nitidez que su rostro se ilumina más intensamente
ante Él. Una llama inflama su interior. La hoguera amenaza con atravesarlo y
destruirlo; mas es fuego reparador, dicha inefable, el que anhelaba hace
tiempo. El canto seráfico lo envuelve todo. La inmensidad infinita aclama a
Dios. Inmerso en la Llama de Amor, no sabe a qué ha ido, qué le ha llevado
allí. La voz del Padre le saca del arrobamiento
—Uriel, Luz de Dios, ¿qué deseas?
La voz atronadora,
aplaca la indecisión. El arcángel habla con serenidad. Yahvé escucha. Tras unos
instantes de silencio, satisfecho, porque su plan encaja hasta en los mínimos
detalles, decide seguir dando la iniciativa al arcángel.
—Por tu
valentía, porque, aunque te abandone, velas por mí, porque te arrebata la
pasión por mi causa, decido que te encargues de José, y te envío a su
presencia.
Uriel siente
una punzada de felicidad muy adentro. Espera algo más concreto. Yahvé sigue
hablando
—Solo hay una
condición: quien conociere tu acción, hable de misericordia, no de venganza, ni
siquiera de justicia.
Y con una
sonrisa divina, despide al arcángel.
Remiel es
experto en misericordia: poner el corazón en el dolor, en el sufrimiento, en la
agonía. Dios ha hablado de misericordia, hasta este ángel hay que ir, aunque
tiene trabajo doblado. Demasiado sufrimiento en todas partes.
Uriel sabe que
cuenta con poco tiempo, que, aunque, como dice Ariel, José sea justo y piense
las cosas con calma antes de decidir, no puede demorarse. No puede dejar que
transcurra otra noche. Otro sueño dirigido por Puriel sería definitivo en los
planes de Yahvé. Porque José es piadoso y firme creyente en Dios, creerá que el
sueño es aviso de ángeles. Las hordas infernales pueden eso, y más. Cada vez
que recapacita, más perfecto le parece el plan. Aunque le esté mal reconocerlo,
es un plan digno de los ángeles. Sólo de pensarlo, un escalofrío le recorre. Se
pregunta si en su interior no anidará el deseo de acercarse a las huestes de
Lucifer. Un negro pensamiento palidece su rostro. Mejor que no piense, se dice.
En otro
momento, no mucho tiempo atrás, hubiera actuado con contundencia y suficiencia,
pero las palabras de Yahvé han sido claras y precisas. El arcángel no para de
darle vueltas al asunto. A la misericordia, o, mejor dicho, a la falta de misericordia,
debe Uriel su destierro de los planes divinos.
—Y ahora —se
dice el arcángel del áureo rostro—, me da otra oportunidad.
Así que ha
decidido, desde el primer momento, acudir a Remiel, para pedirle consejo.
Como casi
siempre, el ángel de la misericordia está ocupado en resolver algún dolor que
conturbe a alguien. Uriel observa con envidia la mirada de ternura que dirige a
los humanos. El arcángel se impacienta.
—Perdona que
te interrumpa, pero algo urgente me trae hasta ti.
Remiel le mira
sorprendido. Es la primera vez que este engreído se dirige a él. Uriel se da
cuenta de la sorpresa y continúa.
—Como sabes,
el Padre se ha encarnado en el seno de la joven María, después de que aceptara
la propuesta que le hizo mediante Gabriel.
El ángel
asiente. El tema le interesa. Tiene mucho trabajo entre los anawin y conoce más que de sobra a la
muchacha, y como no, a José. Hace algunos años, según la medida humana, recibió
el encargo del Altísimo de proteger y mimar con dedicación a esos jóvenes. Ante
la mirada complacida de Remiel, se tranquiliza y prosigue.
—Pues bien,
anoche el mismísimo Puriel, se coló en los sueños de José para que repudie a María,
pues ha quedado encinta antes de consumar el matrimonio[2].
El ángel se
sorprende, por la noticia, y por quién se la da. El arcángel no para.
—Anoche
observé el movimiento de Puriel, y envié a Ariel para que me informara.
