Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Luz de estrella. Navidad 2000





A
la
luz
albinna
de este lucero
aparecido en mitad
de las dudas de la noche:
silente canción en el universo,
solo los sabios silenciosos responden
con redondas y negras pupilas admiradas.
En el viaje preñado de atisbos, de miedos, de cansancios, de dudas, de ilusiones, de sueños
y de áureas esperanzas señaladas siempre hacia el ocaso tornasolado, desconocido,
sólo el sendero que se maca por el nuevo rebrillar en el celaje frío.
Pasos muelles en la entraña de lanoche: búsqueda compartida.
Infinito desierto, dunas móviles, silencio, lento discurrir del tiempo.
La incógnita viscosa surge, como un halcón, del fondo del corazón y aprieta,
con dedos húmedos y fríos; aunque, al poniente, de nuevo, se cuelga la estrella brillante
Sobre el techo rocoso de una cueva gélida,
alejada de los habitantes que duermen
en Belén, ajenos a la luz plateada,
que todo lo ilumina con una
sonrisa nacarada y cálida.
Allí la madre duerme,
y el Niño sonríe
y sueña
y




Ensimismado, acodado en la blanca balaustrada, como cada noche, contempla la evolución de los astros, apenas perceptible. Su vista ya no es lo que era… Nada es lo que era… Y una sonrisa fluye desde el corazón hasta los cansados labios. Mejor así, se dice en un susurro feliz y cálido, como la caricia de la noche.
De sus ojos oscuros, y cansados de mirar al infinito, nace un brillo especial que por una pendiente suave y delicada, añorada y hermosa, le conduce hacia otra madrugada, tan lejana en el tiempo aunque tan presente en su ánimo… Estas noches primaverales, en las que la brisa traslada en su transparente seno incipientes muestras de tibieza, son noches para recordar sin que nada, ni nadie, lo interrumpa.
…Todo lo que a cualquiera le pueda parecer remoto, para él es perenne, concreto, presente… Ni un velo de olvido cubre aquellos días.
*
Solsticio de verano. Menos horas nocturnas. Apenas hay tiempo para explorar el firmamento. Sin embargo, sus ojos vislumbran sorprendidos e incrédulos la aparición de la estrella.
La mente queda embotada por el tamaño de la sorpresa, sumida en una maraña grisácea y gangosa que lo paraliza. Tal es la conmoción de su ánimo que no recuerda qué pretendía estudiar exactamente esta noche, cuál era el astro o la constelación a observar. La fuerza de la evidencia, con su contundencia habitual e indiscutible, se ha impuesto: hacia el norte, donde más profunda y fría, acaso sea la oscuridad, mas con un lento movimiento hacia el oeste, alufra un nuevo albedo que hasta esta noche, este preciso instante, no ha percibido. Siente un vuelco en su corazón, aunque si pudiera, lo definiría como cabriola. Pero no quiere sorpresas, ni improvisaciones, eso es algo ajeno a su riguroso razonamiento. Es un estudioso, un sabio, un conocedor de todos los movimientos  astronómicos y sabe que nada hay improvisado en la infinita y hermosa danza del universo.
No se dejará llevar por la intuición. Está casi seguro que es nueva la estrella. Está casi convencido de que algún misterio, o algún gran suceso, se esconde tras su plateado rebrillar. Piensa, aturdido aún, que esta visión  es un regalo del Invisible que rige todo lo creado por alguna razón inexplicable, todavía. Corre raudo (con la presteza que le permiten sus entumecidos y avejentados miembros) hacia sus mapas y hacia todas las cartas astrales y los libros que posee y que explican las posiciones y los movimientos de los cuerpos celestes.
Su blanca melena ondulada y suave, espuma de mar, cubre el rostro que ahoga, prácticamente entre la barahúnda de papeles y libros y símbolos y cartas astrales e instrumentos múltiples; escruta, con deleite, cada uno de sus dibujos, diminutas moscas intangibles. Por un momento duda. El dedo índice, levemente tembloroso, señala un lugar invisible. Podría ser que esta estrella haya variado su posición. Esta incertidumbre situará  su espíritu entre cierto alivio y cierta decepción. Vuelve, arrastrando suavemente los pies sobre el pavimento gris, a su observatorio, columbra con más detenimiento el astro. Lo compara con cada anotación y sonríe, una sonrisa que es lumbre del alma.
Tras esta labor, confirma que la intuición primera era la buena. Tiene muy aprendida la disposición de cada uno de los luceros, como para no reconocer la novedad. ¿Llevará mucho tiempo en ese lugar, sin que la haya visto?, se dice con un aire de duda, de sorpresa casi infantil. Como respuesta, quizá encoja levemente el hombro derecho, que un tic que le distingue y que quiere decir que la pregunta, en el fondo, es intrascendente.
Pero antes de anotar nada en sus propios mapas, antes de comentarlo con algunos de sus colegas, decide esperar a la noche siguiente a ver si se repite su presencia. Apenas puede dormir. Está excitado, como un jovenzuelo impaciente y ansioso. Aquel descubrimiento repentino supone algo maravilloso para él.
El día le ha pasado lento y tedioso. Le molesta que el hallazgo se haya producido, precisamente, en los días de más luz solar. Cuando, por fin, la noche cubre con sus oscuros dedos el manto del cielo, clava sus ojos, mudos gritos de ansiedad, en el punto exacto del horizonte. ¡Allí está! Y percibe, sin que le importe, una honda convulsión en su interior que concluye en un lento y cadencioso río salobre que recorre sus ajadas mejillas, hasta estancarse en su abundante y nívea barba. Junto a él, descansan sus libros, sus mapas, sus instrumentos de medición, en fin, sus útiles de astrónomo ¿Olvidados? Ahora es igual. Lo importante es dejar alumbrarse por la estrella.
Concluye la segunda noche desde que la estrella apareció en el límite septentrional de su horizonte. Antes de cerrar sus cansados ojos, reflexiona. No ha anotado nada, pero lo recuerda todo con claridad. Ha descubierto, por ejemplo, que, a diferencia de otras estrellas el movimiento de ésta es veloz. Se desplaza hacia el poniente. Pero no comprende por qué no ha aparecido más al oeste que la noche anterior, sino que ha vuelto a su punto inicial, como si retrocediera durante el día. Se extraña también, de no haberla visto antes. Tampoco entiende no haber recibido noticias de ella de sus otros colegas.
Pero, sobre todo, siente un imán, una poderosa llamada muda y cósmica, procedente de las entrañas de aquel nuevo astro. Desde que lo viera una idea pugna por ascender desde el limo  de su interior: seguir ese movimiento, hasta que le lleve a la meta desconocida, pero seguro que importante. Una vaga idea comienza a abrirse paso por las sinuosidades del cerebro.
*
