[Sin saberlo, con
este cuento, empezaba a escribir mi libro de relatos “Cuentos de Euritmia.
Novela de una ciudad”, que se editó en Segovia unos años más tarde, 2004. A
pesar de ser el primero escrito, es el último que aparece en el libro]
Subir cada día la Cuesta de San Emérito, esquina Santa Luminosa,
no es plato de gusto para nadie, y menos aún, si quien asciende semejante
pendiente lo hace siempre cargado de bultos, sobres, paquetes y otras lindezas
semejantes. Es aquí, en la calle principal de la barriada de los Santos, donde
cotidianamente, Asterio Zaldívar comienza a desprenderse del enorme peso que lo
arrumba…
No importa la climatología: da igual la nieve o el granizo
invernizos, la lluvia o el viento otoñales, las primaverales escarchas
traidoras, los plomizos calores estivales… Asterio inclina su dolorida espalda,
afectada por una evidente y veloz, progresiva e imparable cifosis, aspira una
amplia bocanada del limpio aire euritmitense, con sus cansados ojos pardos
contempla resignado la ascensión que le espera y piensa en otras cosas, no importa
si alegres o tristes, simplemente que lo distraigan; por ejemplo, la última
flor invernal que ha descubierto en el jardín, como villancico de la
naturaleza, o el abrumado rostro de una joven madre, como gélida sombra de
dedos que le asfixian el alma.
Asterio, probo y veterano funcionario del Cuerpo de Correos
en Euritmia, es uno de los carteros más respetados de la vetusta ciudad. En
realidad, Asterio es cartero vocacional, encarnación de los escasos seres
humanos que son fieles a una llamada marcada en el alma, o a un destino
inscrito en los genes, vaya usted a saber. Asterio Zaldívar, el cartero
Zaldívar como le llaman en la Central, es feliz transportando su carga a sus
convecinos. Para él ni siquiera es pesada carga, sino mensajes (buenos o malos,
eso ya no es de su competencia), pedazos de vida plasmados y aquietados en un pedazo
de papel más o menos grande. A veces, le gustaría que en las entrañas ocultas
de cada sobre apareciera una carta de amor, o un mensaje de reconciliación, o
el fin de una tragedia, cualquiera de las muchas que flotan cabe la superficie
de este planeta sufriente. Pero es realista, sabe perfectamente que la mayoría
del peso que dolorosamente arrumba su espalda cifótica lo genera la publicidad
encubierta de mil colores, los comunicados bancarios con anotaciones de los
últimos movimientos, o los avisos de los pagos de los pertinentes recibos domiciliados.
Esta condición de mensajero, más que de funcionario del
Cuerpo de Correos, crece en estas fechas. Le gustaría, y es la máxima ilusión
de su vida, convertirse en el cartero real de los Magos de Oriente. Pero no un
repartidor cualquiera… Después de tantos años cree que merece cierta
especialización (es lo único que pide), y aspira a ser nombrado “Mensajero de
los Sabios de Oriente en Euritmia para personas adultas y solas, mayores y
sufrientes”, o algo así. Asterio cree profundamente en la existencia de Melchor,
Gaspar, y Baltasar; incluso, algunas veces, cree en el príncipe Aliatar, a
quien considera muy próximo a él mismo. Y, muchas noches, ha soñado que en
alguno de los sobres venía oculta la dádiva maravillosa que solucionara, o
aliviara al menos, como el sol invernal del mediodía hace con el frío, alguna
necesidad importante. En esta época del año se siente especialmente orgulloso
de su profesión, y le encuentra más utilidad que nunca. Estos pensamientos,
claro está, no se los comunica a nadie, sabe que le tomarían por iluso
infantil, incluso, algunos envidiosos, que de todo hay, por loco de atar.
Un observador poco perspicaz presumiría que es el único
cartero que se preocupa por tales detalles, se equivocaría… Lorenzo Cifuentes
abriga los mismos sueños, aunque algo desleídos, como si se hubieran tornado de
color sepia por el tiempo y la enfermedad y el sufrimiento. Lorenzo Cifuentes,
más conocido por el sobrenombre del Cojo, debido a un reuma prematuro, traidor
y pertinaz, como la tristeza, cambió su destino por decisión facultativa
abandonando las calles, y desde hace diez u once años, su misión en la Central
consiste en la clasificación durante la madrugada del correo que, desde otros
lugares, llega a Euritmia. Pudo buscar un trabajo más cómodo, sobre todo en
cuanto a los horarios se refiere (los muchos años de servicio en el Cuerpo se
lo hubieran permitido), pero el sentido vocacional de su oficio le impidió que
se alejara del hálito vital invisible que se sumerge, se hunde silencioso, como
nocturna estrella fugaz, dentro de las entrañas de los sobres y paquetes.
Desde hace más de veinte años Lorenzo y Asterio, se saben
los últimos depositarios de un oficio tan antiguo y hermoso, aunque tan
azaroso. Saben que, cuando la invencible hora del retiro, o de la muerte, les
llegue, tras ellos sólo habrá honorables funcionarios que intentarán cumplir el
horario y su misión lo más digna y profesionalmente posible, pero desgajándole
de cualquier latido de cariño que pudiera impregnar su quehacer.
Este mutuo reconocimiento de especie a extinción es, en
realidad, el lazo de unión más poderoso que vincula sus espíritus. Y su mayor
expresión es la mirada que cada mañana se cruzan, cuando el cartero Zaldívar
recoge sus sacas y escudriña al Cojo. Habitualmente no hay nada que decir. Una
mirada huera tras los ojos grises de Lorenzo acompaña a un resignado
encogimiento de hombros.
A veces, sin embargo, el milagro flota en el aire matutino
limpio y renovado.
Y ésta es una de esas exiguas y deseadas mañanas. Una de las
que planean o flotan invisibles en el devenir del tiempo y que muy de vez en
cuando aterrizan, quizá con demasiada escasez, y con demasiada separación entre
una y otra.
Hoy el cartero Zaldívar es dichoso. Además del querido
brillo diamantino y frío de la luz matutina de Euritmia que encandila su ánimo,
Asterio va feliz camino de la barriada de los Santos, pues en su saca repleta
lleva varias cartas manuscritas. En estos días, más que nunca, sus agotados
pies castigados por el continuo y penoso movimiento vuelan sobre los adoquines.
No le importa el helor del amanecer. Intuye en estas mañanas que es importante,
incluso vital, que el latido de los papeles, aparentemente fríos y mudos, se
revelen como lo hacen las piedras preciosas en el interior de las vetas oscuras
y mortecinas, anodinas y silentes.
Al amanecer, le lucían los ojos a Lorenzo. Con ese tono
profundo e íntimo que emplea, le ha dicho, Hoy llevas tres a mano. Las pupilas
de Asterio se han iluminado queriendo prender fuego a la mañana. Por fin, ha
suspirado, como si hubiera regresado su hijo a casa; aquel único hijo que
marchó y aún no ha vuelto, y quién sabe si volverá; aquel único hijo que añora,
y más que nunca, en estos días, cuando diciembre inexorable acerca presuroso
sus pasos cortos y decididos a las edulcoradas fechas de la Navidad.