Remiel se
debate en un doble sentimiento. Por una parte, un amargo regusto a culpabilidad
lo inunda, pues él debía de haber descubierto ese movimiento, ha descuidado el
mandato; a la vez, se intriga
—¿Qué pinto en
este asunto?
Uriel sonríe.
—Hace un poco
he ido donde el Creador a contárselo, y dice que me encargue de resolver el
problema; pero ha puesto una condición: que cuando se hable de esto, se hable
de misericordia, no de venganza, ni de justicia.
Ahora es el experto
en misericordia quien sonríe satisfecho. Uriel ve esa sonrisa, y, a su pesar,
sonríe también. Efectivamente, muchos entenderán que sus actos de antaño han de
cambiar. Quizá por ello, Yahvé eligiera a Gabriel y no a Miguel. Quizá por
ello, no me haya elegido a mí desde hace tiempo, piensa. Concluye su discurso
—Necesito que
me des alguna idea, y pronto, muy pronto, pues he de impedir que Puriel vuelva
a colarse en los sueños del buen José esta noche.
El ángel le
observa con atención. Intuye que el Padre desea que el propio Uriel descubra el
camino a la misericordia. Entiende su urgencia, comprende el riesgo, pero más
riesgo ha tomado Yahvé, y no le enmendará la plana.
—Por lo que me
dices, el Padre te envía para que actúes no siendo tú mismo, sino siendo su
fiel mensajero. —El arcángel lo mira extrañado. Éste me meterá en otro lío,
piensa. Remiel continúa. —La misericordia es poner tu corazón en el sufrimiento
del otro, eso es lo que te pide; sólo tienes que hacer una cosa, anuncia su
mensaje, sé fiel a su Palabra.— El ángel mira con determinación a Uriel— Estate
seguro, con eso bastará: manifiesta su verdad, coloca en la duda de José, tu
fe, el resto será su voluntad.— El arcángel no entiende del todo las palabras
de Remiel. El ángel lo mira con largueza y le advierte amistosamente —No
entables batallas, ni obligues a la voluntad de José; con eso será suficiente;
recuerda que en todos los planes de Yahvé está la libertad de los otros, incluso
la nuestra.
El arcángel
marcha, casi se diría que huye, de la presencia de Remiel. La cosa se complica.
La primera idea que había tenido era impedir que Puriel entrara en el sueño de
José de la forma que hubiera sido. Después, entraría él, y le convencería,
también como hubiera sido, de que todo era un engaño. Pero, a lo que se ve, los
caminos de Yahvé no van por ahí. De pronto, se nota muy cansado. No dispone de
tiempo, casi no tiene fuerzas para acometer su labor.
Ariel, de
nuevo, está a su lado
—¿Cómo te ha
ido la visita a Remiel?
Uriel lo mira
con resignación
—Mal, muy mal;
las cosas se complican; creo que Yahvé hizo muy bien en no contar conmigo para
ninguna de estas misiones, no valgo para esto de la misericordia; lo mío es la
justicia.
Ariel mira al
arcángel
—¿Por qué te
preocupas tanto? —Uriel se extraña de la pregunta. El ángel, apasionado como un
león, prosigue con su razonamiento. —Si la verdad está de nuestro lado, nada
más simple que la verdad. Si te han dado una oportunidad, no la desaproveches,
haz lo que te han dicho.
Uriel asiente
y traza su plan. Antes de que llegue Puriel, él habrá entrado en José y le
habrá contado la verdad, sólo eso, por mucho que le cueste, después José será
quien decida.
*
Zafiel lo
acompañará. Hubiera sido una locura bajar solo. No sabe del tiempo del que
dispondrá y necesita de alguien que vigile. Cuentan con la casi segura
aparición de Puriel, en cuanto que las sombras se apoderen de la Tierra. Ariel
no reúne las condiciones que necesita hoy. Zafiel ha acompañado a Uriel en más
de uno de sus encargos. Zafiel es silencioso como una sombra. Zafiel, Espía de Dios.