Recuerda, ahora, mientras continúa acodado en la balaustrada, que por aquellos días, su mayor ilusión era desentrañar cada uno de los misterios de los astros del firmamento que colgaban del cielo y se movían como si fueran música silenciosa. Encontraba en ellos la máxima expresión de la belleza, quizá la única. Tenía una intuición que cada día enraizaba más en su mente y en su corazón: si era capaz de descifrar cada uno de los lentos desplazamientos de los astros, y cómo se relacionaban entre ellos, podría encontrar el quid de la vida, la explicación del pasado más pretérito y del provenir más alejado. En lo profundo de su mente, siempre había creído que la vida humana estaba regida por el movimiento de los astros. Vuelve a iluminársele el rostro en una sonrisa, un poco triste, sin embargo. ¡Qué pretencioso! Con otra sonrisa, no menos triste, rememora las discusiones que sobre el particular mantenía con otros hombres que tenían sus mismos gustos.
…Y no sólo en Persépolis, su adorada Persépolis, sino en otras muchas ciudades, incluso en otros reinos.
*
Muchas horas de profunda reflexión, aunque tan sólo ha transcurrido una semana desde que descubriera la estrella. Se ha decidido.
Al final de la tercera noche, anotó la posición, el recorrido, el tamaño, la intensidad del brillo. Después de la cuarta noche, ha comprobado que la estrella apareció donde dejó de verla la tercera, había avanzado, como por un impulso invisible, hacia el oeste.
Y lo ha decidido, no ha podido esperar más. Ha interpretado que el movimiento es un aviso. Me voy tras ella. Tengo que descubrir a dónde me lleva. Hasta hoy me ha estado esperando. Me ha dado tiempo. A partir de ahora, o avanzo con ella o sigue su camino… Quizá otros también la vean, quizá no. Eso se verá.
Ha dispuesto un viaje largo con un séquito numeroso y bien pertrechado. No en vano, supone, ha de cruzar ríos, desiertos, estepas, reinos extranjeros. Ha adivinado, o intuido, dificultades, penurias, robos, peligros, asaltos… Habrá de llevar regalos para los reyes de Elam, de Babilonia, de Siria, quién sabe si de Egipto y de tierras más remotas, e ignotas aún… La duda le ha asaltado. El miedo. Quizá corra grandes peligros, quizá su vida esté en juego. Necesita de una expedición numerosa, bien armada. Gracias a los dioses, se dice, Caminaremos en la noche. Lo malo es que no conocemos el rumbo. Sólo la estrella lo conoce. Sólo ella sabe a dónde iremos. ¿Será una locura?
Pero puede más en su corazón el anhelo por encontrar la respuesta al interrogante que lo aflige. No sabe muy bien por qué, ni cómo, pero intuye, con la contundencia con la que intuyó que la estrella era nueva en todo el firmamento, que en el movimiento de esa luz del universo está la respuesta a la gran pregunta. En su corazón anida un magma viscoso y profundo y ardiente, que asciende de su corazón a su cerebro sin forma aún. Todavía no puede explicar el alcance, el significado de esos pensamientos amorfos, pero barrunta que en la estrella hay algo más que un astro celeste. Se cuida (y se cuidará en los próximos meses, ¿años quizá?) de exponer sus pensamientos, pues sus fieles criados pensarían que está enloqueciendo. Si lo hiciera (explicar sus intuiciones), lo terminarían dejando abandonado en cualquier recodo del camino. Habrá de inventarse una delicada misión diplomática encargada por su rey ante otro monarca de una región muy lejana, y casi desconocida. A la servidumbre no le puede extrañar tal embajada, pues no es la primera vez. Incluso, buena parte ya echa de menos un poco de acción. Todos en el reino saben de la confianza que el rey le tiene. Algunos conservan memoria de los últimos encargos del monarca, y del éxito de su señor. Así que nadie podrá poner en duda esa historia. Por otra parte, ¿Es del todo mentira?
*
Y vuelve a su memoria, como una mariposa del estío, lenta y juguetona, el recuerdo de las primeras jornadas, tras abandonar Persépolis. Pronto aprendió el recorrido de la estrella, el arco invisible dibujado por ella de norte a oeste cada noche, e incluso, se atrevió a predecirlo en dirección y en extensión. Siempre hacia el poniente. Constante y fiel aparecía tras cada puesta de sol. Fueron días tranquilos, que se extendían como una gran sábana clara y limpia sobre la superficie de los desiertos y las estepas. Ninguno de los suyos mostraba extrañeza, o desconfianza, o impaciencia. Estaban acostumbrados a obedecer y sabían que de su silencio y de su anuencia dependía buena parte del éxito de la misión secreta, de la que sólo sabían que empezaba con un largo viaje que se haría en la oscuridad de la noche. Comprendió, poco a poco, que había acertado, que la estrella tenía escrito en sus entrañas de fuego un mensaje dirigido a él y que había de descubrirlo abandonando su tierra, abandonado su comodidad, abandonando la seguridad de su vida y buscando en tierras lejanas la respuesta a algo que, de momento le superaba, algo que no entendía, algo, que sin embargo, anhelaba encontrar. Y algo más: sintió que la duda, el miedo y la extrañeza habían abandonado su corazón. Aquel magma amorfo, iba tomando formas concretas, aristas nítidas.
*
Llevan todavía prendida en sus ropas la fría humedad. Acaban de cruzar el Éufrates. Ésta es la primera noche de frío. Hoy, más que ningún otro día, apetece caminar. Los animales avanzan a más velocidad, también necesitan entrar en calor. Continúa su rumbo inamovible hacia el poniente, como si persiguiera la puesta del sol. Mira satisfecho su estrella y divaga su mente en cuestiones varias. De pronto, sus perspicaces ojos columbran un cambio en la trayectoria. Sorpresa... Precaución... Comienza a girar hacia el norte. El miedo, que había olvidado, invade su ser. Piensa que no tendría que adentrarse por Babilonia. No quiere dar explicaciones a su rey. En realidad, hasta estar seguro, no quiere dar explicaciones a nadie de nada. Duda. El sonido del galope de la avanzadilla, que cada noche les precede enviado a investigar el terreno circundante como medida de protección, llega nítido a sus oídos. Vuelven hacia el grupo. Algo habrán descubierto.
Tras la loma del otero que tienen frente a ellos, acaban de localizar otra caravana que camina en su misma dirección. Sin duda acabarán confluyendo en algún lugar.
Escucha las explicaciones y hace breves preguntas. Detiene a sus hombres. Reflexiona. Podría ser una celada. Acaso la vanguardia del ejército sirio que le ha descubierto y les espera. O puede que sea otro viajero que sigue la misma estela. Por estas tierras, recuerda, habita más de un sabio con sus mismos conocimientos, con sus misma ilusiones… Al fin se decide. De nuevo se deja llevar por la intuición. Envía un mensajero y espera, con avidez la respuesta.
Sus hombres, entre tanto, se preparan ante la hipotética batalla. Los mira satisfecho pos su dedicación, pero, extrañamente, adivina que no habrá lugar para utilizar las armas. Tras unas horas (no más de tres) de tensa espera, la delegación regresa. Antes de escuchar su mensaje percibe en los rostros sorpresa y mucha calma. Se trata, efectivamente, de otro sabio, de otro estudioso del firmamento. El mensajero desgrana el contenido de su misiva: Así nos han dicho que os digamos, señor: Viajo hacia un lugar desconocido. Sólo sigo un lucero que ha aparecido en medio de la noche. Mi rumbo es hacia poniente. Y ha concluido, No me importaría viajar en compañía.
