Este relato es el capítulo V de la novela “Aquel sábado
lluvioso”, editada por la Diputación Provincial de Segovia en 2001.
Afuera mollizneaba, con insistencia, sin cansancio… La humedad lo ocupaba
todo. Envolvía cada centímetro de espacio con sus dedos reblandecidos e invisibles.
Avanzaba
la noche hacia su cenit. Sin embargo, ninguna estrella mostraba su fulgor
argentino. El orvallo no cesaba. Por momentos se tornaba aguacero, pero pronto
volvía la cilampa.
En
la habitación faltaba aire fresco que permitiera continuar la conversación. Salomé,
que parecía la encargada de la intendencia, se percató. Ordenó a Andrés que
abriera las ventanas. Andrés, el más alto, era el que mejor llegaría al pomo
desgastado del picaporte. El aire húmedo descargó algo la pesadez del ambiente.
Permanecíamos muchas personas por excesivo tiempo en el mismo lugar, que no
estaba preparado para estas situaciones. El ambiente viciado empezaba a pasar
factura a alguno, pues tras una noche en la que no habíamos dormido, otra madrugada
en las mismas condiciones suponía un esfuerzo adicional inalcanzable para
algunos. La entrada de aire renovado despabiló la mayoría de los rostros, y
despejó muchas ideas.
Magdalena
llevaba un tiempo observando a la madre de Jesús. Noté que espiaba cada uno de
sus movimientos: su forma de mover las manos, su manera de girar la cabeza, su
modo de mirar, cómo escuchaba, los gestos que empleaba a la hora de comer. Para
Magdalena todo era escrutable al ínfimo detalle. Quería decirle algo, pero no
se atrevía. Probablemente no tenía la suficiente confianza para dirigirse a
ella en presencia del resto del grupo. (Como ya he dicho, Magdalena no era considerada
de las fijas entre las mujeres que
nos acompañaban.) Para ayudar a que se decidiera a preguntar, se me ocurrió
romper la tirantez.
—Como
está resuelto el tema que había planteado Tomás, o por lo menos pospuesto hasta
más adelante, podíamos hacer alguna cosa.
Iago
estaba enfadado (sus enfados duraban más). Se encaró conmigo.
—Se
me han olvidado los dados. ¿Alguien los ha traído?
—No
seas sarcástico. No se trata de jugar. No está el ambiente como para entretenernos
jugando, y menos a los dados. Alguno quiere que nos cuenten más cosas de Jesús,
de cuando era pequeño—. Lancé mis ojos a los de la madre de Jesús. Le imploré
más que hablarle—. Podría ser el momento, si es que quieres.
Miré
alternativamente a la madre de Jesús y a Magdalena. La madre de Jesús descubrió
mis intenciones. Quizá me precipité, pero me di cuenta demasiado tarde. Era
ahondar excesivamente en una herida tan reciente que aún sangraba. Intenté
arreglarlo, aunque el daño no tenía remedio.
—Siempre
y cuando no te suponga demasiado dolor.
Durante
unos instantes reflexionó, mientras los ojos se le encharcaban, como si el
cernidillo de fuera en realidad partiera de su corazón herido. Quedamos suspensos
de su silencio. Quedamos expectantes de lo que sus finos labios dijeran. María,
la de Iago, la mujer de Cleofás, intervino en ayuda de su cuñada.
—A
lo mejor yo os podría contar algo. Al fin y al cabo, Nazaret es un pueblo tan pequeño,
que, prácticamente todos nos veíamos a diario. Mientras, ella lo piensa.
Asentimos
a la propuesta de la de Cleofás. La miré agradecido y aliviado. Mis ansias por
tener más datos del maestro me impidieron pensar en el dolor de la madre de
Jesús, y ya me arrepentía. Pero me dirigió una mirada de inteligencia que
decía: No te preocupes; te entiendo. Entre tanto, su cuñada comenzaba el
relato.
(Para
los hermanos que no la conozcan, Nazaret es una ínfima aldea situada a unas
treinta y una millas (1) romanas de Cafarnaúm. Está encerrada entre tres colinas, y excavada en la
ladera de una de ellas (2).
Carece de horizonte, salvo que se ascienda a una de sus cimas... A pesar de su
proximidad, no se ve ni la llanura de Esdrelón, ni el monte Tabor, salvo que
uno suba a la colina del sudeste… Una de las veces que el maestro nos llevó
hasta allí, vimos unos pocos olivos, unas pocas tierras de cultivo y un pueblecito
lleno de cuestas… Debía ser difícil ser niño en aquellos parajes…).
—Cuando
Jesús era muy niño, le gustaba mucho observar las cosas que hacían sus mayores.
Ya sabéis que su padre, José, era carpintero. Bueno, eso es mucho decir. Nazaret
no se podía permitir tales lujos, por lo que, en realidad, era un chapuzas, un ‘arreglalotodo’…, en suma, un manitas. Cleofás, mi marido, trabajaba una
pequeña tierra de la que sacábamos lo más imprescindible para comer. Jesús se pasaba
el día del taller de su padre a la tierra de su tío. Todo lo preguntaba. Todo
le interesaba. Pero no creáis que sus preguntas eran sólo las de un niño. Ésas
también las hacía, claro, pero, a veces, iba más allá. Una tarde, casi
anochecido, Cleofás, cuando llegó a casa, me contó lo que le había sucedido con
Jesús.
Calló
un instante. Nos miró. Buscaba en nuestros ojos el interés de la historia. Se
sintió satisfecha. Antes de que siguiera, Magdalena habló.
—¿Cómo
era Jesús de pequeño?
María
quedó un poco sorprendida.
—No
sé. De tanto no me acuerdo. ¿Te refieres a su físico?
