“Entonces
Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció
terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca,
de dos años para abajo, según el tiempo que habría precisado por los magos.
Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías:
Un clamor se ha oído en Ramá,
mucho llanto y lamento;
es Raquel que llora a sus hijos,
y no quiere consolarse
porque ya no existen”
mucho llanto y lamento;
es Raquel que llora a sus hijos,
y no quiere consolarse
porque ya no existen”
(Evangelio
de San Mateo, capítulo II versículos 16 al 18)
—Tras los ensordecedores gritos que nos desgarraron el
alma, llegó el silencio… Un silencio denso y pesado que aplastaba los corazones
llenos de rabia e incomprensión… Era una sensación de asfixia: la angustia que
se arremolinaba en el pecho apretándolo, estrangulándolo… Estábamos vivos, sí,
pero éramos poco más que aquellos cadáveres descuartizados de los niños.
La voz
del anciano se desgranaba con la misma monotonía que la lluvia del otoño gris,
con su tristeza, con su resignación oscura y tediosa.
La
luminosidad de la mañana no ayudó a que las imágenes fueran menos crueles,
simplemente porque no se podía atenuar el dolor, porque algunas veces el dolor
es más contundente que todo y hace que respirar parezca una afrenta o una traición.
Le
escuchábamos enmudecidos, como si hablar fuera una de las ignominias que no se
pueden tolerar en tal situación. Era dolorosa aquella escucha, pero no se podía
hacer otra cosa. Él, el anciano que había llegado de Belén, era el único con
derecho a depositar en la brisa cálida de Egipto el recuerdo de las imágenes
que nos causaban tanto daño. Los que nos arremolinábamos en torno a la monotonía
de su voz opaca y cansada, tanto o más que su cuerpo, no queríamos saber más y,
sin embargo, necesitábamos saberlo.
Había
llegado a la hora de prima, junto con un grupillo que traía la muerte adosada a
las espaldas; parecían vivos, pero estaban tan muertos como los cadáveres que
habían sepultado en Belén de Efratá, la ciudad de Judá, la ciudad de David.
Miraba y
escuchaba y me mordía los labios, porque, aunque no conociera aún los detalles,
sabía con la certeza que imprime el latido exacto del corazón, igual que tú las
sabes, las razones de todo aquello que nos tenía que contar. Y aunque gracias
al Ángel del Señor, pasó de nosotros la espada del exterminador, no comprendía
qué oscuros pensamientos decidieron a Herodes a cometer aquella barbarie.
*
—¡No es posible que esos malditos sabios no hayan
tenido tiempo de regresar! ¡Belén está ahí mismo, tan cerca que casi alcanzo a
tocarla con mis manos! ¿¡Es que en los reinos extranjeros no entienden el
significado de las órdenes de un rey!?
En el
palacio de Herodes la actividad ha variado de intensidad. Han desaparecido las
risas fáciles, las pendencias de la soldadesca hastiada a causa de la inacción
y del aburrimiento de la vida dentro del castillo del Tetrarca en Jerusalén.
Hay más tensión, como si el aire estuviese cubierto de delgadas láminas
afiladas que pudieran sajar los cuerpos si se las importuna o uno se acerca
demasiado a sus aristas invisibles… Desde la visita de aquellos sabios astrólogos
llegados de reinos lejanos, la mirada del rey vaga perdida, algunos, si
pudieran decirlo sin temor a perder las vidas, murmurarían que en esos ojos
anida la bestia hambrienta de la locura. Son constantes las idas y venidas de
los escribas atemorizados, de los adivinos de su corte amedrentados por su voz
encolerizada; si no fuera porque les tiene miedo, habría hecho venir a los
sumos sacerdotes del Templo para que ellos también tomaran cartas en el asunto.
Pero escuchó el consejo de Absalón.
No
conviene, mi señor, había dicho su capitán, que esta noticia se propague por el
reino, y ya sabéis, majestad, que, en cuanto Anás y su familia conozcan el mensaje
de los viajeros extranjeros, todo Jerusalén y en pocos días todo Judá, todo
Galilea e incluso todo Samaria, se mofarán de vos, pues dirán que hacéis más
caso de las supercherías de labios extraños, que de la voz del Todopoderoso,
bendito sea su nombre… Por no hablar, majestad, de lo que pensarán los romanos.
