Medardo entraba en casa agotado, deshecho. Su
desmoronamiento, sin embargo, ni era evidente ni palpable con la mirada, como
las ruinas de un edificio, por ejemplo. Era una devastación íntima, como cuando
la carcoma ataca con lenta voracidad el corazón de la madera: un paulatino y
tenaz trabajo de derrumbe de dentro afuera. Cuando los demás quisieran
percatarse, él estaría aburrido de escuchar ese monótono y terco vaniloquio,
‘cri-cri’, dentro de su espíritu, tan pertinaz que se habría acostumbrado a él,
como se amolda uno a las verrugas, o a torcer un pie al caminar. Sin
desprenderse de la cazadora, se arrumbaba en el desportillado sofá. Sobre el
plato, una gélida tortilla francesa acompañada de un pedazo de pan era lo único
que le esperaba. Como brisa de primavera, la apaciguada respiración de los
suyos, durmiendo en medio de la madrugada, le envolvía tal que abrazo o beso de
bienvenida. En primer plano, sus oídos, que aún zumbaban atronados por la
música de la discoteca, escuchaban el agudo y suave alentar de Erlinda, su
compañera de viaje. Al fondo del escueto pasillo, la confusión de las respiraciones
reposadas y jóvenes de Araceli, Esmeralda y Eusebio.
A pesar
de sus preocupaciones, al notarse acariciado por tal recibimiento, sonreía con
melancolía. Menuda pareja, se decía, Medardo y Erlinda. Si se buscaran en un concurso
de nombres extraños, no encontrarían dos como los suyos, y menos si tal competición
fuera destinada a parejas estables. Aunque con su suerte, mejor no apostar,
pues seguro que también perdía aquel envite. Recordaba que lo primero que le
dijo ella, hacía ya casi treinta años, cuando se conocieron, es que ni se le ocurriera
llamarle Linda, que parecía el diminutivo adecuado.
—Me llamo
Erlinda, y no responderé a otro nombre, y mucho menos si me llamas Linda, que
es nombre de perro.
Él, parco
en palabras, se encogió de hombros y pensó que aquella chica tenía, al menos,
dos cosas singulares, la hialina claridad de su piel y el nombre, sonora
campanilla de cristal. No le importó, pues estaba orgulloso del suyo, que
tampoco era común, precisamente. A él le hubiera malhumorado que le llamasen de
manera distinta, como le ocurrió durante el servicio militar, cuando uno de los
veteranos que le tocó en suerte, creyéndose muy gracioso u original, dio en
bautizarle Dardo. Con tal mote se quedó durante los quince meses de mili. Dardo
para arriba, Dardo para abajo, Dardo a todas horas. Es verdad que aquel apodo
adquiría sentido al contemplar su figura, pues todo él era afilado y estrecho.
Daba la impresión de ser más alto de lo que realmente era, a causa, de esa
delgadez extrema. Resultaba esbelto de puro enteco. Sin embargo, algo le hacía
repugnar aquel apelativo. En su interior se sabía incapaz de clavarse sobre
nada ni sobre nadie, más bien, sentía que su habilidad era la de posarse sobre
las superficies con la levedad de las mariposas. A esas horas oscuras de la
madrugada, tales pensamientos eran nostalgias fugadas, hojas de otoño que
arrojó al suelo el primer vendaval y se llevaron las lluvias torrenciales de la
estación…
Como cada
jornada, cerca de las cuatro de la madrugada, volvía de la discoteca. Medardo
era el camarero de Sicodelia, una
sala que, como él mismo, naufragaba desde hacía años, cuando las discotecas se
tornaron adorno que se utiliza los fines de semana, tal que viejas corbatas con
las que algunos hombres se ahorcan los domingos y fiestas de guardar
únicamente. Sin embargo, por alguna desconocida razón, el dueño de aquel local,
que también empezaba a ser devorado por una voraz carcoma invisible, se
empeñaba en que, de lunes a miércoles, permaneciese abierta de once de la noche
a tres de la madrugada. Hace unos años este horario era de lunes a jueves. Los
viernes y sábados de diez de la noche a las seis de la mañana, y los domingos
de diez a tres. Sin embargo, desde que unos cuantos universitarios, acaso por
esnobismo, decidieron que los fines de semana y sus juergas correspondientes
empezaban los jueves, este día la cosa se alargaba como un viernes o sábado
más. Pero no por tener horario tan extenso Sicodelia
rebosaba de clientela. Por el contrario, no gozaba del favor de los jóvenes que
se deslizaban como masas compactas por otros locales de copas y alterne, no por
discotecas y menos por una tan avejentada como Sicodelia.
Medardo, conocedor de la noche, intuía que era cuestión de modas, y que habría
un momento en el que, de nuevo, las discotecas, se llenarían como ocurría en
los setenta y los ochenta. Miraba al dueño, pero callaba. Para qué hablar. De
buena gana Medardo lo hubiera dejado todo y, con viento fresco, se habría ido;
pero con cincuenta años, ¿qué haría?, ¿a dónde acudiría?, ¿qué puerta le abrirían?
