La siesta había sido reparadora y había cumplido con su misión. Mi cerebro se había oxigenado con suficiencia y se encontraba dispuesto a dar las instrucciones precisas para que las ideas brotaran con facilidad, hasta plasmarse en el papel blanco. Me encontraba más repleto de sensaciones que nunca...
Había hallado, como si fuera la veta de un hermoso tesoro, el hilo conductor de la novela... ¡Por fin, tras casi cuatro meses de arduos y estériles trabajos, tras arrojar mil intentos por la papelera!. Sabía lo que quería narrar, y lo que es más complicado, sabía cómo la habría de decir. Desde el principio, tenía pergeñados en pequeños cuadernos de notas distintos argumentos. Tenía previstas, a grandes rasgos, secuencias sacadas de allá y acullá donde los personajes iban dando forma a una trama más o menos detectivesca ambientada en pleno siglo dieciocho...
Eso, precisamente, había sido lo más arduo: buscar información acerca de las costumbres cotidianas de aquella época como el tipo de ropa, alimentación, medios de transporte, monedas, valor del dinero, y todas esas pequeñas piezas del rompecabezas diario de 1780, pongamos por caso. Una vez que lo tuve ordenado con un método casi científico, comencé a elaborar el argumento. Pero había algo, por así decir, disonante, había algo que distorsionaba la historia, algo que chirriaba en su construcción, que, por otra parte, en sus rasgos más gruesos ya estaba trazada... Pues bien, aquella noche di con el quid de la cuestión: una escena de sexo en casa de la protagonista giraría la historia hacia donde era necesario que tomara el rumbo. Una escena que serviría para unir a los antagonistas desconocidos y llenar de tensión los sucesos posteriores. “¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?”, me pregunté. Y como poseído por un espíritu indomable me lancé a la labor.
A partir de esos precisos instantes, todo lo demás que pudiera acontecer a mi alrededor era puramente accesorio, casi inservible. Nada me importaba, ni siquiera el tiempo que transcurría. Las teclas de la máquina de escribir iban rápidas, los renglones crecían a ojos vistas, música de Mozart ambientaba mi madrugada, como no podía ser de otro modo, por ser coherente con la época en la que discurría la historia que me traía entre manos.
Debían ser las tres, o tres y cuarto de la madrugada, cuando, por fin, levanté la cabeza del papel. Estiré los músculos, como un felino cansado de permanecer al acecho de alguna hipotética presa, y encendí el enésimo cigarrillo de la madrugada. Pensé, “Debo de dejar de fumar. Esto no puede ser bueno, y menos a estas horas”. Sin embargo, al sacudir la cabeza, sacudí nuevamente la idea, que tantas veces como ha osado regresar, ha sido expulsada, probablemente porque soy un inconsciente.
Me había levantado de la siesta a eso de las ocho. Después me di una reparadora ducha abundante y fresca. Y luego una frugal cena de queso y fruta que distrajera al estómago y nutriera a las neuronas. Llevaba desde las nueve y media de la noche, más o menos, es decir, casi seis horas de trabajo constante, sin apenas interrupciones, un buen montón de folios se apilaban ordenados a la derecha de la máquina para dar fe de todo ello... También un agarrotamiento muscular en el cuello y la espalda que comenzaba a resentirse peligrosamente, daban prueba de la labor. Había sido buena aquella noche...
Mientras me frotaba con energía el dolorido cuello buscando una más rápida irrigación sanguínea de aquella zona, me levanté de la silla y fui a por un vaso de agua. Recuerdo que fue el primero que tomé en todo el día, a pesar de las desérticas temperaturas que soportábamos. Seguramente la prensa anunciaría cualquier día que había sido uno de los veranos más calurosos del siglo.
Sentía húmedas, casi mojadas, cada una de las articulaciones que había tenido dobladas. El sudor me encharcaba los pantalones de deporte, única prenda con la que me vestía. Al regresar de beber el agua, y tras refrescarme cara, cuello, brazos y cabeza, me encontraba más despejado.
Antes de sentarme nuevamente ante la máquina, pensé concluir aquel cigarro saliendo al balcón, para disfrutar del silencio que me embargaba y que había sido, junto con el sueño de la siesta, el gran aliado para conseguir que mi fecundidad literaria aumentara en esas horas. Mientras, decidía si me preparaba un café bien cargado, o concluía la escena que me traía entre manos y me acostaba. Es decir, me estaba planteando con toda conciencia prolongar el trabajo una hora más, como mucho, o en su defecto seguir otras tres o cuatro horas. Ardua decisión, por cuanto a pesar de la siesta, el sueño me vencía, y sentía que la cabeza se me embotaba por momentos.