*
La barriada de los Santos dormita, lagarto al sol, mientras columbra a
Euritmia, justamente frente al lienzo meridional de sus murallas. La vista que
de la ciudad se contempla desde el pelado otero donde se alza es una de las más
sugerentes de la levítica urbe, y que Asterio cada día contempla absorto desde
la elevada plaza de santa Ana.
El nombre se lo debe a un alcalde especialmente pío, D.
Teótimo Miralles Carrillo. Esta barriada comenzó a construirse a mediados del
siglo pasado, cuando una fuerte inmigración procedente de la provincia, hizo
necesario ampliar la ciudad. Sin embargo, los originales proyectos urbanísticos
fueron orillándose por problemas presupuestarios, por lo que, al final, las
quince calles que conforman su tejido urbano, están ocupadas por los más
variados estilos y gustos constructivos. Así, junto con la piedra caliza,
convive el ladrillo visto en variados tonos y hechuras, el granito, e incluso
el extraño hormigón.
El eje principal es la Cuesta de san Emérito que atraviesa
en vertiginosa subida todo el alcor dividiéndolo en dos partes. Casi paralelas
a San Emérito, hay otras cuatro calles, dos a la derecha —santa Engracia y san
Isidoro— y otras dos a su izquierda —santa Eduviges y san Valentín—. La cruzan
perpendicularmente otras seis, de abajo arriba, santa Luminosa, san Efrén,
santa Eulalia, santos Justo y Pastor, santa Genoveva y san Quintín. Completan
este dédalo de calles otras cuatro menores, San Calixto, santa Perpetua, santos
Mártires de Roma y santa Columba. Además hay cuatro plazas. Justo antes del comienzo
de la Cuesta de San Emérito, la Plaza de san Nicolás de Bari que es la única
entrada, y salida, del barrio. Otra, la de santa Ana, es la más hermosa por su
trazado y por su imponente vista de la ciudad, justo en la cima del cerro y se
ubica entre san Quintín y los santos Mártires de Roma. Las otras dos, más que
plazas, son ensanches de dudosa armonía, una es la plaza de san Fidel y la otra
es la escondida y pizpireta plaza de santa Regina.
Sin embargo, tanto nombre de santo que no sea un engaño para
los euritmitenses. Detrás de cada construcción podría hablarse de una feroz
historia de intereses familiares o políticos, de especulaciones más o menos
aireadas, y de delitos de los llamados de guante blanco: cohechos a los más
altos niveles, prevaricaciones, apropiaciones indebidas, alzamiento de bienes,
falsedades en documentos —públicos y privados—, cosas éstas que ahora no nos
interesan, y lo malo es que tampoco interesaron a quienes debió en su momento,
en el momento en el que pudieron evitarse algunos daños.
Lo peor, es que detrás de todo este mare mágnum, la mayoría
de los habitantes de esta barriada (una variopinta turbamulta de extracción
humilde y con muchas dificultades para vivir en sus pueblos, aunque preñados de
miles de ilusiones y un tanto cegados por las vacuas promesas de desarrollo que
les ofrecía la capital) enterraron sus paupérrimos ahorros para malvivir el
resto de sus días, olvidados las más de las veces de los regidores
euritmitenses, empobrecidos e hipotecados a los bancos para el resto de sus
días, sin ser auténticos ciudadanos de Euritmia, ni habitantes de sus pueblos,
con el único consuelo de la contemplación de una de las vistas más hermosas de
la ciudad…
Poco consuelo ciertamente…
Pero todo esto es otra historia, o muchas historias…
*
Práxedes ha amanecido dolorido y cansado. La noche, como tantas
veces, ha sido un suplicio y amargo, tedioso y cansino, interminable y
lacerante conteo de segundos. Cuando el insomnio, esa ponzoña del alma —incolora
pero contumaz—, ocupa su deteriorado y viejo organismo teme la nocturnidad como
el reo el cadalso. El doloroso recuerdo imborrable de Rosalina, a pesar de los
años y la infinita distancia, araña con agudas garras venenosas y hediondas
sus doloridas entrañas. A veces, muy
pocas, sólo aparece durante una noche, como tormenta de verano; a veces, la
mayoría, golpea una semana completa, como turbia borrasca; a veces, no pocas,
hiere casi durante un mes entero, con apenas un par de madrugadas de tregua,
como castigo divino. Cuando así sucede, el recuerdo de su añorada persona
regresa, guadaña destructora, cada ocaso. Práxedes, en esos atardeceres, siente
miedo, o un inexplicable remordimiento angustioso, como si fuera un golpe
certero en mitad de la espalda que le rompe el resuello. A veces, la sensación
no es sólo mental, sino que el oxígeno se ausenta de su organismo... Rosalina,
al menos el leve temblor de su piel sonrosada, o su ausencia, o su oquedad
temporal, pesa en el alma, cual fardo cargado de piedras, y le hunde hacia simas
abisales, gélidas. Práxedes no puede evitarlo. Es superior a su voluntad
agotada, como gangrena destructora.
Fue una historia elegíaca. Una de esas tragedias que pasan
ocultas a los ojos de la mayoría de los habitantes de Euritmia, salvo para
algunos vecinos más íntimos, o más cercanos.
Fueron quince años de felicidad casi completa. Un amor al
que sólo le faltaron los hijos, al menos los tangibles, pues el vientre de ella
fue ocupado durante cuatro meses por una sonrisa invisible. Pero la sacudida de
la parca, enérgica y violenta, rápida y destructora, en forma de cruel y
sangriento accidente, segó las dos vidas. Desde entonces, Práxedes no fue el
mismo. Profundas y pardas ojeras anidaron para siempre en un rostro cada día más
demacrado, cada día más pálido, cada día más transparente o traslúcido. Abandonó
a los amigos, huyó de los pasatiempos, aquella mirada suya, honda y brillante,
se apagó, se nubló, para siempre. Una bestia endrina y viscosa, cavernícola y
hambrienta, ocupó el espacio reservado para el corazón de Rosalina, aquel
corazón que debiera haber latido junto al suyo envejeciendo al mismo compás. La
desgracia revestida de soledad y ausencia, de dolor y muerte, acampó en aquella
hornacina vacía y dolorosa, a la que no abandonó jamás.
… Una vez sí…
Hubo un momento de luz. Hubo unos meses en que pareció que
Práxedes había abandonado aquel túnel. Conoció a otra mujer, Ángela, que por
extraños avatares burocráticos fue destinada a Euritmia y se convirtió en
vecina suya. Los mortecinos ojos de él, paulatinamente, cobraron algo del
antiguo brillo. Sus manos, normalmente frías y solas, acariciaron de nuevo
otras manos receptivas, enamoradas. Cuando los ojos buscaban complicidad,
encontraban otras pupilas que los acogían casi con fervor, o los mecían en su
luz dorada, como madre que acuna a los niños. Pero fueron incapaces de mayores
avances. Ella no sabía ciertamente a qué atenerse. Él sintió el peso de una traición,
la mirada acusadora de Rosalina. Y el tiempo iba transcurriendo sin que
creciera el amor.
Sin embargo, por los mismos avatares de la vida que la
trajeron hasta él, una tarde tormentosa de verano, hubo de partir llorosa y
repleta de lamentaciones: otro traslado, esta vez, forzoso y muy alejado.