Cuando llegan
a la casa del hombre, descubren que la pobreza es aún mayor de la imaginada. No
es su primera visita a la Tierra; como ya se ha dicho, los ángeles tienen
trabajo más que sobrado. Como también se ha dicho, Uriel libró duro combate en
esta tierra de Israel. Como es de suponer, Zafiel, por su propia condición de espía,
se habrá infiltrado en muchas ocasiones en territorio humano. Conviene que no
se olvide que el escenario de la batalla entre las huestes angélicas y las
luciferinas, es el alma del hombre. Uriel nunca antes ha estado en Nazaret y
observa con asombro la paupérrima vida del villorrio incrustado en las paredes
de una montaña.
La
contemplación de esta pobreza le induce ideas extrañas. Ideas inauditas. No entiende
a Dios. Lo ama con verdadera pasión, pero no lo comprende. Piensa si no habrá
otro rincón del planeta en el que haya de encarnarse. Si le preguntara a él, no
lo dudaría: el Templo de Jerusalén rodeado de todo el esplendor y el boato, de
toda la belleza del culto, con el Sumo Sacerdote cubierto de sus lujosos
vestidos de gala, en el Sancta Sanctorum, junto al Tabernáculo, recibiendo anonadado
al mismo Dios hecho hombre. Pero la elección de Yahvé lo trastoca todo. Primer
fiasco: Galilea, no Judea, con la fama de díscolos y sediciosos, brutos y
separatistas, que tienen los galileos, menos mal que no ha sido Samaría;
segunda sorpresa: el momento inoportuno: Herodes enfrentado con el Gobernador
romano, lo que deja a Galilea en precaria situación frente a las legiones
invasoras; tercera conmoción: el lugar; nadie conocerá este puebluco; cuarto
desconcierto: los protagonistas de la historia, ni reyes, ni sacerdotes, ni
nobles; una pareja sin nada, que vivirán de milagro. Uriel derrama sus ígneos
ojos y sólo observa pobreza, miseria. La cueva (¿qué otro nombre dará al lugar?)
en la que habitará la joven pareja es fría, húmeda, sombría; el hombre vive de
su habilidad manual, acaso sea el carpintero, el albañil, el herrero del
pueblo, unas cuantas familias. Unas pocas tierras difíciles de cultivar en
pleno terreno abrupto, como si alguien desesperado lo hubiera fabricado a
hachazos gigantescos. Uriel mira y remira, y por más que lo hace, no encuentra
la explicación mínimamente plausible. De todos los caminos posibles, Dios ha
escogido el más difícil. Se encoge de hombros ante la perspectiva, pero intuye
que si Él lo ha decidido será por algo. Si ha optado por llegar al límite de la
humildad, será que ha perfilado toda la estrategia. Barrunta Uriel que muchos
quedarán en el camino, que no entenderán, que no lo verán, mejor dicho, verán
un pobre, desposeído de todo, que se arrastra por la faz de la tierra. Cada
cosa que sus ojos centelleantes contemplan, lo llena de la misma sensación,
pero, por extraño que parezca, dentro de él cala la confianza en que este
camino será, a la larga, el más sólido.
La tarde
declina lentamente. Faltará muy poco para que José regrese, probablemente
cabizbajo, probablemente con un deforme gurruño de ideas en su cabeza. Casi
seguro que a esas horas del atardecer la melancolía melle su corazón, maltrecho
desde la madrugada anterior. Casi seguro que su estómago esté pegado a la
espalda. Casi seguro que el dolor produzca un amargo sabor acre en el centro de
su garganta. Pero se siente obligado por la tradición. Nada hay peor para un marido
que el engaño. No se explica que María lo haya traicionado. Ella no es de esas,
o nunca se lo ha parecido. Sus ojos, serenos como el lago de Genesaret,
irradian una mirada de profunda paz y lealtad. Algo en toda la historia no le
encaja.
Zafiel
columbra el final del estrecho sendero. Se vuelve al arcángel, Por allí se acerca.