Magdalena
asintió. Era una esponja para absorber las palabras. Mas no sólo escuchaba,
activaba cada sentido: con los ojos, perseguía los labios María de Cleofás; con
la nariz, inhalaba el aire en el que viajaban aquellos sonidos; con el paladar,
parecía beberse las palabras; si hubiera podido, las habría acariciado tiernamente.
—No
sé. No me acuerdo muy bien. Era algo más alto que los niños de su edad. Se crió
fuerte y ágil. Nada especialmente distinto de los otros. Eso sí, la alegría le
brotaba por cada poro de la piel. Siempre organizaba juegos con los otros
niños. Pero, al mismo tiempo, le gustaba quedarse largos ratos a solas, en
silencio. Había días en que se levantaba muy temprano. Esto lo sé porque su
madre me lo contaba, claro.
Movimos
la cabeza hacia el lugar donde la madre de Jesús meditaba alguna cosa, a la vez
que escuchaba a su cuñada.
—Salía
a las afueras del pueblo y pasaba buena parte de la mañana perdido.
La
madre de Jesús, de pronto, habló… Nos sorprendió.
—La
primera vez que lo hizo, José y yo nos llevamos un buen susto.
Su
cuñada la interrumpió, quizá un poco bruscamente, pero en sus ojos anidaba una
sonrisa que le había puesto el recuerdo de los tranquilos días nazarenos.
—Espera
un momento que termine lo que había empezado… Os decía que una noche Cleofás me
contó algo muy especial. Me diría otras tantas; pero la mayoría las he
olvidado... En fin cosas de vieja. Ésta, no sé por qué, se ha quedado prendida
de mi recuerdo. Era otoño. Cleofás araba. Jesús, con sus pocos añitos, debió
aparecer a primera hora de la mañana donde estaba mi marido. Estuvo largo rato
observando lo que hacía. Después le preguntó, “Tío, ¿qué haces?”. Le respondió,
“Estoy terminando de arar la tierra”. Jesús volvió a preguntar, “¿Qué es
arar?”. Y Cleofás contestó, “Pues mira, hijo, arar es preparar la tierra para
que cuando le echemos la semilla pueda crecer y darnos fruto”. Todo era normal, sencillo. Nada se
distinguiría de lo que cualquier chiquillo un poco observador hubiera dicho.
Jesús calló un buen rato. Parecía que la cosa se quedaría así. De pronto,
volvió a hablar, “Oye, tío Cleofás, lo que haces con la tierra, ¿es lo mismo
que hizo Dios con Israel al mandarnos a
Moisés y a los profetas?”. Por lo que me contó Cleofás, en ese mismo momento
dejó el arado en mitad del surco. Se quedó mirando al niño y luego al arado y
exclamó, “¡Dichoso chico! ¿Pues no quiere comparar el trabajo del Altísimo con
el de un pobre campesino? Cualquiera sigue arando.”
Me
quedé, como los demás, sorprendido, pensativo. Siempre me lo había imaginado
como le conocí. No me planteé su infancia, su juventud, la vida con sus padres.
Felipe intervino arqueando nuevamente las cejas. Más que hablar parecía
susurrarse a sí mismo.
—Desde
pequeño hacía las comparaciones que luego nos hacía a nosotros.
La
madre de Jesús retomó la palabra.
—Lo
que dice María fue una de las suyas... Cuando nos la contaron, a los pocos días,
José y yo nos sorprendimos. Creo que fue una de las primeras. Os iba a contar
otra… La primera vez que Jesús marchó de casa al amanecer… Al levantarme aquella
mañana, vi que no estaba en casa. Me preocupé, pues normalmente tardaba en
despertarse… Era un dormilón… —. Sonrió triste, melancólica. Suspiró hondamente
como cargándose de fuerzas—. Fui donde José. Ya había rezado el shemá (3). No quería asustarle, pero mi rostro sería de desasosiego. Le dije que el niño
no estaba en casa. José me miró incrédulo. Me preguntó si me había asomado a la
puerta de la calle. Asentí. “Allí no está”, dije. Me pidió calma. “Iré a mirar
a la carpintería por si ha ido allí a hacer alguna cosilla”, comentó. Jesús era
aficionado a hacer juguetes con madera. Seguro que hubiera sido buen
carpintero. Al poco, regresó y dijo: “No está allí tampoco”. Se había pasado
también por casa de Cleofás. María le dijo que no había ido hasta entonces.
Empezamos a angustiarnos. No sabíamos qué hacer. Buscamos en las casas de sus
amiguitos. Nada. Sería la hora segunda. Bueno, pues a la hora tercia
apareció, tan tranquilo. Venía de un
montículo situado al sudeste de Nazaret. Sus ojos bailoteaban de alegría. Se extrañó
de nuestro miedo. Nos dijo: “Necesitaba hablar con Abba”. Fue la primera vez
que escuché a Jesús hablar así del Altísimo. Me asusté un poco. José, incluso,
pensó en la posibilidad de enviarlo junto a Zacarías, un pariente nuestro,
sacerdote del grupo de Abías.(4)
La perplejidad del grupo aumentaba. La voz de Magdalena se dejó escuchar.
La perplejidad del grupo aumentaba. La voz de Magdalena se dejó escuchar.
—O
sea, que Jesús tenía un pariente sacerdote.
La
madre de Jesús nos miró a todos. Suspiró hondamente, de nuevo.
—Por
lo que veo, nadie tiene sueño. Entre el dolor por su muerte y el miedo a que
nos atrapen los soldados o la policía del Templo, difícilmente dormiríamos. Así
que os contaré algunas cosas de nuestra vida.
—No
te esfuerces— dijo Pedro—. Si te hace daño lo entenderemos.
—No,
en realidad, creo que me hará bien. Supongo que será un beneficio para todos.
Magdalena
y Leví eran los más ansiosos por conocer más de Jesús; cada noticia que nos
pudiera aportar su madre, sería absorbida por su ávido corazón. Se acercaron a
la madre de Jesús. Magdalena le rogó.