Todo esto
se agolpaba un tanto confuso, como masa glutinosa y fétida, en su cabeza que
estaba despierta, aunque no muy lúcida, a esos instantes fríos de la madrugada.
Miró con mezcla de ternura y de repulsión (una sensación bien extraña,
ciertamente) a la tortilla que no se sabía si descansaba en el plato, o le
recriminaba por haber llegado a esas horas. Este era un problema que tenía con
Erlinda. ¿Por qué no podía entender que a las cuatro de la madrugada, por muy
tarde que le hubiera hecho la consabida tortilla, estaría como la suela de un
zapato tras pisar una placa de hielo? Se había cansado de repetirle que no era
necesario que le preparara cena, que tomaría cualquier cosa en la disco, o que,
puestos a tener que comer algo en casa, prefería un sándwich de de jamón y
queso, por ejemplo. Pero ella, contumaz como una de las últimas defensoras de
Numancia, cada noche, antes de acostarse, con los párpados abatidos como una
vela en jornada de calma chicha, le preparaba el dorado manjar. Mientras
masticaba aquel alimento que, a pesar de todo, era bien acogido por su
organismo, seguía contemplando los negros nubarrones que desfilaban apelotonados
por su cerebro desde hacía meses. Se acercaba la Navidad, y los suyos en
aquellas fiestas no podrían hacer grandes excesos. Ningún exceso.
Por
suerte, sus hijos no eran retoños que necesitasen los consabidos juguetes, lo
que era un delgado rayo plateado en mitad del ocaso de un día anubarrado. Para
su bolsillo y sus quebraderos de cabeza, la obligatoriedad del regalo con
motivo del día Reyes Magos había pasado a ser un esfuminado recuerdo; aunque,
no pocas veces, todos ellos, los cinco, en secreto, se habían jurado que al año
siguiente ahorrarían algo para sorprender a los demás tal día, y que, aunque
sólo fuera por un rato, todos pudieran aspirar el exquisito aroma, como de pan
recién salido de la tahona, de la infancia perdida. Pero cada año, al igual que
ocurre con tantas cosas, cuando recordaban aquellas vagas promesas o intenciones,
era tarde y no había tiempo para que esa imaginaria hucha se ocupara con la
cantidad mínima que permitiera mercar cuatro obsequios.
Medardo
se levantaba al mediodía, normalmente huraño. Mal desayunaba un café a penas
amulatado por unas gotas de tibia leche y, a veces, un pedazo de pan que su
querida Erlinda, con paciencia infinita, le hacía masticar. Comía con todos,
pero aislado, mientras buceaba en su silencio. A las cinco de la tarde, bajaba
a echar la partida con un grupo de amigos al bar de la esquina, El Refugio. A eso de las siete o siete y
media, volvía a casa, y salía con Erlinda a dar un paseo hasta las nueve de la
noche, hora en que se encaminaba cansino y abrumado a Sicodelia, pues una hora antes de la apertura debía de
organizar todo el tinglado para que la sala estuviese dispuesta a recibir a los
clientes, aunque Medardo supiera a ciencia cierta que no pasarían de una docena
en toda la madrugada. En ese rato, ocupado por las tareas propias del oficio,
rumiaba, más que pensaba, las razones que le mantenían vinculado al negocio.
Como camarero, podría trabajar en otros lugares, conocía la profesión infinitamente
mejor que la mayoría de chavales que trabajaban detrás de una barra en los
garitos de noctámbulos. Pero no era suficiente explicación. O quizá era el
verdadero busilis del asunto. Con cincuenta años, quién lo emplearía. No podría
aceptar la miseria que abonaban a esos inexpertos jóvenes que lo único que pretendían
era conseguir algunos euros que les permitieran acometer sus caprichos. Así que
propietarios y camareros tan contentos; mas, mantener con tal soldada una
familia de cinco miembros necesitaba un milagro de proporciones bíblicas.
Hasta
entonces, mal que bien, habían tirado con la aportación de Erlinda a la menguada
bolsa familiar como pantalonera de varios establecimientos. Cada bajo de pantalón
que arreglaba eran tres euros, y raro era el día que no había cuatro o cinco en
casa, con lo que, aquellos cuatrocientos cincuenta euros mensuales, euro arriba
o abajo, ayudaban a que los setecientos allegados a la exigua economía
doméstica desde la discoteca no fueran una miseria. Por otra parte, en los
últimos años, durante el verano, aunque simbólicamente, los chicos también
engrosaban las arcas familiares, gracias a trabajos ocasionales y de temporada.
