Zurea, sobre el rosado andén desierto, un palomo azulino con el buche agigantado, globo cubierto de plumas tornasoles, que quizá corteje a la oscura paloma negra que se hace la ausente, o la interesante, justo antes de que el jefe de estación, tras comprobar que la joven rubia haya subido al tren, alce su bandera roja y sople con energía el silbato de sonido penetrante y un tanto desagradable, mientras piensa que, a pesar de la hora, ya hace bastante calor y que será un día de los de verano, de los de verdad, de aquellos en los que hasta los grillos sudan. Acaso le haga gracia su ocurrencia y vuelva sonriendo hacia el cuarto, donde le espera un reconfortante café. Es temprano. El convoy casi seguro que lleve pocos viajeros. A mitad del recorrido, como cada día, tal vez se nutra con alguno más. Un tren amplio, cómodo, bastante puntual, a pesar de la sensación de senectud que da verle arrancar con tanto chirrido y tanto ruido, como de aire condensado que se escapa. Eficaz, en una palabra.
El primer rayo del sol acaricia los lomos metálicos del ferrocarril. Si se viera desde lo alto, parecería una gargantilla de plata con incrustaciones doradas y turquesas que producen hermosos reflejos irisados. Cuando llegue a la primera curva hacia la izquierda, alguien puede que escuche la eterna voz femenina de la estación de Chamartín: “Tren regional, con destino Euritmia, efectuando su salida por vía número 6…”
El encargado de la megafonía se ha despistado unos instantes. No todo va a ser perfecto, siempre.
Después de las duras y destructivas últimas semanas, Mila viaja con cara de fatiga y sufrimiento: marcadas ojeras pardas, oscuras; exangües labios resecos, agrietados; profundas arrugas en la frente ceñuda; impávida faz cérea y demacrada; cristalinas señales del llanto reciente y copioso... Su rostro es el agotamiento y la tristeza, la desesperación y la melancolía, concretados, encarnados, encerrados en un hermoso óvalo, casi marmóreo. Pero más que físico, el suyo es un desfallecimiento que nace desde muy adentro, desde muy hondo, desde lo más profundo de sí misma. Puede que sea hastío psicológico. Aunque un observador perspicaz habría deducido más; habría pensado que es inanición anímica. A pesar de las evidentes muestras de tal estado, nadie de los otros cuatro viajeros del vagón se interesa por ella. Quizá aquel desinterés no sea tal, sino mera apariencia. Tal vez el hombre maduro, que no deja de escrutarla, acaso la madre de familia inquisitiva, se hubieran acercado hasta ella, para asegurarse de que su faz solo presenta tan preocupante aspecto por alguna clase de malestar pasajero: cierto mareo, una noche sin dormir, una mala digestión, las típicas molestias mensuales de una mujer…; en fin, huellas evidentes que su rostro trasluce. (Como se ve, los dos pasajeros señalados puede que no sean observadores perspicaces, además, quizá tengan problemas propios: un negocio en dificultades debido a un mal empleado, un nieto enfermo, nada definitivo, es verdad, pero lo suficiente para no se ponga toda la atención en una joven y delgada desconocida que entra en el vagón del tren, justo en los instantes previos a su partida. De los otros dos viajeros, mejor que no se hable. Están juntos. Se aman con miradas de caramelo. Un círculo de invisible diamante les aísla del mundo. Quizá sean felices. Ellos sí). Pero aquella mirada lejana, perdida, extraviada bastante más lejos que la línea quebrada y añil del horizonte, se torna un muro infranqueable para cualquier persona. Es más, si alguien, el caballero maduro y escrutador, o la inquisitiva madre de familia, intentara preguntarle algo, lo que fuere, Mila no les hubiera contestado; no por descortesía, o por dejadez, o por inhibición, ni siquiera por timidez, sino porque su cerebro no habría registrado aquellos sonidos..., quizá unos minutos más tarde. Es posible, que tampoco sea consciente de los contundentes estímulos que recibe, unos kilómetros más adelante, a través de sus enrojecidos ojos, en el momento en el que el tren serpea por una ladera ondulada y ocre. Quizá no vea, o no se da cuenta de que ve, el hermoso paisaje que unos meses atrás la embargara: serenas montañas azules que se yerguen sobre la tierra como campeones de alguna lucha gigantesca, todavía plenamente veraniegas lejanas al agostamiento y al otoño, que aún no se intuye; acaso no vea las majestuosas águilas flotar en el cielo azul, buscando la primera presa del día, un infeliz conejo, algún ratón campestre, que alimente a su polluelo; ni vea el sol saludando con sus mejores caricias rosadas al amanecer... Pero tampoco escucha las conversaciones que a su alrededor se producen. No es que no lo vea, o no lo oiga, sino que, la verdadera y decisiva cuestión, en esos precisos instantes, es que todo aquello no debiera de existir. Su mente, en rebelión contra todo, le hace pensar que la realidad entera es una burla macabra al dolor que durante un año ha ido royendo implacable su corazón, hasta vaciarlo. Por tanto, quizá, sólo vea y escuche a su propio interior, y aún esto con dificultad, pues el tono gris marengo de su memoria puede que le ofrezca muchos problemas para percibir algo distinto de sombras, bultos, masas informes y oscuros. Está lloviendo allá dentro, aunque levemente. Si el orvallo tornara chaparrón (cosa frecuente), aquella lluvia traspasaría nuevamente las riberas protectoras de los ojos.