—Cuéntanos
las cosas por orden, por favor.
Sonrió.
Se acomodó lo más posible. Se situó en el centro del grupo, en medio de nosotros. Volvió a suspirar.
Afuera el aguacero no cesaba. En el silencio llegaba con claridad el rítmico
choque de las gotas en el enlosado de la vacía calle.
—Intentaré
contaros las cosas lo mejor posible. Jesús nació en Belén, pero…
La
interrumpí, impetuoso. Aquello no cuadraba, pero, a pesar de ello, mi acción
fue un tanto violenta.
—¿No
nació en Nazaret?. Todo el mundo le llamaba nazareno. Por algo sería, vamos
digo yo.
No
se inmutó. Siguió su relato. Sus pupilas se cargaron de paciencia. Sentí que me
acariciaba con ellas, otra vez. Definitivamente su vista había adquirido condición
táctil. Bajé mis ojos, si hubiera podido los hubiera arrojado al suelo. Tuve vergüenza
de mi arrebato. Uno es como es (¡qué le vamos a hacer…!).
—Como
os decía— prosiguió—, nació en Belén, aquí al lado. Quién me diría entonces que
moriría en Jerusalén… El emperador romano, no Tiberio, sino Augusto, tuvo la
ocurrencia de contar a los habitantes de su Imperio y decretó un censo. Cirino
era gobernador de Siria. Para saber cuántos israelitas éramos, ordenó que cada
uno se dirigiera a la ciudad de sus antepasados. Como José descendía de la casa
de David, fuimos hasta Belén, con la suerte de que en esos días me llegaba el
parto… Pero eso os lo contaré después. Ahora os contaré otra cosa…
Leví
interrumpió a la madre de Jesús. A pesar de ser publicano, conocía muy bien las
escrituras. Por aquellos días, quien las conocía mejor de nuestro grupo. Jugaba
con ventaja: sabía leer y escribir desde niño.
—¿No
hay una profecía que dice que el Mesías nacerá en Belén (5)?
Iago,
que continuaba con cierto enfado, contestó irónicamente.
—Leví,
todo el que ha nacido en Belén podría ser el Mesías.
Leví
no se achantaba, era otro cabezota y, además, poseía mejor educación.
—Iago,
no he dicho eso. Lo que quiero decir es que el Mesías tendría que nacer en
Belén, que es bien distinto, aunque tu cabezota no distinga las diferencias.
—¿Ya
estáis con discusiones otra vez?—dije—. ¿Por qué no dejáis que siga?
La
madre de Jesús no había dicho casi nada y nos habíamos exaltado. Siguió
hablando, poniendo en su voz toda la dulzura de la que era capaz en esos momentos.
—Os
quería contar mi gran secreto. El secreto que sólo sabían José y Jesús. Espero
que lo entendáis en sus términos. El Altísimo es realmente el Abba de Jesús.
Nos
quedamos fríos. Eso nos lo decía Jesús cada día. No entendimos el misterio con
el que lo rodeó la madre de Jesús. De hecho, teníamos cierta conciencia de que
todos éramos hijos del Altísimo.
—Lo
que quiero decir es que Jesús no es fruto de ninguna relación con varón.
Esta
vez el silencio que se produjo en la sala no lo propició el dolor, o el miedo,
o la impotencia, o la ruptura, o el sopor, o la angustia. Fue la perplejidad.
Como si la habitación se hubiera quedado sin respirar. Recorrí cada rostro.
Todos eran de sorpresa. Era cierto, aquello sólo lo debían saber José y Jesús,
por cuanto María, la de Cleofás, también mostraba cara de asombro. Fue la primera
en hablar. No pudo por menos. Su pregunta sonó como un latigazo acusador e
hiriente.
—Entonces,
¿engañaste a José cuando os casasteis?
—No
¿No te he dicho que él sí lo sabía…? Lo supo desde el principio. Ni siquiera yo
se lo dije. Os contaré cómo pasó. Una tarde, al poco de haber empezado la primavera,
vi que José llegaba a la casa de mis padres. Me extrañó, pues, a pesar de estar
prometidos, no era normal que el desposado fuera a casa de la novia (6). Sin embargo,
agradecí aquella visita, pues por la mañana me había pasado algo terrible.
Interiormente di gracias al Señor porque condujera hasta allí…
La
madre de Jesús nos refirió una maravillosa historia que Leví y Lucas narraron
en sus evangelios. Cada uno de una forma (7). Ella
lo hizo de otra manera, a la suya, claro…
La
primavera era renuevo. Aquella mañana, apenas amanecida, al
rezar los salmos, una brisa cálida aleteó junto a su túnica, un aroma a rosa de
Alejandría flotó circundándola, una claridad de estrella danzó junto a su
corazón, una melodía de arpa penetró la estancia. Al principio no se percató.
Luego se turbó. Alguien estaba con ella, sintió. Giró la cabeza de uno a otro
lado en busca del extraño que le interrumpía sus rezos; los temores fueron
breves. En su interior una voz distinta de la suya le habló: un surco de luz
atravesó su espíritu, fue invitada a la alegría: Dios es tu amigo. No eran nuestras palabras. Oía algo distinto. Sin
embargo, las comprendía con la misma prontitud. Más, incluso, ya que se
dirigían, dardo certero, al centro de las entrañas. Engendrarás un hijo. Sus planes se quebraron cual delicada
cerámica, escuchó el estruendo. Un escalofrío, cristal gélido, y una duda,
sombra azabache, recorrieron su columna vertebral. Nuevamente se estremeció,
vaciló, preguntó, ¿Cómo será si no
conozco varón?. La respuesta fue extraña, enigmática, El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por un instante, la
angustia acompañó sus latidos. Desde niña aprendió que la voluntad de Dios es
lo primero que se ha de cumplir, pues nos ama. Incluso muchas veces lo experimentó.