Con toda este revuelo del censo andan los ánimos alterados, y una noticia como
la que os han revelado podría enfurecerlos más aún… Recordad, Herodes, que el
emperador está preocupado por este rincón de su Imperio, demasiado díscolo para
su impaciente ánimo… Creo que desearía escuchar algo parecido para terminar de
aplastarnos.
*
Llegaron los soldados de Herodes al galope, la
polvareda se vio mucho antes que el atronador sonido de los cascos de los
caballos inundase la aldea. Pero ninguno, ni los más ancianos como yo, podíamos
imaginar a qué se debía aquella aparición. Quizá alguien pensara que algún
sedicioso galileo se escondía en Belén, aprovechando la confusión y el trasiego
de personas por la ciudad a causa del censo. Pero cuando los primeros alaridos
de las mujeres acuchillaron la mañana, ya nadie pudo hacer nada. Ni siquiera
hubo tiempo para que una sola madre salvara a su hijo de la muerte como hizo la
de Moisés en la corte de Faraón.
Algunas
veces los silencios son más elocuentes que las más hermosas de las palabras.
Los silencios del anciano portaban todo el significado de las vidas que habían
convertido en ausencias infinitas. Era incómodo, casi doloroso, esperar a que
una frase viniese a ocupar el eco siniestro que había dejado la anterior, pero
era imprescindible para que nada se olvidara, para que cada palabra se enterrara
en nuestro entendimiento, cual semilla que germina en la entraña de la tierra.
Eran silencios cuajados de espera, una espera que todos sabíamos que sólo podía
conducir a acrecentar el dolor, la sensación de impotencia y de abandono y la
sed de venganza por el oprobio recibido.
Nadie lo
podía saber, ¿quién de aquéllos que escuchaban el relato del siniestro
exterminio podría conocer nuestra historia?, pero empecé a sentir algunas
miradas sobre mí, como si a pesar de estos meses algunos adivinaran que
habíamos escapado de Belén tan a tiempo y nuestra huida hubiera sido la yesca
que prendió la mecha de la ira de Herodes. Me figuraba que todavía tenía restos
del polvo del camino pegados en la túnica, que en mis sandalias quedaban
señales del camino que anduvimos. Ya sé que es una tontería, que nadie podría
relacionarnos con todo eso, que sería un disparate, pues sólo nuestro corazón
conoce de nuestra angustia, pero me sentí a disgusto.
*
—Majestad, Belén se vacía, ya no quedan descendientes
de David que hayan venido a cumplir con el mandato del Gobernador. De los
sabios que os visitaron, majestad, nadie sabe dar cuenta. Algunos recuerdan
vagamente una presencia de algunos hombres de aspecto extraño, pero tampoco se
le dio importancia a su apariencia, ni se preguntó por su identidad, pues la
ciudad multiplicó por mucho el número de sus habitantes, y ya se sabe que el
árbol de David, el tronco de Jesé, ha crecido abundantemente. Me dijeron,
majestad, que todas las posadas se llenaron, que no había ni un lecho libre. Si
una mujer hubiera querido alumbrar una nueva vida, no habría tenido sitio,
salvo que lo hubiera hecho en alguna cueva ¿Quién haría tal cosa en su sano
juicio?
La mirada
enfebrecida por la ansiedad del Tetrarca de Galilea vaga perdida más allá de la
pared que está frente a él. Diríase que está a punto de atravesarla con el
fulgor ávido de sus ojos. En las palabras del soldado, más que sumiso,
asustado, más que dócil, aterrorizado, el sanguinario ha descubierto la clave
que le ayudará a extirpar de raíz la amenaza traída por aquellos hombres
venidos de sus lejanos reinos. Si en Belén ya no quedan peregrinos, si sólo
permanecen los nacidos en la ciudad, será fácil exterminar al pretendiente.
Sólo él,
Herodes, es el sucesor de David y de Salomón, nadie más se puede arrogar tal
título. Que nadie pretenda el trono de David, por mucho que haya nacido en su
ciudad. Por mucho que digan los sabios que dijeron los profetas acerca de Belén
de Efratá, él, Herodes, es el único rey. Nadie podrá usurparle su trono. Y
tiene que quedar claro para todos los israelitas quién es el rey: él, no otro.
