Después de escalar aquella ventana abierta, mejor dicho, aquel ventanuco, no sin ciertas dificultades, el penetrante olor a muerte, se me hizo casi palpable. El aire estaba cubierto por el dulzón perfume de la sangre humana, reseca ya, debido, sin duda, al calor del día y a las horas que separaban entre la hora del homicidio y mi patético descubrimiento.
Únicamente faltaba en la atmósfera la lúgubre melodía de marcha fúnebre de la quinta sinfonía de Mähler, por ejemplo.
Mi corazón latía descompasado. Había hecho demasiado ruido. Si había alguien vivo a mi alrededor, podría acusarme de allanamiento de morada con las agravantes de nocturnidad y escalo, al menos. O podía atacarme, que era peor. Esperaba que no me hubieran oído. Aunque empezaba a temer con certeza, como si me hubiera venido una premonición sólida, que los de allí dentro no podrían escuchar nada ya.
Me estiré, por fin. Respiré profundo. Procuré tranquilizarme. O, al menos, aminorar el ritmo alocado de los latidos de mi corazón.
Me estiré, por fin. Respiré profundo. Procuré tranquilizarme. O, al menos, aminorar el ritmo alocado de los latidos de mi corazón.
El ventanuco daba a una despensa. Lo supe por la mezcla de olores que me asaltaba: ajos, cebollas, frutas de temporada, fiambre colgado del techo. Mis ojos, tras la estancia en el jardín, estaban acostumbrados a la oscuridad y distinguían los contornos de los objetos. La pared de mi izquierda estaba distribuida en tres poyos levemente encalados. En el vasar superior quedaban grandes ollas, alguna de ellas de cobre, que habrían hecho las delicias de un anticuario amigo mío. En el anaquel central reposaban, ordenados por tamaños, platos y vasos, sin duda así dispuestos para su rápido uso ante cualquier eventualidad, aunque, a juzgar por el brillo que la breve luz de las estrellas producía en alguna intrincada y bella tela de araña, tal circunstancia hacía tiempo que no se producía. En la anaquelería inferior, guardados en distintos cajones de madera, estaban depositadas las verduras, hortalizas y frutas; en su extremo más próximo a la puerta aparecían los recipientes donde conservaban las especies y demás aditivos necesarios para la elaboración de la comida diaria. A mi derecha otra pared gemela de la anterior, aunque ésta repleta de cristalerías, leche, un queso en aceite, sin duda manchego, y conservas varias. Logré distinguir en aquel batiburrillo de formas y objetos un frasco repleto de miel, y tentado estuve de probarla, pues su aspecto era inmejorable...
En fin, repuesto mi ritmo cardiaco, con tiento y cuidado, levanté la pequeña aldaba de la puertecilla de endeble madera y acabé en la cocina. Sólo me fijé que estaba vacía.
En fin, repuesto mi ritmo cardiaco, con tiento y cuidado, levanté la pequeña aldaba de la puertecilla de endeble madera y acabé en la cocina. Sólo me fijé que estaba vacía.
Atravesé su amplio espacio oblongo, y desemboqué en el pasillo. En este corredor angosto, que desembocaba a la derecha de la puerta de entrada en unas escaleras ascendentes, febrilmente adornado por cuadros que eran reproducciones miniadas de bodegones y marinas de pésimo gusto, mis ojos se encontraron con la primera impresión de la que aún hoy no me he recuperado.
Probablemente la verdadera razón que me impulsó a escribir estas líneas sea precisamente esa: exorcizar definitivamente de mis pesadillas la vomitiva sorpresa que recibí, un disparo para mi espíritu: un cuerpo retorcido en la posición más extravagante posible, que resultaría cómica de no ser tan trágica; era el cuerpo del pequeño de los hermanos, Pedro, me dijeron más tarde que se llamaba. Me quedé paralizado ante una visión como aquella.
El crimen había sido ejecutado muy sencillamente, con un arma blanca extremadamente afilada, o eso me apareció a mí en aquel momento. El criminal le había atravesado la yugular y tras breves segundos (décimas de segundo, según el forense), probablemente sin poder gritar el último aliento de existencia, dejó su vida, casi fugaz como la de una mariposa de colores, en este valle de lágrimas. El cuerpo, como digo, había quedado arrojado en el suelo, con la cabeza girada casi totalmente y las piernas abiertas. Parecía un títere de feria, en una de esas posturas imposibles que hacen reír a los niños, y a los mayores. Ocupaba su cintura el umbral de la puerta que separaba un salón del pasillo.