A pesar del miedo, abismo oscuro a sus pies, asintió su corazón, Hágase como dices. Se alivió su
espíritu. Una fuerza especial anidaba en ella, sintió.
Casi a la
caída de la tarde, mientras meditaba estas cosas, advirtió que José aparecía
por el sendero. Lo había visto llegar asomada al ventanuco. Caminaba cabizbajo
y con las espaldas demasiado gachas, como si alguien las hubiera cargado con un
pesado fardo de cientos de piedras. Su paso era excesivamente lento, columbró
que sus pies se arrastraban por la tierra levantando una pequeña nubecilla de
polvo blanquecino. Se presentó ante sus padres antes que nada. Fue su madre
quien lo llevó hasta allí, Dice José que quiere hablar contigo. Una vez que su
madre se hubo marchado, se decidió a hablar, José, he de decirte algo
importante que me ha sucedido esta mañana. Antes de proseguir, percibió que la
cara de José no era un rostro tranquilo aquella tarde, ni su ánimo estaba
receptivo. Lo notaba en tensión. Decidió esperar a que hablase él primero. El
miedo, trémula mariposa endrina, acarició levemente su corazón. Pensó, Lo único
por lo que José está aquí es porque algo va mal. Quizá lo intuido por la mañana
no sería tan fácil. Se preparó resignadamente para lo peor. Observó que José no
la miraba directamente. Se preocupó aún más. José siempre miraba de frente.
Aquellos ojos oscuros de José eran lo que más le gustaban de él; más que por su
color azabachado, por la limpieza que mostraban, por cierta luz de calma y
tranquilidad que irradiaban. En alguna ocasión los había comparado con la
quietud y transparencia del lago de Genesaret en las tardes de calma chicha.
Ánimo, José. Habla. Cualquier cosa tiene solución. José movía, de derecha a
izquierda, de izquierda a derecha, la punta del pie como si quisiera agujerear
el suelo. Miraba obsesivamente aquel vaivén. Por fin, su voz grave hizo vibrar
el aire tibio del atardecer. Anoche tuve un sueño terrible. Aún no sé bien cómo
explicarlo. Ella respiró hondo… Se trataba de un sueño… La cosa tendría
solución, estaba segura de ello. Sus ojos danzaron aliviados y zumbones, como
si un enjambre de abejas los transportaran llenos de dulce miel. José, sin
embargo, no se dio cuenta de aquel cambio… Bastante tenía con lo suyo. Antes de
explicarte nada, cuéntamelo. Ya sabes que lo mío no es contar historias… Es
igual, cuenta a tu manera. En fin, sea… Me había quedado adormilado en mitad
del desierto después de una dura jornada de marcha. Me notaba cansado, muy
cansado. Fíjate, sentía un dolor fortísimo en los pies. Hacía mucho calor. El
caso es que me quedé dormido y soñé… La joven interrumpió el relato, ¿Soñaste
que soñabas? José quedó pensativo, Sí, creo que sí… Bueno, el caso es que en
aquel sueño tras una pelea con alguien muy fuerte y muy poderoso que guardaba
la puerta de un túnel logré atravesarla. Al principio estaba completamente
asustado pues no se veía nada. Todo era oscuro, negro, frío. Miraba de hito en
hito a José. Algo en ella le hacía comprender que la cosa no iba mal. Acaso no
fuera necesario que ella contase nada. Seguí hacia delante. No podía volver
atrás, pues la perspectiva de otra pelea me asustaba. Tras unos minutos de
total oscuridad, cuando el miedo más me atenazaba, vi a lo lejos como una lucecita
pálida entre blanca y amarilla. Me llené de alegría y seguí raudo hacia allí.
Cada vez la claridad era más intensa y poderosa. Al fin llegué al extremo del
túnel. Atravesé otra puerta y un resplandor cegador me cubrió. Me asustó todavía
más aquella luz que la oscuridad de antes. Pero de pronto algo cambió. Una voz.
Bueno, no era una voz. Era otra cosa… Alzó la cabeza. Por primera vez miraba a
su futura esposa. Aquel movimiento fue tan inesperado, que sorprendió en su
joven prometida una sonrisa que le confundió. Pensarás que estoy loco. Ella se
apresuró a corregir aquella impresión. No seas tonto, José. Me sonrío porque lo
que te tenía que contar te terminará por tranquilizar. No, no estás loco. Más
bien me estás contando algo maravilloso. A ver, cuéntame lo de la voz. Por fin
José dejó el movimiento compulsivo e inútil de la punta de su pie, y fijó sus
ojos en los de su amada. El pesado fardo había sido descargado de sus hombros.