José camina ligeramente encorvado. Para lo que él suele, avanza demasiado
rápido, sin fijarse en nada de lo que le rodea, cuando, normalmente, cualquier
cosa le llama la atención. Ningún vecino está en la calle, así que no tiene por
qué pararse con nadie. Ninguno de ellos notará la angustia que ha surcado de
arrugas su rostro. Zafiel, conmovido por su dolor silencioso, se acerca hasta
él e insufla sobre su tensa frente un leve soplo, que José siente como brisa
del atardecer. Esa fresca brisa, como si limpiara, le alivia las negras
telarañas que apresaban sus pensamientos. Uriel, desde la puerta de la casa
sonríe. Zafiel también colabora. Al entrar en su hogar, José percibe un no se
qué que flota en el ambiente. Mira extrañado todo lo que le rodea. Nada
encuentra distinto, o descolocado, pero todo es como si se hubiera llenado de
una fuerza especial, de una nueva energía. Incluso él mismo, nada más respirar
aquel aire, siente en las entrañas un optimismo, una fuerza, un bienestar que
le sorprenden. Cuando recuerda el dolor que debiera afligirlo, lo percibe
lejano, casi a la misma distancia que una pesadilla. No se lo explica, aunque vagamente
empieza a intuir que ha sido objeto de un engaño, pero no por parte de María,
sino que la lógica le está jugando una mala pasada.
Se siente
profundamente agotado, como si todas sus fuerzas hubieran huido. No tiene
hambre; si lo tiene, es más fuerte la sensación de cansancio que lo abruma. Un
sueño reparador le hará decidir mejor.
Es el instante
que busca Uriel. El arcángel, impaciente, permanece sentado en una de las
esquinas de la cama. Velará el sueño de José. No se preocupa. Sabe que la entrada
de la casa, la única entrada, está bien vigilada por Zafiel. En caso de que
Puriel decidiera volver esta noche, se encontraría con dos guardianes de Yahvé.
José duerme,
por fin.
Uriel espera
aún un poco. Necesita que el alma de José se desprenda del contacto con la
realidad. Necesita que el hombre esté alejado de su materialidad. Ha de aprovechar
bien el tiempo y decidir qué le dirá. Al final concluye que su misión, su
verdadera misión como arcángel, es la de llevar los mensajes del Señor. Como Gabriel
ha actuado con María, él actuará con José. Pero, además, reconociendo que el
camino escogido por Dios es el de la humildad, no revelará su nombre. Será un
anónimo enviado del Altísimo. Un simple ángel del Señor.
Pasada casi
una vigilia, siente que ha llegado su momento y se hace presente en el sueño de
José. Su voz, normalmente potente como el trueno en la tormenta, se hace suave
eco de la brisa
—José hijo de David, no temas tomar contigo a
María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz
un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados [3]
.
Por si acaso,
se asegura de que el mensaje llegue hasta la conciencia del hombre repitiéndolo
un par de veces. No hay más que hacer, ya está todo dicho. Ahora velarán el
resto de la madrugada para que Puriel no haga acto de presencia. Lo demás está
dentro del corazón del buen José. Él decidirá lo que proceda.
*
Camael viene raudo.
Uriel lo espera. Acaba de llegar de Nazaret. Sabe que todo lo que ha hecho lo ha
juzgado Yahvé. Piensa que ha actuado correctamente, pero nunca se sabe. Es tan
complicada la libertad, piensa mientras observa al hermoso serafín, verdadera
llama de amor viva. Cuando llega a su altura, se percata de la sonrisa que lo
acompaña. Es un alivio, sin duda. Nada mejor que una sonrisa seráfica para
comenzar. La voz atronadora de Camael se dirige a él
—El Altísimo
te espera, arcángel Uriel.
Ha utilizado
la fórmula oficial, por lo que se trata de algo importante. Pero la sonrisa lo
anima. El recorrido hasta la morada de Yahvé es placentero. A su alrededor
siente el soplo de alegría y bienestar y curiosidad. Muchos ángeles lo
acompañan Haziel, Chavakian, Ananchel, Araziel, Chitriel, Shatfiel, Turel,
Uzziel, Zefón... Uriel se siente emocionado. Y sorprendido. Es la primera vez,
en tanta eternidad, que nota a su alrededor la tibia corriente de la simpatía y
camaradería. Intuye por qué Gabriel se siente tan feliz. Hay pocas cosas
mejores que el aroma de la amistad. Y todo por nada. Porque no ha hecho nada.
Gabriel, le
espera junto a los serafines. Su sonrisa, la sonrisa que seduce, le mece. Uriel
le mira directamente. Comprende emocionado.