Mucho le ha costado llegar hasta aquí, hasta al emperador ha convencido… No,
ningún recién nacido de Belén pretenderá lo que tantos desvelos, tantos
esfuerzos, tanto dinero, tantos sobornos y tantas vidas le ha costado… Después
de esta determinación, no habrá oposición ni confusión ni dudas. ¿Quién de sus
súbditos se preocupará por unas docenas de muertes?
¿Cuántos
recién nacidos puede haber en Belén?
*
—Las mujeres rompían con alaridos negros el cristal de la
mañana… Algunos corrieron a las cuevas de la ciudad por miedo a perder la vida…
Otros, los más viejos, nos encomendamos al Todopoderoso, bendito sea su nombre,
para que nuestra alma gozara de vida eterna… Pero nadie sufría ningún mal,
salvo los más pequeños, los más inocentes, o quien se intentaba oponer a la
crueldad sanguinaria de los soldados… Los niños de pecho fueron arrancados de
los brazos de sus madres y pasados por la espada… Alguno con más edad, que
correteaba asustado alrededor de las faldas maternas, fue degollado sin piedad…
Más de una madre dio su último suspiro allí mismo… Las que quedaron con vida
lamentan no haber corrido tal suerte, porque no hay consolación para ellas,
porque los frutos de sus vientres han sido arrancados mucho antes de llegar a
la sazón… Y la tumba de Raquel se turbó y de nuevo lloró por sus vástagos…
Era
sencillo imaginar la escena, y por eso más doloroso. Si hubiésemos querido
hablar o preguntarle al anciano, no habríamos podido, una zarpa nos atenazaba la
garganta. ¿Recuerdas sus calles? Es difícil imaginárselas asaeteadas por el alarido
del pánico, el piafar nervioso de los caballos, el tabaleo ensordecedor de los
cascos, el llanto desgarrado, la sangre de esos niños derramada; es imposible
que tanto horror quepa en la retina de los que la vimos no hace tanto
bulliciosa de los descendientes de David, dispuestos a cumplir con el edicto
del romano por muy estúpido que nos pareciera.
Cuando
llegamos con la noche a punto de vestir a la ciudad, nos pareció hostil, ¿recuerdas?
Nadie nos recibía, nadie nos acomodaba. Éramos una molesta presencia: una
parturienta y su marido cuyas pertenencias eran una bolsa escuálida y un
pollino. Todo era fiesta, ruido, algarabía, se escuchaba la música en las
posadas. Habíamos llegado hasta allí, habíamos hecho todo el camino, ya no era
cuestión de lamentarse por el edicto del Gobernador. Llegaba tu hora y no había
sitio en ninguna de las posadas. Menos mal que en aquella cueva, donde
encerraban a los animales hubo un hueco suficiente.
*
—¿Dices que ya han marchado los peregrinos? ¿Qué no
queda rastro de forasteros? ¿Estás seguro de que no hay galileos? Ya sabes que
son pendencieros y mira que no quiero una sedición en mi reino… ¡Llamad al
asirio! Es el único capaz de adivinar el porvenir.
No es
frecuente que sea requerido a estas horas. Hasta que la noche no acaricia la
faz de la tierra, se dedica a sus estudios, elabora sus complicadas tablas,
interpreta las señales celestes. Algo grave sucede en palacio para que el
Tetrarca rompa sus monótonas costumbres. Algún problema de estado que requiera
de sus servicios.
A pesar
de su baja estatura, y de que camina más encorvado de lo que sería menester
para un mago de la corte del rey, sabe que su presencia es temida por cualquier
adulador del séquito del monarca; es consciente de que muchos tiemblan antes
incluso de que sus palabras atraviesen la garganta. Lo sabe y disfruta de ese
poder… Si el rey supiera… Pero mejor que no sepa…
Las
cartas han hablado con claridad, y con más claridad aún los astros que iluminan
la noche y que escriben sus discursos con tanta sencillez como dicen las cosas
los niños. Pero sólo unos pocos saben interpretar sus signos, y no conviene que
se sepa el modo de desvelarlos, entonces cualquiera podría conocer el
significado profundo de cada vida, incluso su destino…
Mientras
camina hacia el Salón del Trono, comprende que es mejor que a veces no se sepa
toda la verdad, incluso que no se sepa la verdad. De lo contrario se desmoronarían
los frágiles equilibrios que se han creado con los años. Además, como todos los
verdaderos sabios conocen, nada que se haya escrito en el cielo, podrá ser
alterado en la tierra. Esos designios son inmutables, como se suceden con
precisión exacta e inalterable la noche y el día, sin que el poder de los
humanos pueda variar tan simple hecho…
Empieza a
estar harto de este juego que, sin mentir del todo, oculta el verdadero significado
de lo que ha descubierto, tal que si enterrara un piedra preciosa en un inmundo
lodazal.