Sus ojos se iluminan. Por fin está seguro de que no es un visionario. Alguien más ha confirmado, en lo profundo de la oscuridad de la noche, que hay una luz distinta de las demás, una luz que es capaz de guiar hacia lo desconocido. Vuelve a enviar a su mensajero. Dile: Espera a alguien que, sin saberlo, hasta ahora, sigue el mismo sendero. Esta luz unirá nuestro camino en la noche.
Se pone en marcha a toda prisa, y en la tercer vigilia de la noche, se encuentran ambas expediciones. Ellos dos se miran honda y largamente, satisfechos, emocionados. Se sonríen. Sin palabras, se comprenden. Los otros, sus vasallos, sin embargo, sienten recelo y están ojo avizor. Intuyen, deformación profesional, una emboscada detrás de los otros. Ellos, los sabios, aunque les apene, entienden a sus hombres, y juntos, brida con brida, se ponen a la cabeza. Los otros, sus vasallos, se encogen de hombros, no comprenden, pero avanzan... Los hechos son tozudos. Las órdenes más eficaces son mudas, normalmente.
Ambos miran al fondo del horizonte. Ambos descubren que la estrella ha recobrado el rumbo hacia el poniente. Avanzan seguros y arropados. Ya saben algo más. La estrella le conducirá hacia un lugar en el que ha sucedido, o está por suceder, algo trascendente para ellos y sus reinos.
*
Vagan por sus pensamientos recordando las doradas dunas del desierto, mientras, sus ojos siguen perennes en los astros. Desde aquella noche, se le hicieron las cabalgadas más breves y menos cansadas. Tenía un compañero con quien compartir sus inquietudes, sus miedos, sus ilusiones, sus expectativas. Alguien con quien ahondar las intuiciones, los deseos y los mensajes que creía percibir en la naturaleza, principalmente en las estrellas, sus compañeros. Así discurrieron los meses. El otoño ya se había convertido en compañero rutinario, y las noches del desierto sirio se hacían más duras, más largos.
Ambos se dieron cuenta un poco tarde. Recuerda que quedaron sorprendidos, atónitos. Cuando lo pensaron más despacio, al día siguiente, se dieron cuenta de que debían haberse tomado un poco más en serio la situación de los hombres que les servían. No en vano, pertenecían a reinos distintos, en históricas ocasiones enfrentados. No se podían considerar, por entonces, enemigos, pero las suspicacias ahondaban en sus corazones. Hubo problemas entre sus hombres. Más de uno tenía la imaginación demasiado viva, y la ambición muy desarrollada. Surgieron rivalidades y en una triste noche, incluso se llegó a la pelea, con resultado atroz. Cuestión de primacía y mando, no podía ser de otro modo.
*
Chocan gritos guturales, desaforados, contra sus oídos. También les alcanzan los estridentes sonidos metálicos de las espadas que percuten con fuerza una en otra, sin piedad, como si libraran la última batalla de los tiempos. La luna llena (la segunda del otoño) ilumina con lágrimas glaucas la escena. Ambos se miran, y una alargada sombra  de tristeza atraviesa lentamente sus rostros, cubriéndolos con velo de luto. Como cada noche, se habían adelantado de los demás; pero ante la alarmante naturaleza de los sonidos que les llegaban, han vuelto grupas con presteza y con ansiedad... Cuando llegan al círculo que los demás hombres han abierto, es tarde, demasiado tarde...
A pesar de la intensidad, todo ha sido muy rápido. El espectáculo del horror es tangible. La sangre ha brotado oscura y caliente, veloz y llorosa. Un brazo inutilizado, una profunda herida en el vientre. Dos sueños de eternidad arrojados en el extremo metálico de un arma con espíritu de arpía.
Ordenaron el alto. Separan a sus hombres. En la mayoría de ellos se dibuja el odio, la rabia, y la sed de venganza, el ansia de pelea. Sin embargo, en los ojos de ellos dos se licua la tristeza, la profunda incomprensión de las reacciones humanas. Observan descorazonados la distancia que les separa de los demás. Cuando sus pensamientos avanzaban por el camino de la áurica estrella que se dirige hacia el ocaso, sus hombres se preocupan de veleidades terrenas. Y sienten, puñal de frío hielo, la incomprensión a su alrededor, incluso el vacío, acaso en algunos ojos un ápice de odio. Su voz es cortante y firme, como las aristas de las espadas asesinas: El autor del próximo altercado será abandonado a su suerte en medio del desierto. La misión es conjunta, y se deben comportar como un solo ejército. El enemigo, si existe, está fuera.
Al muerto se le entierra.
El herido requiere tiempo. Una detención de días para intentar sanarlo. Inútil esfuerzo. No disponen de médico. Tras espantosa agonía, el brazo se gangrena. La fiebre invade con afán de conquista definitiva su debilitado organismo. Delira dos noches más.
Muere.
El percance, la desolación, la amargura los invade. Desde que ha acontecido la reyerta, la estrella se ha esfumado. Ha desaparecido. Cada noche otean el horizonte desde el norte hacia el oeste. No está. Como si hubiera huido. ¿Ha huido?
Pasan tres noches más desde el segundo entierro. La desesperación anida en sus corazones. En sus hombres el desconcierto. El silencio del miedo, como una mancha de aceite sobre el agua, avanza incontenible sobre sus hombres. Las miradas se hacen cada vez más torvas. Por fin, cerca de la desesperación, deciden avanzar hacia el poniente. Columbran el horizonte con ansiedad.
¿Dónde estará?
*
Todavía un escalofrío de miedo recorre su columna vertebral al hacer memoria de aquellas días. No fueron los más peligrosos de la expedición, pero sintió en propia carne, tangible y mensurable, que la derrota estaba tan próxima a ellos mismos como lo está el corazón en cualquier ser vivo. La diferencia entre el éxito y el fracaso dependía de un recipiente tan frágil, que sólo pensar en él podía ocasionar que se quebrara en cientos de pedazos.
Cuando retomaron la marcha, ambos pensaron lo mismo. Estaban más cerca de volverse a sus respectivos lugares de origen que de continuar adelante. La primera jornada de camino sin que la estrella los guiara, parlamentaron confusos y medrosos, niños que han quedado huérfanos, de pronto decidieron que una semana sería el plazo. Si en esa semana no volvían a encontrarla, darían media vuelta, y con las cabezas gachas, retornarían. No había nada más que hacer.
Pensó con melancolía, recuerda.
Aquella madrugada conjeturó que el final había sido aquel altercado. Aquella súbita aparición de violencia y muerte, de silencios y engaños. Llegó a la conclusión de que aquel brote de violencia les había hecho indignos de que les fuera revelado el secreto de la estrella. Y recuerda más.