Pero el verdadero problema fue que Práxedes aún no había
mejorado lo suficiente, no tuvo tiempo —no había terminado de arrojar las
piedras del pesado fardo—, como para que emprendiera una lucha por el amor de
Ángela en la larga distancia… El tiempo tejió una intrincada, aunque liviana,
red de recuerdos temblorosos y esfuminados, tibios y amedrentados. Las cartas
se espaciaron y, lo que es peor, se enfriaron. En sus misivas palpitaba menos
el corazón desnudo y doloroso, y cada vez había más referencias a las
evidencias externas y ligeramente vacuas. Hasta que sólo las navidades y los cumpleaños
cumplieron su misión de leve recordatorio de una presencia alejada, casi fantasmal…
Un vago recuerdo, un breve resplandor, tal que breve brillo
de una cerilla, mantenía la certeza de que Ángela era un ser de carne y hueso,
un ser al que debiera haber amado. O, al menos, haber intentado reunir las
fuerzas que le restaban para ensayar amarla, a pesar de la distancia.
El reloj del salón ha cantado con su voz vieja y quejumbrosa
las diez impávidas notas. Práxedes alza los ojos, como si regresara, o le
arrojaran de pronto, de un país extraño o de otro planeta. Para un jubilado
como él, debiera ser temprano, sin embargo, sus ojos agotados y enrojecidos no
han descansado desde ayer. Al tiempo, con el aire aún vibrando por la melodía
metálica, suena el ronco aviso del portero automático. Ha de abrir, qué remedio.
*
Asterio ha llegado al primer portal de la Cuesta de San Emérito en
el que tiene que dejar correo. Y la primera carta que ha sacado es una de las
tres que hoy han llegado hasta la Central escritas a mano. Lee “Destinatario,
Práxedes Antúnez, Cuesta de San Emérito, número trece, segundo izquierda”.
Asterio conoce de oídas la historia de D. Práxedes, aunque a él no sabe si lo
habrá visto en alguna ocasión. Se alegra.
Cuando tiene que introducir una carta manuscrita, la
acaricia, mejor, le impone las manos, como ministro del Señor, y un hondo deseo
de que sean las mejores posibles noticias inunda su ánimo. Parece que
rejuvenece a pesar de la losa que le produce la cifosis no sólo en la espalda,
sino en el corazón.
Duda.
Cuando joven, lo ha hecho a veces. En estos casos, en vez de
limitarse a dejarlas en el correspondiente buzón, se extralimita en sus
funciones, y recordando los viejos tiempos de cartero rural, cuando la fama de
buen cartero orló su trabajo, prefiere llegarse hasta la misma vivienda y
entrega en mano la misiva. Vuelve el sobre. El latido más rápido de su corazón
le dice que no debiera hacerlo, pues puede que vulnere la intimidad de un ciudadano.
Pero se encoge de hombros. Remite: Ángela Buenadicha. Qué raro, sin dirección.
Una intuición le decide. Total, murmura, Serán un par de minutos o tres.
Antes de subirse al ascensor, ya plenamente decidido y
convencido del acierto y la conveniencia de la acción, introduce en los
correspondientes buzones el resto de las cartas que tiene para aquel inmueble.
Siente que su corazón se acelera. No sabe si hace bien, no sabe cómo
reaccionará aquel solitario y raro don Práxedes, pero esa antigua intuición que
nunca le ha fallado, le dice que estará todo bien, que nada se va a perder.
Tras la triste musiquilla del carillón que sirve de timbre,
siente, a lo lejos, un rumor de cansinos pasos acercándose hacia la puerta.
Lo primero que el cartero Zaldívar ve son unos ojos casi
cubiertos por un velo de locura. Un calofrío de miedo recorre su columna, se
asusta, pero al fin, barrunta que en aquella carta tan liviana está el
principio de la solución de los terribles males que adivina en aquella nebulosa
mirada. En silencio, tiende el sobre. Una ojeada inquisitiva recorre su rostro.
Práxedes no se decide a mirar el sobre, ni siquiera se
decide a preguntar; no sabe si saludar, o, simplemente, atrancar de nuevo la
puerta oscura.
Pero la muda insistencia, el ansia de la mirada de Asterio,
consigue el milagro de que una brizna, casi invisible, de sensatez, como breve
aleteo de mariposa, ascienda a sus pupilas y que descubra en las del cartero la
señal de la esperanza. Como prueba manifiesta de tal milagro, D. Práxedes
sonríe levemente, le da las gracias con apenas un murmullo, casi inaudible,
antes de cerrar con suavidad.
*
Asterio, satisfecho por esos tres gestos que para él revelan un
ablandamiento del alma, tan necesario para poder recibir en mínimas condiciones
noticias parecidas a las que provienen del cariño, regresa a la pina Cuesta de
San Emérito.
*
“Amado Práxedes, he vuelto.
No sabía cómo empezar esta carta, pero creo que lo importante
era decirte desde la primera palabra que ya estoy de nuevo a tu disposición.
No sé si aún te interesará estar conmigo. Sé que todavía te
acuerdas de mí; sin embargo, desconozco hasta dónde llegan tus recuerdos, si
son algo más que una caligrafía femenina que lees dos o tres veces al año.
Estoy aquí, y no quiero que perdamos más el tiempo
(demasiado lo hemos dilapidado ya). Aquella relación que no supimos vivir por
tu cansancio y mis dudas, podemos reanudarla ahora mismo, si me llamas al
número de teléfono que te mando.
Yo estoy temblando ante tu recuerdo, y ante la sola posibilidad
de volver a contemplarte. Cuando mis pies se han plantado en Euritmia, una
torrentera de pasión ha inundado mis venas.
Sé que no somos niños, o jóvenes alocados, ni siquiera
adultos, la vejez se posesiona con determinación, y sin pausa, de nuestros cuerpos,
pero espero que no de nuestros espíritus, al menos definitivamente. Me miro al
espejo y veo una mujer cuyo rostro está surcado por muchas arrugas, pero en mis
ojos distingo la fuerza del amor que los ilumina.
El miedo, o las circunstancias, quién lo sabe, nos alejaron.
Pero he vuelto. Si me quieres, espero impaciente tu llamada, pero no te
demores. Si en una semana no me llamas, no lo intentes más. Habré marchado, y
no volverás a tener noticias de mi persona.
Te quiero y no sabes cuánto,
Ángela”.
(…)
El sol vuelve a iluminar. Un débil jirón de luz áurea
agujerea sonriente la espesa niebla que cubre el corazón de D. Práxedes…
*
Mediada la calle, la saca
apenas ha aliviado su peso. En más de una ocasión, cuando el Cojo le avisa de
las cartas manuscritas, intenta adivinar dónde están, pero puede retener la
tentación y esperar a que aparezca en su correspondiente lugar.
Esto
forma parte de un juego muy viejo, de una promesa casi eterna que se hicieron
cuando Lorenzo hubo de abandonar la calle. Yo te digo cada mañana las cartas
que llevas escritas a mano, si tú te comprometes a no intentar su búsqueda
antes de tiempo. Asterio dudó. La promesa que le pedía era difícil de cumplir, pero aceptó.
