Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Impaciente Esperanza. Navidad 2003


Al mismo tiempo que la idea obsesiva, un sudor frío brota por cada poro de su espalda. Su rostro palidece. A través de su fina piel, se transparentan, opalinas, las leves venas. La de la sien, intrincada como angosto surco de río en su curso alto, tabalea a ritmo desquiciado, como agitada por baqueta invisible. Como el tamboreo arrítmico, un pensamiento inútil golpea sus neuronas, No es posible, no es posible... La desocupada caja de madera y la nota de su interior, lo desmienten: la constancia palpable de la oquedad donde debiera reposar la imagen...
Una vez tras otra, sus ojos recorren el mismo camino: desde la desvalijada caja, hasta la nota que sostiene inerte en su mano izquierda; desde allí, a la caja. En un minuto decenas de veces. Movimiento repetido y absurdo fruto de la angustia que le oprime el pecho.
Lee nuevamente el papel, como si no entendiera el mensaje, aunque sea sencillo. Frases mecanografiadas con anterioridad al momento de cometer el atropello. Palabras premeditadas y frías, pero angustiosas y desesperadas.
*
“Señor párroco, como ve, no hay Niño. No se preocupe por la imagen… siempre que sigan las instrucciones. La devolveré previo pago de doce mil euros. El dinero, en billetes variados y no muy grandes, lo envolverá en un paquete y lo dejará en la papelera de la salida de la iglesia en la medianoche de la víspera de Nochebuena. Si alguien está en la zona a esa hora y no recojo el dinero, no tendrán el Niño para la misa del gallo. De momento, olvídense de él para este Adviento...
Quizá piense cambiarla por otro a última hora. Si lo hace, pasará algo terrible. No intente trucos conmigo, estoy agobiado. Le aseguro que soy capaz de todo. Por experiencia sabe que la desesperación conduce a cometer verdaderas locuras.
A la policía ni palabra, por su bien, el de la Parroquia y el de la imagen. Ya sabe que el tema de robo de arte sacro es un asunto complicado hasta para la policía. Le llevaría meses que empezaran la investigación. Para entonces, lo de menos será la talla. Como entenderá, no mostraré mi juego. Simplemente sepa que tengo un plan B. No tiente la suerte.
Espero que el veintitrés de diciembre a medianoche deposite en la papelera ese dinero. Si así es, no se preocupe: a la mañana siguiente tendrá su talla iglesia.
En caso contrario, aténgase a las consecuencias.
El secuestrador”.
*
La nota es desesperada. Agustín, el párroco, se ha paralizado, como si le hubieran disparado un somnífero.
Tras leerla un par de veces más, entra en acción, por fin. Asciende las escaleras que conducen a la iglesia. Se olvida de la genuflexión ante el Santísimo. Sale hacia su piso. Casi tropieza con el escañil donde se sienta para la oración de la mañana; lo esquiva por casualidad, mas la finta le lleva al primer banco, el más próximo al altar, y, sin poderlo evitar, choca contra él. No hace caso al golpe, pero el moretón en el delgado muslo será considerable. Necesita compartir el disgusto con don Baudilio. Él, a pesar de sus años, o por ello, lo afrontará mejor.
*
La parroquia de la Esperanza, situada en un suburbio marginal, utiliza como iglesia lo que debieran ser garajes del edificio. No es amplia. Su escasa altura, y las columnas de hormigón, que dificultan la visión de los fieles, cuando el templo está concurrido, oprimen, más que elevan el espíritu.
En una parroquia así, el culto no tiene relevancia especial. importa otro trabajo. Pero, a veces, la liturgia es poderosa. Aún en las realidades más duras y acerbas, los símbolos, los signos, ayudan a elevarse sobre el sufrimiento cotidiano. Navidad es uno de esos momentos.
La imagen del Niño, ¿robada, secuestrada?, tiene historia. Cuando la Parroquia nació, hace quince años, la regaló el Obispo. Es talla del siglo XVIII de una belleza sin par, que figura en todos los catálogos artísticos. Representa un niño de días, mayor que de tamaño natural (setenta centímetros), de un verismo sorprendente. Se atribuye a la escuela de Salzillo, o a él mismo. Se afirma que el maestro murciano dirigió y supervisó su realización. Destaca el estudio anatómico del cuerpo. Los entendidos alaban, sobre todo, las manos (acogedoras, como las de una madre, y, a la vez, necesitadas, como si pidieran limosna) y la fuerza de la mirada, lanzada al futuro. A causa de la expresión que emana de su rostro, tiene culto bajo la advocación del Niño de la Esperanza, de ahí el nombre de la Parroquia.
Cuando el barrio, o suburbio, creció, fue necesaria una nueva Parroquia. El Obispo meditó que el barrio, sumido en tantos problemas y desazones, tendría por faro que iluminara un horizonte tan calamitoso la imagen del Niño. Donó la talla como resumen, o destino, del trabajo de los sacerdotes que allí cumplieran con su ministerio pastoral. Mas tal entrega fue criticada en la Diócesis. Sesudos y eruditos especialistas publicaron artículos denostándola. Pero él, lejos de ser influido por las críticas, las interpretó como demostración irrefutable del acierto en su decisión. La imagen sería la antorcha humilde y segura que iluminaría los pasos de los vecinos (creyentes o no, importaba poco). Cualquier otro Prelado lo hubiese colocado en lugar principal del Museo Episcopal, pero le pareció más útil en el suburbio donde el dolor de la miseria, del olvido, de la incomprensión, de la violencia, de la muerte, acampaba como un buitre en medio de la carroña más repelente.
*
Muchas veces, el párroco de tez pálida, casi transparente, ha meditado en esto y sabe que el robo es un daño atroz para la Parroquia, para el Barrio. De alguna manera invisible, e inexplicable, ha amalgamado sensibilidades, culturas, dolor... Ha visto más de un musulmán (marroquí, argelino, búlgaro), más de un ortodoxo (búlgaro, armenio, ucraniano), más de un agnóstico confeso (de cualquier nacionalidad, sobre todo español), más de un católico no practicante (español, colombiano, polaco, ecuatoriano), con los ojos vidriosos al contemplar la expresión de acogida del rostro de niño indefenso. Ha visto a más de una madre (cuya patria sería para siempre el sufrimiento), partida por el dolor que causa la muerte de un hijo por la droga, el sida o reyertas callejeras, implorar desesperadas súplicas al Niño, y salir tranquilas y reconfortadas, como si la mejor medicina hubiese calmado sus nervios, como si una suave gamuza usada desde el infinito hubiera limpiado las limaduras del dolor que hieren la piel del alma…
… La falta de espacio para construir un altar, y el miedo a que la contemplación de la imagen se convirtiera en idolatría, aconsejaron, desde el principio, reducir su culto a Adviento y Navidad. Tal era su fama, que en ese tiempo, muchos ciudadanos, no sólo de la Parroquia, acudían a venerarla.
Muy pocos saben el lugar en el que se guarda el resto del año. Quizá no sea el más seguro, pero nunca pensó que una mente cavilara su hurto. Además, una caja de seguridad en un banco es un coste que no se ha planteado la humilde Parroquia… Pero tampoco estaba tan a mano. Se debían de dar varias circunstancias: que estuvieran abiertas las puertas de la iglesia, del trastero, y del armario, o que la llave de éste estuviese en poder del ladrón. En los últimos años, no ha cambiado ninguna cerradura. Nadie las ha forzado, ni al perpetrar la fechoría.