Pero el
silencio también le acompaña. Nadie dice nada, todo lo dirá el Padre.
Allí está,
frente por frente, con la inmensa fuerza abrasadora de su amor. Como siempre
que está en su presencia, Uriel siente que su rostro resplandece más aún, y
percibe que en lo más hondo de su pecho algo le estallará. Nada hay mejor.
La voz del
Todopoderoso emerge como águila majestuoso en mitad del celaje matutino.
—Por haber
sido vehículo de mi Palabra, por no haber interpuesto tus deseos, por haberte
borrado, por haberte anonadado hasta desaparecer, porque derrotaste tu orgullo,
porque me has sido fiel en lo pequeño, te premiaré mi bien amado Uriel, luz de
mi rostro.— Un silencio de inusitada armonía precede a la sentencia—. Cuando mi
Hijo, el Amado, nazca en Belén tú serás el primero en anunciar la buena
noticia.
El arcángel no
responde, no puede responder. La llama de amor viva inflama su pecho y pronto
se desbordará por todo el universo. El Padre lo mira con ternura, con toda la
ternura
—Marcha
tranquilo, siempre estarás en mi corazón.
El arcángel
mira al Todopoderoso
—¿A quién
llevaré tu mensaje, Señor? ¿Qué palabras tuyas diré?
Dios sonríe.
La sonrisa de Dios es la más dulce de las caricias, de los besos, el más dulce
—Uriel, este
es mi premio: tú decides.
El arcángel
del Señor se vuelve feliz y preocupado. Con el Padre nadie está seguro nunca de
nada, cualquier cosa puede pasar. Parece que el camino no ha concluido, sino
que comienza.
*
Ocaso de la tarde,
primera estrella que arde en el firmamento, la tenue línea del horizonte
resplandece en rosicler y oro, acaso el púrpura acentúe el brillo. Uriel
medita. No lo tiene claro. Más que un premio, parece, de nuevo, una prueba. La
tarde cae rápidamente. Siente que le han entregado un regalo demasiado grande y
demasiado delicado, como para no dañarlo con su brusquedad. Uriel se mira al corazón
y siente que dentro no hay otra cosa que justicia implacable, fuerza demoledora,
como un terremoto, como un volcán, como un trueno que cruza el espacio
infinito. Tras él, no queda nada vivo, y parece que los caminos del Señor
recorrerán otras sendas.
Ariel, que
últimamente se ha hecho inseparable del arcángel cruza a su lado.
—Me he
alegrado tanto por ti; ya sabía yo que el Padre te ama.
Uriel se
encoge de hombros. En el fondo, le abruma la situación. No está acostumbrado a
estos momentos de cercanía. Está más acostumbrado al miedo, al respeto, a la
obediencia. Decide no quedarse en las felicitaciones, tiene algo que hacer.
Aunque faltan meses para que llegue el gran acontecimiento, tiene prisa por
buscar una solución, así que se sincera con Ariel.
—El Padre me
ha premiado con que anuncie a quien quiera y como quiera el nacimiento de su
Hijo en Belén.
Ariel da un
respingo.
—Menuda
suerte; eso sí es ser arcángel del Señor, y ¿esta vez no te ha puesto
condiciones?-- Uriel deniega. Ariel conoce al arcángel, sabe que en este caso
no hubiera sobrado alguna indicación de Yahvé, así que decide poner en palabras
los pensamientos de Uriel
—Se lo
anunciarás al Sumo Sacerdote, ¿verdad?, será lo mejor, para que todo cambie en
Israel.
Uriel mira
sorprendido al ángel, astuto como un león en la cacería, y le responde
—Parece, que
intentas ponerme a prueba.
Ariel sonríe,
en el fondo está imitando la sonrisa de Gabriel, aunque no se dé cuenta de
ello. Uriel agradece la insinuación, y devuelve el comentario.
—Sin duda,
mejor sería anunciarlo al rey Herodes, es bueno que sepa que un Mesías, un
Cristo, nacerá en su reino.
Ariel se ríe.
—No, mejor
descendamos al Hades y se lo contamos a Lucifer, porque claro, el nacimiento
del hijo de Dios será el principio de su final.