Ha entrado en cuatro portales —el trece, diecisiete,
diecinueve y veintiuno—, y sólo ha entregado una de ellas. Anhela que aparezca
ya la segunda. En el número veintiuno le ha parecido que vislumbra una letra
algo temblorosa, sin duda femenina, escrita a tinta negra. De nuevo la sonrisa
curva sus labios. Un latido de ansiedad desmadeja su pecho. Se acerca la
próxima, si acaso, dos portales más allá, se dice.
*
Belinda se afana al máximo de su lentificada velocidad para terminar
de limpiar la casa, hacer su solitaria cama, recoger los pocos cacharros de la
cena, antes de hacer la exigua compra. Sólo le quedan dos horas, después
cerrarán las tiendas. El tiempo le vuela por entre los ralos cabellos
grisazulados. Sus cansadas piernas deformadas en dos arcos por una artrosis
implacable, apenas pueden sujetar el cuerpo vencido. Las manos, retorcidas como
sarmientos viejos, ejecutan torpes movimientos soñando los que otrora le
pasaban desapercibidos. Cada día, necesita más minutos, o más horas, para cualquier
cosa.
Y cuando se viste es el peor momento, sobre todo, cuando
abotona las blusas o las chaquetas, siempre negras. Peor sería si se pusiera
jerséis u otras prendas que deban entrar por la cabeza, pues ya es imposible
que sus brazos se alcen por encima del cuello… Casi es impensable que se
levanten hasta los hombros. A Belinda le duele salir, sólo porque la vuelta
será subiendo la Cuesta de San Emérito. Pero cómo lo evitará. Su vida se ha
reducido al dolor sordo, de muy variada intensidad, pero continuo y tenaz en el
que sus articulaciones, casi todas ellas, protestan como si quisieran salir del
recinto en que las tiene secuestrada. Al final los días le vuelan sintiendo
cada terrible y honda punzada. Nadie, o eso le parece, entiende ese dolor que
le aprisiona y le impide que se concentre en otras cosas, ni siquiera el rezo
del rosario. Algunas veces, cuando el dolor se aplaca lo suficiente y se
convierte en un mero ronroneo lejano, sus pensamientos, retornan a la hija
alejada por un amor, por un trabajo, por la vida, en definitiva...
*
Desde hace mucho tiempo, muchos años, más de los que conviene que
se recuerden, la ausencia implacable de la hija amada es, en el fondo, la
ausencia del corazón bien amado, es la ausencia de la única persona que cerraba
los ojos y la recordaba con la vitalidad de la mujer que fue. Era la única que
no miraba con aprensión sus articulaciones deformadas y deformándose; era la
única que aún acariciaba sus manos y veía en ellas, no las ramas yertas del
invierno, sino aquellos suaves dedos que acariciaron con tanta ternura la
primavera apasionada de la vida.
Belinda no quiso ser un estorbo, se apartó de aquel amor que
vio cómo crecía, muy tardío, pero con la misma fuerza con que una buena semilla
se arraiga en la buena tierra. Su hija y su yerno eran la reencarnación,
incluso en la edad, de la feliz historia que ella misma vivió con Conrado. Y
adivinó, como las cigüeñas adivinan el día de la partida, que ella no podía
seguirlos. Dijera lo que dijera su hija, o su yerno, que, por cierto, se puso
terriblemente pesado.
Belinda, tenaz como la serpiente que se anudaba, y se anuda,
en cada uno de sus huesos, callaba y negaba con la cabeza. Sus únicas palabras
se referían a que no quería ser un trasto viejo, un estorbo que les impidiera
vivir su matrimonio como debían vivirlo. El casado, casa quiere, repetía a modo
de machacona retahíla conclusiva e irrefutable. Y de ahí fue imposible sacarla.
El yerno quiso que se dilatara la partida, intentó conseguir
un trabajo en Euritmia, pero fue imposible. El único trabajo estaba en Madrid.
Negoció con la empresa la posibilidad de una sucursal en Euritmia; con su
esposa negoció la posibilidad de que ella se quedara en Euritmia y él viniera,
además de los fines de semana, algún otro día; con Belinda negoció que viviera
con ellos. Le propusieron, una tarde en que ambos estuvieron especialmente
cariñosos, incluso, que vendiera el piso y se comprara otro en Madrid, y así le
podrían atender más y mejor. Pero a dónde voy a ir yo a mis años y con mis
achaques, contestó Belinda, negándose con suavidad.
Un atardecer de domingo, de eso sí se acordaba, tomaron el
tren y marcharon.
Aguantó bien el tipo. No lloró. Por lo menos hasta que el
último vagón desapareció de sus ojos, tras aquella curva a derechas al final
del horizonte. Entonces, no pudo más, y un llanto blando y silencioso, desconsolado
y salobre, empapó sus mejillas. Arrastró su cuerpo y su alma de vuelta a su
piso en la empinada Cuesta de san Emérito. Nunca supuso, hasta aquella tarde,
casi noche ya, que le podría costar tanto la subida hasta la mitad de la
cuesta.
Desde entonces, la artrosis galopó por su cuerpo como si
fuera un campo de batalla en el que el enemigo nos ha derrotado, y se convierte
en pasto, además, del saqueo y la destrucción. Se sintió impotente para vencer
a la enfermedad, mejor dicho, se rindió a ella sin condiciones. Sólo le abrió
el portón de su fortaleza, fue lo último que hizo.
Tomó dos heroicas decisiones. Una, no se quejaría ante
persona alguna de la dolencia, y menos que a nadie, a su hija y a su yerno, por
su puesto; y dos, viviría de la forma más parecida a lo que cualquiera podría
calificar con la pomposa cualidad de normalidad. Intentaré vivir como si no
estuviera enferma, se dijo.
Su hija llamaba, al menos, tres días por semana, y el
matrimonio se acercaba a verla una vez cada mes. De Belinda jamás se oyó una
palabra que sonara parecida a una queja. Si acaso, su hija percibía una
resignación abisal, inabarcable con una mirada, y alguna contracción, casi
involuntaria, en los músculos faciales que avisaban y coloreaban en tonos
grises los dolores más agudos. Pero con una sola mirada experta era fácil
concluir que Belinda sufría. Su hija intentó con machaconería, casi todos los
días que hablaba con ella, que se fuera a vivir con ellos. Le decía que no era
un estorbo, que le vendría muy bien su compañía, que se pasaba muchas horas de
soledad, pues el trabajo del marido sólo le permitía estar con él a partir de
las ocho, o las ocho y media de la tarde. Pero Belinda fue insensible. Nunca se
mostró enfadada, ni siquiera fría con su hija, pero fue inflexible.
Sin embargo, en el último año, las cosas cambiaron. La
enfermedad aceleró su marcha y acentuó su daño. Cada vez era más difícil y más
doloroso cualquier movimiento. Siguió sin decir nada, pero aquello no podía
tener un buen final. Intuyó, también, que no se demoraría en exceso. Entonces
comenzó a meditar la posibilidad de rendirse a las peticiones de la hija.
*
Número veintitrés. Aquí es. Asterio volvió a repetir todos los
gestos casi litúrgicos que hiciera en el número trece. Veamos, es para Belinda
Ordoño, primero A. Remite Dorita ¿Qué extraño? La hija manda una carta a la
madre. Pero si viene cada poco. Asterio, conoce perfectamente a Belinda,
¡cuántas veces le ha ayudado a subir la compra! De aquellas pequeñas ayudas,
conoce toda su historia.