Con la claridad del alborear decidió que el único culpable era él por no haber hecho partícipe a sus hombres de la verdadera misión a la que le había llevado. Decidió, cuando se acostaba en el duro lecho (la tierra), una vez más, que debía hacer partícipe a su compañero de las dudas que lo empezaban a atormentar. Quizá fuera hora de ser sinceros. Y de ofrecer a sus hombres, además, la posibilidad de volverse si sentían que aquello era una locura. Si quedaban solos, lo afrontarían, formaría parte del secreto de la estrella. Intuyó que ocultando las cosas no podía exigir ni fidelidad, ni comprensión, a aquellos hombres acostumbrados a defender a su señor con las armas que ellos conocían. Para ellos la vida no era cuestión nada más que de breves instantes: una flecha dirigida a su cuello, una trayectoria equivocada de una espada, un pisotón de un caballo en fuga, cualquier emboscada de bandidos... Pero aquella misión era distinta. Sólo con hombres que quisieran acompañarlo por su propia iniciativa, podrían concluirla...
Antes de dar la orden de salida, y tras ponerse de acuerdo (lo que nos le llevó mucho tiempo, recuerda con una sonrisa), reunieron a los hombres. Esta vez no ocultaron nada: les explicaron lo de la aparición de la estrella, su pérdida tras el altercado, les contaron sus ilusiones y sus intuiciones, y les propusieron con claridad que aquellos que entendieran que la misión era una locura y que ponía, sin sentido, su vida en peligro, podrían abandonar la expedición. No habría represalias. No habría odios. Lo único que pedían es que los que se fueran lo hicieran de una sola vez y no contaran nada a nadie. Les daban dos noches de plazo. A la tercera volverían a partir. Recuerda la solemnidad de sus palabras en aquellos tensos momentos. No miraremos atrás hasta el amanecer. Quien quiera marchar que lo haga sin miedo. Quien decida seguir tras nosotros que lo haga convencido y con ilusión. La estrella nos ha de llevar al encuentra de algo, o alguien, maravilloso. Alguien que, sin duda, será importante para más de un pueblo. Y se retiraron de su presencia. Dejaron que hablaran. Que pudieran decidir.
Fueron dos días duros. Lo notaban en las miradas frías y cortantes que sus hombres les dirigían. Decidieron no comentar nada entre ellos. Actuarían con naturalidad. Al amanecer del cuarto día, sabrían con quien contaban.
Eso era lo correcto.
Pero a pesar de ello, cuando tras la puesta de sol del tercer día, emprendieron la marcha, sus oídos estuvieron pendientes de los sonidos que procedían desde más allá de las grupas de sus monturas. Iban silenciosos, recuerda, atentos sus sentidos, excepto la vista, de la retaguardia. Se miraron algo desilusionados. El roce de los cascos sobre la fina arena del desierto era más suave que el de otras noches. Pero por otra parte sintieron alivio, pues no iban solos.
Viene a su memoria que, de pronto y al unísono, descubrieron nuevamente a la estrella. No habían perdido el rumbo. Habían actuado bien.
Sonrieron satisfechos.
*
La avanzadilla de exploradores retorna rauda sobre sus pasos. Cierta angustia campea en sus rostros. Han visto un numeroso grupo de guerreros a lomos de fuertes y veloces dromedarios, que se dirigen hacia ellos. Ambos se escrutan. Alegría. Duda. Temor. Expectación. Deciden dejarse alcanzar. Suponen, y suponen bien, que aquellos hombres habrán de compartir el camino. Proceden del sur, de Madián, donde las pieles de los hombres son tan oscuras como la noche que los arropa, aunque más cálidas. Y quien les manda, blanca sonrisa en medio del rostro, ha visto la misma estrella. Ha salido, como ellos, hacia su encuentro. Ha sentido que algo importante anuncia aquel astro nuevo en el firmamento.
De nuevo el encuentro. Las breves explicaciones. Los abrazos, las sonrisas. Pero esta vez se ocupan, en primer lugar de sus hombres. Le cuentan a su nuevo compañero lo sucedido: la pelea, las muertes, los entierros, la pérdida de las estrella, la decisión de contar toda la verdad. Su compañero asiente. Y antes de proseguir, para a sus hombres. Y hace lo mismo que hicieron los otros.
Es preferible la espera.
Son ahora tres los que marchan delante. Y las conversaciones se tornan amenas. El pellizco de la felicidad aprieta sus corazones. Son tres hombres que persiguen una ilusión informe, acaso.
Pasan los días, las noches transcurren. El rumbo no varía. Siempre hacia poniente. El desierto parece interminable, pero el cansancio no nace mella en ellos. Se acerca el solsticio de invierno. Cada día caminan más. Cada noche contemplan durante más horas la estrella. Cada día descubren que aquella aventura sólo se puede deber a que ha nacido, o va a nacer, un nuevo rey. Pero no es un rey cualquiera, pues desde algún reino lejano se ha hecho anunciar a tres hombres de otros tres reinos bien distintos, bien lejanos.
*
Pequeño reino de Judea. Frente a ellos, continúa su trabajo de memoria, vieron las murallas de Jerusalén en la lontananza. Nunca, en todo aquel viaje, se habían acercado tanto a una ciudad, o a cualquier tipo de poblado. ¿Sería otra señal? ¿Sería el fin de su camino? Recuerda cómo se miraron aquel amanecer. La estrella se había estancado a las espaldas de su camino. Parecía colgada del techo del firmamento. Tomaron más precauciones que otras veces. De hecho, el sueño fue más intranquilo, lleno de sobresaltos, de extrañas pesadillas que ninguno supo interpretar.
Era el día del solsticio de invierno. Justo cuando la luz del día comienza a alargarse, justo cuando el sol vuelve a empezar a ganar terreno a la oscuridad.
Aquella noche, cuando el débil sol invernizo, se ocultó tras las torres del Templo de Jerusalén, al que podían contemplar en una silueta imponente y oscura, a pesar del oro de sus cúpulas, no vieron la estrella.
Dudas.
Temores.
Silencio en los vasallos.
Conversaciones nerviosas.
Recuerda que decidieron no moverse. Esperar a la noche siguiente. Una noche más no importaría en exceso, después de tantos meses. Y en esa noche tampoco vieron su estrella colgada del celaje oscuro.
Decidieron presentarse ante el propio rey de aquel pequeño reino poco conocido para ellos a la mañana siguiente. Enviaron a un mensajero.
*
Boato, lujo, derroche. Todo tan distinto del desierto que acaba de traerlos hasta aquí. Miran extrañados a su alrededor. No parece que haya nacido ningún heredero.
Han recorrido las pinas calles de la cantada ciudad. Han visto soldados extranjeros. Una multitud de judíos procedentes de todas las partes del reino. Alguien de la corte de Herodes, mientras esperaban la recepción, les ha explicado que el Emperador de Roma había ordenado realizar un censo para conocer exactamente sobre cuántos súbditos gobernaba. De ahí que podáis ver a tantas personas vagabundeando por las calles de Jerusalén. Precisamente, muy próximo a Jerusalén, está Belén cuna del rey David, por lo que todos sus descendientes han de ir a empadronarse hasta allí.