A aquellas intempestivas horas, ni el ronroneo lejano del tráfico urbano llegaba a mis oídos, todo lo más, alguna moto de pequeña cilindrada reventaba el límite de decibelios permitidos en la correspondiente —e incumplida— ordenanza municipal. Sólo oía la aguda monotonía de los grillos, que parecían no cansarse en ningún momento, y algún breve chillido de los murciélagos, que continuaban su actividad fagocitadora a aquellas horas de plena ma-drugada.
Al poco, cuando mis tímpanos se habían acostumbrado a aquella sucesión de sonidos, me percaté, también, como por la tarde, con una mezcla de sorpresa y de satisfacción, de la alegre conversación que tenían las gotas de agua que caían en la fuente del jardín de san Emilio. Tal era el silencio de la madrugada, que las risas de la fuente me salpicaban: espíritus de niñas jugando a la comba y cantando para dar ritmo a sus saltos, en esas infinitas horas nocturnales.., como años antes lo hicieran en cuerpo y alma...
En ese momento, en que ya visualizaba, casi con claridad de fotograma cinematográfico, el final del capítulo en el fondo de mi cerebro, y que había decidido acostarme en cuanto lo acabara, otra vez, el ruido de cristales rotos horadó el aire. Procedía, desde luego, del edificio de enfrente, donde continuaban apagadas las luces.
Recordé los ruidos de la hora de la siesta y me sobresalté definitivamente. Un imán me impedía moverme del balcón. Acodado en la barandilla de negro hierro forjado, escudriñaba, vislumbraba, escrutaba, o, al menos, lo intentaba cualquier posible movimiento que se produjera. Mi mente, sobreexcitada, sin duda, por el propio devenir de los acontecimientos literarios que narraba, esperaba cualquier sorpresa digna de las mejores novelas de suspense...
Indagué en el edificio. Algo me llamó la atención, mi cerebro se detuvo, accionando al unísono las normales señales de alarma hacia el resto de mi organismo, aunque estas señales fueron difusas al principio y mal interpretadas. Fue como una leve cerilla que me alertó. Primero me sorprendió que las luces, todas, continuara apagadas pues tenían la costumbre, al menos durante el periodo vacacional, de apagarlas muy tarde, casi tan tarde como yo mismo. Pero más me sorprendió que la luz que encendían de la puerta de entrada no estuviera prendida.
Quizá la bronca de la tarde había contribuido a que ahora todo estuviera apagado. Pero mi cerebro, perfectamente despierto, mandó otro aviso, éste completamente definitivo, claro y nítido para los sentidos. Caí en la cuenta de que las persianas seguían echadas, como si fuera la hora de la siesta, lo cual sí que era de todo punto impensable. No podía recordar con precisión si en la época estival dormían con las ventanas abiertas o cerradas, pero, con toda seguridad, las persianas estaban levantadas desde que anochecía, al menos. De hecho, incluso en invierno, tenían las persianas de ese modo durante todo el día.
Salvo que se hubieran ido todos. ¿Cuándo?
No, aquello no cuadraba. Es cierto que durante el día no me dedico a controlar a mis vecinos, de los que no me atrae nada en especial, pero por las noches, más que nada porque su casa está frente a la mía, sé de algunos de sus movimientos. Además, después del jaleo de la tarde, nada había oído. No es que fuera imposible, sobre todo teniendo en cuanta la siesta de tres horas, pero parecía extraño que se hubieran ido todos y no haberme dado cuenta. ¿Y el ruido de los cristales que acababa de cruzar la calle y había cruzado mis oídos?
Dudé.
Por fin me animé. Me puse una camiseta, también oscura como el pantalón, unas zapatillas deportivas. Me aventuré a la solitaria calle.
Tampoco se trataba de un riesgo muy evidente.
Tras cruzar la calzada, entré en el aromático jardín, la cancela estaba abierta. Ya tuve la certeza que de allí no había salido nadie, en todo caso, habían entrado. Si se hubieran marchado, sin duda que habrían cerrado la cancela. Un efluvio especial y desagradable, recordándome el trágico olor de la muerte, invadió mis sentidos. Un escalofrío casi acerbo me recorrió de parte a parte. Era un aviso de algo que había captado la parte oculta que todos tenemos. No sabía qué podía ser, pero, al menos, tuvo la virtud de ponerme en alerta.
Sin duda, pensé en esos instantes, estaba demasiado influido por lo que estaba escribiendo. Demasiados fantasmas afloraban por mi cabeza desde recónditos e ignotos desvanes de mi mente. Cuando contemplé la encalada fachada, lo primero que me vino a la mente fue compararla con un cementerio, cubierto de un infinito llanto silencioso. Lo segundo fue comprobar que pedía a voces un buen lavado de cara.
Sentí miedo. Incluso pensé darme la vuelta y volver a mi casa y acostarme. Pensé que aquellos podían ser los primeros síntomas de una locura incipiente. Debía descansar urgentemente. Sin embargo, una fuerza interna, diría que de carácter irracional, me impulsó a ro-dear el jardín, para dirigirme a la parte trasera del edificio, al que acababa de comparar con un mausoleo gigante.