De todos modos, una vez tomada la determinación, las medidas de seguridad se eluden fácilmente. A su memoria, además de él mismo y don Baudilio, acuden los nombres de varias personas conocedoras del lugar. Duplicar las llaves que reposan en la sacristía, a la vista, era simple. Y el resto del trabajo, más sencillo aún. No tienen ni alarma. ‘La falta de medios’, murmura en una queja lastimera.
Todas estas ideas son una turbamulta agolpada en su cabeza, como bullebulle de un guiso, que amenazan con reventarla. Sobre todas, le atormenta una. Tras la paralizante, no puede ser, repica en su cerebro otra, ‘¿Por qué?, ¿por qué?’, como una carraca de las usadas en su niñez durante la semana santa.
Hay tanta miseria en el barrio, que muchos podrían exigir doce mil euros. Enorme suma para él. Pero sus neuronas niegan que los más pobres utilicen al Niño como rehén para obtener dinero. ‘Pero sí los desesperados’, concluye impotente.
Exhausto, llega al pequeño piso que comparte con don Baudilio. Son las cinco de la tarde. Su fatal descubrimiento se ha producido unos diez minutos atrás. Faltan dos semanas para comenzar el Adviento, y aprovechó para ir al trastero por si la imagen necesitaba limpieza especial, o hubiera sufrido algún deterioro... Don Baudilio no se ha levantado de su siesta. Agustín se avergüenza, niño pillado en falta, al percatarse de que sus voces han despertado al anciano sacerdote. Los sobresaltados ojos enrojecidos del viejo le miran.
—¿Qué ocurre? ¿La guerra? ¿Un terremoto?
Agustín, todavía con el resuello entrecortado, balbucea.
—Peor, don Baudilio, mucho peor.
La faz del anciano despierta de golpe. Ya no es un rostro abotargado. Los oscuros ojos comienzan su característico movimiento circular. La amplia frente, surcada de profundas arrugas, encoge el ceño en un gesto híbrido de avidez y miedo. La gordezuela mano mesa el alborotado pelo albo. Los labios, ligeramente rendido el inferior, avanzan en una mueca entre rebufo y silbido. Tanta expresividad sólo sustituye a una frase, ‘Hable ya, alma de cántaro’, muletilla muy usada por don Baudilio.
Agustín, al fin, toma aliento, pero no habla, sino que le tiende el papel que continúa en su mano, como adherido a ella. Nada más hacerlo, se sienta en el sofá frente al televisor, que, a veces, les sirve de distracción, y espera, con la cabeza escondida tras las manos, a que el otro lea.
El anciano sacerdote se desploma, junto a Agustín. La lectura del escrito le ha fulminado. Agustín se da cuenta, tarde, de que tenía que haberle preparado. El viejo está delicado del corazón, y un disgusto así puede ser fatal. Don Baudilio palidece. Nota que los latidos de su corazón se aceleran sin control. Desabrocha el alzacuellos que había abotonado al despertar. Un sudor frío baja por su nuca. Agustín, asustado, se precipita a la cocina. Con un vaso de agua que gotea, retorna a su lado, ¿Necesita alguna pastilla, u otra cosa?
Desde el primer día, se tratan de usted, y aunque la confianza es mayor que en personas que se tienen por amigos inseparables, nunca han apeado el tratamiento. Después de diez años no van a cambiar. En esta ocasión, basta el frescor transparente del agua. Don Baudilio deniega con la cabeza.
—Gracias, Agustín, pero para otra, prevéngame, o me deja en el sitio… Ahora mi corazón no importa. Deberíamos de hacer algo ¿Qué sugiere?
El párroco entiende que la pregunta no es la más adecuada
—De momento, nada. Lo primero, estudiar el mensaje y ver qué se nos ocurre…, si se nos ocurre.
Don Baudilio asiente. Mejor no actuar a tontas y a locas. Cada paso es muy importante. El viejo sacerdote siente que sus latidos ralentizan su ritmo frenético, poco a poco…
*
Herme, te veo demasiado preocupada. Hermelinda asiente blandamente. Tras sus ojos claros, acuosos, decolorados por la vida, se otea la zozobra, la preocupación, el llanto. Es su nieta Gema que se pierde con ése, según su parecer. No ha escuchado. Caridad habla a las paredes. Caridad, desde su paciencia infinita, contempla el desmoronamiento de su amiga.
A sus años, si la piqueta comienza su obra, basta con pocos y selectivos golpes sobre el lugar adecuado para que el edificio se derrumbe como una torre de arena. Caridad, con la perspicacia cosida a su mirar ámbar, intuye que el impacto erosiona el centro del corazón, hogar del amor a su nieta. La niña, así le dicen, es sombra esfuminada, de lo que fue. Caridad sospecha, con un pellizco angustiado retorciéndole el alma, que ha ido más lejos de lo que ella sabe. Le asusta la senda que transita la chiquilla tan guapa, tan crecida, y tan libre para un barrio en el que acampa la hediondez de la vida. Caridad, las huesudas manos largas sobre el vientre enteco, intuye que Herme sabe algo nuevo que le conduce a la angustia asfixiante que causa la caída del ser amado al hondo precipicio. Caridad habla por matar el tiempo y escruta el silencio ensimismado de Hermelinda.
A veces los ojos incoloros de Herme, caen en la cuenta de que su enjuta vecina emite sonidos. Caridad desconoce que todo le hastía. Pero la costumbre impide decirle que no acuda cada tarde a tomar un café hasta que, a las ocho menos cuarto, agarradas del brazo, se dirijan a misa.
Hoy a Caridad, la situación de su amiga le parece peor.
—Herme, o me dices qué es lo que te pasa, o vamos a tener un disgusto tú y yo ¿Ya no hay confianza…?
Hermelinda asiente sin ton ni son. De nuevo, le atenazan  negros pensamientos, que la alejan del pequeño salón presidido por la mesa camilla cubierta de un mantel de ganchillo amarilleado por el transcurso implacable de los años. Caridad palmea sobre la mesa. El respingo de su amiga es prueba del aterrizaje al mundo real.
—¡Uy, perdona, hija, es que no te prestaba atención! Los años ya sabes… En fin, ¿qué me decías?
—Ni años ni nada —responde Caridad con brillos dorados en su mirada—. Que te ocurre algo gordo, que no tengo un pelo de tonta, y más sabe el diablo por viejo que por diablo… Llevo viéndote como empeoras en estas últimas semanas.— Tras un suspiro concluye. —Esto no puede seguir así, o me dices qué te ocurre, o dejo de venir a ver. ¿Para qué estamos las amigas?
Hermenilda no contesta. Un copioso río desciende por sus regordetas mejillas, demasiado pálidas. Saca un pañuelo hecho un gurruño en las profundidades de su bata azul marino, y, tras secar los párpados, suena las narices. De su garganta sólo nace un suspiro.
—La niña…
El llanto vuelve a inundar su mirada. Es como si tanta lágrima tuviera la misión principal de decolorar su iris. Su orondo pecho asciende en un rítmico movimiento de profundidades desconocidas. Caridad, levantándose con celeridad pasmosa, se acerca a su comadre, y la agarra los muelles hombros. Comprende que no es momento. Quizá otro día. Quizá después de la misa. Intuye que al decir, la niña, es como si hubiera abierto el grifo: todo lo demás vendrá por su propio peso, pero no conviene forzar las cosas. Hay mucho dolor, y sacarlo todo de golpe puede herir más que hacer algún bien. Como si tuviera a una niña pequeña en sus brazos, desde el respaldo de la silla, Caridad mece a Herme, una nana sin letra crece en su garganta. Hermelinda murmura.
—La niña que se pierde, Caridad, la niña…
*