Ni Medardo ni Erlinda, tolerarían que durante el curso se despistaran de sus
estudios. Los tres eran buenos estudiantes, quizá Eusebio fuera menos brillante
que sus hermanas, pero aun sin destacar, estaba a punto de concluir su
bachillerato. Araceli estudiaba Magisterio y Esmeralda, Derecho. Ambas en la
ciudad, ambas con becas, por supuesto. Conocedores del esfuerzo que suponía
para sus padres, ellos no habían fallado. Araceli estaba a punto de concluir su
carrera, y ‘sólo’ le restaba el calvario de dos o tres años para preparar e
intentar aprobar las oposiciones.
Pero poco
antes de la primavera, todo empezó a torcerse, tal que un tornado hubiera
arramblado con una frágil casucha construida sin cimientos y con frágiles
materiales.
La culpa
la tuvo la espalda.
Erlinda,
a pesar de su liviana apariencia que su nombre hacía más diáfana y musical, era
mujer fuerte. A lo largo de su existencia, había luchado a brazo partido contra
los despropósitos inextricables de la vida y, casi siempre había salido justa
vencedora en tal lucha. Desde el año anterior, notó que coser más de dos horas
diarias le producía un agudísimo dolor de espalda, en la zona lumbar. Se repartió
su jornada. En vez de coser sólo mientras Medardo jugaba la partida, decidió
hacerlo un rato a esa hora, otro antes de acostarse y otro por la mañana, antes
de que él se levantase. Al principio suspiró aliviada, pues parecía que con
aquella estratagema había vencido al malestar. Meneaba la cabeza, y musitaba
para sí, ‘Erlinda, vas para vieja’. Pero, a los pocos meses, volvió el
suplicio, como de miles de alfileres clavándose sin piedad. Redujo el número de
establecimientos donde prestaba sus servicios. Se aminoró el dinero, pero no
exageradamente. Sin embargo, tampoco esa medida tuvo el éxito anhelado, pues la
tortura se hizo insoportable en pocas semanas. También planchar se convirtió en
una terrible condena.
Pudo
acceder a un traumatólogo privado gracias a un conocido, un viejo cliente nostálgico
de las discotecas que, por edad, no debiera acodarse cada noche en la barra del
Sicodelia, a quien Medardo comentó
el suceso. El diagnóstico fue idéntico al de la Seguridad Social, una artrosis
le anquilosaba las articulaciones de la espalda; la solución no era halagüeña.
Lo de coser acabó de forma radical. El único tratamiento algo eficaz era el
preventivo mediante fisioterapia, pues las pastillas no solucionaban nada a
largo plazo; pero la Seguridad Social no lo contemplaba entre sus prestaciones.
Para ellos tal tratamiento era tan costoso como pretender viajar a la luna.
Hubo que
estrecharse el cinturón. Más aún.
Medardo
emprendió la tarea de buscar un empleo, aunque fuera media jornada, que le
permitiese equilibrar las esquilmadas arcas familiares. Intentó que algún bar
le contratase durante la tarde, pero no fue posible, bien porque los horarios
no eran compatibles, bien porque su edad se convirtió en losa inamovible.
Convencido de que en su profesión no obtendría nada, intentó hacerse cobrador
de facturas o repartidor de cartas de empresas y bancos que prefieren este tipo
de servicios a los de correos; pero el trabajo era excesivo en comparación con
la simbólica gratificación con la que le compensaban. Rogó que lo empleasen
como vigilante de aparcamiento, como tendero, como almacenista en varios
hipermercados, como portero de finca, etcétera, etcétera…
Pasaban
las semanas y viendo que no llegaba una solución, los chicos se ofrecieron a
colaborar, pues para ellos, sin duda, sería más fácil encontrar algún trabajo,
sobre todo si la pretensión no iba más allá de un contrato basura; pero ambos
padres, a una podría decirse, se negaron en rotundo. Sólo durante el verano,
pero durante el curso nada de nada. La única excepción fue la de Araceli que
propuso dar algunas clases particulares. Al fin y al cabo, o eso adujo y así
fue creído, le vendría de perlas como experiencia para saber qué era de verdad
eso de dar clases. Pero a tal altura del curso, su pretensión era poco más que
un sueño. Pasaron las semanas y únicamente consiguió un alumno, por lo demás
irrecuperable bajo todo punto de vista, del que obtuvieron cien euros, dos
mensualidades. No mucho, ciertamente.
Durante
el verano, a pesar del alivio que supuso la ayuda de los chicos, Medardo anduvo
más alborotado y susceptible. Si fuera posible, se diría que su magro cuerpo se
hizo más enteco, transparente casi, casi invisible. La zozobra anidó bajo sus
ojos en forma de brunas ojeras que le daban aspecto preocupante pues su semblante,
de natural pálido, adquirió condición de máscara siniestra. Erlinda, que se
sentía culpable, se devanaba los sesos por calmar a su hombre, intentaba darle
paz, y, desesperada, buscaba soluciones.
El
verdadero problema no era el dinero que se aportaba al hogar, sino que Medardo
se sentía un inútil al que nada le salía a derechas. Todo lo achacaba a la mala
suerte y a una conspiración cósmica, o al menos planetaria, contra su persona.