Entienden poco de todos estos asuntos de la administración romana, y, menos aún, de cómo lo han de concretar estos judíos. Conocen muy vagamente ciertas referencias a este pueblo, sobre todo, de la época, ya lejana, en la que fueron esclavos en Babilonia, pueblo limítrofe. Pero este rey David es un desconocido, aunque parezca importante.
Transcurre algo de tiempo. Se impacientan. No entienden las costumbres palaciegas.
Cuando más desesperan, una voz firme y aguda, metálica y desagradable, exclama con contundencia: ¡El rey Herodes! Ante ellos aparece un hombre más bien bajo, algo cargado de espaldas, de faz curtida, cubierta por una espesa y rizada barba grisácea, de edad avanzada y con un rictus de crueldad que ha dejado su huella indeleble en el rastro que deja el brillo mate de su mirada. Como habían acordado, para evitarse problemas y (tampoco tienen otra posibilidad), le preguntan por el nacimiento de su heredero.
Evidentemente no son buenos diplomáticos, ni buenos estrategas, ni perspicaces en el conocimiento de los humanos… Lo suyo son los astros…
Herodes se agita sorprendido. Se rebulle inquieto en el asiento. Mira a sus consejeros. Dos le acompañan en este momento. Enarca las cejas. Ellos se escrutan. Deciden seguir adelante. El miedo empieza a ser un animal oscuro y viscoso, frío y amenazador, que se enreda por medio de la garganta: Hemos visto una nueva estrella en el Oriente, que durante varios meses no ha guiado. Justo a las puertas de Jerusalén la hemos perdido y pensamos que hemos llegado a nuestra meta. Suponemos que ha nacido el nuevo rey de los judíos. Mostradnos, pues, rey Herodes, dónde está el nuevo rey de los judíos para adorarlo.
Silencio corpóreo, casi sólido. El tiempo transcurre tan lentamente, como si los instantes hubieran dilatado su duración hasta el infinito. El rey escruta, diríase que con ansia y angustia, el aspecto no muy decoroso de esto extraños viajeros. Se sabe enfermo y cercano a la muerte. Se sabe odiado por buena parte de su pueblo. Se sabe débil ante los romanos, marioneta entre las garras del águila invasor. Pero de ahí, a admitir ante unos extranjeros que un nuevo rey está ya en su reino, resta un abismo. Se alza impetuoso y brusco. ¡Esperad! Un buen observador diría que el miedo ha actuado como un resorte.
Se miran en silencio. Todavía en el ambiente de la sala se percibe el ímpetu de la salida del rey. Las vibraciones de su mal humor rebotan contra las frías paredes de la sala, provocan un reverbero azabache. No saben a qué atenerse. Los tentáculos viscosos del miedo se agarran más aún a sus entrañas…
La espera, densa y angustiosa, no ha sido excesivamente larga. Junto al rey, cuyo rostro presenta una mueca de preocupación evidente (más evidente por cuánto intenta ocultarla), aparecen otros dos hombres, distintos a los que habían estado al principio. Son presentados como consejeros y sabios de la corte real.
De los profusas explicaciones que no comprenden en su totalidad, deducen que en los libros sagrados de este pueblo aparece un escrito (una profecía, dicen ellos), en el que asegura que en Belén ha de nacer el Mesías de los judíos. Ante la potencia de la palabra griega, giran su rostro enigmático. Su mirada es fuego que les abrasa.
Los tres piensan lo mismo. Están empezando a tocar con las manos la meta de su camino. Miran, escrutan habría que decir, con pasión a los sabios que hablan. Les preguntan por las fechas en que la estrella apareció en su horizonte. Les preguntan por el camino recorrido. Les preguntan por otras señales. A todo responden. Cada vez con más fuerza el calor sube desde su corazón. Herodes asiente a todo. Y con cierta voz de gélido reptil sinuoso, casi susurra, Id, buscadlo y adoradlo. Después, venid aprisa hasta aquí y me contáis todo, con detalle, para poder ir yo a adorarle también.
Abandonan felices el palacio. Sienten la frescura de la brisa y un soplo de alivio llena su pecho, pues adivinan que este rey utiliza las palabras como si fueran veneno. Vuelven, vuelan casi, tan aprisa a su pequeño campamento que no se dan cuenta de que son seguidos por unos ojos oscuros, por unas pisadas muelles, por una figura escurridiza, que sólo tiene una misión: no perderlos de vista durante el tiempo que permanezcan en el reino. De pronto, antes de llegar a la piscina de Siloé, junto a la puerta de la muralla que está próxima a ella, se oye la pregunta, “¿Alguno sabéis dónde está Belén?” La respuesta no se hace esperar, “Creo que no debemos de fiarnos ¿Por qué no esperamos a la estrella? Ella nos ha traído hasta aquí. Si nos hemos fiado de ella, ¿por qué no hacerlo hasta el final? Al fin y al cabo, son sus profecías. No quiere decir que nosotros las tengamos que creer”. Estuvieron de acuerdo en todas las palabras. No había nada que decir. Así que volvieron al campamento. No había miedo, sino ansiedad porque llegara la noche.
*
Casi va de amanecida. Los recuerdos continúan siendo nítidos, como la blanca balaustrada en la que se apoya. Recuerda los nervios de aquella tarde. La impaciencia de sus corazones. No aguantaban más. Sólo miraban al firmamento. Casi increpaban al sol por demorarse tanto tiempo en sus huida. Su único deseo era que anocheciera, y mirar hacia el noroeste para ver si la estrella aparecía nuevamente en el horizonte. Tenían la intuición de que esa noche sería la definitiva. Tenían la corazonada de que habían llegado al final del camino, de que estaban a punto de ver algo absolutamente majestuoso. De que detrás de aquella estrella, por fin contemplarían al rey de muchos reinos. Pero debía ser un extraño rey. No les terminaba de encajar que el propio rey de los judíos no supiera nada. De todos modos, se decía, la aparición de la estrella supone que alguno de los dioses está interviniendo en toda la historia.
Ahora, frente a él, se estiran los primero coralinos dedos de la Aurora apagando con su intensidad incandescente los luceros de la noche. Una lágrima recorre, nuevamente, su rostro.
*
Alufran ansiosos el horizonte, a medida que el manto marino y perlado cae sobre Jerusalén. Pero en el septentrión no aparece... Esperan unos minutos más a que el ocaso concluya e, impacientes, escrutan al poniente... Allí tampoco la encuentran. Se miran con honda turbación. Siguen perdidos ¿Dónde está el camino? ¿Continúa hacia el oeste? ¿Por qué, entonces, les ha traído hasta Jerusalén? Nada tiene sentido.
Abatidos, caen al suelo. Silencio. Forman un círculo de tres hombres desesperados, impotentes náufragos en tierra por culpa de una ilusión informe. Cabezas gachas. Silencio doloroso. Esperanza hecha jirones. La noche crece oscura y amenazante. Un poco más allá, sus hombres no parecen darse cuenta de la zozobra que les invade.
Oyen unos pasos. Es uno de sus servidores. Se acerca con cautela. Pide permiso. Duda. Notan que tiembla. Mirad allí. Sorpresa. Hacia el mediodía. Al sur, no al norte, está la estrella.