Acaso recuerde, como en las últimas semanas ha hecho, “ostinato” eterno, sin fin, los últimos meses en aquel Madrid, en aquel monstruo que la ha fagocitado y la ha triturado para siempre. El recorrido de tales recuerdos siempre es el mismo, aunque, para ella, siempre sea novedoso, y para un espectador, angustioso. En el amanecer de hoy, la ruleta negra de su memoria probablemente haya decidido acecharla desde el final. “¿No habría más puticlubs en todo Madrid?” Aquel interrogante quizá demore varios minutos, alrededor de las circunvoluciones cerebrales desgastadas, corroídas. Habrá que imaginarse a un espectador contemplando absorto una obra de arte, por ejemplo Las Meninas, para entender el estado de postración dolorida en el que entra. Descompone la pregunta en palabras, sílabas, fonemas. Se la repite, le hace variaciones, cual compositor experto. Desde aquella aciaga madrugada de mayo, nada tiene ya el más mínimo sentido, quizá no exista ni siquiera la posibilidad del olvido. Pero junto a la destrucción definitiva que ha supuesto para ella, sí había tenido tiempo, antes de que la dentellada del monstruo fuera definitiva y destruyera el último atisbo de su persona, de ser consciente de que aquello no podía quedar de ese modo. Ella murió aquella madrugada. Pero su cuerpo, lo que los demás consideran lo importante por visible, palpable, mensurable en definitiva, antes de dejar de respirar, de latir y de pensar, debe hacer algo definitivo. No es justo que ellos continúen disfrutando de la vida, mientras ella camina, ya muerta. Su alma desciende, se apaga, desaparece casi, entre el fango negro, una masa informe y viscosa que crece y la ahoga un poco más cada día. Como el adagio para cuerda de Samuel Barber, donde las amargas lágrimas y el intenso dolor de los violines hacen sufrir tanto, y cada vez más, a los violonchelos que estos piden misericordia, acaso divina, para que cese tanta angustia con que se vive, y no les importa que tal misericordia sea la muerte. Sabe que su final será trágico, ya no hay otra posibilidad, pero no se conforma con que sea el suyo simplemente. Durante demasiado tiempo ha anidado el odio en su interior, como para que ese sentimiento no tenga su ocasión en estos instantes. La primera pregunta nunca se resuelve, pues la respuesta, aunque la tenga, probablemente no la acepte: su fama como prostituta de lujo ha llegado, truculenta casualidad, fatal destino, a oídos de su lascivo hermano. La ausencia de respuesta es lo que le lleva, inmediatamente, a retroceder otro paso. (Esta mañana la noria del dolor ha empezado a girar de adelante atrás). La tumba de Enrique en el cementerio de la Almudena. Aquella tumba, aquel nicho de brillante granito, fría, solitaria abandonada, donde el cuerpo de su amado, se descompone atrozmente. La visión dentro del nicho, donde mariposas y gusanos nocturnos devoran cada uno de los miembros adorados de Enrique, puede que le produzca náuseas físicas, aunque sea una visión tan recurrente y continua como la de su hermano borracho poseyéndola, o la del propio Enrique (y avanza otro paso hacia atrás) destrozado en el interior de su BMW manipulado por Ricky, sin duda. Y, casi sobreponiéndose, la sonrisa de Ricky, monstruosa, que apesta a ginebra, y que le cuenta miles de veces el suceso. Y quizá caiga por otra sima: si ella no le hubiera querido a él, a Enrique, él, Enrique, estaría vivo, y la hubiera podido defender de Marc. Y, tal vez, recuerde, ya las lágrimas a la altura de la garganta, aquel atardecer en Granada, viendo el sol a través de las pupilas de miel de Enrique. Pero, de pronto, acaso otra vez Ricky, abra su boca en una risa estridente y ensordecedora, que la empuje a meterse la coca a cualquier hora, en cualquier situación. Al llegar