Cada iniciativa suya para salir de la covacha de su existencia, concluyó en
derrota. Salvo la familia, de la que estaba satisfecho, lo demás era fracaso, o
algo así. Con cincuenta años era, o se consideraba, que es la peor forma de
ser, un detritus. Erlinda le miraba con ojos oscuros y sonreía tristemente. No
podía hacer nada, salvo quererle como desde hacía treinta años. Era consciente
de que se le iba toda la fuerza por la boca. Siempre se quejaba de su mala
suerte y bien poco hizo para remediarlo. Ahora, con su edad, era difícil solucionarlo.
Los jóvenes empujaban fuerte, venían muy preparados y, al no tener cargas familiares,
no exigían tanto, o se conformaban con menos; por no hablar de los extranjeros
que, con sonrisa beatífica y resignada, ocupaban cualquier puesto de trabajo
que no necesitase titulación a cambio de poco más que una limosna. Aceptaban,
para no morir de hambre, ser tratados como esclavos contemporáneos por los que
sólo pretenden su inmediato lucro, con el silencio cómplice de la mayoría, que
aplaudimos o, en el mejor de los casos, nos encogemos de hombros, como si la
cuestión no nos incumbiera.
De
ordinario, Erlinda vestía un rostro de jazmín albeado, casi de alabastro, casi
transparente, era como un milagro, como la tibia brisa de primavera. Sin
embargo, con tales pensamientos airados su ovalada faz se roseaba, teñida por
cierto sentimiento similar al enfado. A diferencia de la palidez exangüe de su
marido, el semblante de ella transmitía vida y dulzura. Cuando Medardo pasaba
un rato junto a ella, su espíritu alcanzaba sosiego, como si su compañía sanase
el alma. Algo de eso había, pues, desde hacía años, se conocía la paz que
desprendía su persona. Era prácticamente imposible que cualquier conato de
discusión prosperase ante ella. No lo impedía ejerciendo de activa pacificadora,
o esgrimiendo dotes innatas de mediadora en cualquier conflicto. Era simple y
misterioso, como suele ocurrir con lo sencillo. Su presencia impedía circular
por la zona malos pensamientos y malos deseos, como si irradiase un halo
místico de paz. Algo inextricable, pero cierto.
A pesar
de Erlinda o, con más precisión, a pesar del benéfico efecto que producía en su
estado de ánimo, Medardo se sumía en un evidente proceso de desesperación, casi
palpable con la yema de los dedos. La cercanía de las fiestas navideñas no
aportaba paz o tranquilidad a su estado de ánimo, lo enconaba. A medida que la
ciudad se disfrazaba con los trebejos propios de las fechas, su humor se
acedaba de modo ostensible. No entendía por qué los suyos no podían aspirar a
disfrutar de lo que la ciudad ofrecía. Pasaba ante un escaparate que exhibía
moda juvenil femenina y se imaginaba ya a Esmeralda, ya a Araceli con aquellas
hermosuras colgadas de sus jóvenes cuerpos y sonreía, pues estaba seguro de que
sobre sus fisonomías esas ropas quedarían bien vistosas. A continuación, sin
embargo, una voz tenue, mas exasperante, recordaba a su maltratado cerebro que
los cartelitos en los que aparecían los guarismos del precio de tales lindezas,
los hacían tan inalcanzables para él, como llegar a la presidencia de los Estados
Unidos.
Se
exasperaba y se sublevaba, al contemplar desesperado todo lo que era inalcanzable,
pero que deseaba tomar para ofrecérselo a manos llenas a los que le colmaban de
dicha y satisfacción. Bien sabía él que era demasiado poco expresivo (y no sólo
por su parquedad de palabras), y por eso creía que necesitaba demostrar a los
suyos que eran lo mejor de su vida. En realidad eran su vida, su verdadera
vida, su única vida. Tal contradicción le sumía en desoladoras reflexiones, y
le llenaba la cabeza de negras ideas que se parecían en exceso a fétidas
ciénegas muy peligrosas de transitar en su proximidad, pues cualquier sutil
desvío podría acabar con uno hundido sin remisión en tales fangales.
Erlinda
observaba a su marido, y se daba cuenta de la tempestad en que podía zozobrar.
Debido al hosco silencio de Medardo, no alcanzaba a comprender las razones últimas
de su desesperación, pero intuía que estaban próximas a los problemas económicos
por los que pasaban, a causa de su frágil espalda. ¿Qué podía hacer ella?
Cavilaba,
en medio de la noche, posibles soluciones. Por aquellos días, cuando a las
cuatro de la madrugada Medardo introducía el llavín en la cerradura de la
puerta, aún no había conciliado el sueño, salvo alguna cabezada distraída.
Procuraba, entonces, con toda la fuerza de su deseo, dormirse para que, al
acostarse, él no descubriera su insomnio; en su defecto, aparentaba tal estado,
pero sabía que Medardo adivinaría su disimulo; si él se percataba de que ella
no dormía, su preocupación acrecería más aún.