Pensó, Ella ya sabe el resto, o lo intuye, así que la explicación más lógica es
la evidente… Resopló ante las consecuencias que le esperaban, pero, sin
embargo, continuó aliviado… Aquel sonido era como el rumor de todos los ríos,
como cuando la brisa juguetea entre las hojas de los árboles y las hace hablar,
como si los pájaros cantaran todos a la vez… No sé… Bueno, era eso y no era
nada de eso. Pero no era lo más curioso. Lo que más me inquietó es que aquella
voz, o lo que fuera, parecía que salía
desde lo más hondo de mí, y a la vez iba a lo más profundo. Te entiendo… Pero,
¿cómo me vas a entender, si no lo entiendo yo…? Bueno, a lo mejor la palabra no
es entender. Lo que quiero decir es que sé a qué te refieres. Yo tampoco lo
entiendo, pero a mí me ha pasado esta mañana… Bueno, acaba tú y luego te lo
cuento. José sonreía francamente. Se habían acabado sus reticencias. Su rostro
volvía a presentarse como siempre, iluminado y tranquilo. El caso es que
entendí lo que la voz me quería decir. Verás, en principio me ha parecido una
cosa terrible. Para contarte todo esto necesito tiempo. Pero aquella voz me
decía un montón de cosas y no pasaba el tiempo. Era como si todo lo dijese a la
vez. No me sé explicar mejor. El caso es que entendí que me decía que tendrías
un hijo, que sería bendito entre todos los hombres, y que le debería llamar
algo así como Manuel o Enmanuel, algo de Dios con nosotros. Pero también
entendí que yo no sería el padre. Una sombra, tiznado pájaro vespertino, cruzó
brevemente sus ojos, que volvieron a bajarse hasta toparse con el suelo. En ese
momento me desperté. Estaba cubierto de sudor… No he vuelto a dormir… No había
amanecido y me he tenido que levantar. Incluso he pensado en ir a ver al rabí
para contarle todo y que él me ayudase a interpretar. Inquieta, como un
avefría, dio un respingo súbito. José lo notó inmediatamente. Sus cuerpos se
habían ido acercando… Tranquila, no lo he hecho. A medida que han pasado las
horas, la duda me sobrecogía más aún. Al final no he hecho nada, salvo dar
vueltas a mi cabezota. No me he atrevido a ir donde Jonatán, pues he pensado
que me tomaría por loco. Aliviada, suspiró, una vez más. He pensado, también,
que lo mejor sería repudiarte en secreto. Pero sería injusto, pues al fin y al
cabo solo se trata de un sueño. No tengo pruebas de que me hayas engañado.
Primero pensé que era un mensaje que me quería avisar que me traicionabas… Luego
he pensado que se trataba de un mensaje del Altísimo… Después me he llamado
loco, pues ¿cómo se iba a dirigir Iahveh a un pobre hombre como yo, que apenas
sabe leer las escrituras…? En fin, como tenía la cabeza hecha un lío, he
decidido venir y contártelo. El silencio del atardecer abrazó a la pareja. Ante
ellos el futuro se abría como el negro túnel del sueño de José. La muchacha se
atrevió a posar sus manos en las rudas manos de José. Un sobresalto apenas
perceptible se adueñó de aquel buen carpintero. Entonces supo que ella jamás
podría engañarlo. Comprendió, al sentir la tibieza de su sangre a través de la
dureza de su piel, que aquello era obra de aquel buen Dios, al que rezaba cada
mañana y cada noche. José, no tengas miedo, hablaba quedo, en un murmullo. Es
voluntad del Todopoderoso. Esta mañana, esa misma voz que a ti te alteró el
sueño, a mí me susurró hermosas palabras de amor. No sé por qué nos ha elegido,
pero sólo tienes dos opciones, hacerle caso, como yo he hecho, o dejarme. No
puede ser de otro modo. José volvió sus ojos oscuros. Aparecían cubiertos por
vaharadas de emoción. ¿Cómo iba a dejarte? Todo lo que te he contado es verdad.
Pero, cuando has sonreído con mi historia, he pensado que no me quedaba más
remedio que creerme lo del sueño. En fin. Hemos de adelantar la fecha de los
esponsales.
Y,
efectivamente, adelantaron la fecha. En Nazaret nadie se extrañó de aquello: al
fin y al cabo una pareja joven en un puebluco tan pequeño podía caer en
peligros inminentes. Fue una boda que se ajustó a todos y cada uno de los pasos
que prescriben la Escritura y la Tradición. Dentro de la humildad de aquellas
familias, se celebró buena fiesta. Hubo música, baile, comida. Las jóvenes
llevaron a la muchacha a casa de José. Hubo diversión durante varios días.
Nazaret se regocijó. Eran tan pocas las veces en que se podía disfrutar de la
alegría…
Una
tarde de sábado, al final de la celebración en la sinagoga, Jonatán, el rabí de
Nazaret, dijo: Ha llegado un comunicado de Jerusalén. En él se dice que el Emperador
ha decretado un censo, y para ello el Gobernador Cirino ha ordenado que cada
israelita vaya a su ciudad de origen. Hubo muchas quejas, pues la mayoría debía
recorrer Palestina entera, de norte a sur, para llegar a Belén por ser
descendientes de una rama de la casa del rey David. Menos mal que el otoño
estaba muy avanzado, casi acabado, con lo que la siembra estaba hecha y las
faenas del campo no eran muchas. Se levantaron voces contra Roma, pero al final
no ocurrió nada, salvo que cada familia, según sus medios, emprendió el viaje.
Una semana en ir, inscribirse y volver. En el hogar de José las cosas se
complicaban todavía más. Su mujer sabía que la hora de su parto se acercaba y
un viaje, sobre todo con la dureza de la segunda jornada, podía ser peligroso.
Al amanecer del primer día de la semana lo discutían. José, deberías ir tú
sólo. Ya has oído al rabí, hemos de marchar todos. No te preocupes, seguro que
el Altísimo nos protege. Además, seguiremos el camino por Samaria, aunque en
teoría sea algo más peligroso, creo que no nos ha de suceder nada. Le he pedido
a Tadeo que me deje una mula; irás un poco más cómoda. Ella miraba con ternura
a José. Cada vez admiraba más su fe. Sonrió, Sea.
La primera
jornada era la más sencilla del viaje. Descansaron en Ghenna para reponer
fuerzas y llegaron hasta Sanur, donde durmieron la primera noche. Nada más
llegar el alba partieron nuevamente. Cruzaron por Siquén, sin poder detenerse
junto al pozo en el que había bebido Jacob... La jornada fue más dura, el
camino más montañoso y árido. Por fin atisbaron Lebona, donde descansarían en
el caravasar dispuesto al efecto. Lo peor había pasado y nada grave había
acontecido. Al día siguiente llegarían a Jerusalén y pocas millas más al sur, a
Belén. Así fue. Al tercer día, cuando divisaron los imponentes pináculos
cubiertos de oro del Templo de la ciudad sagrada que brillaban bajo el sol,
José miró a su esposa. La observó fijamente. Apenas hablaba. Por su cabeza pasó
durante unos instantes, el tiempo que se tarde en suspirar, la idea de entrar
en el Templo. Sin embargo, un rictus de dolor, y un rostro cansado y ojeroso,
aunque sonriente, lo disuadieron. Rodearon la muralla de la ciudad por su
levante...