Ambos sacerdotes se miran. En unas horas se han aprendido de memoria el mensaje. Descartan dar parte del secuestro del Niño de la Esperanza a la policía, o al Obispado. Supondría muchas complicaciones y temen las amenazas vertidas en el mensaje. Primero investigarán. Por lo menos hasta el comienzo del Adviento. Salvo ellos y el secuestrador, nadie sabría la desaparición de la talla. En ese sentido, ha sido providencial la antelación de Agustín para recoger la pieza. De la nota deducen que el secuestrador, es un hombre, que conoce la existencia y el valor de la imagen, además del lugar donde se hallaba, por no decir que sabía las costumbres de la vida parroquial. Pero eso, con ser algo, reduce poco las sospechas. Podría ser casi cualquiera, o como dijo don Baudilio ‘Cualquier parroquiano’. Otra conclusión, no por obvia descartable, es que pasaba dificultades económicas, aunque no apremiantes, pues podía esperar hasta final de año. ¿Deudas de juego, chantajes, créditos, algo relacionado con la droga, una operación quirúrgica…? Agustín traza un leve plan. Indagarán entre los feligreses más cercanos, entre sus colaboradores de confianza, intentarán sonsacar nombres de las personas que estén más necesitadas.
Don Baudilio, pesimista, se pone en lo peor.
—Si no lo recuperamos antes del Adviento, ¿cómo lo explicaremos?
Esta pregunta torturaba el atormentado pensamiento de Agustín, oscuro laberinto sin salida. Daba por supuesto que no recuperarían la talla en tan corto tiempo: sólo once días para desentrañar un misterio de esa magnitud. El secreto invisible de un secuestrador que permanecería mudo durante más de un mes. Si cumplían con sus exigencias, nunca sabrían quién era. Si no cumplían, temían, incluso, por su integridad física… Por no hablar de los riesgos que se desprendían de ese supuesto ¾para ellos cierto¾, plan B. Agustín, que meditaba a velocidades asombrosas, sólo llegó a una conclusión.
—Si sucede eso, no nos quedará más remedio que hablar con el Obispo, y obedecer; hasta entonces, orejas atentas, ojos vigilantes, astucia a raudales y mucha oración… No se me ocurre más… Por no hablar de la imposibilidad de obtener doce mil euros, salvo milagro.
*
Caridad, viuda desde hace veinte años, se dedica a su casa, sus dos nietos y a las necesidades relacionadas con la intendencia parroquial. Inquieta por naturaleza, la intensa actividad de su cuerpo y de su mente, le han hecho, a sus setenta y tantos años una mujer, más que delgada, enjuta. De su enteco cuerpo, brota una vitalidad contagiosa, manantial vigoroso. Con la pensión de viudedad tiraba. Como ella decía, Para lo que una necesita, me sobra.
Su día comienza temprano. Mientras toma un café negro, como la madrugada, escucha las noticias que salen del viejo transistor. Recogidos los cacharros del desayuno, tras ventilar el pisito, lo limpia. Antes de las nueve y media, abre la iglesia, y tiene todo dispuesto para la misa de diez que oficia don Baudilio. Mientras, ella limpia aquí y allá, ordena la sacristía, lee algún libro de los que tienen desparramados por doquier los curas. Por la mañana, no escucha misa, prefiere la de la tarde. Acabada la ceremonia, salvo algo especial, cierra la iglesia, y hace la compra. Poca cosa: filetes de pechuga de pollo, o pescado congelado, verdura, algún día fruta, leche, huevos. Ya en casa, llama a su nuera, Casilda, por si hace falta que le eche una mano con los chiquillos. Los dos nietos, Raúl y Óscar, son su perdición, pero su hijo vive al otro lado de la ciudad, y, salvo urgencias, los visita los sábados por la tarde. Después, en la cocina, escucha las noticias locales. Antes de preparar la comida, y si el tiempo no es malo, pasea por el barrio. De este garbeo cotidiano, ha sacado amistades, y se ha convertido en una persona querida. Le produce verdadero dolor de corazón ver a tantos chicos y chicas jóvenes hastiados de hacer nada, sentados aburridos en los bancos del parque, colgados del tiempo, contemplando impávidos el tictac de la vida. Chicos que no quieren, o no pueden seguir unos estudios, y que, mano sobre mano, se pasan las horas… Ve la telenovela que echan en la primera. Luego, baja al piso de Herme, y después del café, van a misa. Se acuesta muy temprano, tras escuchar el tiempo. Duerme como una roca.
En uno de sus paseos de mediodía, dos años atrás, descubrió, en un jardín famélico, a Gema, la nieta de Hermenilda, con sus quince años recién cumplidos sentada en las rodillas de un joven de apariencia marroquí. A Caridad no le disgustaba que la chiquilla se enamorara de un extranjero. Desde una clarividencia que le brotaba de sus dotes de observación, sabía que las mixturas serían más que frecuentes en el barrio. Lo que le molestó es que el chico sobrepasaba la indolencia, y rozaba la delincuencia. Aquella mañana decidió no decir nada, e investigar. Supo que el joven, poco mayor que Gema, se llamaba Ahmed y que era hijo de la viuda Nahwäll que trabajaba en un hotel de la zona rica de la ciudad, como limpiadora. Un trabajo duro, de horarios inhumanos, mal pagado, que le impedía estar con su hijo. Ahmed y su madre llevaban en el barrio más de seis años. Nahwäll era querida y respetada entre sus vecinos, pero el chico no tenía la misma fama. Descubrió que se decía que andaba relacionado con cierto grupo de pequeños traficantes de hachis y cocaína. Oyó que utilizaba la navaja con prontitud. Las noticias eran malas. Descubrió que Gema estaba totalmente enamorada del chico y que haría cualquier locura por él. Observó más de una vez que le entregaba dinero. Supo que la chica, gracias a Dios, no probaba la droga. De momento. No esperó más. Se lo contó a su abuela. Fue lo más cauta posible, pero el golpe, aunque Hermelinda no lo dejó entrever, fue duro. Ella le advirtió, y no volvieron a hablar más del asunto.
Habían pasado un par de años y la pareja no se separaba. Gema dejó los estudios. Ocupaba su tiempo haciendo cursos de lo más variopinto: peluquería ¾la cabellera de su abuela era el lugar de sus prácticas¾, corte y confección ¾varios vestidos y otras prendas que encontró por casa sirvieron de campo de batalla para sus ejercicios¾, taquimecanografía ¾lo que sirvió para desempolvar la vieja OLIVETTI que utilizó su madre hacía tantos años¾, informática, puericultura... Mientras, se sacaba algún dinerillo cuidando niños en las zonas pudientes de la ciudad.
Caridad, con la invisibilidad que le daba su edad, observaba que los chicos cada vez estaban más tiempo, solos. También se percató de que cada vez se hablaba menos de Ahmed. De hecho, en alguna ocasión, oyó que le contrataron como aprendiz de albañilería. Eso le tranquilizó.
Aquella mañana, salvo el café negro, las noticias y abrir la iglesia, no hacía nada de lo que le ocupaba su tiempo. La víspera Hermenilda le abrió el corazón. La niña se iba de casa, a vivir con su novio, en un apartamento alquilado. Por fin trabajaba en una peluquería. Un contrato de seis meses. Pero lo peor no era eso, lo peor es que estaba embarazada y no tenía pensado casarse. Acabó su confesión, rendida y hundida en el fondo de su vida.
—Pude aguantar ver cómo mi yerno destrozaba la vida de mi hija, antes de que aquel cáncer lo devorase; he soportado que mi hija viva fuera de la ciudad y me escriba una vez al año, por compromiso; puedo llevar que mi hija y mi nieta casi no se conozcan… Casi entiendo que mi hija culpe a Gema de ser la causa de sus desdichas, y eso que la pobre solo hizo que nacer… Pero, ¿cómo podré soportar que mi nieta se hunda en ese abismo? Caridad, ¿cómo lo soportaré? —y añadió con acento más amargo— ¿Es que las mujeres de esta familia tenemos que enloquecer cada vez que nos enamoramos…?
Quizá se refiriera a su propia experiencia. Algo había oído Caridad, pero por respeto a su amiga, ni siquiera pensó en ello.
*