Mientras
tanto, la ciudad, ajena a pensamientos tenebrosos, se edulcoraba, con esa
mixtura melificada de lucecitas parpadeantes, espumillones de brillantes
colores metálicos, lentejuelas titilantes, oropeles vacuos, apetitosos platos,
delirantes bebidas. Cualquiera que quisiera, al rascar la superficie,
descubriría, bajo la capa de resplandores rutilantes, la realidad opaca y mate
donde anidaba la sórdida verdad disfrazada de muñeco de barbas blancas, craso
corpachón y traje colorado cual sandía; una verdad de largos colmillos afilados
y amarillentos, sólo ávida de incorporar a su venero sediento los caudales de
quienes se dejan imantar por la atracción fatal ejercida por tantos reclamos.
Erlinda
se daba cuenta de dónde estaba el verdadero problema. Notaba que Medardo
contemplaba tanto señuelo con la envidia de quien cree que la felicidad está en
cruzar esa frontera, tan invisible como cualquier frontera, pero tan real como
todas ellas. Se daba cuenta, también, de que sólo era el síntoma de algo más profundo:
un hondo malestar consigo mismo, con su fracaso vital. Se apesadumbraba por
ello, pues comprendía cuán errado era tal pensamiento. Era cierto, y hubiera
sido muestra de ceguera negarlo, que su marido no era un triunfador; pero era mucho
pensar que era un derrotado. Acaso un superviviente, quizá un maltratado,
probablemente un asendereado por la vida; pero, sobre todo, era un ser humano
que daba todo cuanto acertaba a encontrar dentro de sí a los que más quería.
Era hosco y silencioso y apocado y, a veces, gruñón, pero nunca miraba
torvamente a los suyos, ni guardaba nada para sí, salvo palabras y caricias.
En ese
agujero descubrió Erlinda la solución, mejor dicho, el camino hacia la solución.
Si desatascaba el conducto opilado por donde tendrían que fluir risas, besos,
caricias y palabras, estaba segura de que Medardo comprendería dónde estaban
las cosas que ellos realmente ansiaban de él. Sus hijos ya no eran niños que
necesitaran de esos juguetes que enceguecen a la infancia desde los escaparates
o desde la pantalla del televisor. Sus hijos, que habían dado muchas muestras
de madurez, sabían distinguir, como escribió el poeta, los ecos de las voces, y
valoraban más el tenue murmurio de una nana amorosa que el estruendo de una
música deslumbrante. Había hecho el diagnóstico. ¿Cuál era el tratamiento
adecuado? ¿Cómo abrir el atasco anímico del hombre a quien amaba?
En sus
paseos vespertinos, arropados con luz nocturna, Erlinda percibía la codicia con
que Medardo atisbaba escaparates. Sentía ella que el delgado brazo de él se tensaba
cuando pasaban delante de algún lugar en que se mostraban cosas que a ella o a
sus hijos, en efecto, les hubiera gustado poseer, pues, para qué engañarse, y como
dice la sabiduría popular, a nadie le amarga un dulce: joyas, abalorios,
vestidos, perfumes, complementos, libros, prendas deportivas, cachivaches
electrónicos que tanto atraen a los jóvenes y de los que ella desconocía
cualquier propiedad, hasta las elementales. En fin, una turbamulta gritona de
cosas que parecen tan hermosas, y sin, embargo, pensaba ella, son sólo
cobertores que adornan; lo que da calor son las mantas que no se ven, se decía,
satisfecha con su razonamiento. Tirando, por así decir, del cabo del ovillo descubrió
el hondo sentir de Medardo. Avizoró que el padre de sus hijos se desesperaba
por darles algunas de esas cosas, como, por otra parte, haría la mayoría en
esas fechas.
Al
descubrir el asunto, tuvo la sabia intuición de permanecer silenciosa y no destapar,
ni siquiera por someros comentarios, que había descubierto los anhelos del
camarero. Su mirada meció el escueto cuerpo de su compañero, y la ternura de
aquellos ojos lo atravesó hasta arribar a su corazón; pero él, obsesionado con
lo suyo, ni sintió un leve roce. Sus ávidas pupilas sólo se posaban sobre los
objetos adjudicándoles un posible destinatario ya Araceli ya Erlinda ya Eusebio
ya Esmeralda… Y vuelta a empezar la rueda de imaginarios galardonados con tal o
cual regalo. Aquella rueca maldita centrifugaba su ánimo, como si girara a
cuatro o cinco mil revoluciones por minuto y amenazaba con triturar su corazón,
deshaciéndolo en pedacitos del tamaño de granos de arena.