Duda.
Impone las manos al sobre. Siente que algo no termina de
funcionar. Piensa, No es posible que lo que escribe sea algo bueno, pues eso se
lo diría personalmente, vamos digo yo. Pero se niega a reconocer que es algo
malo. No sabe si subir, o no subir. Vuelve, de nuevo, a imponer las manos en el
sobre blanco. Procura que la mente quede vacía. No quiere predisposiciones. No
quiere que la lógica de la razón, tantas veces tan corta y equívoca, confunda
sus sensaciones...
Siente, como una caricia, una leve onda positiva que emana
de la misma entraña de la carta. Suspira aliviado. A lo mejor me equivoco y no
son las cosas tan malas. A lo mejor son noticias tan buenas que prefiere darle
una sorpresa. De una cosa sí está seguro, subirá a casa de doña Belinda, a ella
la conoce más que de sobra, y sabe que no le pondrá ninguna pega.
Lleva más de quince días sin verla, por lo menos tres
semanas. Asterio tienen dificultades para reprimir el gesto de dolorosa
sorpresa que vence su rostro. Doña Belinda ha envejecido un siglo, por lo
menos, piensa asustado. Nota que de su rostro tenso logra que nazca una
sonrisa, acaso algo desvaída, pero sonrisa al fin. Es para usted, doña Belinda,
creo que la envía su hija. Ella mira con temblor asustado el sobre cerrado. No
sabe muy bien por qué, pero piensa que algo puede irá mal, lo suficientemente
mal como para que su hija no se atreva a contárselo cuando la llama por
teléfono, o cuando viene a verla. Él siente que el miedo vence más aún su
cuerpo dolorido. No se preocupe, mujer, musita, Me ha dado la intuición de que
son buenas noticias. Ella le observa extrañada. Desde hace varios años conoce
al cartero Zaldívar, y sabe que es un buen hombre. Un buen hombre en mala
racha, desde que el hijo marchó. No se atreve a preguntarle. Asterio intuye los
pensamientos de la anciana. No, no piense mal. Y la sonrisa es más franca. No
soy capaz de abrir un sobre, salvo los poquísimos que mi hijo me envía… Verá,
es que normalmente percibo las vibraciones que emanan las cartas. Sobre todo,
las pocas que vienen escritas a mano. Cuando era joven, la cosa era más complicada
porque casi todas las cartas eran escritas a mano y unas ondas se interferían
con otras. Pero ahora la cosa es más fácil. ¿Usted conoce a D. Práxedes? Ella
afirma levemente, más tranquila, sin duda, Pues hace unos minutos ha recibido
otra carta manuscrita. Estoy casi convencido que en las palabras escritas en la
carta está la salvación de ese hombre. Y era carta de mujer, eso fijo. Pero
pase, Asterio, no se quede ahí en la puerta como un poste. No logra convencerla
y ha de entrar en el saloncito. Sólo serán unos minutos, no sea que se trate de
algo que haya que contestar con mucha urgencia. El cartero Zaldívar asiente, y
pensativo, se da cuenta de que esa posibilidad se le ha escapado. Aunque si
fuera verdaderamente urgente existe el teléfono, y en último extremo el
telegrama… Sin embargo, se guarda con exquisita prudencia sus pensamientos.
Observa, con ansiedad y dolor, los terribles esfuerzos que realizan los dedos
de la mujer para poder abrir aquel liviano papel, pero contiene el deseo de
hacerlo él. Escruta los ojos femeninos.
Satisfecho y profundamente emocionado, comprende que ha
acertado. Detrás de los presbites ojos de la anciana un feliz río de lágrimas
acude presuroso a sanar la enfermedad que la ha postrado; si no la física, sí
la que más le hacía sufrir, aunque no le doliera.
El cartero Zaldívar, se levanta, sigiloso como un sueño, del
sofá, en el que ha esperado inquieto. Sabe que se ha de retirar, aquella clase
de noticias, la que sea, se han de disfrutar en la más estricta intimidad,
aunque ésta sea la soledad absoluta.
Belinda no ha visto que Asterio ha abandonado, lloroso como
ella, la sala. No ha oído la puerta que se cerraba apenas sin ruido... Diríase
que se ha olvidado por completo de que el cartero Zaldívar ha estado en su casa
aquella hermosa y fría mañana de diciembre.
*
“Mamá, no me atrevo a decirte esto por teléfono. Son buenas
noticias, no te preocupes. Lee tranquila.
Tampoco quiero esperar a que pase todo este mes y que
lleguen las navidades. Acabo de enterarme, y lo primero que voy a hacer antes
de contárselo a Venancio es escribírtelo a ti.
Podría salir corriendo hacia el teléfono, y no creas que no
me dan ganas, pero prefiero que lo leas. Así, cuando lo sepas, y lo hayas
rumiado, lo comentamos más despacito. Puede que te llame antes de que llegue
esta carta. Si no me dices nada es que no lo sabes aún. No quiero que te
asustes si te lo digo por teléfono. Así que tendrás que sacar tú el tema el día
que te llame.
Estoy embarazada.
Sí, mamá a nuestros años y embarazada. Ahora que parecía
imposible, ahora que ya hasta se me había olvidado, con lo que yo he sufrido
por no tener hijos, y fíjate, ahora me viene el niño.
No te asustes, por favor, eso es lo único que quiero, que no
te asustes ni te pongas nerviosa. Yo estoy fenomenal, de verdad.
Cuando acabe de escribir esta carta, iré al médico para
enterarme de todas las pruebas y todas las cosas que me tienen que hacer. Esta
noche se lo contaré a Venancio, me imagino la cara que pondrá, creo que
tendremos fiesta.
Así que estas navidades serán tan especiales para los tres,
¿verdad, mamá?
Tu hija que te quiere,
Dori”
(…)
Vaharadas de cristal
cubren sus ojos. De pronto, parece que los dolores han abandonado su cuerpo
derrotado. Como si la agilidad de antaño, olvidada en algún rincón del alma
hubiera reaparecido. Mejor dicho, como si tal noticia hubiera abierto el portón
atrancado de la vida, y, de nuevo, ésta inundara el debilitado organismo.
Siente el descompasado latido de su corazón. Un calor olvidado, pero que trae
hermosos recuerdos arrebola sus ajadas mejillas. No sabe si lanzarse al
teléfono, o esperar a que mañana llame Dori. No sabe si coger el primer tren y
presentarse en Madrid.
Se le ha olvidado la compra, y el cruel esfuerzo de ascender
la Cuesta de San Emérito con las leves bolsas torturando sus brazos.
Se le ha olvidado el implacable nudo que atora cada día con
más fortaleza sus endebles músculos.
Se le ha olvidado que no quiere estorbar al matrimonio.
Siente, con una urgencia inaplazable, que otra vida espera
el máximo de su propia vida...
¿Cuándo sonará el teléfono? Se pregunta inquieta, impaciente,
olvidando que hasta mañana no llamará Dori, mientras se frota las manos con
cierta gracia juvenil, como si aquellos sarmientos resecos, de pronto, se
hubieran llenado de potente savia primaveral.