Uriel se ha
detenido de pronto en las palabras de Ariel.
—Vaya, creo
que avanzamos muy deprisa, demasiado deprisa, como sigamos por este camino, lo
más probable es que hagamos daño a alguien.
Ambos quedan
silenciosos unos momentos. Cuando Uriel toma la palabra, lo hace evocando lo
descubierto en Nazaret
—Verás, cuando
bajé adónde José, me di cuenta de una cosa, que el Padre ha escogido para su
hijo lo más humilde de lo pobre, lo más despreciable de Israel: no tienen de
nada, excepto una esperanza ilimitada en que Yahvé no les abandonará nunca.— Ariel
escucha expectante las palabras. Observa a Uriel y ve que se ilumina más su
rostro. Decide no interrumpir los pensamientos de Uriel que fluyen en alta voz.--
Creo que esa es la razón fundamental de su decisión, salvar a los que más lo
necesitan: los pobres, los ciegos, los mudos, los cojos, los leprosos, los
enfermos, los que nada tienen.-- De pronto, su mirada ha cambiado, se ha vuelto
más intensa y decidida—. Vamos, Ariel, busquemos a Gabriel, que nos cuente con
más detalle su conversación con María, creo que ahí está la clave.
Ariel intuye
que esa conversación es de todo punto innecesaria, porque su amigo ya sabe lo
que ha de hacer, pero no lo contrariará.
*
—Se
acerca
el día y todavía lo tenemos a medio preparar.
Uriel está
nervioso. Ariel pretende calmarlo.
—No te
preocupes, saldrá bien, has tenido una gran idea.
El arcángel
mira a su alrededor. No sabe si lo que le dice Ariel es verdad pura, o simplemente
pretende calmarlo. Reconoce, eso sí, que Araziel ha hecho un buen trabajo, pero
no está seguro de que todo vaya a funcionar como ha previsto. Tampoco tiene excesivamente
claro que haya acertado en todo. Por momentos cree que llegó a esa decisión
movido por cierta melancolía, pero que lo que va a hacer no va a tener
trascendencia ninguna.
Tras su
primera intuición, la conversación con Gabriel fue lo suficientemente clara
como para reafirmarle en su idea. Lo
demás que le ha hecho falta ha sido un poco de tiempo. Pero, en todo caso, no
hay posible marcha atrás.
Todo está muy
revuelto en la Corte Celestial. Es el gran día. Nada puede fallar. La
impaciencia, y el bullebulle angélico todo lo envuelve. Gabriel y Rafael,
bajarán hasta donde María para velar porque todo salga bien. Miguel irá hasta
la puerta del Averno junto con Yahriel, Zefón, Usiel, Turel y Casiel para
evitar que Lucifer intente alguna de las suyas en esta noche. Zafiel, Kazbeel y
Fenuel merodearán por el palacio de Herodes. Sachiel, Jabamiah y Hasmiel
custodiarán el Templo. Isrefel, Asael y Pariel controlarán a los romanos. Uriel
ha elegido a Ariel, Haziel, Bariel, Ragüel, Araziel, y nada menos que el
mismísimo Metatrón, el serafín. En total siete ángeles del cielo.
Hasta el mismo
Yahvé anda algo inquieto en su morada. Todo saldrá bien, no hay duda, pero
demasiados enemigos acechan. Es la hora definitiva. Es el principio de la
batalla final contra el mal. Inefable, el universo al completo gime con dolores
de parto, pues el Hacedor de todo ha decidido abajarse hasta convertirse en
barro humano, el más delicado y hermoso de los barros.
La Corte
Celestial con sus mejores elementos pugna por neutralizar cualquier intento
procedente del Hades, o del egoísmo humano, de que algo salga mal...
Casi toda la
Corte Celestial...
Siete de sus
miembros, sin embargo, tienen otro encargo, una misión que cumplir, un anuncio
que gritar. Ni Yahvé, ni Camuel, ni Gabriel, ni Miguel, ni Rafael, ni Remiel,
ni ningún otro serafín, querubín, trono, dominación, virtud, potestad, principado,
arcángel o ángel, saben lo que ha preparado el grupo, con el arcángel Uriel,
Luz de Dios, a la cabeza.