Una semana desde que Agustín descubrió el secuestro del Niño de la Esperanza. En esos siete días él, y don Baudilio apenas han pegado ojo. Sus pesquisas han pinchado en hueso. Salvo lo que ya sabían, que el dolor, la miseria, la marginalidad, la soledad, la delincuencia, el detritus de esta sociedad, almacenado en el barrio de la Esperanza, hace aumentar el número de sospechosos por minutos. Rara es la historia que llega a sus oídos que no pueda, si no justificar, al menos explicar que su protagonista secuestrara al Niño.
Al abrir el buzón para sacar el correo, Agustín ha descubierto un sobre blanco, sin remite, sin matasellos. No alberga dudas. Más que subir, galopa al piso. Don Baudilio no ha regresado de decir su misa. No sabe si esperar. La impaciencia, escozor insoportable de la conciencia, no le deja parar quieto. Va a  abrir el sobre, cuando siente el llavín en la cerradura.
—Venga, don Baudilio, estoy seguro de que el secuestrador nos ha escrito.
El anciano no ha entendido bien
—¿Cómo dice?
—Sí, mire este sobre sin remite, sin sello. Estoy por apostar que el secuestrador no envía otro mensaje.
Una vez abierto, aparece un folio doblado, mecanografiado como el primer mensaje:
*
Señor párroco, a estas alturas, habrá descubierto el secuestro del Niño. Si no lo ha hecho, esta noticia será muy dura para su ánimo. Si así es, le digo que tengo en mi poder al Niño, y salvo que cumpla al pie de la letra lo que le dije en la primera carta (que dejé en la caja donde lo guardaban), aténgase a las consecuencias. Recuerde que la desesperación es mala consejera, y yo estoy desesperado. Espero que no haya hecho ningún movimiento en falso. Tengo medios para enterarme de inmediato. No lo intente.
El motivo de este mensaje, además de asegurarle que el Niño goza de espléndida salud, es recordarle que vaya pensando en el dinero. No observo que esté haciendo nada en esa dirección. Y eso es lo único que debe importarle. También le escribo para prevenirle de la tentación de explicar algo a la Parroquia. Mi paciencia soportaría mal un revuelo. Imagínese todas las beatas chillando y llorando. Al momento se lo dirían a la policía. Un fastidio.
Por si acaso tiene algún problema, le sugiero que diga que no van a sacar al Niño en el Adviento porque han pensado algo distinto. Diga, por ejemplo, que así vivirán mejor la Navidad. Que la Parroquia va a vivir este Adviento con impaciente esperanza ¿Qué le parece? ¿A que no está mal? Incluso el Obispo le aplaudiría... Mientras tanto, no se olvide del dinero. Recuerde, billetes variados, pequeños, envueltos en un paquete hecho con papel de periódico, la víspera de Nochebuena.
     El Secuestrador”.
*
Ambos sacerdotes se miran incrédulos. El secuestrador estaba inspirado. Ha resuelto el primer problema. Podrán justificar la ausencia de la imagen este Adviento. Y no será mala explicación. Incluso, en el caso improbable de que lo recuperaran para Nochebuena, podrían extender para otros años esa costumbre. Agustín murmura sorprendido.
—No está mal pensando, la impaciente esperanza… Suena bien… Es casi teológico.
No les cabe duda. Se trata de alguien cercano. Quizá más próximo de lo imaginable. La intuición les azora más aún. Puede ser cualquiera, afirma apesadumbrado don Baudilio.
De este mensaje se desprende otra conclusión evidente, que susurra Agustín.
—Nos vigila… Por lo menos a mí. De usted no dice nada; aunque si es verdad que me conoce tanto, seguro que sospecha que usted está en el ajo.
El silencio hace presa de la mañana en el humilde piso. Tras unos minutos, la voz del párroco se oye, en un murmullo dolorido.
—Habrá que pensar en conseguir el dinero.
*
Caridad lleva días sin dormir como ella suele. Mil pesadillas acosan su sueño. Don Baudilio se lo ha notado.
—Caridad, me tiene preocupado; la veo nerviosa, con cara de sueño.
La enteca mujer se derrumba. Son demasiados días con la preocupación encima. Decide contar al sacerdote la historia de la nieta de Hermenilda. Don Baudilio asiente a todo, preocupado. El grueso labio inferior se desploma más que de costumbre. Conoce de sobra a la anciana. Bautizó a la niña hacía diecisiete años. ‘Estos jóvenes’, murmura. No tiene otro comentario.
El viejo sacerdote es consciente de que este caso no es el peor posible. Las probabilidades de que la mayoría de los jóvenes del barrio acaben en una situación más trágica, cada día son más evidentes: inmigración y desarraigo, paro y droga que empuja a la delincuencia, ideas que le sobrepasan. La tozuda realidad del macabro presente sobrepasa lo que aprendió en el seminario, y lo que le enseñó la vida. Don Baudilio se pregunta si la parroquia puede responder a estas situaciones. Una parroquia cuyo nombre es Esperanza, ¿qué esperanza se puede entregar a estos chicos y chicas que deambulan por la vida sin ninguna ilusión a la que aferrarse? No puede por menos de exclamar
—¡Y ahora sin el Niño!
A pesar de sus preocupaciones, a Caridad no le pasa desapercibido el comentario.
—¿Qué dice?
El cura se estremece. Se ha ido de la lengua, pero no tiene remedio. Desde hace días, barrunta que deberían hacer más que estar atentos. Intuye que sin ayuda no conseguirán nada. La carga del hurto es demasiado pesada para sus endebles fuerzas. Necesita que alguien más conozca el tema. Cree que más ojos atentos lo resolverán mejor.
Con un suspiro, no sabe si de alivio, o de pesar, cuenta todo a Caridad. Ella es la menos sospechosa de cometer tal tropelía. Según los mensajes, es un hombre. La mujer no comparte su vida con ninguno. Ni sus amigos son del sexo masculino.
Concluida la historia, Caridad se siente más anonadada. Otra preocupación ocupa su corazón. En los últimos meses, no ha notado que ningún extraño haya entrado o salido de la iglesia. Ni echó en falta las llaves. Aunque, siendo sinceros, no se fijaba en ellas cada mañana.
—¿Por qué no se lo dicen al Obispo?
 El cura se encoge de hombros.
—Agustín no está conforme; cree que sería un duro golpe para la Parroquia… Lo más probable es que desde la Diócesis se alcen las voces de los que han considerado una locura que el Niño no esté a buen recaudo en el Museo.
La mujer asiente.
—Pero si no se hace nada, habrá que pagar doce mil euros… Aunque se diga a unos cuantos, con lo que nos dieran no sacaríamos ni para medio brazo.
De nuevo la realidad tozuda y lacerante. Han estudiado las posibilidades de encontrar el dinero. La cuenta corriente de la Parroquia no llega a los dos mil euros. Las de los sacerdotes, menos. Pensaron solicitar un préstamo, pero, hipotecando su piso, los intereses les ahogarían durante años. Aunque, una vez recuperada la talla, hiciesen público todo, quizá recibieran alguna ayuda para afrontar tales gastos; mas la situación económica de los fieles no es mejor. Por no hablar del riesgo que corrían si tal hacían: la venganza del secuestrador. Acudir de forma personal a algunos de los feligreses era otra posibilidad, pero habían de contar la historia, y ese riesgo, si se fiaban de las amenazas escritas, era inmenso. Estaban atrapados: no querían que el secuestrador supiese que contradecían sus órdenes, pero no tenían dinero para pagarle. Éste fue el error del desesperado ladrón: suponer que la Parroquia disponía de tal cantidad, o de los medios para obtenerla. La mujer, aunque no se lo explica bien, intuye errores.
—Don Baudilio, creo que se equivocan. Si le parece, nos vemos esta tarde a las siete y media con Agustín.