*
Desciende emocionado los pocos escalones que separan la casa de doña
Belinda de la calle. Antes de salir se seca los húmedos ojos.
Ha vuelto a acertar. Eran buenas noticias. Algo parecido a
una leve sombra de envidia se extiende por su espíritu. Intuye que en las
misivas que ha recibido don Práxedes y doña Belinda iba un cambio importante en
sus vidas. E intuye que ese cambio tiene que ver con el profundo latido del corazón.
Agita la cabeza, sacudiéndose los malos pensamientos. En
estos momentos no se puede dejar atrapar por los viscosos dedos del dolor. Está
trabajando y todavía le resta por entregar una carta manuscrita.
*
Llega a la cima de la calle. Siempre que lo hace se detiene a
contemplar la imponente vista de la ciudad desde la circular plaza de santa
Ana, la más hermosa de la barriada de los santos. Una recoleta plaza rodeada
por siete acacias con un macizo central y una bella fuente cantarina y fresca
de la que en verano siempre bebe. Euritmia parece reposar al sol. Las torres
románicas de las viejas iglesias se aúpan sobre los cárdenos tejados del
caserío. Y más arriba, sobre la cima del alcor, la Esbelta Dorada, casi de
piedra en oro, arropa con sus haldas calizas a una población que mira a los
cielos transparentes, guiada por los cientos de pináculos afinados que parecen
haber petrificado sus miles de plegarias eternas. Toda ella rodeada por un
cinturón esmeralda de arboledas, hoy en reposo. El débil sol de esta mañana fría
y cristalina de diciembre, como un manantial, acaricia con sus rubios dedos la
urbe aletargada. La transparencia del día perfila con nitidez cada una de las calles
que se van reuniendo en torno a la catedral, como si ésta fuera la meta de
todas las vidas, o como si convocara, con profunda voz de madre, a los hijos e
hijas descarriados. Asterio, desde la altura de la coronación de la calle san
Emérito, siente que aquella ciudad es, al menos, un poco suya, pues cada día la
acaricia con sus pies.
Efectivamente, el cartero Zaldívar siente que sus idas y
venidas por la ciudad querida, son la forma en que manifiesta, casi físicamente,
un amor no declarado. Y detrás de las últimas casas el páramo inhóspito que se
extiende solitario y yermo. Pero a él no le atrae ir más allá, sino que anhela
más aún la protección de su amada.
*
Después de recoger la saca, entra en el último portal de la calle.
El peso se ha reducido notablemente. Pero no ha visto ninguna otra carta
escrita a mano. A lo mejor Lorenzo no se ha dado cuenta y eran dos, no tres. A
continuación se increpa, No seas tan impaciente, Asterio; si Lorenzo te ha
dicho que son tres, serán tres. Confía hasta que la saca quede completamente
vacía.
Tras este portal solo le quedan otros cinco en la calle san
Quintín, que desciende perpendicular a san Emérito, atravesándola. Y luego se
acabó la primera parte del reparto.
*
Oscuros pensamientos vuelven a invadir su cerebro, a pesar de que
sus esfuerzos más grandes se dirigen, precisamente, a evitarlos, a regatearlos,
como hábil extremo derecho, en las horas de trabajo.
Últimamente, sin embargo, la ausencia del hijo le hiere con
más profundidad que nunca. Se trata, más bien, de hurgar constantemente en una
lesión que nunca sanó, aunque muy pocas personas lo sepan.
No fue capaz de sujetar a aquel hijo, su único hijo, pues
tras la prematura muerte de la esposa no volvió a casarse, y se le marchó. Pero
no fue la ida normal de cualquier muchacho que acontece en Euritmia, donde el
trabajo para los más jóvenes es prácticamente nulo. En el caso de su hijo, fue
una huida hacia adelante. No supo o no pudo afrontar las aristas que tiene la
vida y que se clavan como puntiagudos punzones en lo más profundo del alma.
Asterio, sin embargo, siempre intuyó que, en realidad, lo que ocurría es que su
hijo nunca admitió que su padre no hubiera salvado a la madre.
María había muerto, cuando Mario tenía seis años. Desde
entonces, el cartero Zaldívar se desvivió por él. Excepto durante las horas de
trabajo repartiendo cartas, que le ocupaban el tiempo en el que Mario estaba en
el colegio, todo lo demás se lo dedicó a él. Desde siempre Asterio había sido
un hombre muy hogareño y la mayoría de los pasatiempos que tenía los desarrollaba
en su propia casa.
Sólo prescindió del cine. Pero esto tampoco le costó mucho,
pues siempre, los sábados por la tarde, iba con María mientras Mario pasaba la
tarde con los abuelos, por tanto ir al cine se había convertido realmente en
una sensación, en un hermoso placer semanalmente esperado. Pero si ella no
estaba, para qué ir a una sala oscura que sólo le traería recuerdos de su ausencia.
La enfermedad fue corta, pero muy dura. Un cáncer de huesos,
le dijeron. En su cabeza, un cáncer se asociaba a luctuosos cangrejos gigantes
y asesinos, insaciables y exterminadores. Pero para Mario la cosa fue más
negativa. Con seis años recién cumplidos, la ausencia de la madre fue la peor y
más dañina puñalada que la vida podía asestarle. Su inteligencia incipiente
sólo captó que su padre, que siempre arreglaba cualquier cosa, no había ayudado
a su madre. Y tal idea, se asentó, se enraizó, con tal potencia en el interior
de su espíritu, o alma, o psique, o cerebro, o dónde sea que se asienten las
ideas, que con esa formulación desapareció de su consciente con el paso de la
edad, sin embargo, y, probablemente sin que él lo supiera, llegó a formar parte
de su respiración, del constante fluido del torrente sanguíneo, del
interminable tictac del corazón, de su invisible hálito vital.
Asterio se percató de ello varios años más tarde, por lo
menos diez. Supuso, al principio de su adolescencia, que Mario era un chaval
retraído, parco en palabras, taciturno, tímido. Sin embargo, cuando empezó a
salir con chicas, se dio cuenta de que en ellas buscaba, sobre todo, a la madre
que le había dejado a tan temprana edad. Indagó, observó, escuchó, y, al final,
intuyó vagamente que en Mario se había formado otro problema, además de la
ausencia materna, el odio inconsciente al padre, y ese odio se hacía casi
palpable en un hosco muro de silencio que el subconsciente, o la mente menos
racional, o un vago sentimiento olvidado, construían a velocidad pasmosa cada
vez que se encontraban frente a frente.
Llegó, muy a pesar del cartero Zaldívar, un momento amargo
como una traición en el que la búsqueda de una salida laboral lejos de Euritmia
fue la mejor solución para ambos. Asterio pensó que la distancia ayudaría a que
su hijo racionalizara sus pensamientos, y acabara con esa situación
insostenible. Pero fueron vanas sus esperanzas. Desde el primer momento, se dio
cuenta que las cosas se deteriorarían cada vez más, hasta que desapareciera
cualquier tipo de trato entre ellos.
Al principio, y mientras encontró un trabajo, las cartas
eran más o menos regulares, pero frías, breves, casi escuetas, su único fin era
pedir dinero. Poco a poco, las cartas se distanciaron en el tiempo. Irán bien
las cosas, se decía; pero un dolor que provenía de muy adentro, de las entrañas
o aledaños, le pellizcaba con energía. Después supo que lo había logrado, que
era funcionario, policía local. Un año más tarde le comunicó que se había
casado. Y después, unos cuatro años más tarde, casi por accidente, le dijeron, no
precisamente Mario, que era abuelo, y el mundo cayó a sus pies derrumbado.