Anochecía
cuando llegaron a Belén. José, no me encuentro nada bien. Creo que de esta
noche no pasa. José la miró alarmado. ¿Qué podría hacer él?... No vio a ninguna
mujer cerca... Inmediatamente, buscó posada. Belén estaba llena. José pensó,
¡Cuánto ha crecido la casa de David!.
El bullicio de sus calles era inaudito. Por su cercanía a Jerusalén, la aldea
estaba preparada para albergar a muchos peregrinos, pero quizá no tantos. En
las posadas en la que preguntaba José, encontraba la misma respuesta, Está
lleno. Y era cierto, aunque detrás de aquella afirmación había una mirada de
desdén hacia su aspecto empobrecido y polvoriento... Concretamente uno de los
posaderos buscaba ansiosamente una bolsa que colgara de la cintura de José y le
asegurase el pago. José estaba excitado. Enfadado. Tranquilo, José, me
encuentro mejor. Él, a pesar de su desconocimiento sobre esos temas, percibía
de algún modo que el momento se acercaba rápidamente. Por fin le indicaron un
caserón al fondo de una calleja oscura. El hombre caminaba sacando fuerzas de
flaqueza... Aquel callejón negro estaba sin empedrar. Al fondo, agitado por la
brisa, una luz indicaba la posada. José rogaba al Altísimo que allí hubiera, al
menos, una pequeña habitación donde pudiera dar a luz a su hijo. Llamó a la
aldaba de la puerta de ruda, tosca y fuerte madera. Posadero, necesito alojamiento,
al menos para mi mujer... Le llega la hora del parto. Venimos desde Nazaret y
estamos completamente agotados... En ningún sitio nos dan alojamiento. Detrás
del mesonero apareció la figura de una mujer. Escudriñó a la joven pareja.
Pareció meditar. Pegó un tirón en la manga de la túnica de su marido. Simón, no
seas tacaño. Anda. ¿No ves cómo están los pobres? Simón, el mesonero, miró
nuevamente a la mujer. Gruñó algo ininteligible. Sara, sabes igual que yo que
no queda ni un solo rincón en la posada ¿Qué quieres? ¿Que eche a alguno de los
que ya me han pagado para alojar a estos…? Sara continuaba paseando sus ojos de
la madre al esposo, del padre a la esposa. Viejo gruñón, tacaño; ya verás, ya.
Cualquier día Iahveh te va a pedir cuentas y entonces sabrás lo que es bueno.
¿O es que no recuerdas que un ángel visitó a nuestro padre Abraham en la
tienda? Además, mira a la pobre chica. Está a punto. Simón refunfuñó algo. Probablemente
alguna maldición. Tengamos la fiesta en paz, mujer… Tenemos a muchos huéspedes
con el estómago vacío. Acércate con estos donde los establos y que allí se
apañen. No podemos hacer otra cosa. Si quieres los acompañas… Y a mí no me
vuelvas a contar más cosas de ellos… Y mucho ojo con lo que hacemos en el
establo, forasteros. José quedó con ganas de responderle como se merecía; sin
embargo, un gemido de la joven madre le llenó el corazón de angustia. En su
cabeza bullían demasiadas preguntas, demasiadas dudas, pero, sobre todo, estaba
empujado por las urgencias, por las prisas, en definitiva, por un infante que
llegaba a este mundo. Pensaba acerca de las ocurrencias del Altísimo; iba
rumiando por la senda la misma idea con estas o parecidas palabras: Mira que ir
a mandar a su hijo a nacer donde viven los animales, como una bestia de carga.
No lo entiendo. Si este maldito posadero supiese lo que estaba haciendo.
Apresúrate, José, que no sé si voy a aguantar. Una lágrima rodó por el rostro
de Sara, frunció el entrecejo, aligeró el paso. Maldito viejo. Pero, en fin, es
lo que hay. Al menos estaréis bajo techado; la noche va a ser muy fría.
Acompañadme.
Llegaron
a una cueva que servía de establo con una estrecha entrada. Una vez que la
atravesaron, cierta tibieza acarició sus fríos cuerpos. Dentro se encontraron
con un pacífico buey, aperos propios de la agricultura y para uncir a la
bestia, un pesebre repleto de dorada paja… Iba deseosa de acabar con aquel
momento… Sara, mujer al fin y a la postre, se daba cuenta de que no disponía de
tiempo. José, mantén la calma. Voy a la posada a por agua caliente para ayudar
a tu mujer. Tú, sigue por la calle de la posada y tres puertas más abajo
pregunta por Rut. Di que vas de mi parte. Ella sabrá lo que tiene que hacer sin preguntarte nada.
Fíate de ella. José, a pesar de las palabras, dudaba. Vamos, deprisa, haz lo
que te digo. No te preocupes por ella. José por fin arrancó, veloz a pesar del
cansancio. El camino se le hizo eterno, aunque el pueblito era diminuto. Llegó
a la tercera casa de la calle con el aliento entrecortado. Cumplió lo ordenado
por la posadera.