*
—Algunos oyeron a algún soldado decir que el rey
aseguraba que entre los menores de dos años nacidos en Belén, había uno que se
proclamaría verdadero rey de los judíos, y ante tal traición y tal sedición,
había que actuar con la contundencia propia de los reyes que quieren evitar
posteriores daños más graves a sus súbditos… Algunos dicen que eso es lo que el
rey dijo…
Tras
estas palabras el primer murmullo encabritado afloró en el grupo de los que escuchábamos
apesadumbrados. A pesar de que el miedo me invadía con intensidad, miré al
rostro del anciano. Creo, por lo que descubrí, que llevaba rato fijándose en
mí. Sabía lo que decía, sabía a quién se lo decía, estoy seguro. Pensé que
acabaría por volver contra mí a todos los que, como yo, escuchábamos
amedrentados la historia, mas guardó silencio. Alguno hubo que se fijó en la
dirección de su mirada, y me observó con curiosidad. Creo que nadie adivinó
nada, y simplemente supusieron que se trataba de un rostro que le era vagamente
familiar a ese hombre anciano.
En sus
ojos había más estupor e indignación por las palabras del viejo que por mi
presencia. Al fin y al cabo, como ellos, soy un vulgar artesano judío que, como
tantos, intenta dar de comer a los suyos en el poderoso y bien surtido de trigo
reino de Egipto. Un pobre inmigrante que tuvo que abandonar la tierra de sus padres.
No
reconocí en su cara ninguno de los rostros de los pastores que se acercaron con
sus ovejas a hora tan intempestiva y con aquella historia de cánticos
celestiales prendida de los labios. Quizá fue uno de los que visitó la cueva
atraídos por tal presencia, mas no le recuerdo. Tampoco le vi en ninguna de las
posadas en que nos negaron el sitio. Para mí es un rostro desconocido, un anciano
como otros con el que nunca me había cruzado. Sin embargo, él me conocía. Lo
supe con certeza entonces. Sospeché que no vino a denunciarnos o a increparnos
o a vengarse; pero tampoco supe a qué había venido. Quizá sólo huía del dolor.
No intuí en ese momento que traía una esperanza guardada en sus entrañas.
*
—¿Por qué amargarle con la verdad? Su vida afronta la
desembocadura, su hijo conocerá a ese nuevo rey… No entiendo el significado
real del mensaje escrito en las estrellas… Ha nacido un rey, pero un rey
distinto, un rey eterno, indestructible, aunque acabe muerto… Me hago viejo y
no interpreto bien las señales… La verdad me supera.
De vuelta
a sus aposentos, el astrónomo piensa con horror en el rostro del rey, en su
gesto hosco, contraído y aplastado por el miedo y la sed de venganza. Él, experto
en interpretar el lenguaje de los astros, es incapaz de adivinar el significado
de una mueca, de una mirada intensa o de una sonrisa aviesa. Él, conocedor de
los arcanos del cosmos, es analfabeto del alma humana. Pero sabe que hoy ha
provocado con su media verdad, con su afán de evitar la amenaza a causa de una
historia que no le atañe, un hondo terremoto en el irascible corazón de Herodes.
Las
palabras de la divinidad, piensa, nunca se contradicen. No es lo más importante
que se escuchen al contemplar las estrellas, o al desentrañar libros santos. No
es decisivo el lenguaje que se utilice, sino su contenido. Ese Dios, da igual
su nombre, Zoroastro, Yahvé, u otro, se comunica con todos para que todos entiendan,
para que, como dice el libro de los judíos, hasta los niños de pecho le alaben.
La estrella decía lo mismo que el profeta. No hay duda. ¿Cómo revelarle eso al
rey y vivir sin formar parte del grupo que encuentre y extermine a ese recién
nacido que será la salvación del mundo?