Pero en los ojos del chaval había quedado impresa la visión del terror más absoluto, del pánico más invencible. Creo que nunca jamás podré describir el horror de una forma que no incluya los ojos claros de Pedro paralizados por una visión que se situaba, siempre, detrás de mi espalda. Un repeluzno, un estremecimiento visceral me hizo girar la cabeza en un par de ocasiones. Era incapaz de dar un paso. Mi mirada iba de los ojos del chico, a su cuello, al reguero sanguinolento que lo cruzaba hasta las piernas y nuevamente a sus ojos que me hacían girar la cabeza.
(Estuve tentado, durante una infinitesimal fracción de tiempo, de acercarme a sus pupilas e indagar en su fondo, por comprobar si es cierta esa tradición por la que se dice que en la mirada del muerto queda impresa la última visión de su vida, normalmente el rostro de su asesino. Sin embargo, la tradición secular de miedo y respeto ante la muerte pudo más que la leyenda.)
Tenía que moverme; al fin y al cabo, aunque resultara doloroso incluso pensarlo, no era más que un cadáver. Por un instante sopesé la posibilidad, no sé si con alivio o con miedo, de que quizá hubiera algún herido. Por fin algún escondido resorte empujó mis debilitadas piernas y pude dar el primer paso. En unos instantes moví el otro pie.
Procurando no tocar nada, ni siquiera rozarlo, pasé, a través de las escaleras de hermosas barandas, al piso superior, a la zona de los dormitorios. No quise entrar en el salón pues el silencio que allí había denotaba la ausencia de vida. En aquel instante, sentí vértigo, necesitaba imperiosamente encontrar a alguien vivo. Nada más llegar al pasillo superior, que desembocaba, a mi izquierda, en otras escaleras, que, supuse, descenderían hacia el salón por el lado contrario al que yo estuve, entré en la habitación que tenía enfrente.
Era una habitación juvenil, decorada con mucho póster de cantante moderno y héroes que ocupaban la mitología de los jóvenes de nuestra época. Allí me encontré con el cadáver de otro muchacho, el hijo mayor de aquella familia, según supe después, Marc. Éste, además de haber sido asesinado como su hermano, previamente había sido capado. Y sus genitales ocupaban la boca abierta.
Todavía hoy, no sé como pude parar las náuseas que me produjeron esta visión. Ni a los pintores más truculentos del barroco, o del expresionismo, o del surrealismo, cuando plasmaban los peores sufrimientos del infierno y del sufrimiento humano se les hubiera ocurrido tal imagen. Yacía con una cara de dolor inenarrable, todavía conservaba los ojos abiertos y en ellos parecía como si se hubiera quedado grabado, también, el último fotograma de su corta vida. Si la mirada de Pedro era el resumen del pavor, la de Marc era el retrato del dolor, era el grito hecho mirada...
Aquello empezaba a tomar visos de crimen ritual. Por mi cabeza empezaron a peregrinar ideas sobre ciertas sectas, o sobre ciertas organizaciones. Pero no podía entender qué tenía que ver con cualquiera de esas posibilidades aquella familia, por lo demás tan tradicional y metódica, como he dicho.
No sabía si continuar mi macabro paseo o llamar a la policía desde el teléfono que había vislumbrado en una esquina del pasillo, junto a la puerta de la entrada principal.
Por un lado, el miedo empezaba a tener consecuencias físicas: un sudor frío empapaba mi camisa. La vejiga me anunciaba que los riñones habían destilado más rápido de lo deseable. Los pulsos de mis muñecas no frenaban su impetuoso ritmo. La boca se me había secado hacía mucho rato, tenía la sensación de mascar un estropajo agrio. Pero, por otro lado, mi instinto de escritor de novelas detectivescas me empujó a seguir mi periplo por la macabra madrugada. Supuse, y supuse bien, que si a esas alturas no habían saltado sobre mí degollándome —que parecía el sistema preferido por el criminal—, era porque allí ya no estaba el asesino, por lo menos vivo... Además habían pasado muchas horas como para que permaneciera encerrado en aquel lugar.
Después de revisar el resto de habitaciones de la parte superior, volví a bajar por la escalera que había subido. No sé por qué, no quise bajar por la otra, quizá, porque lo que había dejado a mis espaldas, no era peligroso para mi integridad. Era desolador, pero no peligroso, al fin y al cabo, se trataba de cadáveres. Es decir, mi subconsciente me hizo tomar medidas de precaución.