Cuando
regresó, ya nada hacía falta. Vio al niño en brazos de su madre que descansaba
acostada en un improvisado lecho. A su lado, Sara miraba arrobada al bebé que
lloraba con energía. Se acercó. Tomó de la mano de su esposa y no dijo nada, no
podía; simplemente escuchó aquel llanto tan humano y contempló, embelesado, la
fragilidad de su cuerpecito. La madre de Jesús sonreía, extenuada pero hermosa…
Sara rompió el hechizo. Esto es milagroso. Mira, Rut, cuando llegué con un
balde de agua, ya había nacido la criatura. Esta mujer es prodigiosa. Ella
misma lo ha limpiado, como si no hubiese hecho nada… En fin, que muchas como
ella y tu trabajo se acaba. De todas formas deberías echar un vistazo al niño y
a la madre, no sea que algo ande mal por allí dentro. Querido José, creo que
hemos de salir de esta gruta. Acompáñame hasta la posada. Necesitáis algo de
comer. Hablaré con el viejo de mi esposo, maldita la hora que le conocí. A ver
si por vuestro hijito, al menos, os quiere dar algo de comer. Aquella mujer no
paraba de hablar, de decir cientos de cosas, de manotear, de girar la cabeza en
todas las direcciones. Caminaba con pasos cortos y veloces, siempre
apresurados. …Por cierto, utilizad al buey. Es muy manso, ya está muy viejo,
acercaos lo más posible a él, su corpachón os dará calor. ¡Este Simón! En fin,
todo parece que va bien. De todas maneras, voy a decírselo a las vecinas de por
aquí para que os lleven algo. Tendrías que haber visto. Tu mujer es valiente.
José seguía en silencio. Su pensamiento estaba confuso. Nada de lo que le
ocurría parecía estarle pasando a él, era como si asistiese a una representación.
Su cabeza parecía el puchero que ponía su mujer al fuego cada mañana cuando empezaba
a hervir y el caldo borbotaba, ¿Cómo es posible que este niño llorón sea hijo
de Dios, de Iahveh Sebaot, del Todopoderoso…? ¿Si basta una noche de frío y de
relente para que su vida corra peligro? ¿Si sus padres no hemos sido capaces de
encontrar alojamiento ni siquiera en el rincón más inmundo de una vieja posada?
¿Si hasta necesita un buey para no morir aterido de frío? Caminaba tras la
mujer, que continuaba su perorata, y se percataba de su propia inutilidad.
¿Cómo es posible que seamos los encargados de protegerlo? Los escalofríos le recorrían de arriba abajo estremeciéndolo. Por
fin, logró susurrar. Hace mucho frío, y es tan chiquitín… Sara se volvió y miró
detalladamente a aquel hombre; por fin calló, e incluso pareció que se daba
cuenta por vez primera de que iba acompañada por una persona de carne y hueso,
no por una sombra. Era rocoso, rectilíneo, fuerte, y, sin embargo, tenía una
mirada que jamás había encontrado en los hombres del campo. Aquello que había
dicho no lo hubiese dicho ninguno de los hombres que la rodeaban, al menos con
aquel tono de ternura. ¿Quiénes sois vosotros? Estoy a vuestro lado hace más de
una hora ya y no he visto todavía que os quejéis por la cantidad de
contratiempos que os afectan, y son unos pocos, esa es la verdad; más bien al
contrario, estáis serenos, tranquilos. No os desesperáis. Incluso tu mujer ha
sido capaz de sonreírme cuando he regresado a la cueva y la he visto con la
criatura en los brazos. José no respondió; su contestación fue con hechos pues
se negó a entrar en la posada. Al poco, refunfuñando, salió Sara con unos
cuencos llenos de leche tibia y un poco de pan. Nada, que el tozudo de mi
esposo dice que no podéis alojaros, que no hay sitio. Esto es lo que he podido
conseguir. Dale esta leche, le hará bien. Ve; ahora iré yo con otras vecinas, a
ver si entre todas os podemos llevar algo más.
Cuando
José entró en la cueva, todavía inmerso en pensamientos nebulosos que le
llenaban de dudas, el niño dormía acostado en el pesebre, junto al buey y cubierto
con la manta de la mula, a la que también la madre de Jesús había situado allí,
y, que en ese momento, lo miraba hechizada. Chistó a su marido, para que fuese
lo más prudente que pudiese, y éste se acercó silente, ofreciéndole la leche a
su mujer, que ella bebió con avidez. Tras secarse la boca con el dorso de la mano,
le sonrió. Gracias a Iahveh, todo ha salido bien. Él quedó sorprendido.
Efectivamente, todo había salido bien. Allí estaban los tres. Esto era lo
importante. La duda emergía de su corazón. Miraba tiernamente a aquel niño, y
hubiera jurado que sonreía y que una desconocida clase de blanca luz irradiaba
desde su cuerpecito e iluminaba la oscuridad de aquella morada alejada de
cualquier bullicio. A los pocos minutos, José percibió el paso y las
conversaciones de gente que se acercaba, sobre todo, mujeres. Salió a la
puerta, no fueran a despertarlo…
Cuando la madre de Jesús hubo callado, las lágrimas recorrían muchas
mejillas, sobre todo las de Magdalena. Afuera continuaba lloviendo. La humedad
de la calle había penetrado en el interior de la habitación. Nos habíamos ido
juntando instintivamente entorno a ella. Su mirada transía la atmósfera y
viajaba a remotos años. Era una mezcla de dolor, esperanza y blanca ausencia.
El orvallo tableteaba sobre las grises baldosas de la calle, todavía.
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(1) Una milla romana equivale a 1475 metros. Cafarnaúm
se encuentra a 46 km. de Nazaret.
(2) Algo parecido a lo que ocurre en Guadix o en el Sacromonte granadino.
(3) María se refiere a la breve oración que rezaba todo judío piadoso al levantarse, antes de empezar las labores del día y al atardecer. Su texto está tomado del Deuteronomio, capítulo 6, versículos del 4 al 9 y dice así: "Escucha, Israel: el Señor es tu Dios, tu único Dios. Amarás a Iahveh tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy…".