Don Baudilio asiente, confortado su fuero interno, Prudencia, Caridad, no vaya con el cuento a cualquiera.
Los inquisitivos ojos melosos de ella sonríen con un acento parecido al de la picardía. O eso le parece al sacerdote.
*
Caridad tiene algo nuevo qué pensar. La mañana se le va en un vuelo. Quizá sea demasiada casualidad, pero algunas cosas de la historia de Gema empieza verlas de otra manera.
El enteco cuerpo de la anciana se llena de energía, como si un chorro de vida recorriera veloz sus venas. Necesita ver con urgencia a su amiga; pero, de momento, no le contará nada.
Comprende la postura de los sacerdotes. No conviene levantar la liebre con prontitud. Tampoco conviene que su amiga sufra otro golpe, sin antes comprobar algo. Quizá todo sea fruto de la imaginación. Pero las cosas le cuadran. Sin embargo necesita pruebas, al menos una.
*
Agustín está un poco enfadado con don Baudilio. Cuando, ante el humeante café, le confiesa que le ha contado lo del secuestro a doña Caridad, el párroco ve fantasmas.
—Está hecho — suspira al fin—. ¡Ojalá que la mujer no se vaya de la lengua!
Cuando reflexiona con más calma, una vez pasada la primera ofuscación, le intriga la cita de la tarde. ¿Caridad sabe algo? Quizá no ha sido mala idea contárselo. Al fin y al cabo, ella se pasa mucho tiempo en la iglesia y podría recordar.
Puestos a fantasear, podría suceder que la vieja sea cómplice, precisamente porque está al tanto de todo, porque no sospecharían de ella. O pudiera ser víctima de un chantaje que le hubiera obligado a perpetrar la fechoría. En este barrio todo es posible. O que la cita sea una trampa.
Las horas que restan hasta las siete y media, serán agobiantes. Horas de persistentes miradas angustiosas a las manecillas del reloj, que se moverán más despacio de lo habitual.
*
Cuando don Baudilio le ha contado la historia del secuestro del Niño, al hablarle de las dos notas mecanografiadas, le ha venido a la cabeza la vieja OLIVETTI que reposa en la habitación de la chica. En alguna de las visitas de las últimas semanas, le sorprendió el sonido de las teclas del artefacto en la habitación de la niña. Pocos días después, una mañana, vio a Gema merodeando por la iglesia, pero no le dio importancia. Sin embargo, cuando el viejo sacerdote le ha contado la historia, una especie de mordisco premonitorio ha rasgado un pedazo de alma…
…Ha sido más fácil de lo que esperaba al planearlo. Menos mal que se le ha ocurrido lo de su nuera. Una pequeña mentira, piadosa, que no pasará de pecadillo venial. Bien guardado en su bolso, está el papel mecanografiado. Sabía que, después de la hora de la comida, Gema estaría con su abuela. Tenía que actuar con disimulo, aparentar urgencia por su nuera. Se perdería el capítulo de la telenovela, qué le iba a hacer.
Nada más comer fue donde Hermelinda e interpretó.
—Perdona que te moleste, pero necesito tu ayuda.
Herme no sospechaba
—¿Qué ocurre?
—Cosas de Casilda... Me ha llamado; dice que va a presentar una solicitud de trabajo mañana por la tarde—. Lanzado el anzuelo, necesita que lo muerda. —Pero al sitio al que va, un hotel de lujo, lo más seguro es que quieran que vaya escrito a máquina… Figúrate que no tienen máquina de escribir, ni ordenador, ni esas cosas modernas, y yo, pues, me he acordado de la niña, que tiene ahí la máquina…
Hermelinda no le dejó acabar.
—Vamos, que le has dicho que te encargabas.
Caridad asintió, con oculta satisfacción. Un pellizco de lástima recorrió su alma, pero no tenía remedio.
—Si es que la niña quiere, claro; no sé si estará —e introdujo una nota de relajación—. Si no está, pues esta noche me avisas, y cuando llegue, bajo, y lo hacemos, y mañana se lo llevo a la Casilda.
Hermenilda sonrió.
—Tienes suerte, querida, la niña está; mejor que sea así, porque a la noche le darán las tantas, si es que viene…
En este punto, Caridad notó cómo los ojos de su vecina se tornaban vidriosos por unas lágrimas que se le agolparon en el lagrimal. A ella le aumentó la intensidad del dolor. Pero su vecina impidió que brotaran del todo. Tras un manoteó, continuó hablando.
—Tú verás, todo el día encerrada en su cuarto, que no sé a qué se dedicará, y cuando anochece, a la calle. La vida al revés. Si es que esto no es vida… ¡Gema!
Fue coser y cantar. A Caridad le admiró la soltura con la que la niña le daba a las teclas, parecía una pianista. Ni un error. ¿Cómo era posible que sólo hubiera encontrado trabajo en una peluquería y no de secretaria en cualquier oficina?
*
—No hay duda la máquina es la misma... Pero, ¿por qué Gema?
Don Baudilio y Agustín, contemplan atónitos la identidad de los dos mensajes y de aquella supuesta solicitud de trabajo. Incluso el papel es del mismo tipo.
Ambos sacerdotes están solos en el cuarto de estar de su casa. Caridad les dio el papel y no quiso saber más. Simplemente les dijo, mientras les dejaba a solas con su responsabilidad.
—Les ruego que me llamen a casa y me digan si es la misma máquina; no me tengan con esta incertidumbre toda la noche, por favor.
Ambos asintieron. La llamada se había producido ya. La reacción de Caridad ha sido la esperada. Un copioso llanto, casi silencioso, intuido por los sacerdotes a causa de ciertos entrecortados suspiros. La enjuta mujer sabía sufrir en silencio. A veces, acertar es más doloroso que equivocarse.
Agustín se prometió no volver a hacer conjeturas sobre las personas. La mujer le había dado más pruebas de sensatez, de discreción y de intuición en unas pocas horas, que las que él había demostrado en estas semanas.
Allí, mudos, cabizbajos, bloqueados, están ambos sin saber qué hacer. Casi era peor haber dado este paso. Conocen a la chica, conocen a la abuela. Agustín, más enterado de ciertas cosas que don Baudilio, sabe lo del noviazgo con el joven marroquí. Es más, hace un par de semanas le ha llegado el rumor de que pronto se irían a vivir juntos. ¿Cómo afrontar los hechos? La voz del viejo sacerdote resuena firme.
—No podemos acusarla.
Agustín, asiente.
—Quizá sea bueno hablar con ella.
 Don Baudilio niega.
—No me parece buena idea, puede tomárselo a mal; no olvide que tiene la talla y no sabemos qué hará con ella; tendremos que inventarnos otra cosa; me parece que dos sacerdotes no somos las personas más preparadas para estas cosas…— Tras un suspiro continúa. —Si habláramos con Caridad a ella se le pueda ocurrir algo… Además, tenemos que pensar en la pobre abuela; cuando se entere, le puede dar una apoplejía.
El párroco asiente en silencio. Su alma está tan cansada que casi no tiene capacidad para más. Con un gesto de su poderoso mentón, señala al teléfono.
—Adelante, aún no es muy tarde, seguro que Caridad no se ha acostado.
*
El revuelo ha sido muy grande. La misa dominical está más concurrida que otros domingos. Empieza el Adviento y anhelan contemplar al Niño de la Esperanza. Demasiado dolor se condensa en las entrañas, y es necesario que la mirada de recién nacido les dé fuerza. Al entrar en el templo todos notan la ausencia de la talla. Ha habido miradas de extrañeza, pero no se han turbado. En otro momento de la misa, o al final, los sacerdotes sacarán al Niño. Las palabras del párroco, sin embargo, han recorrido como un huracán muchos espíritus.