Pero antes de iniciar las maniobras propias para ello, realicé unos enérgicos movimientos que desentumecieran mi cuerpo y preparan mis músculos, demasiados laxos, para cualquier imprevista actividad física.
Ni el ruido de un susurro al rozar los arbustos del jardín se escuchaba. Ni el eco de los pétalos dorados de las traviesas mariposas nocturnas acariciaba mis oídos.
Tenía la convicción de que continuaban en la casa puesto que en todo el día se habían movido de aquel sitio. Estaba seguro, había oído ruidos completamente fuera de lo normal, y, de pronto, el silencio más absoluto, solo interrumpido por los gritos y el estruendo de la cristalería. Después nada, justo hasta que en la madrugada, más cristales rotos, muy pocos en este caso, volvieron a llamar ni atención.
La abierta cancela del jardín era otra prueba más, la prueba evidente, al menos para mí.
Y para llenarme de argumentos repasé mentalmente las pocas cosas que yo sabía que los vecinos hacían con regularidad. Alguna de ellas tan perennes como la de bajar las persianas durante el tiempo de la siesta y subirlas cuando anochece. Y me inquietaron varias cosas. Me inquietó, en esos instantes, el que los chicos no hubieran salido con sus amigos. Me inquietó, en esos momentos, que el abuelo y el padre no salieran a tomar el café de la tarde al bar de la esquina —otra de las costumbres más arraigadas de la familia—. Normalmente abandonaban el hogar hacia las horas en las que se había producido el estruendo. Me inquietó no haber visto al abuelo en su diario rito de regar el jardín justo en el ocaso de la tarde, para entonces yo ya estaba despierto... Me inquietó, estremecedor, entonces, el extraño aroma que me traía la casi inexistente brisa, esa mezcla, acaso brevemente repugnante, de rosas marchitas y muerte.
—Ahora que escribo estas líneas, sin embargo, me doy cuenta que aquellas inquietudes mías, eran completamente infundadas por cuanto la mayoría de los días no era consciente de las idas y venidas de los vecinos. Simplemente me explico aquellas sospechas porque las estrellas parecían contarme algún secreto al oído moviendo los labios suavemente. En realidad sólo tenía dos evidencias: las persianas permanecían bajadas; la cancela abierta. Ambas contradictorias, salvo grave acontecimiento—.
No sabía qué hacer, dudaba: entrar ¿Y si simplemente se habían ido todos de la casa? Pero, ¿cuándo? ¿Y la verja del jardín abierta? Dudaba: ¿Llamar a la policía? ¿Qué les diría: que sospechaba algo pues la casa de enfrente a la mía se encontraba excesivamente cerrada y se habían odio fuertes gritos y ruidos por la tarde, que se habían repetido por la noche?
Opté por recorrer el edificio por si notaba algo nuevo. Una ventana abierta en uno de los costados de la casa. Precisamente una que daba al jardín.
De allí sólo salía oscuridad y silencio.
Continuará
8 comentarios:
Este capítulo por sí solo es un relato...del que cada uno que lo lea puede inventar un final al mismo. Pero como la novela está escrita ya, mejor no especular con el desenlace y esperar un poco a que el Sr. Escribidor tenga a bien publicarlo para nuestro disfrute.
Abrazos.
Ciertamente, lleva razón Flamenco. Es un relato en sí mismo. ¡Qué buena literatura! Apasionante como toda la novela y de nuevo a esperar...
Besos enormes (te estoy comprando, para que adelantes el final, jaja)
Aquí me tienes. Es precioso, me uno a los comentarios anteriores y me siento como Zola, expectante, con el aliento fuera. Un fuerte abrazo.
Yo que no me caracterizo por mi paciencia, no la he tenido hoy tampico para diafrutar de la literatura, he pasado de puntillas para leer el desenlace.
Mal hecho.
Volveré con calma.
Coincido perfectamente con Flamenco e Isolda, el capitulo funciona perfectamente independientemente de la novela, aunque sea imposible no esperar a leer el desenlace final de la novela quien rompió los cristales si los gritos fueron en la tarde?
Ojalá tesgas razón Flamenco Rojo y termine la historia con disfrute.
Pero con todo lo que describe nuestro Escribidor, eso de la ventana que da al jardín entre otras intrigas, solo sale oscuridad y silencio, No lo tengo yo muy claro. ¡Bien, pues a sufrir! esperando el próximo.
Besitos.
Me gusta este autoretrato del escribidor con su novela policiaca del siglo XVIII , escena erótica incluida. Sale de su largo trabajo, semidormido para investigar otro enigma en el jardín de los vecinos. Sigue el suspense con este sonido de cristales rotos. Ya que su novela funcionaba muy bien sus neuronas están prepradas para resolver el asunto.
Totalmente de acuerdo con Flamenco: esta parte tiene la entidad de un relato independiente.
Chapeau!
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