(4) Cf. Evangelio de san Lucas, capítulo 1,versículo 5.
(5) Libro del profeta Miqueas, capítulo 5, versículo 2.
(6) Entre los judíos, el matrimonio tenía dos fases. En primer lugar, se establecían los desposorios, pero el matrimonio no vivía bajo el mismo techo. Un año después, más o menos, se hacía definitivo.
(7) Evangelio de san Mateo, capítulo 1, versículos 19 al 25. Evangelio de san Lucas, capítulo 1 versículos del 26 al 38, y del mismo evangelio, capítulo 2, versículos del 1 al 22.
(2) Algo parecido a lo que ocurre en Guadix o en el Sacromonte granadino.
(3) María se refiere a la breve oración que rezaba todo judío piadoso al levantarse, antes de empezar las labores del día y al atardecer. Su texto está tomado del Deuteronomio, capítulo 6, versículos del 4 al 9 y dice así: "Escucha, Israel: el Señor es tu Dios, tu único Dios. Amarás a Iahveh tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy…".
(4) Cf. Evangelio de san Lucas, capítulo 1,versículo 5.
(5) Libro del profeta Miqueas, capítulo 5, versículo 2.
(6) Entre los judíos, el matrimonio tenía dos fases. En primer lugar, se establecían los desposorios, pero el matrimonio no vivía bajo el mismo techo. Un año después, más o menos, se hacía definitivo.
(7) Evangelio de san Mateo, capítulo 1, versículos 19 al 25. Evangelio de san Lucas, capítulo 1 versículos del 26 al 38, y del mismo evangelio, capítulo 2, versículos del 1 al 22.
8 comentarios:
Un largo relato, próximo a la vez de los evangelios y de los textos apócrifos. Emociona el careo entre María y José. Y el relato de toda lo que pasa en la última posada, en el establo con las vecinas es un éxito de dulzura.
Supongo que el gitanillo de Tomás y la familia entera del cuento anterior venían del Sacromonte.
Este relato, como digo al inicio de esta edición, es el capítulo V de mi novela "Aquel sábado lluvioso", editada en 2001 por la Diputación de Segovia.
Esta novela 'sucede' desde el momento en que Jesús es depositado en el sepulcro y concluye al amanecer del primer día de la semana siguiente.
En el grupo que se reúne en la misma casa donde se había celebrado la Última Cena ya habían aparecido las primeras tensiones.
En este contexto de miedo y tensión, es donde se produce este relato de la madre de Jesús donde recuerda aquellos momentos.
Como veis la novela estaba escrita varios años antes a su edición. Por eso pude usar este capítulo en un año especialmente duro. Un año en que pudo acabarse esta costumbre mía casi sin haber empezado. El trece de diciembre falleció en accidente de tráfico la hermana de mi ex. Es fácil deducir que no estaba yo para escrituras. Pero apareció en mi memoria este fragmento que, además, sirvió como inicio a los relatos navideños que 'suceden' en el ámbito más o menos bíblico.
Catherine: La verdad es que de los textos apócrifos tengo apenas ligeras nociones, algunas referencias a modo de eco.
Si te refieres a la escena de Jesús niño en Nazaret con su tío, fue después de haberla escrito cuando me recordaron que recordaba algunos textos de estos libros. No sé si me hablaron del evangelio apócrifo de Tomás.
Me comenta una lectora que las notas a pie de página se veían mal.
He aumentado el tamaño de su letra. Espero que ahora se lean mejor.
Curioso, sobre todo, el hecho de que se relaten los hechos desde diferentes ópticas, y en especial resaltando la visión de María, que a veces ha dado la impresión de ser una simple figurante en esto de la navidad.
Hasta mañana, estamos enganchados.
Me encuentro entre los afortunados lectores de "Aquel sábado lluvioso"...Ya te dije en su momento que si fuéramos capaces de separar lo religioso de lo cotidiano, podría ser un manual de respuestas para aquellas preguntas que cualquier persona se hace tras la perdida de un ser querido, de un ser amado.
Bien traído como relato navideño.
Una vez más, Flamenco me sirve de interlocutor. También leí esa novela en su día, me emocionó porque sabía el cariño el esfuerzo del escribidor al recrearla. Estoy de acuerdo que las respuestas están igualmente en esta novela, como en otras tuyas de otro corte, Amando.
Mucho besos como siempre, aunque hoy debrían sr de Navidad.
Amando: Das con dos claves de la novela: el papel de María en ella, y la diversidad en los puntos de vista. Su título, desde el principio fue "Aquel sábado lluvioso", pero muy al final del proceso pensé en subtitularla, los ojos de la madre, o algo así. Pero no me decidí. De hecho la portada está basada en una foto de mi padre que en un viernes santo lluvioso lanzó una instantánea de la Virgen de la Soledad Dolorosa de San Millán.
Flamenco Rojo: En este caso, al ser lector de la novela en su totalidad, das con otra de las claves de ella, de hecho la que desde el principio me empujó a escribirla: ¿Es la muerte la última palabra?
Por otra parte habría que ponerse de acuerdo entre lo que es religioso y no lo es.
Creo que cuando os referís a religioso no hablamos de lo mismo. Para mí religioso tiene que ver más bien con una serie de prácticas, liturgias, ritos, credo, etcétera. Yo hablaría más bien de espiritual, porque intento huir de muchas de las cuestiones anteriores. Otra cosa es que lo consiga.
Claro que, por otro lado, es imposible ocultar la última razón de la esperanza de cada quien.
Isolda: A veces me abrumáis. Sinceramente no creo dar respuestas, en todo caso las busco afanosamente y las propongo, pero nunca con la certeza de estar seguro de nada. Al contrario, cada día dudo más, aunque como diría quien tú mejor sabes: bien sé de dónde mana el agua.
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