No supo cómo se llamaba su nieto. No supo nada más de su
hijo.
Ese dolor atenazaba su alma que sólo tenía fuelle para salir
cada mañana al trabajo y soñar con que, como buen enviado de sus majestades de
Oriente, entregaría cientos de ilusiones a los más necesitados. Era consciente,
de que en el fondo tal pretensión ocultaba otra, la de que a él le llegara esa
misiva que tanto esperaba.
No era un hombre excesivamente religioso, nunca lo fue, pero
cuando diciembre acampaba con su frío y sus noches largas y heladoras en mitad
de Euritmia, volvía los ojos enrojecidos al niño Jesús que su mujer tenía en
casa, y que fue incapaz de ocultar tras su muerte, y le miraba como los abuelos
miran a los nietos, penetrando, con sus ojos llorosos, los almendrados de la
imagen sonrosada y rechoncha.
No necesitaba más, Seguro que tú sí que me entiendes, decía,
mientras se derrumbaba en el sofá en el que pasaba las tardes prácticamente sin
moverse, salvo para enjugarse el rostro marchito y ajado.
*
Hachazos impertinentes galopan por sus sienes plateadas. Diciembre
es inexorable, y últimamente, algo traidor. Desde que la melancolía de las
fechas se adhiere a su espíritu, como azúcar de caramelo en la comisura de los
gordezuelos labios glotones de los niños, le es muy difícil y agotador sujetar
las bridas de este poderoso caballo salvaje llamado dolor.
En días como hoy, en el que hasta el menor deseo, el reparto
de una tercera carta manuscrita, parece imposible que se haga realidad, la
opresión invisible anuda su garganta. Al menos, ya no estoy subiendo, san
Emérito.
Efectivamente, ahora cruza, desciende, san Quintín. Le
quedan muy pocas misivas que repartir.
Vuelve a dudar. Quizá Lorenzo haya contado mal.
*
Al fondo de la saca sólo queda un paquete, no muy voluminoso, ni
excesivamente pesado, y remitido mediante correo certificado. Ha llegado al
último portal de san Quintín, El Cojo ha metido la pata, y en silencio, ríe
amargamente su truculenta gracia. No extrae el paquete, llama al portero
automático, del cuarto F. Le abren, y percibe cierta desidia y cansancio en la
voz femenina que le ha contestado. Como ha supuesto desde el primer momento, el
volumen del paquete impide que sea introducido en el correspondiente buzón, por
lo que ha de hacer una tercera visita domiciliaria. Y justamente cuando extrae
el paquete, se da cuenta que aún queda una carta por repartir.
La última carta de la mañana.
El cosquilleo nervioso de la emoción sacude la columna
vertebral. Ha visto que, efectivamente, es manuscrita, por tanto el Cojo tenía
razón. Lo raro, se dice, Es que la haya dejado bajo un paquete. Será una broma
que me tenía reservado el bueno de Lorenzo para acabar este reparto, concluye
con una sonrisa mental. Mientras la joven, efectivamente con más desidia de lo
deseable, ha tomado el paquete y completa el impreso que atestigüe su recogida,
su cabeza no ha abandonado el sobre blanco que yacía al fondo del saco. Antes
de entrar en el ascensor, con manos emocionadas, ha cogido la carta, para ver a
qué vecino tendrá que visitar…
*
Mil lágrimas retenidas por millones de segundos angustiados
han explotado en el fondo de sus ojos.
Quebradas por el río salado que se desborda en su interior,
lee tres palabras, “Remite, Mario Zaldívar”. Imposible que avance más. El
nombre golpea rítmico y alegre en su alma aterida. Lo murmura… Lo reza… Mario
Zaldívar, Mario Zaldívar, Mario Zaldívar…, y así hasta el infinito. Este
maldito Lorenzo lo sabía. Ha sido él quien la ha puesto al fondo, pues sabe que
siempre le ganaré la apuesta, y cumpliré mi palabra.
Guarda la carta junto al corazón, y no sabe si serán
sensaciones producidas por la imaginación, pero juraría que desde dentro del
sobre una energía está calentando su corazón aterido, y casi detenido ya.
*
“Padre,
después de tantos años me da vergüenza escribirte está carta, pero es mucho más
fuerte el impulso que me obliga a hacerlo, que el pudor por lo que tengo que
decirte.
Recuerdo de ti, sobre todo, tu paciencia conmigo, y tu
bondadoso corazón, espero que esas dos cualidades ayuden a que entiendas en
todo su sentido lo que quiero decirte.
… No sé por dónde empezar. Las palabras se agolpan en el
centro del alma y no pueden salir, pues son una turbamulta ruidosa y se
entorpecen unas a otras. Quizá sea lo más propio empezar desde el principio.
Cuando salí de la querida y añorada Euritmia, sentí que un
profundo pesar se alejaba de mi interior. Luché, nada más llegar a Madrid, por
un trabajo que me permitiera romper definitivamente las ligaduras que me ataban
al pasado; bueno, voy a ser sincero del todo, que me ataban a ti. El ansia me
corroía, pero no cejaba en el empeño. Por fin, pude aprobar unas oposiciones a
policía local y me despedí para siempre, o eso creía, de Euritmia y de ti,
sobre todo de ti.
Al poco tiempo conocí a Asunción, que hoy es mi mujer y la
madre de tu nieto Benjamín. Ha sido ella la que me ha ayudado a volver a
reanudar nuestra relación. Así que, cuando la conozcas, tendrás que hacer algo
especial con ella.
Desde muy pronto, se dio cuenta que tenía un problema. Yo le
hablaba de mamá, de ti, de Euritmia, y del dolor insoportable que me había
causado su muerte. Ella adivinó que dentro de mí anidaba un cuervo negro que
gangrenaba mi ánimo. Se dio cuenta que no era normal lo que me ocurría.
Con el tiempo, las cosas empeoraron. Un desasosiego
cercenaba mi voluntad. No estaba conforme con nada de lo que hacía. Siempre
buscaba otra cosa, nunca era suficiente lo que tenía o lo que hacía. Nuestra
relación, por mi culpa, estuvo a punto de hundirse en más de una ocasión. Hasta
que un día, uno de esos días más o menos receptivo que yo tenía, me convenció
para acudir a un profesional que intentara aliviar mi situación. Creo que esas
fueron sus palabras. En un solo segundo de lucidez, bendito segundo, acepté.
Después me arrepentí, pero por cabezotonería, acudí a ese psicólogo.
Me costó Dios y ayuda, y un buen puñado de billetes,
desnudar mi corazón a ese hombre, pero al final, quién sabe cómo, consiguió dar
con el quid de la cuestión.
Cuando pude expresar en voz alta mi verdadero problema,
sentí que un nudo infinito se desataba para siempre, y que la noche se había
acabado. Desde ese momento, hace seis meses, me estoy preparando para esto.