*
Belén duerme en la
fría noche del solsticio invernal. Sólo al fondo del pueblo, en una cueva que
hace de establo, hay una actividad inusitada, pues nace un niño. Una joven
muchacha exhausta es feliz. Un hombre feliz se abruma por el peso que le ha
caído encima. Un extraño fulgor levita en lo alto de la cueva.
El hijo del
Altísimo, el Príncipe de la Paz, el Mesías, el Ungido, el Salvador, el Cristo,
reposa desnudo, aterido, solo envuelto por pañales, en un pesebre para el ganado;
tiene por colchón la dorada paja; por escolta un asno y un buey.
Gabriel y
Rafael están satisfechos. Todo ha salido perfectamente. Miguel, y los demás que
le acompañan a las puertas del Averno, no han tenido que hacer nada. Satán es
muy inteligente y sabe de sobra que no es su momento. Tendrá muchas otras oportunidades.
Zafiel ha trabajado un poco en el palacio de Herodes, pues se acerca, por
oriente, un grupo de sabios que busca al Mesías recién nacido. Conviene
ralentizar la marcha unos días. Quizá les oculten el resplandor de la estrella…
Sachiel en el Templo se ha aburrido. Isrefel tampoco ha tenido nada que hacer,
a las puertas de la guarnición romana de Jerusalén. El silencio de la noche
calma todo lo envuelve.
Uriel, después
de mucho pensar, ha descubierto que el camino del Mesías, si no interpreta mal,
consistirá en guiar al pueblo, como lo hacen los pastores a su rebaño, servir a
los débiles, a los desamparados, incluso a los detestados por el común de los
creyentes. Y entre ellos, y porque su trabajo es el que más se parece al del
Mesías, Uriel y los seis ángeles que lo acompañan, esperan junto a la tenada de
unos pastores que acampan al oeste de Belén, muy cerca de Jerusalén.
Uriel aguarda
con impaciencia la señal convenida con Gabriel. De improviso, una radiante luz
áurea invade la oscuridad que circunda la cueva.
En ese mismo
instante, Uriel, sin darse a conocer, es el anónimo ángel del Señor, envuelto
en su luz, con voz que suena a cascada feliz, a viento de primavera, se dirige
a los pastores, y la claridad que irradia los envuelve. Ellos se llenan de
temor, de pánico, pero él les dice
—No temáis, os traigo la Buena Noticia, la
gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un
Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
No bien
concluye sus palabras, la música más excelsa que nadie haya podido nunca
escuchar despierta a la noche. Araziel, Música de Dios, dirige el coro de ángeles,
que canta la más bella melodía que nadie, salvo aquellos pastores, ha escuchado
nunca
—Gloria a Dios en el cielo, y en la Tierra
paz a los hombres que ama.
La frase vuela
por el firmamento, repetida una y otra vez por el coro de los ángeles, formando
un canon de proporciones infinitas, de belleza inconmensurable, acompañada del
más dulce y brillante sonido de las trompetas celestes, de violines, violas,
violonchelos, oboes, flautas. Un fulgor especial, como de diamantes, rubíes y
esmeraldas envuelve el lugar. Abajo, los pastores ya no tiemblan de miedo,
simplemente abren la boca incrédulos, atrapados por la melodía, que, de pronto,
es susurrada, como si aquellas criaturas celestes quisieran hacerse más
próximas.
—Gloria a Dios en el cielo, y en la Tierra
paz a los hombres que Dios ama.
Poco a poco,
el silencio de la fría madrugada regresa a sus dominios. Aunque en el corazón
del Universo, palpita el eco de una nueva melodía.
En una cueva,
no muy lejos, debe haber un Mesías acostado en un pesebre. Los pastores se miran.
Acaso no estaría de más acercarse hasta allí.
Uriel, Luz de Dios, llora feliz, comienza el
camino.
Uriel, según Mariano Carabias.
Cuadro expuesto durante 2011
Aquí, podéis ver en mejor resolución la imagen y luego podéis seguir su trabajo
Cuadro expuesto durante 2011
Aquí, podéis ver en mejor resolución la imagen y luego podéis seguir su trabajo
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(1) Anawin: pobres de Israel.