a este momento en el que la cocaína puede que ocupe sus recuerdos, quizá cierta calma anide en sus ojos. Es como si, en verdad, acabara de aspirar el polvo blanco y los efectos narcóticos, y levemente oníricos de la droga, llegaran hasta el mismo centro de cada una de sus neuronas. Así, durante unos minutos, logra que su cerebro sólo vea un paisaje de neblina blanca y deseada, sobre todo por lo que alivia. Al cabo de aquellos minutos, que a ella se le antojan breves segundos, su cerebro es ocupado, por Madelaine, por el rostro de Madelaine echándose sobre el suyo. Puede que sienta con verdadero asco y repugnancia, que la lengua gordezuela y húmeda penetra por su boca. Y siente las manos de ella, siempre frías, en sus jóvenes pechos, cuyos pezones, muy a su pesar, se yerguen ante aquel contacto físico y aquella diferencia de temperatura. Nunca puede evitarlo. Se queda quieta, extática, suspensa, a la espera de que Madelaine hable, y siempre lo hace. “No pongas nervioso a Ricky. Su protección es la garantía para la tranquilidad de nuestro negocio. Y para la tuya también.”, concluye con una sonrisa de serpiente. Esa frase es otra llave, para que otro martillo contundente golpee en sus neuronas. En cada una al mismo tiempo, por lo que, en realidad, son millones de martillazos potentes chocando violentamente contra ella. Acaso, sea la imagen de un Madrid gelatinoso y pardo que la agobia y se le queda incrustado por debajo de la piel. Madrid tenso y denso de tráfico, de ruidos, de gentes que siempre caminan deprisa, como si siempre llegaran tarde a todos los sitios. Madrid, monstruo impersonal, pero real, como sus hermosos atardeceres desde la catedral de la Almudena, que la ha colocado exactamente en el borde del precipicio, junto a la fétida cloaca. Y ella siente que no puede mantener el equilibrio. Quizá, en vez de mirar de frente, mire hacia abajo, y ese sea el instante en el que empiece la caída. Una caída larga y veloz, demasiado larga y demasiado veloz. Ella sabe que se estrellará y allí abajo, en la última hora, y quedarán desparramadas todas sus entrañas. Pasa justo ante unos salientes a los que se puede agarrar. De hecho, quizá lo haya intentado. Sin embargo, una mano peluda, con trazas de garra, cercena aquel saliente, que sale disparado hacia el abismo por delante de ella. Y en tales instantes, invariablemente, como un murciélago de muerte, eterno devorador de sangre de jóvenes vírgenes, aparece en el fondo de su recuerdo enlutado, endrino, la figura de Joaquín. Con él quizá tenga una doble sensación, una doble historia. Al principio, lo odia, porque le ha dejado a las puertas de la selva de cristal y cemento. Las palabras de la carta de despedida que le escribiera en la pensión a las puertas de Madrid, se repiten, pero sobre todo la frase: “estoy acojonado”. Y esas palabras puede que sean, curiosamente, un bálsamo para ella, pues allí descubre la verdad desnuda y frágil de Joaquín, su vulnerabilidad a pesar de todo lo que aparenta. Y entonces, indefectiblemente, el odio se troca añoranza de su fuerte cuerpo flexible. Al llegar a este punto la tormenta de su ánimo ha tomado proporciones cósmicas, y ningún recipiente de su interior maltrecho puede contener el exceso de lluvia, así que quizá comience un llanto silencioso, callado, pero constante y desolador para cualquiera que lo viera. Pero tal es la concentración de su rostro, tal la ausencia de su mente, que nadie, o casi nadie, se atrevería a interrumpir el devenir de aquellas lágrimas. (Y menos el caballero escrutador y la inquisitiva madre, aunque habría de decir mejor, la inquisitiva abuela. De los otros dos pasajeros, mejor no que no se hable). Su salobre sabor, el de las lágrimas, no es percibido por Mila hasta muchos minutos