Y, de pronto, entienden. La gran ciudad les ha engañado. La estrella no ha variado su rumbo. Ellos equivocaron el camino hace dos noches. En vez de dejarse llevar por ella, decidieron actuar por su cuenta. Se desviaron hacia el norte, con lo que la estrella quedó al sur.
En unos breves instantes se han puesto en marcha. Caminan, galopan más bien, hacia el sur. La estrella no se mueve. Permanece anclada en un punto determinado. Hacia allá se dirigen raudos. Si pudieran, no perderían el tiempo ni en respirar.
La claridad es mayor, se diría que rotunda. Llegan a un pequeño poblado. Belén. Va a resultar que sus profecías son reales, se dicen. Y sonríen animados. Silencio en las vacías calles. Se miran extrañados de que nadie esté por ellas, pues la claridad de oro luminoso que envuelve al poblado es espectacular. La noche parece día con la luz de la estrella. Los cascos de las monturas golpean metálicos sobre el frío pavimento. Atraviesan el pueblo. Aumenta la claridad.
Se miran más desorientados. Es seguro que no se equivocan, pero han dejado atrás de ellos los últimos edificios de Belén. Al fondo, vislumbran unas suaves lomas agujereadas en alguno de sus puntos que forman unas cuevas, las típicas que cuevas que sirven de establo para ciertos animales. Justo en la vertical de la más alejada, su estrella parece sonreír, parece convocarlos. Parece decirles, Ya estáis en la última etapa. Dad el último paso. Si habéis hecho todo lo demás, concluidlo.
Miradas incrédulas. Dudas ¿Será allí? Tantos meses. Tanta inquietud para acabar en las afueras de un poblacho judío, en una cueva... ¿Un rey? ¿Un Mesías, les habían dicho los sabios de Herodes? ¿En una cueva? Pero la estrella está encima, ¿o es que acaso no la veis? Asienten confusos, pero confiados; aturdidos pero esperanzados. Ordenan a sus hombres que les guarden las espaldas, y con unos pajes que portan unos presentes, se dirigen hacia allí.
Un temblor especial les invade todo su ser. No sólo es el relente de la madrugada. No sólo es la ilusión por haber alcanzado la meta. No sólo es cierto temor por lo que encontrarán. Es un sentimiento de orgullo, un sentimiento de agradecimiento a todo lo que han ido aprendiendo en todo este tiempo de aventura. Y la certeza de que detrás de la oscuridad de esa cueva, bañada de áurica luz, está el ser más importante de la tierra: pues ha enviado una estrella nueva a hombres de diferentes reino. No saben cómo, no pueden explicar el poder que tiene un ser humano que se refugia en una cueva oculta en un puebluco de un mínimo reino conquistado por el imperio romano. Pero la estrella está allí plantada, como si le hubieran crecido raíces como si unos invisibles hilos de plata la sujetaran a las rocas. Y la estrella les ha guiado hasta este lugar.
Están en la puerta. El último escalofrío de emoción atraviesa la médula, como un rayo en una tormenta de estío. Temen que los alocados latidos de sus corazones sean escuchados por los moradores del lugar. Respiran hondo, casi al unísono. Se miran con intensidad y hondura y largura. Asienten en silencio y avanzan decididos.
Un tenue calor abraza su rostro cuando cruzan el umbral. Una tibieza de respiraciones de seres vivos que hace más cálida la atmósfera. Se detienen, para que sus ojos se acostumbren a la penumbra, casi a la oscuridad total. Al fondo, junto a la pared, distinguen unas formas que se mueven acompasadamente. Continúan su camino. La última jornada del viaje va a ser la más difícil. No saben qué hacer, pasan los minutos. Parecen días. Indecisión.
Concretan su visión. Una mujer dormida, hecha un ovillo para acoger a un niño en su regazo, y un hombre poderoso, al otro lado. Tras ellos, unos animales ¿Una vaca o un buey? ¿Una mula o un asno? Eso es todo. La dulzura de un sueño profundo y tranquilo.
Giran sus rostros. Se miran incrédulos y dubitativos, pero un latido más apresurado, y más cálido, de su corazón les vuelve a ayudar. Allí está a quien buscaban. Eso es todo. Desde la lejanía escuchan, de pronto, como el canto de criaturas celestes, y por alguna estrecha fenda, por la que otrora se filtrara el agua de lluvia, se cuela la luz áurea de la estrella, que parece querer acunar al niño.
De pronto, la mujer se incorpora sobresaltada. Los ha descubierto. Y los mira, primero con expresión de terror. Está a punto de chillar. Pero ante la señal de calma que percibe en ellos, decide trocar el grito en suave sonrisa de joven madre. Les hace una seña para que se acerquen más. Así lo hacen. Ella opta por despertar al hombre, que se levanta de un salto sobresaltado. Se nota que está sufriendo, que cierta angustia ha labrado una profunda arruga vertical en el centro de su frente. Está pasando por malos momentos. Le sonríen. Él los mira con cierto recelo animal. No se confía. La robusta estructura ósea de su cuerpo se percibe en tensión, lista para entrar en acción ante cualquier hostilidad. Hasta que los dulces ojos negros de ella no se detienen en él y lo recriminan con afecto, no se relajan su fornidos músculos.
El niño, plácido, continúa durmiendo ¿Qué otra cosa ha de hacer un niño a estas horas de la madrugada?
*
Ha amanecido. El celaje presenta un límpido aspecto celeste. Otra noche en blanco. No le importa está acostumbrado. Al fin y al cabo su oficio durante muchos años fue estudiar los astros. Hasta aquella noche. Siguió recordando todo lo ocurrido. Nada volvió a ser igual.
Entregaron los presentes que llevaban: oro, incienso y mirra.
Salieron de la cueva. En su corazón había algo nuevo, como si una golondrina hubiera anidado en su interior. Comprendieron que en aquel niño estaba la respuesta a sus preguntas y a sus dudas: la estrella les hizo salir de la comodidad de sus palacios. La estrella fue enviada a cualquier hombre de cualquier reino que fuera capaz de mirar en la entraña de la oscuridad. La estrella, su luz, los había guiado, y ellos la habían seguido hasta el final. La estrella se había anclado donde un niño desvalido dormía con la sola protección de su padre, su madre y dos animales ¿Vaca o buey? ¿Mula o asno?
*
De nuevo en las calles de Belén, uno de los hombres de la guardia les da las novedades. Han apresado a un individuo. No ha revelado quién lo manda, ni por qué les espía.
No es necesario ser muy inteligente, ni muy astuto para adivinarlo. Comprenden de inmediato. No en vano a ninguno les había gustado el rey Herodes.
Deciden descansar unas horas. Pero la pesadilla les invade. El sueño doloroso los impulsa. Y, sin esperar a más, con un prisionero entre ellos, continúan viaje hacia el sur, hacia el Oriente.
Zorzales sin ubio se sienten…
Ya no es necesaria la estrella…
No hace falta mirar al infinito…
El infinito, la estrella, la luz, han acampado en sus entrañas.
… Vuelan hacia el horizonte de la eternidad…