Espero que sepas entender lo que ahora te voy a decir. Desde
que murió mamá mi vida fue un infierno. No supe o no pude, asumir su muerte y
cómo no tenía explicaciones convincentes para su ausencia, llegué a la conclusión
de que tú, pues tú eras el más cercano a ella, me la habías robado. Desde entonces
te he odiado. Pero lo peor, aunque a ti te duela, no es que te odiara, sino que
mi razón no sabía que te odiaba, o no lo quería saber. O sea, que dentro de mí
se estaba librando una terrible batalla que me destrozaba. Por una parte yo te
debía cariño, respeto, obediencia (bastante poco, he de decir, comparado con tu
entrega absoluta), y por otro lado, sentía que debía acabar contigo, pues tu
habías acabado con mi madre.
Parece increíble que el ser humano pueda vivir tantos años
con semejante carga sin que nadie se la haga ver. Por eso era tan complicado
para mí, hablar contigo. Por eso me ponía tan nervioso, y me volvía tan
taciturno cuando estaba contigo. Por eso, cuando ya era mayor, desobedecía las
más livianas de tus órdenes, por lo demás normalmente ponderadas y justas.
Hasta ahora no me he dado cuenta del daño que te he podido
causar, del dolor que te he infringido. Cuando miro a Benjamín (¡Qué niño tan
maravilloso!), me doy cuenta de lo mucho que has debido sufrir por mi causa. Me
imagino que mi hijo me odia, y el corazón parece que va a estallar roto en mil
pedazos…
Perdóname, papá, solo ahora he sido capaz de comprender la
injusticia que cometí contigo. Ya estoy impaciente porque contestes de alguna
manera a esta carta, y sobre todo que seas capaz de perdonarme. En estos
últimos meses de tratamiento es lo que realmente me preocupa, necesito, como el
respirar que me perdones…”
(…)
Asterio, durante unos segundos ha de parar la lectura de la
carta, que está haciendo en la plaza de santa Ana, donde ha retornado; no puede
seguir, las lágrimas son un río que le impide la visión. Nunca ha tenido la
experiencia de que el llanto sea la mayor felicidad que le ha podido ocurrir. Y
siente que muy adentro, no sabe si en el corazón, o en las entrañas, o en el
espíritu, se le esponja algo, y siente que es capaz, de nuevo, como antaño, de
abrazar a la vida que siente cómo avanza imperturbable, dentro de él mismo.
(…)
“Quiero proponerte que estas navidades vengas a nuestra casa.
Quiero que hablemos despacio de todas estas cosas, ahora que ya puedo hablar de
ellas tranquilamente, y, sobre todo, quiero que conozcas a Asunción y a Benjamín.
Espero que cuando te llegue esta carta estés a tiempo de pedir unos días de
permiso, pues me encantaría que te quedaras con nosotros absolutamente todos
los días de las navidades, incluyendo el día de los Reyes. Madrid está
precioso, todo iluminado y lleno de gente. Yo ya me he organizado, y aunque
tengo que trabajar algunos días, creo que la mayoría los podré pasar con vosotros.
Te quiero de verdad,
Mario.
P.D. Tengo unas locas ganas de abrazarlo, señor
Asterio. Me ha costado cinco años convencer a su hijo, espero que usted no sea
tan cabezota
Un beso,
Asun”.
(…)
No va a ser tan fácil, se decía sonriente el cartero Zaldívar,
sentado en el sofá de su casa, después de leer por cuarta vez la carta de Mario.
O poco me conozco, o este trío ha de pasar las navidades en
Euritmia.
Le parece que el niño Jesús del dormitorio sonríe con cierta
picardía esta fría noche de diciembre en Euritmia.
7 comentarios:
La Navidad en nuestros tiempos y en esta parte del Planeta (siempre se dice) es sobre todo para los niños, quienes más la disfrutan, quizá por los tan ansiados regalos, porque las ciudades retocan algo sus fisonomías, porque hay otro tipo de actividades...
Por contra (y es lo que me planteé al escribir este relato) la edad más que madura es un tiempo en que la Navidad puede ser un cargamento de melancolía.
Ante estas fiestas (acaso por culpa de la desmesura con que se viven) uno suele confrontar el paso de los días y la soledad puede pesar mucho... ¿Pero cómo se llega a la soledad? ¿Es lo mismo una soledad que otra?
En ese camino diario (o anual, según se mire) por interiorizar la navidad, el texto de 2001 es un paso decisivo. Sin referencias formales al "hecho" navideño, te deja al borde del colapso y -lo que es más importante- del milagro de la navidad. Emotivo a tope.
Por cierto, casi me alegro (ya se nota que tú no) de que este año no hayas escrito uno nuevo. Así nos has regalado los diecisiete. Mucho mejor para nosotros.
Levantarse "temprano" el día de Navidad, releer el cuento mientras todos duermen y la casa está en silencio no tiene precio.
Feliz Navidad "Amandos" y para todos los que se acerquen por este rincón.
¿Solo?, o no, la Princesa de Oriente se acerca por el pasillo, lo más probable es que desee ver si Papá Noel le ha dejado algún regalo. Buenos días hija...
Amando:
Así es, me parece que es un paso. Intentar salir de lo evidente e ir un poco más allá. Bueno ya iréis diciendo.
Gracias por tu aportación a este blog. Vengo de leer esta entrada en tu blog y he decidido traerme para acá la versión de Mozart. Sin entrar en discusiones, claro. Así tenemos para elegir escucha, quien lo quiera: Bach o Mozart. No está mal.
Lo cierto es que si hubiera escrito el relato de este año, no se me habría ocurrido esto, en eso tienes razón.
Y, como dices en FB, también mi madre habla de comecome...
FlamencoRojo:
Si la Princesa busca algo es porque sabe que lo tiene.
Quien está a tu lado siempre encuentra algo; por ejemplo cómo aligerar el correo de tanta barahúnda.
¡Cuánto me ha gustado releer este cuento! Le pones tanta delicadeza y emoción al asunto...y no digamos el retrato incluido de tu ciudad. Me gustó entonces y me gusta ahora.
La ternura está de principio a fin.
Hoy nos has puesto a Mozart, tenemos músicos para cada día, tú verás.
Ha sido un cuento maravilloso, como lo recordaba. Un beso enorme.
Pepe, y tu princesa qué más necesita teniendo la familia que tiene. Más besos
Hasta aquí he llegado, con el camino difícil de los sabios, con todos sus errores en la larga búsqueda, y con este cartero, su colega y unos habitantes de Euritmia a quienes ya conocía y que rencuentro con mucho gusto. La Navidad es una buena noticia...
Isolda:
Sí, la ternura es otra de los ingredientes de este texto. Esa ternura que espero no sea demasiado empalagosa. Esa ternura que tanto necesita nuestro tiempo, por más que consideremos que semejante sentimiento es cosa del pasado trasnochado.
Catherine:
Dos cuentos de una vez... Empacho seguro. Ya me parece excesivo uno al día...
Gracias, muchas gracias.
El camino de los sabios, efectivamente, fue difícil. Las pocas referencias -apenas un par de pinceladas- que deja el evangelio de Mateo, a poco que se piense, dan cuenta de ello: la estrella que desaparece, la entrevista con Herodes, el sueño antes de partir...
La Navidad es una buena noticia porque viene a poner luz en una realidad tan oscura.
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