Faltaban
pocos días para la Navidad, y como si de un repostero genial se tratara, la
meteorología vino a completar toda la obra, y la tarta quedó lista con una
exhausta nevada que espolvoreó de azúcar a la ciudad ya engalanada para esas
fechas. Erlinda contemplaba desde la ventana, parte de los tejados de de la
ciudad que parecían, vistos en esa perspectiva, una maqueta que un belenista
moderno hubiera preparado para una adaptación del acontecimiento que se iba a
celebrar… Meneó la cabeza con triste resignación, aquella nevada no era
precisamente lo mejor para solucionar el problema. Parecía que todo se
conjugaba en su contra, a favor del desasosiego de Medardo. Todo empujaba a
meterse de lleno en las fechas que ya alentaban los espíritus. Todo parecía
gritarle, es Navidad, y los tuyos no tendrán nada que se lo recuerde.
El rostro
de jazmín de Erlinda se tornaba céreo, abatido por la preocupación. Intuía que,
si no encontraba pronto la solución, su marido era capaz de hacer alguna locura
con tal de poderles obsequiar con cualquier cosa. Sabía de sobra que no podía
decirle las cosas a las claras. No valían consuelos del tipo: no te preocupes
por eso; o, ya saldremos de esta crisis; o, lo importante es que seguimos
vivos, estamos juntos y nos queremos; o, todo lo que hay en los escaparates es
superfluo; o, realmente no nos hace falta nada; o, esto de los regalos es un
invento de los comerciantes para sacarnos el dinero; o, la felicidad no
consiste en tener muchas cosas; o, la Navidad es otra cosa…
Atisbó
Erlinda que sería incapaz de prescribir la medicina. Si no podía hacer partícipe
a Medardo del asunto, nada le obligaba a ocultárselo a sus hijos. Llegó a la
conclusión de que con su juventud serían capaces de hallar un tratamiento adecuado
y original para tal enfermedad con dos caras, o mejor dicho, una máscara que
ocultaba el verdadero rostro. El antifaz de querer agasajarles en tales jornadas
y el semblante de un ser humano al borde del precipicio empujado por la
sensación de fracaso.
Araceli
encontró el remedio, el infalible bálsamo de fierabrás. Lo descubrió en su
memoria, que actuó tal que cofre del tesoro.
Prepararon
con esmero la puesta en escena. Tendría que ser en nochebuena, aunque, en
opinión de Erlinda era arriesgado tanto retraso, pues presumía que para el veinticuatro
de diciembre sería demasiado tarde y Medardo habría cometido algún dislate.
En la
levítica y vetusta ciudad se conserva la costumbre de que nochebuena debe de
transcurrir en familia y, salvo los trabajos absolutamente vitales para la
comunidad (médicos, enfermeras, bomberos, policía, algún taxi para alguna
emergencia, poco más), cualquier otro negocio permanecía cerrado. Últimamente,
sin embargo, esa tradición se estaba perdiendo y, aunque con otro horario, las
salas de fiesta abrían tímidamente sus puertas. Medardo tendría que ir a Sicodelia a partir de medianoche. No le
hacía ninguna gracia, pero no estaba en condiciones ni siquiera de
planteárselo. La cena comenzó a las nueve. Todos se esmeraron lo más posible
con un único objetivo que Medardo tuviera una velada inolvidable, un
contundente y eficaz lenitivo para su dolencia anímica.
El
comienzo no fue halagüeño, su rostro reflejaba a las claras un sentimiento de
acucia, más aún, de ansiedad que traspasaba cada uno de sus movimientos.
Diríase que estaba impaciente porque todo sucediera a la máxima velocidad, como
si pretendiera que las celebraciones hubieran acabado antes de empezar. Parecía
que explotaría en cualquier momento, que una presión interna le haría estallar.
Su silencio proverbial se había adensado y compactado tanto que era tan difícil
hacerle decir un mero monosílabo, como emitirlo en su presencia: mudez hostil,
casi amenazante.
Erlinda,
entre tanto, pasaba esos instantes como suspendida en el centro de la tempestad.
Llegó a dudar de la solución encontrada por Araceli. Cuando empezó a asar el
pollo y a hervir el cardo que luego rehogaría (no pudo estirar más el menú),
era optimista, pero, a medida que la piel del ave se doraba, su ánimo se agrisaba.
Eran los nervios: si la cosa no salía bien, sabía que Medardo lo pasaría peor
aún, pues vería descubierta su aflicción y para él sería como la prueba del nueve,
la demostración del fracaso más rotundo de su vida. Sólo le esponjaba el ánimo
ver la calma y seguridad que sus hijos mostraban. Los tres estaban convencidos
de que aquello sería infalible para su padre, y que aquello, les haría pasar
unas navidades maravillosas.
Araceli,
que tenía ciertos pujos dramáticos, había preparado la escena con algún detalle.
Erlinda trató de convencer a su hija de que no esperase hasta los postres, que
antes de empezar a cenar, incluso antes del discurso del Rey, hiciera lo que
tenía planeado, para que la cena fuera un total éxito. Pero Araceli, apoyada
por sus hermanos, sostuvo con tozudez que no sería igual, que lo apropiado era
a los postres (un par de tabletas de turrón y unos polvorones, tampoco se pudo
más), porque era fundamental la charla de la cena. Sin la charla, no se
conseguiría nada.