Y
la
luz
de la
estrella
navideña
ha cubierto
nuestro corazón
de brillos infinitos y
de sueños de eternidad y
de bellos fragmentos divinos.
¿Por qué la vez primera que atravesó
la faz de la tierra, sólo la vieron aquellos sabios
ancianos que vivían en el silencio de su ciencia olvidada?
¿Por qué tu opalina luz no se manifiesta más poderosa que la del
áureo sol radiante y, sin embargo, se confunde con los millones de titilares del universo
ignoto, infinito, en plena oscuridad: noche serena, siempre callada?
¿O es que sólo desde el silencio y la oscuridad sabremos
en qué brillo viajero de la noche camina tu fulgor?
Viejo lucero que anidas al fondo del horizonte:
Anuncias la llegada del futuro infinito
en los ojos negros de niño que
ven la vida desde su frágil
piel necesitada de calor
y de cálidos latidos
para sus sueños
de curvos ríos
y alba leche
caliente:
ilúmi-
na-
me

7 comentarios:

Amando Carabias dijo...

Aquí os dejo el relato en que otros de los protagonistas de la Navidad, llamaron a mi puerta.
Si uno hubiera sabido que podrían haber sido Tartessos de Andalucía, o alguno de ellos al menos, quizá hubiera sido todo muy distinto... Incluso por soñar y fabular -y sin ánimo de crítica, ni de mofa- quizá hubiera planteado que ante la amenaza de Herodes, la familia huye, no a Egipto, sino hasta el reino de los Tartessos, allá en Hismpania, junto al Guadalquivir.