Él no
puede ir más allá. Sólo puede determinar que la estrella apareció en el cielo
hace un par de años, más o menos, el resto, son conjeturas a las que ha llegado, por simple deducción…
Quizá no
me haya equivocado al decirle que el supuesto rey ha nacido durante estos dos
años…
… Mas,
por alguna razón no tan misteriosa, se siente feliz y aliviado al no vivir en Belén
y, sobre todo, por no tener un hijo menor de dos años… Sabe mejor que nadie que
el afán de poder no tiene límite en el corazón del monarca…
*
—¿Os habéis preguntado alguna vez, cómo se puede
consolar el dolor de una madre que ha visto morir a su hijo…? Es algo imposible,
como intentar que la corriente de los ríos suba por la montaña, en vez de
descender por su ladera… Da igual que la madre aparente una calma resignada, da
igual que su rostro no sea surcado por infinitas lágrimas o que su garganta no
sea cruzada por gritos que acribillen los corazones, da igual, su dolor es
incurable… ¿Qué hacer entonces, decídmelo si sois capaces, cuando la madre ha
visto que a su hijo se lo arrancaban de los brazos y entre terribles alaridos
era atravesado por la espada…? Jamás la ciudad de David ha visto semejante
oprobio… Jamás los pobres han sido pisoteados de este modo por el caprichoso
mandato de un rey sanguinario… Hasta la tumba de Raquel gimió y lloró de nuevo,
aquella madre de nuestros patriarcas que también sufrió el dolor por causa de
sus hijos…
Su voz
arreciaba, se endurecía. No era ya el tono pausado, opaco y cansado del que
había comenzado a hablar. Era como si pequeños estiletes le nacieran de su
garganta y se nos clavaran en los corazones con la certeza con la que los lanceros
dirigen su mástil hacia el enemigo. El anciano no era sólo voz, sino que su
mano comenzaba a acompañarle en sus explicaciones. Al seguir el destello que
dejaba en el aire el gesto de esa mano, que más parecía un sarmiento con vida
propia, me fijé en la mujer. Estaba a su lado, tenía el rostro alzado y pálido
y sin expresión, como si su corazón se hubiera retrasado o se hubiera perdido
en otro lugar, como si allí estuviera dispuesta a dejarse caer y confundirse
con la arena del desierto. Su cuerpo estaba junto al del anciano, pero ella
nunca abandonó Belén.
Tuve
dolor por ella. Una profunda incomprensión, una impotencia profunda se adueñó
de mí. Comprendí sin esfuerzo el misterio de esa oquedad helada de su mirada, y
temí que también ella me reconociera, aunque su rostro tampoco me resultaba
familiar. Su presencia era el testimonio irrefutable de un horror. Pensé en el
niño que tienes en tus brazos y sentí vergüenza de mi alegría.
*
—Parece, Absalón, que no ha quedado clara la orden
que te acabo de dar… ¿Dudas en cumplir la orden de tu rey…? Eso es nuevo,
Absalón, fiel servidor de mis designios. ¿Quizá no has entendido…? Me extraña,
pues no eres soldado torpe, ni perezoso para obedecer. Lo repetiré, por si tus
oídos estaban distraídos y tardo tu entendimiento: ¡Que mueran todos los
menores de dos años que encontréis en Belén y sus contornos! ¡Recorred cada
casa, repasad cada calle, que no quede ni un establo sin visitar por mis soldados,
que no dejen de hollar mis caballos ni un sendero…! Es mi orden, Absalón, ¡cúmplela!
…¡Ay de ti, maldito: si descubro un niño con vida, pagarás con la tuya por tu
desobediencia!
Le
gustaría gritar, negarse, discutir, intentar convencerle del dislate, incluso
prefiere que la muerte le abrace a tener que encabezar el grupo de soldados
cuya única misión será sembrar dolor, destrucción, muerte… No, quizá a tanto no
llegue. Al fin y al cabo es un soldado fiel, un hombre acostumbrado a obedecer
ciegamente los designios de un ser que tiene el poder sobre él para que siga
respirando o para que otro le corte la cabeza. Esa mirada sanguinaria no ofrece
dudas, hay una determinación incontestable; cualquier oposición sería como
intentar detener una tormenta de arena del desierto con un simple escudo, o
como parar un rayo extendiendo la palma de la mano.