—Cuando Dios prometió, por los profetas que enviaría al Salvador, pasaron cientos de años hasta que llegó. Muchas generaciones murieron sin verlo. Cuando la Virgen recibió el anuncio del ángel, tampoco ella, aunque lo llevaba en su seno, pudo contemplarlo hasta nueve meses después. Esto lo entendéis muy bien las madres. La certeza de que un hijo llega, la impaciencia por tenerlo en vuestros brazos, la esperanza de que esté sano, y de que en la vida le vaya mejor que a vosotras… La naturaleza es sabia, y nos da un tiempo para que preparemos con calma su llegada, sobre todo, nuestro corazón. Además de que se forme y crezca el ser que la madre lleva dentro, el tiempo de embarazo sirve para que la madre prepare su corazón a la nueva vida que está a punto de recibir… Pues bien, este Adviento, cada uno de nosotros debe de ser una madre… Tenemos la suerte de poseer una imagen de una belleza y una expresividad tal, que a muchos nos cuesta imaginarnos al Niño de Belén de otro modo que no sea el suyo. Para este Adviento, hemos pensado que nos debemos preparar. Debemos experimentar lo mismo que vivieron los profetas, o María. Como os decía, que seamos madres que ansían que nazca su hijo, pero saben que lo mejor es que el hijo nazca en su momento, ni antes, ni después… Sabemos que en menos de un mes nace Jesús. Ése que ansiamos, ése que nos da esperanza para afrontar los problemas del resto del año… Vivamos el Adviento gestándolo en nuestro interior… Hemos decidido que este Adviento sea de impaciente Esperanza. Preparemos el espíritu para desear con más fuerza la llegada del Niño en la Nochebuena. Vivamos la Esperanza de su venida. Pidamos con energía, que el Señor venga a nosotros.
Agustín, consciente de sus palabras, queda en suspenso. Teme la reacción de los más fervorosos. Hay tanta desesperación, tanto dolor, tanta angustia, que pedirles que esperen un mes parece superior a sus fuerzas. Desde el púlpito, escruta los rostros. De momento, la sorpresa vence a otros sentimientos. Pero, en minutos, percibe una vaga sensación de odio y resquemor, o de dolor y desesperanza. Sorprende miradas tensas, tristes, desilusionadas, hoscas. Hay rebullir inquieto, cual aleteo de murciélagos, en los bancos.
Comienza la marejada.
*
La noche ha sido muy larga. Después de varias semanas, las cosas se precipitan. Esta mañana ha llegado el momento. Agustín a penas ha dormido. Don Baudilio ha descansado mal. Caridad ha tenido pesadillas. Hermenilda ni se ha acostado.
Llamaron a Caridad pidiéndola ayuda. La mujer sugirió calma. Antes de tomar una decisión de la que se pudieran arrepentir, debían de estudiar todo despacio. Tenían una gran ventaja: ahora sabían quién era el secuestrador, o, mejor dicho, secuestradora. O sea, que podían vigilarle. Primero sería conveniente conocer qué movió a la niña a tal acción. Seguro que estaba muy desesperada, y ante la desesperación, mejor meditar cada paso.
—Total, tenemos todo el Adviento para pensarlo; puede ser un Adviento muy especial para nosotros… De momento, sabemos mucho más de lo que sabíamos.
Caridad sugirió que le dejasen realizar unas pesquisas para centrar el asunto. Esperaba, en tres o cuatro días, conocer las causas que movieron a Gema a actuar de ese modo, verificar si había actuado sola (barruntaba que no, que Ahmed no andaría muy lejos del asunto) y saber dónde escondían la imagen, más que nada por, si las cosas se complicaban, poder devolverles la jugada. No había que descartar ninguna hipótesis.
Aunque lo intentara, no podía evitar hacer partícipe de toda la historia a Hermenilda. Su vecina debía de ser su cómplice. Así se lo planteó a don Baudilio. Los riesgos eran innecesarios de describir. La rechoncha abuela tendría que optar: o la Parroquia o Gema. Ardua decisión. Habría que convencerla que la mejor forma de ayudar a su nieta era impedirle que llevara a colmo un plan tan insensato, tan peligroso y tan dañino para el barrio; por no hablar de las posibles complicaciones con una hipotética, aunque no imposible, intervención de la policía. Al fin y al cabo, el robo de imágenes sagradas, con tanto valor histórico artístico, es asunto delicado.
Caridad decidió que lo mejor era plantearle a la abuela que la única forma que tenían de salvar a la chica era parándole los pies, y para eso lo mejor era que Hermelinda fuera incluida como la pieza clave del plan. Ella debía de ser la espía del grupo que indagara dónde estaba la imagen, que husmease si el marroquí estaba tras el asunto y que, en lo posible, averiguase las razones que llevaron a los chicos a cometer tal acción.
Don Baudilio asintió, imaginó que Agustín no pondría pegas. Además, el párroco tenía bastante con lo suyo. Desde ese domingo, no cesó de recibir llamadas, notas. No podía casi estar en la calle. Todo el mundo le rogaba, le pedía, le exigía que sacase al Niño, que ya estaba bien de tantas monsergas, que no cambiara las costumbres. Y esto era lo más suave. Le llegaron anónimos con brutales amenazas. Más de uno le prometió que el asunto acabaría en manos del Obispo, y que se atuviera a las consecuencias. Justo lo último que pretendían.
La misa del siguiente domingo se presentaba complicada. Pero lo único que ocurrió es que el número de fieles descendió respecto del anterior. A la salida, presenció agrias discusiones entre los que entendieron el mensaje y lo compartían y los que, a toda costa, querían venerar la imagen del Niño durante el Adviento.
Al martes siguiente, la cosa tomó un giro imprevisto.
El corazón de Hermelinda parecía que se desintegraría de tanto dolor, tras escuchar lo que su amiga le contó. Se negaba obstinadamente a creerse aquellas palabras. Hasta que Caridad le enseñó las notas del secuestrador y la supuesta petición de empleo que había escrito Gema en su presencia. El silencio, un silencio denso y dolorido, un silencio que caía sobre su ánimo como golpes definitivos sobre el corazón malherido, fue su primera reacción. Pero, al contarle Caridad el ángulo positivo, vio posibilidades.
—Herme, lo que ha hecho tu nieta, además de una fechoría, es una señal; una chica como ella, al lado de un crío como Ahmed, podía pensar muchas otras maldades; una niña como Gema tiene medios para sacar dinero de otra manera… No sé si me entiendes… Si han acudido a esto, es porque no quieren volver a delinquir… Estoy segura de que los chicos tienen problemas, no sé por qué lo han hecho; y eso es lo primero que averiguaremos; pero, sin duda, buscan solucionar algo para vivir de una forma honrada; no sé si pensar que el secuestro del Niño, en el fondo, es un mensaje, como si dijeran: el único que nos puede solucionar esta papeleta es el Niño… Además contamos con la ventaja de que nos han dado tiempo: ellos no saben que sabemos que han organizado el lío… Por no saber, ni saben que su abuela y su mejor amiga, están enteradas del asunto.
Tras las lágrimas liberadoras, la abuela pudo hablar.
—Creo que sé por qué quieren el dinero: la entrada de un pisito en los bloques que están construyendo más abajo; por lo que me contó Gema, el alquiler les parece un robo, y no quieren estar toda la vida sin nada… Me sorprendió una cosa que me dijo: abuela, no quiero hacer el tonto como tú y mamá; si Ahmed se larga algún día, no quiero quedarme en la calle; el piso lo voy a comprar yo, Ahmed no sabe nada de esto… Pensé que, gracias a Dios, una mujer de esta familia había sido cuerda; pero no me quedé conforme y le dije: ¿Pagarás un piso y criarás un hijo con el sueldo de aprendiz de peluquería, contratada por seis meses? No contestó; se levantó y fue al baño… No di importancia al asunto, pensé que eran fantasías de la chica, pero veo que no.
Gema, por tanto, actuaba sola. Sería más fácil de controlar. Caridad propuso a Herme que fuera la espía de su nieta.