La única
pista que dieron a Medardo, fue la exigencia de que se pusiera la desvaída
corbata, la única que había en su armario. Esta pista, sin embargo, estuvo a punto
de echar al traste todo el negocio, pues se imaginó que los demás habían
logrado hacer lo que él no había conseguido, comprar algunos presentes. Por la
cabeza del enteco camarero se arracimaron densos nubarrones, cual bandada de
hambrientos buitres al acecho de carroña, y a punto estuvo de echarlo todo a
rodar. Mientras se anudaba la pieza de tela decolorada al escuálido gaznate,
barajó la opción de bajar a la calle, y entrar en el primer comercio abierto y
llevarse cualquier cosa, por supuesto sin pagar. Pero algo que se asemejaba al
miedo, como una brizna de hierba se parece a otra, le ancló a la casa. Allí
permaneció, como víctima ante el patíbulo, a la espera de fúnebres acontecimientos.
Era
Eusebio el encargado de comenzar la puesta en escena.
—¿Os
acordáis de las nochebuenas que pasábamos cuando éramos niños?
Nadie
tenía que contestar a la pregunta; se trataba de que ésta flotara en el aire
como un perfume, o como si se dejara abierta la puerta para que entrasen los invitados
más rezagados. Medardo, ajeno al plan, tardó en entrar en el juego. Le
sorprendió el aterrizaje al plato del pollo, ya convenientemente trinchado, sin
que hubiera hecho nada por recordar aquellas navidades no tan lejanas, aunque
se lo parecieran. Era demasiada su ansiedad como para dejarse acunar por el
pasado. Pero, por alguna razón inexplicable, el aroma de la pregunta quedó
prendido en una de sus neuronas; poco a poco, afloraron en su cerebro imágenes,
como viejas fotografías en sepia, como instantáneas fijadas en lo recóndito.
Sin darse mucha cuenta, algo parecido a la melodía de una nana interpretada por
un violín apaciguaba su interior. La conversación se trufó de aquellos recuerdos,
que aderezaron la humilde cena, como las exquisiteces que en otras mesas ocupaban
los manteles a esas horas.
Erlinda
columbró con un leve suspiro que la estratagema de los chicos tomaba la derrota
adecuada, como si hubieran sido expertos capitanes de navío que, en medio de la
tempestad, hubieran encontrado el viento correcto que les sacaría de ella con
todo el velamen desplegado. Su rostro volvió a albearse con los tonos vitales
del jazmín que lo llenaban de belleza inasible, belleza que transitaba los
bordes de la hermosura. Tal cambio no pasó desapercibido a Medardo, que, al
fin, se había aliviado lo suficiente de su obsesión, al menos para observar
otras cosas de la realidad, como el amado rostro de Erlinda. La sutil modificación
fue otra pista para él: aquello no había hecho más que empezar. Para ellos soy
un libro abierto, nada les puedo ocultar, se dijo. Así que decidió convertirse
en esponja y dejar que aquel chorro de vida le llenase el maltrecho corazón.
Por así decir, se abandonó a su voluntad.
Llegados
los postres, Araceli le ofreció un polvorón. Ella era sabedora de que tales
dulces encandilaban a su padre.
—Papá,
este polvorón no se aplasta, lo tienes que desenvolver con cuidado —le dijo
mientras él lo cogía.
Medardo
quedó extrañado pues el envoltorio era idéntico al de los otros, que, además,
eran de los de toda la vida, ese blanco papel casi traslúcido. Obediente, sus
ágiles y finos dedos desenvolvieron aquel peterete, al hacerlo, contempló que
la golosina se desbriznaba en sus manos, pero entre las dulces migas casi
rubias sintió algo más sólido y firme. Antes de seguir con las pesquisas, miró
a su hija que sonreía apacible. Luego miró a Eusebio quien también sonreía, a
Estrella que hacía lo propio y a Erlinda, que se secaba con disimulo una
incipiente perla que brotaba de sus ojos. Supo que precisamente hasta allí le
querían llevar, pero no imaginaba de qué se trataba. Las miradas de los suyos
le apretaban suavemente el centro del pecho. Sintió un calor extraño por su
venero y, si se hubiera mirado al espejo, habría descubierto que un par de
claveles afloraban en sus mejillas, habitualmente exangües.
Sólo le
quedaba una opción, continuar con su expedición dactilar para descubrir en qué
consistía aquello que habían ocultado las frágiles migajas del polvorón. Con la
yema del dedo índice apartó con toda la suavidad de que fue capaz aquella dulce
y humilde sustancia. Parecía un arqueólogo en el sublime instante de descubrir
el secreto mejor guardado por los siglos. Apenas lo rozaba, temeroso de fracturar
lo que hubiera debajo. Su dedo actuaba con la misma levedad con la que las alas
de mariposa acarician la brisa. Notó que todos ellos escrutaban expectantes su
delicada actividad.