¿Quién es
él, Absalón? Un pobre capitán de un escaso ejército cuya misión es proteger a
su rey, pues reino, lo que se dice al reino lo protege el verdadero amo del
Imperio. Un poco más allá está el ejército romano, el verdadero dueño de todo
cuanto sus ojos abarcan. Pero para que su cabeza continúe sobre sus hombros, no
puede contradecir la mirada de sangre que se ha estrellado contra la suya.
¿Quién es él, Absalón, para pensar, ni siquiera para soñar, que la orden es el
mandato de un asesino enloquecido? ¿Quién podrá acusarle a él, Absalón, un
pobre capitán de Herodes, de que va a ser cómplice de una atrocidad?
*
—Ellos tuvieron la desgracia de nacer en el tiempo de la estrella,
cuando el cielo conoció y transmitió a su modo misterioso que se ha acabado el
dolor y el sufrimiento, cuando el cielo anunció que había llegado la salvación…
Pero era un mensaje oscuro, pues sólo en lo más intrincado de la noche se podía
leer, y era una noticia que los esbirros del Maligno no podían tolerar…
Nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos nacieron en la hora en que llegaba
de la luz y el Maligno temió porque su poder fuera desbancado y contraatacó con
la saña propia de sus huestes.
Ahora sus
ojos parecían de fuego, ya no estaban sólo ocupados por la sombra del horror y
de la desesperación y de la angustia; en sus pupilas asomó también, como asoman
los primeros brotes de los árboles al comienzo de la primavera, un nuevo
brillo, un relámpago que se parecía al resplandor de la esperanza.
Entonces
sentí con contundencia cómo escrutaba mis más íntimos pensamientos. Nunca he
conocido un profeta, pero diría que ese chispeo de sus pupilas se correspondía
al fulgor de la mirada de quienes transmiten la luz del Altísimo. No sé si fue
a mí sólo a quien me lo pareció, pero hubo otros ojos que tornaron hacia mí su
atención; era más bien extrañeza o sorpresa lo que ellos reflejaban.
La mujer
también buscó el nuevo esplendor de la mirada del anciano, encontró el sendero
por el que transitaba su nuevo fuego y se topó con mi rostro. En su faz no
había la misma determinación abierta a la esperanza que mostraba el anciano;
como lo hacen las dañinas tormentas, acrecía en su femenil rostro, tenso y
fustigado por el dolor, la desesperación, el odio, la sed de venganza, formando
un amasijo de pensamientos que la sepultaban en su propio interior y la
impedían salir de aquel fangal.
Soporté
con entereza la mirada del hombre que hablaba cada vez con más determinación,
pero la ausencia de aquella mujer se me clavaba en el estómago cual punzón bien
afilado… Sentía el sendero que la herida de su mirar ausente dejaba en mis entrañas.
*
Belén, apenas a un par de leguas de Jerusalén, es una comarca de
muy fácil acceso para una tropa de soldados bien entrenada, bien pertrechada y
con deseos de acción, pues desde hace tiempo este ejército languidece en
actividades insustanciales para soldados aguerridos: se dedica a patrullar por
los caminos de Galilea o sestear en Jerusalén, cuando Herodes decide bajar
hasta allí, o a espiar a supuestos profetas que claman justicias y penitencias
por los desiertos, junto a sedientas orillas de ríos. Pero en esta mañana de
sol espléndido, una sombra entinta sus miradas normalmente feroces y ávidas de
sangre. Por mucho que Absalón les haya transmitido que se trata de órdenes
regias, por mucho que les haya explicado que se trata de abortar una traición
contra el trono, por mucho que les haya amenazado con sajarles el gaznate si no
cumplen con las órdenes, hay un no sé qué de queja en sus miradas quietas. Sólo
la contundente amenaza en caso de que incumplan una orden tan tajante, cual
corte de sus afiladas espadas, les acalla la voz y no detendrá el exacto
movimiento de su brazo. Se trata de exterminar a niños… No, a recién nacidos
que apenas habrán dejado de amamantarse de los pechos de sus madres. No es esta
misión para un soldado, ni siquiera para un soldado que entre a saco en un
poblado derrotado… El verdadero soldado, un soldado valiente, aunque sepa que
lleva la muerte alojada en la empuñadura de su espada presta para avanzar hasta
el corazón del adversario, guerrea contra enemigos semejantes cara a cara, o
galopa en veloz persecución tras traidores taimados, o se defiende de ataques
de otros ejércitos sanguinarios… Es verdad que en el oficio de la guerra poco
importa la justicia o la verdad o la razón, son palabras desconocidas para las
espadas o las lanzas o las flechas. Pero desde siempre se sabe que es una
ignominia enviar a un ejército contra niños o mujeres o ancianos indefensos,
inermes como juncos de ribera.