Desde entonces, la abuela estaba pendiente de los movimientos de su nieta. Cuando, al otro día de la conversación, Gema se fue, entró en su habitación y miró cada rincón. Se sintió como una delincuente al violar la intimidad de su nieta. No encontró nada. Hubiera sido demasiada suerte, y su nieta demasiado incauta. Estaría en el piso alquilado. Pero allí no acudiría bajo ningún concepto. No tenía argumentos que justificasen la visita. Y, suponiendo que los tuviera, cómo se quedaría a solas para husmear a sus anchas.
A veces, las cosas suceden de modo imprevisto. Anteanoche, la niña había regresado inusitadamente temprano. En los ojos traía pintada la desesperación, y, bajo el brazo, un bulto, que de no saber la historia, hubiera confundido con el embalaje de un regalo, o algo así. En cuanto lo vio, supo de qué se trataba. Sin embargo, disimuló. Trató con todas sus fuerzas de consolar la tristura que invadía el alma de su nieta.
Con la experiencia de los años y su cariño desmedido, la abuela calló: abrazó y acarició a su nieta, y esperó a que el llanto, primero estallase con violencia, luego brotase abundante y copioso, pero tranquilo, y, por fin, se secara, siendo sustituido por hipidos y suspiros. Sabía que su nieta se lo contaría. Por otra parte, tampoco era necesario. Se trataba de Ahmed, la eterna cantinela de las mujeres de la familia…
Al joven le sobrepasaron los acontecimientos. Trató de convencer a Gema de que abortase. En caso contrario, necesitaban más dinero, que sacarían de la droga, en la que volvía a estar enredado. Desde Tánger, en las últimas semanas, llegó un compatriota con buena mercancía y le reclutó para unos trabajos sencillos. Gema, consciente de que si entraba por ese mundo, no tendría salidas, se negó en redondo a ambas cuestiones. Discutieron. Él la amenazó. Se largó del piso… La conversación abuela nieta concluyó en un nuevo mar de lágrimas, esta vez vertidas por ambas.
—Abuela, te he fallado, así que si me tengo que ir de casa, lo entenderé; debería haber tenido más cuidado; pero pensé que me quería… Tendré a la criatura, aunque sea lo último que haga en mi vida.
La abuela sólo le acariciaba la melena.
—Calla, hija, calla…
En la cama, Hermelinda no dormía. Demasiadas emociones. Su nieta estaba de nuevo con ella. Iba a ser bisabuela. Seguro que el Niño estaba en la habitación de su nieta. Se sintió inundada por la vida. Una vida que pujaba. Una vida difícil. Pero vida, al fin.
A la mañana siguiente, cuando la chica marchó a la peluquería, llamó a Caridad. Hermenilda le contó lo de la noche. En el armario estaba el bulto. No había duda, era la imagen.
Varias ideas rondaron por sus mentes. Darle el cambiazo: demasiado riesgo, no sabían cómo actuaría en cuanto se enterara. Hablar con ella, convencerla de que era una locura. Ella les entregaba la imagen, y las ancianas la devolvían a la Parroquia. Los curas se callarían. Esto no sonaba mal, pero temían que, avergonzada por su acción, se marcharse de casa de su abuela y desapareciera de su vida. Podían esperar a la víspera de Nochebuena, controlando sus movimientos, y en ese momento desenmascararla. Quizá fuera lo más lógico, pero podía ocurrir que, en el tiempo que restaba hasta ese día, se reconciliara con Ahmed y se llevara al Niño. Los jóvenes corazones enamorados son volubles. Caridad tuvo la idea.
—Lo mejor es que intentáramos forzarla, de una manera sutil, para que saliera de ella devolverla, sin más; que la entregue en la Parroquia mañana, o pasado, en la misa de diez. Sin necesidad de desenvolverla del paquete que tiene hecho. La deja y asunto olvidado.
—¿Cómo? —protestó Hermelinda.
Los ojos de Caridad parecían tener vida propia. La teoría es una cosa, llevarla a la práctica algo mucho más difícil.
—Quizá lo mejor será hablar con los curas.
La conversación con los sacerdotes fue por los mismos derroteros hasta que a Agustín se le ocurrió la idea de la carta. Quizá sería bueno responder a la joven con el mismo tipo de arma con el que les había atacado. Se la podían jugar, porque la reacción de la chica podía ser igual que si hablaran con ella, pero quizá, cupiese la posibilidad de que la chica, sin que nadie la presionara con su mera presencia, reflexionase:
*
“Querida Gema:
Cuatro personas sabemos lo que ha ocurrido. No nos referiremos más al hecho.
La Parroquia no cuenta con ese dinero, ni de lejos. Nosotros menos aún. De tu abuela y doña Caridad, aunque no podamos hablar, nos lo figuramos. Por tanto, para llegar a tal cantidad, sería necesario que robásemos, que hipotecásemos el piso, o contárselo a alguien con posibilidades económicas.
Informados por tu abuela de tu situación tan desesperada, te aseguramos que de lo ocurrido nadie sabrá nunca nada, y también que, hasta dónde nos sea posible, intentaremos ayudar a que consigas un puesto de trabajo.
Cuando nos propusiste un Adviento de impaciente esperanza, nos pareció muy bien, de hecho, creemos que no será mala idea llevarla a la práctica de vez en cuando. Ahora te proponemos lo mismo: vive tu propio Adviento, tu impaciente esperanza. Sabemos que la situación a la que te has visto abocada por las circunstancias es complicada, pero si pones la confianza en los que te queremos, y por qué no, en el Niño de la Esperanza, aunque sea difícil, saldréis adelante.
Contigo hay muchas personas que te quieren. Quien sabe, incluso el propio Ahmed cambie de idea…
No nos alargamos más. La iglesia se abre a las nueve y media. Quizá sea la hora más discreta.
No te daremos lo que pediste, pero te entregamos nuestra esperanza, lo más firme que tenemos, probablemente lo único.
Los sacerdotes de la Parroquia”.
*
La breve carta reposa en el suelo de la habitación de Gema. Ha sido una noche difícil para ella. Primero sintió ira al saberse descubierta de modo tan simple. Después, más tranquila, se dio cuenta de que la razón que le empujó a secuestrar al Niño no existía. La perspectiva de vida en común con Ahmed había desaparecido, como desaparece la nieve en primavera. Además, su abuela le terminó por abrir los ojos, antes de que leyera la carta.
—Por cierto, Gema, hija, me gustaría tanto ayudarte a criar y a querer a tu chiquitín, a ese niño que nos llega; a mis años, tan sola como estoy sería una bendición.
Cuando las oyó, notó que eran especiales; pero no respondió. Pensó que eran manías de vieja. Al leer la carta de los curas aquella frase cobró nueva vida, como una revelación. Sin duda, la abuela conocía el contenido de la carta y había adivinado el motivo de aquel robo. No tenía por qué comprar ese piso y no le hacía falta tanto dinero. Se dio cuenta de que se le acababa la capacidad de maniobra. Parecía que le dejaban elegir, pero no tenía opción. Si no lo devolvía, acabarían por avisar a la policía. Lo mejor era rendirse. Agradecía, y esto le enterneció, que no la acusaran, aunque se lo merecía. Había actuado como una inconsciente.
Desenvolvió la talla. A sus ojos apareció el hermoso rostro infantil. Se sintió profundamente conmovida. Había hecho daño a muchas personas. No sólo a los curas, sino a un montón de gentes que veían en aquella pieza el único consuelo a sus sufrimientos y problemas. Aquel Niño, a pesar de ser tan frágil, representaba el futuro, ofrecía la posibilidad que da una vida.
Sintió, en su interior, el leve son de un nuevo latido, un latido distinto del suyo. La vida, la nueva vida.
El Niño de la Esperanza sonreía, sonreía, sonreía...