En serio ahora, este relato creo que es un alegato en busca de la paz y de la verdad. Una metáfora del viaje como proceso de despojamiento. Llegar a la verdad y descubrirla sólo es posible cuando conseguimos que todos nuestros prejuicios (en todos los sentidos) caigan de nuestro cerebro.

Flamenco Rojo dijo...

"Todavía un escalofrío de miedo recorre su columna vertebral al hacer memoria de aquellas días" dices en el texto y un escalofrío me recorre ahora mismo de arriba abajo recordando que el 2000, año de este cuento, fueron las primeras navidades de la Princesa de Oriente Carmen con nosotros.

Un abrazo y ojalá que todos nuestros prejuicios caigan de nuestro cerebro como dices.

Amando García Nuño dijo...

Al final, ¿la gran pregunta era si se trataba de una mula o un asno?
Bromas aparte, resulta curioso comprobar -al leer en un sólo día relatos separados por un año en su concepción- la maduración literaria e incluso personal del autor.Cada uno me parece que horada más en el interior de la navidad. Espero el de mañana. Feliz nochebuena.

Amando Carabias dijo...

Flamenco Rojo:
Hablar con la Princesa de Oriente y escuchar el acento de Triana me sigue provocando la sonrisa.
Amando:
Muchas gracias tocayo.
A estas alturas (si no cuento mal) era el quinto o sexto cuento y ya había una idea clara. No se trataba de algo más ocasional. En mi cabeza, por ejemplo, estaba trazado que cada año alternativamente iría de los personajes del belén o bíblicos (me faltaron la mula y el asno) a la época actual.
El de mañana es un pelín melancólico. Y todavía no sé por qué, pero así salió.

Amando Carabias dijo...

A quienes por aquí paséis en estas próximas horas (si es que hay alguno, cosa que sería extrañísima) os deseo, de todo corazón una feliz Navidad.

Isolda Wagner dijo...

Llego tarde. Confieso que no recuerdo haber leído ese cuento. (tal vez crea que los tengo todos y no sea así) Es una naración extraordinaria, muy elaborada y si se me permite con su punto de intriga. Un gran cuento de Navidad con estrellas incluidas. Daría algo por ver lo que te dijeron tus amigos en su momento.
Nunca des nada por sentado. Aquí estoy y a estas horas.
Besos para el escribodor y para la princesa de Oriente. Y gracias por repetir estos cuentos maravillosos

Amando Carabias dijo...

Isolda
Es evidente que nunca se puede dar nada por sentado.
La verdad es que el asunto de los sabios y las intervenciones de los ángeles, son dos cuestiones que me dieron muchas alas para la imaginación.
Y en ambos casos, como se verá el día que se publique "Uriel, Luz de Dios", hay algo en común:
si los poderosos no siguen cierto camino, es imposible que entiendan mínimamente el sentido de la Navidad.