Así que volví a toparme con el cadáver de Pedro. Salté sobre él y crucé la puerta por la que se accedía al salón comedor. Era una estancia cuadrada con el balcón orientado al sur. Justamente el balcón del primer piso que se veía desde mi casa. Tal estancia estaba presidida por un lastimoso retrato, supuse que de algún lejano antepasado. —Luego alguien, acaso el comisario Gayano, me explicó que era un retrato que hicieron del abuelo cuando joven—. Lo único reseñable de la pintura eran los matices que el pintor obtuviera en su día de aquellos feroces ojos agrisados, lobunos. El centro de la sala estaba ocupado por una gran mesa negra, sólida, maciza que se adornaba por un par de pequeños búcaros azules en los extremos de un paño estrecho, blanco y almidonado ejecutado a ganchillo con cierto primor. Lo más destacable de la estancia, sin duda, era una alacena en la que reposaba una fina cristalería —de imitación de murano según pude comprobar unas horas después, sin duda regalo de la boda— rematada por unas puertas de vidrio ahora rotas, que había sido uno de los estruendos que alteró mi paz en la bochornosa tarde.
Todos los detalles del salón los reconocí con posterioridad. Nada más pasar por encima del cadáver de Pedro me topé con otro cadáver.
Allí, bajo sus anaqueles también cristalinos, estaba el cuerpo inane de la madre; sin duda el asesino había empleado mayor saña y odio en ella. Tenía las ropas hechas jirones que colgaban cubiertos de sangre. En muchas partes se distinguía su carne algo fláccida ya, cubierta por miles de heridas provenientes de la cristalería que se le había desplomado encima; completamente despeinada, algún que otro mechón, sin duda arrancado a cuajo, se distinguía entre los restos de sus ropas y en el propio entarimado que cubría el suelo; después de muerta —así informó el forense tras la autopsia—, con el mismo arma, que resultó ser un arma especial para tal acontecimiento, había rasgado la frente de la madre y con su propia sangre, aún brotando de la yugular seccionada, escribió la palabra PUTA, que yo ahora veía algo borrosa, pero perfectamente deletreable aún en sus contornos bermellones. Mis propios glóbulos, plaquetas, hematíes y demás células sanguíneas dejaron de correr por las venas y un ligero vahído me paralizó unos segundos.
Tambaleándome como la hace un borracho, crucé el salón hacia una silla, para reposar mi mareo. Me di cuenta que lo tenían dividido en dos zonas. La que contemplaba desde la maciza silla estaba presidida por la televisión. Frente a ella una mesita de metacrilato ocupada por periódicos y revistas. También había una sencilla lámpara de pie, y adosada a la pared de enfrente de la televisión una estantería donde reposaba una enciclopedia universal y algunos libros, que, sin duda, desde hacía mucho tiempo no habían sido ojeados. Era aquella robusta estantería, precisamente la que dividía el salón, ayudada por un sofá que cerraba el espacio junto a mí.
Una vez repuesto, mis ojos se encontraron con tres cadáveres más: el del abuelo, y el del padre muertos, sin duda cada uno por un disparo que me sorprendió no haber escuchado por la tarde. Yacían el uno junto al otro, formando con sus cuerpos un reloj fúnebre que marcaba las tres de la tarde en el que la manecilla de las horas la formaba el padre, don Marcos, y el minutero, detenido ya para siempre, era el abuelo, don Cecilio; que miraba al techo, preguntando a una araña escondida el motivo de todo aquello.
El tercer cadáver tenía la espalda apoyada en la pared, justo en el hueco que quedaba entre la estantería de los libros y la vidriera de la cristalería que ahora aplastaba a la madre de la familia. El cadáver correspondía al cuerpo de una joven mujer rubia a la cual no conocía. No podía suponer qué haría aquella mujer en la casa. Me lo preguntaba mientras me acercaba para poder verle la cara, cuando estuve frente a ella casi me desmayo definitivamente. Era la hija mayor, la que se había fugado el año anterior, vagamente la recordaba por las fotos de la prensa tras todo el suceso que ya he referido.
Lo cierto es que había adelgazado bastante y estaba muy demacrada. Tenía el vestido desabotonado en su parte superior y del que, supuse en otros momentos, hermosísimo pecho izquierdo, y que en esos instantes se me mostraba destrozado, pendía algo transparente que, sin duda, atravesaba la carne y llegaba hasta el corazón.
En el breve aparador o cómoda, junto al que reposaba su cuerpo, encontré la nota que explicaba todas las preguntas que me estaba haciendo y que se agolpaban como un tumulto en el cerebro:
"Sr. Juez, no busque ningún otro culpable de este crimen que yo misma, Milagros de Andrés Sebastián, hija de Marcos y Milagros. He cometido este crimen y mi posterior suicidio con frialdad, con premeditación de casi un mes y alevosía. Esperando evitarles trabajos innecesarios, las causas por las que he acabado con mi familia y conmigo misma se encuentran en un cuaderno diario manuscrito por mí que figura junto al bolso que he dejado encima de la mesa de la cocina.Me despido para siempre de este mundo a dónde nunca debí llegar,Mila, la Venus"
Deposité la nota donde la encontré. Antes de coger un supletorio del teléfono de la entrada, que estaba allí mismo, en la estantería, me tropecé con una pistola con el silenciador instalado...