Fueron
unos pocos segundos que quedaron grabados en la mente de todos, como si se
hubiera tratado de la mayor de las hazañas. Tras ese medio minuto escaso, Medardo
rompió a llorar. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Bajo las
migas dulces de la gollería descasaba la figurilla de un Niño Jesús de plastilina,
convenientemente endurecida con un especial barniz transparente y, una vez
seco, pintado de blanco, dándole apariencia de alabastro. Aquella mínima
efigie, que ahora sostenía con veneración en la palma de su fibrosa mano, formaba
parte de un pequeño nacimiento que creó Medardo cuando sus hijos eran niños, y
pasaron otra mala racha. Oyó la voz de Estrella, como si viniera de lejos,
aunque estaba a su vera.
—Papá,
aquel belén era maravilloso, ¿te acuerdas?
Araceli
musitaba un agradecimiento por la inspiración que le había permitido atesorar
aquellas pequeñas piezas en su habitación desde hacía tantos años. Eusebio
acariciaba las manos de Erlinda, temblorosas por la emoción.
Medardo
no podía hablar, todo se agolpaba en su memoria.
Entonces,
tuvieron menos que ahora, y las perspectivas eran más tenebrosas. Aquel belén
fue su regalo de Navidad. Engañó a sus hijos, diciéndoles que los Reyes se habían
adelantado aquel año. Fuimos felices, pensó.
Durante
los siguientes segundos, contempló asombrado que de la entraña de cada polvorón
emergía, cual truco de prestidigitador, una de aquellas figurillas albeadas. Hasta
que aparecieron las diez o doce que lo formaban, incluidos los tres magos, que
llegaron aquel año la noche de reyes, para que sus hijos, niños entonces,
fueron más felices aún, como debía ser…
6 comentarios:
Queridos amigos:
Este relato de 2005 lo escribí como guiado por la historia. Conseguí ese clima favorable en el que nada de lo de fuera (y había muchas posibilidades de que lo de fuera se convirtiera en tijeras de podar ideas)me descentró. Es más llegué a esa sensación maravillosa que de vez en cuando nos posee a quienes escribimos: eres un puro médium de algo que alguien te está contando.
Como habréis visto, continúo intuyendo el drama del paro, el drama del empleo en precario y me agarro, como un clavo ardiendo, a la infancia como asidero o recipiente donde la esperanza tiene su cobijo.
Y es que cuando uno tiene la obligación de educar a unos hijos, es capaz de cualquier cosa con tal de darles unos gramos de felicidad.
Descubrir el aroma del pasado feliz en el interior de unos polvorones....
También el aroma del presente, y hasta de un futuro feliz.
¡Qué poco hace falta, una esposa, unos hijos y medio kilo de mantencados, para encontrar la respuesta! ¡Qué barato y qué valioso! No confundamos, una vez más, valor y precio.
Imagino a Medardo, de camino a la discoteca esa noche, descubriendo -entre tanta fanfarria- el tenue susurro de la navidad. Preciosa lección en forma de relato. Gracias.
Ya sabes qurido de mi afición a la poda; con todo y eso me ha resultado un cuento emocionante, por tantas cosas y or el omento en que lo escribiste. Me recuerda al esilo Dickens, adaptado a nuestra cultura. Un polvorón es tan nuestro! Hay relatos que todavía emocionan, aunque solo sea or volver a la infancia qe hemos compartido todos!
Un beso enorme, como de Navidad.
Descubrí el sabor de los polvorones hace algunos años y el valor de estos recuerdos al hilo de los años. Para figurar en la mesa de Navidad a los ausentes tenía un poinsettia, unos amaretti muy parecidos a los polvorones, y el nieto estä en todas partes de la casa aun sin estar.
Un cuento muy actual aunque me pregunté durante largo tiempo lo que tenía de navideño... impaciencia.
Ya lo había leído anteriormente, pero no recuerdo que la otra vez se me erizaran los vellos como en esta ocasión. Quizás me haya pillado algo más sensible el cuerpo.
Abrazos.
Amando:
Demasiadas veces perdemos el tiempo y las energías en buscar lo que, habitualmente, está al alcance de la mano. Como bien apuntamos confundimos con asiduidad valor y precio. Un abrazo.
Isolda:
Ya quisiera yo tener el estilo Dickens. Pero sí intento copiarle algo, que es lo mismo que tienen muchos de los grandes: esa mirada especial ante los más débiles, esa mirada que busca lo que de auténticamente humano hay en las vidas, y, por tanto, señala más o menos acusadoramente, lo que le daña.
catherine:
Este era el truco del relato, dejar para el final lo que tenía de navideño, buscar y encontrar el giro definitivo lo más al final que pudiera.
Bonito detalle el de los amaretti.
Flamenco Rojo:
O más próximo al espíritu navideño. En estos tiempos que corren en que todo lo que nos llega desde fuera invita al desasosiego, no queda otra que refugiarse en lo más pequeño.
Un abrazo.
Publicar un comentario