*
—Herodes, ha de morir en breve; lo hará pensando que
ha abortado una traición, seguro de que su extirpe seguirá reinando en Galilea
por los siglos, incluso con la esperanza de que todo Israel vuelva bajo su
trono y para ello, confía en que los romanos, esos malditos, acrezcan su poder…
Pero ni este Herodes, ni el Herodes que le siga, oráculo del Señor, saben que
la mano del Altísimo es fuerte y poderosa, ni saben que nuestro Dios ha puesto
su mirada en los desposeídos y ultrajados, ni se imaginan que enaltecerá a los
humildes y humillará a los poderosos y cumplirá sus promesas eternas y salvará
a su pueblo de sus enemigos, dará de beber al sediento y de comer al hambriento
y actuará con misericordia con sus humildes, con los desterrados, con los que
hoy gritan con clamor pidiendo justicia y pan… Porque, oráculo del Señor, la
espada del tetrarca no ha rasgado el corazón del salvador, que aún está entre
nosotros y caminará delante para preparar los caminos del Señor y transmitir la
noticia de la salvación por el perdón de sus pecados… Porque, oráculo del
Señor, las entrañas de misericordia de nuestro Dios son infinitas, y harán que
nos visite una Luz de lo alto, que ilumine a los que habitan en tinieblas y
sombras de muerte y guíe nuestros pasos por el camino de la paz... (1)
Sentí que
sabía más de lo que aparentaba. Sabía todo, y lo entendía mejor que nosotros.
Respiré tranquilo, pues no ha llegado hasta aquí para pedirme cuentas por mi huida,
pues no trata de vengar en nuestro hijo la vesania de ese rey sanguinario. Más
bien llegó hasta aquí para recordarnos el camino, para saber que hemos de seguir
con esta labor, pues pende de nosotros que los designios del Señor no sean
torcidos, ni su voluntad forzada.
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(1) Versión libre de dos
archiconocidos fragmentos del evangelio de San Lucas: el Magnificat, oración de
alabanza puesta en labios de María, y el Benedictus, otra oración de alabanza,
esta vez en boca de Zacarías. (Evangelio de san Lucas capítulo 1 versículos del
46 al 56 y en el mismo capítulo los versículos del 67 al 79). N del A
5 comentarios:
La matanza de los Inocentes... Una más de las incontables que ha padecido, padece y seguirá padeciendo la humanidad.
El mal en su expresión máxima.
Leyendo el cuento de hoy no se me ha quitado de la cabeza la última matanza conocida de un inocente...la pobre bebé de Almería, sólo hace unos días.
Feliz jornada amigo, abrazos.
Relato como muy coral, con distintas perspectivas y todas dirigidas hacia el mismo punto de fuga... ¿He dicho de fuga? Pues eso, recordarnos el camino. Hasta mañana.
Horror y dolor,sí. Y miradas cruzadas, palabras y silencios del anciano. Un texto muy elaborado.
Y me dí cuenta al pensar en el pequeño Juan de Isabel que el profeta semidesnudo que el pequeño pastor Amos escucha con su padre en Jerusalen no puede ser este Bautista. Tonta de mí.
El anciano aquí es otro profeta, otro mensajero.
Flamenco Rojo:
Tus palabras confirman las mías. El aspecto más cruel del ser humano, no cesa de causar daño, mucho daño.
Amando:
Sí todas dirigidas hacia el mismo punto, un punto donde confluye una sensación que mezcla acusación y esperanza.
catherine:
Efectivamente, no podía ser Juan, pero es igual, ha habido tantos juanes distribuidos por las columnas del templo.
Los enviados suelen ser sabios, por eso son enviados. Y para ser sabio, en general, es menester haber vivido mucho y haber mirado mucho.
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