De pronto, el miedo me abandonó. Fue sustituido por el vacío y por la sorpresa. Por una honda interrogante. Solo tenía ya impaciencia por conocer más detalles.
De todos modos, la atmósfera de la casa cada vez era más pestilente. Sin duda las bacterias y hongos bien alimentadas por el calor del día habían comenzado su trabajo. Había que darse prisa.
Noté, aliviado, cómo la saliva volvía a empapar mi lengua, el sudor dejó de brotar, mi corazón volvió a cierto ritmo de normalidad. No había peligro. Si acaso una vaga tristeza acariciaba mi alma.
Me dirigí hacia el teléfono, pero, una vez más la curiosidad pudo más que otra cosa y con extremo cuidado volví hacia la cocina. Ya sin precaución, no había motivos, encendí la luz. Era una cocina oblonga, blanca, limpia. Sobre la mesa, efectivamente, descansaba un bolso y a su lado, abierto el cuaderno al que Mila hacía referencia en su nota.
Dudé una vez más.
Serían las tres y media o cuatro menos cuarto de la madrugada. No tenía sueño. Tampoco había ninguna prisa en detener a nadie, o eso supuse...
Obviamente me decidí por su lectura. Total una hora más o menos, qué más daba. No había ninguna posibilidad de que el asesino huyera, por lo que la policía podía esperar. Era la única oportunidad de enterarme de las razones de lo sucedido. Si no lo hacía, sin duda que la policía y el juez no me dejarían hacerlo. Y, al fin y al cabo, un escritor, además de palabras, necesita historias.
Por fin, a eso de las seis menos cuarto de la madrugada, un poco más tarde de lo previsto, llamé a la policía, que ante mi breve relato telefónico, me tomó por loco.
Una vez en la casa se mostró espantada.
Continuará
7 comentarios:
Espantada estoy yo también. Se parece a un crimen ritual. Aunque Mila nos hubiera dicho mucho de sus intenciones no pensaba ver la escena que describe el escritor vecino. Le dejo a su lectura y su llamada teléfónica hasta la próxima entrada.
Pues, ¿porqué hubo otro sonido de cristales que incitó el escritor a salir? ¿Porqué sólo Marc está en el primer piso? ¿Llegarán los de Jazmín? Me quedo con muchas preguntas.
Catherine se ha quedado espantada y yo sin palabras...no porque lo esperábamos me lo imaginaba de esta forma. Las descripciones magistrales Amando.
Abrazo acojonao.
Catherine, me hago las mismas preguntas y estoy con Flamenco, parece que estemos todos en ese escenario. ¡Hay que tener valor, para sentarse a leer en la cocina!
Por otra parte, ¡qué situación mejor para un escritor de novelas detectivescas!
Besos siempre escribidor.
Toos los acontecimientos han superado en manera exponencial lo que había imaginado, no puedo que coincidir con Flamenco, las descripciones me han hecho ver lo que no sé si en condiciones normales, habría tenido el coraje de ver.
Un abrazo para ti, Amando.
Leo
Hola! Que bien nos lo cuentas... Esas excenas macabras! Ay si si te cojo por delante Amando, te pego te pego! Ahí paso a paso mirando a los ojos de lo muertos... hasta parece que llega aquí ese olor pestilente, uyyyy que nausea.
Lo que me intriga es, ¡una vez en la casa se mostró espantada!
¿Acaso no era Mila la que estaba muerta? Bueno, a esperar que toca. Un abrazo a todos vosotros.
Me he quedado muda. Una violencia insospechada, bestial.
¿Realmente las ofensas (Marc aparte) fueron tan terribles como para fraguar esta masacre? ¿Incluso el hermano pequeño?
Sigo conmocionada y no creo que se me pase en mucho tiempo.
Lo que no me impide descubrirme ante tu magistral narración. ¡Insuperable!.
Dios, qué mal rato tengo...
Con las diferencias especificas de cada autor, la descripción de lis asesinados me recuerda la que. Trinan Capite hizo en "a sangre fría". En aquella ocasión tampoco fue un crimen ritual sino mas bien una anécdota para que no hablaran los testigos.
En el caso de Mila estoy de acuerdo en que la gravedad de los crímenes parece que excede en mucho el Dani infligido a la asesina. Encuentro una explicación en la droga y la malnutrición que debieron ser dos agravantes de primera magnitud en las decisiones de su cerebro enfermo.
Buen trabajo escribidor. Un abrazo. A.
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