8 comentarios:

Amando Carabias dijo...

Buenos días, queridos lectores.
Hoy un cambio de registro respecto del anterior. Regresamos a la época contemporánea, y regresamos a Euritmia. A esta ciudad que es igual a cualquier otra ciudad.

Un relato con una carga de misterio, pero sin pasarse. Algo que bordea lo delictivo, pero sin pasarse.

Al repasar estos relatos para esta edición tan especial que me está deparando tantas alegrías para esta Navidad, he comparado mis pensamientos con lo que entonces pensaba.
Cuando lo escribí pensé que se me había ido la mano en lo que respecta a la trascendencia que se le daba al robo del arte sacro.
Después de lo ocurrido este año en Segovia con el robo de las joyas de la Virgen de la Fuencisla, patrona de Segovia, y el revuelo que se levantó con el robo del "Códice Calixtino", tengo que reconocer que atiné más de lo que yo mismo quisiera.
Aunque uno no se incluya, hay que reconocer que muchas personas de todas las extracciones, ponen sus esperanzas y sus afectos en este tipo de manifestaciones u objetos.

El ser humano tiene la capacidad de crear símbolos. (El lenguaje, mismamente es manifestación de ese pensamiento simbólico). Y no sólo eso.
El niño de la Esperanza es una talla bellísima, pero no es es su belleza o su valor histórico-artístico lo que el barrio (y buena parte de la ciudad lamenta)lamentan, sino lo que simboliza.

Por otra parte, en 2003 se me podría acusar de elevar a categoría lo que todavía era excepcional: me refiero a la desesperación que causaba el paro entre los jóvenes.

Hoy, sin embargo, la excepción se convierte en norma general.

Isolda Wagner dijo...

Otro gran cuento, querido y, tan actual como no hubiéramos soñado nunca. Es de los que engancha y es imposible dejarlo a medias. Tiene final feliz; hoy no sería tan fácil, me temo. Menos mal que la solidaridad siempre está ahí.
Muchas gracias, contador de cuentos.
Un beso.

Amando Carabias dijo...

Isolda:
Gracias a ti, por leerlos con esos ojos.
Y por desgracia no es que no fuera actual en 2003, sino que nueve años después, su actualidad se ha multiplicado por mucho.

Flamenco Rojo dijo...

Son muchas veces las que nos has demostrado que anuncias, a través de tus textos, los hechos antes de que ocurran realmente, lo que viene siendo un seudo vidente...

Abrazos.

Amando Carabias dijo...

Flamenco Rojo:
Ya, pero con la lotería, ni pum. Jeje.
Muchas gracias. No es que lo pretenda, pero en estos casos no hace falta excesiva pericia. Sólo mirar un poco detenidamente ayuda.

Amando García Nuño dijo...

Esta vez se me han adelantado Isolda y Pepe. En todo caso -ya que el relato es tan esperanzado con el comportamiento humano- dejaré una humorada: Gema (y no banqueros o promotores) es la responsable del boom inmobiliario, secuestro navideño del niño Jesús para la entrada de un piso. Así nos ha ido.

catherine dijo...

No me parece extraño confiar a una parroquia humilde una talla preciosa. Conocía a un cura, profesor de historia jubilado en un instituto muy burgués que decía misa allá con un cáliz y una patena de barro y cuando la decía con sus amigos gitanos usaba piezas doradas, y cada vez tenía toda la razón.

Amando Carabias dijo...

Amando:
Y luego pretendemos que los sesudos economistas y tertulianos diseccionen las causas de la crisis. Es que claro secuestramos al mismo Dios y luego pasan cosas....
Jajaja...

Catherine:
Lo de aquel cura sí era teología de los símbolos. La iglesia -a pesar de tantas cosas como las que hemos comentado tantas veces- está llena de gentes así que saben de la importancia de los gestos.