Desheredados de todo, sin posesiones, bienes, influencias, cultura... Su
riqueza es la fe indestructible en Yahvé.
(2) Los israelitas contraían
matrimonio en dos fases. En la primera se prometían oficialmente. A todos los
efectos estaban casados, excepto en que no convivían. Si, como María, una mujer
quedaba embarazada antes de convivir ¾un
año después de que fueran prometidos¾,
era prueba de infidelidad, por lo que el marido podía repudiarla, en aplicación
de la ley mosaica.
(3) Evangelio de San Maeo, capítulo 1, versículos 20 al 21.
6 comentarios:
Me quedo con esta línea del relato: En todos los planes de Yahvé está la libertad de los otros.
Me parece aplicable a un dios liberador, y ójala también lo fuera para gobernantes, poderosos, creadores de opinión y... para cada uno de nosotros. La libertad de los otros en nuestros planes de familia, amigos, pareja, negocios... La libertad de los otros. Un abrazo.
Queridos amigos, con independencia de la lectura que cada quien haga -que al final es la que cuenta- este relato tiene dos ideas que me empujaron hacia él.
Amando:
Resaltas una de las dos ideas a las que me refiero.
Desde siempre me ha parecido clave la idea de Dios como quien propone, pero no impone. El mismo relato del Génesis es clave en lo que digo. Y la doctrina del libre albedrío, no es precisamente muy original que digamos.
Y la segunda idea es el camino de la humildad. Es el camino de la Navidad, o eso me parece. Solidaridad y humildad, me parece, son las palabras contemporáneas que recogen el sentido de la más vieja y manoseada, pero bellísima, de encarnación.
Dice algún salmo referido al género humano. "Nos hiciste poco inferiores a los ángeles", luego, concluyo, ellos no son muy distintos de nosotros. Un poco mejores. Y eso que después de los hechos con el ángel caído, las cosas no están tan claras.
Así pues dote de su pequeña intriga y de sus dosis de humanidad la actividad angélica.
Digamos que este relato me brotó a medida que lo escribía.
Aquel año, es uno de los que mejor pasé mientras lo escribía.
Fue divertido.
Si el cuento es magnífico (as usual), el cuadro de Uriel de Mariano es sencillamente impresionante. Tal para cual.
Abrazos a los hermanos Carabias.
Flamenco Rojo:
Este cuadro es una de las obras que componen la serie de arcángeles que, al natural (el cuadro mide casi dos metros de alto) se han expuesto este año que concluye en varias salas repartidas por la Provincia de la ¿extinta? Obra Social de Caja Segovia.
Y sí, impresiona.
Muy fuerte este cuento. Lo leo como la transición entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre el Dios temible y este niño o el nazareno que se va por los caminos de Galilea. Hasta Uriel cambia, de todoperoso arcángelo (como Dios o como Lucifer) a humilde mensajero.
No conocía la mitad de estos nombres de ángeles. Mi preferido entre los que pintó Mariano es Gabriel y ahora entiendo mejor el cuadro de Uriel.
Catherine:
Del relato de la Navidad del evangelio de Mateo, siempre me sorprendió el papel tan determinante de los ángeles, pero, a diferencia de Lucas, su anonimato.
Luego en una lectura del Génesis o del Éxodo -aunque sea muy superficial- se advierte la constante presencia del Ángel del Señor, que no suele ser, precisamente, alguien dialogante, ni siquiera persuasivo, es más bien manu militari... Bueno, mano, modales, lenguaje, actitud, pedagogía...
Y por último está ese salmo al que ya me he referido. Si nosotros, los humanos, somos poco inferiores a los ángeles, ellos -concluyo- son poco superiores a nosotros. Es decir, o dicho de otro modo, no somos tan diferentes. De hecho -y para mí éste es argumento definitivo- Luzbel es un ángel, de hecho uno de los ángeles predilectos de Dios, si es que tenemos que creer la tradición rabínica.
Con todos estos elementos es con los que trabajo para construir este relato, para intentar proponer que la Encarnación de Dios fue importante no sólo para el ser humano, sino que supuso algo más.
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