después. Entonces, sin llegar a retornar al presente, sí es capaz de que su llanto cese. Vuelve a dar otro paso hacia atrás en su eterno viaje circular. Añora el amor casto, casi infantil, en Euritmia. Y en su particular recuerdo, casi seguro que vuelva a detenerse en aquel jardín euritmitense en el que Joaquín acaso le bese por vez primera, y ella, bajo los efectos del primer estremecimiento producido por el amor, sienta que todo el cosmos baila de felicidad a su alrededor mientras aplaude feliz. Por unos momentos, su pálido rostro sonríe. Sin embargo para cualquier espectador, y el escrutador caballero con problemas en su empresa probablemente lo sea, para su desgracia, es más angustiosa aquella sonrisa. Es una sonrisa desencajada, desmadejada, deforme, y, si se puede decir, cruel y triste, a la vez. Una desgarrada sonrisa cubierta de lágrimas. Una sonrisa, que quizá invite a pensar en la demencia, aunque este pensamiento no sea muy piadoso por parte de un caballero. Mas son breves instantes. Pues, otra vez, por las destrozadas circunvalaciones sinuosas de su cerebro saturado por su propio fracaso, la imagen de su hermano Pedro, de su padre, de su abuelo, de su hermano Marc, y de su madre, se superponen una tras otra creando una imagen de horror rematada por los gritos y las constantes increpaciones. Mil gritos le llenan el interior de su cabeza, ¿o de su corazón?. “¡No lo hagas, Mila!” “¡No te dejo!” “¡No puedes salir esta noche!” “¿Qué dirán los condes del Fresno de Oro, si se enteras de que tienes novio?” “¿No te importa lo que me puedan decir los vecinos?” “¡Hasta que no tengas trabajo y ganes tu sueldo, no harás lo que quieras, aunque tengas cincuenta años!” “Seguro que te has acostado con él, como si fueras una cualquiera”. Y, la mayoría de las veces, esta frase, que resuena como un eco fantasmal en la voz de su abuelo, misteriosamente quizá enlace con la primera pregunta. “¿No habría más puticlubs en todo Madrid?”
Puede que transcurran de este modo horas y horas, pues la duración de los episodios no es siempre la misma. Unas veces, algún recuerdo concreto la atenaza por más minutos, mientras otros pasan como una exhalación. Otras veces quizá ocurra lo contrario. Pero en ningún caso, por más que duren los recuerdos, cambia de postura: el cuerpo hierático, rígido, con los brazos en ángulo recto sobre las piernas, también flexionadas. Parece una estatua de reina sedente, con leve aire egipcio o mesopotámico. Y cuando llega al momento en el que los gritos de su madre atruenan en su cabeza, puede que ocurra que cualquier circunstancia la lleve a la realidad. O bien, si eso no sucede, puede que ocurra que, misteriosos mecanismos desconocidos, la regresen, por el orden inverso, nueva e inexorablemente al principio de todo el proceso. Como si estuviera metida en una cruel rueca eternamente maldita, en infinito giro sobre sí misma.
Continuará
8 comentarios:
Eso es un epílogo, sí señor; ahí vamos a leer el cuándo, el cómo y el porqué, aunque nos cueste entenderlo y una vez más nos tocará esperar... Emocionante a pesar de todo.
Besos querido.
Estos últimos capítulos me están pareciendo un derroche de buena narrativa...Y como dice Isolda, una vez más nos toca esperar.
Un abrazo.
Una cruel rueca eternamente maldita, en giro infinoto sobre sí misma...
Como Atlante, subir la piedra que luego volverá a caer...
Como el ciclo de la vida, que nace para morir y muere para nacer, aunque en esta historia aún no sea llegado el momento del fin.
Un abrazo Á.
Ay, ay,ay, palomaaaaaa. Que pena estar muerta en vida y todavía tener ganas para matar. A esperar tocan. Un fuerte abrazo.
Viaje fascinante de Madrid a Euritmia y sobre todo en la mente de Mila. Es verdad que los trenes favorecen la ensoñación o la reflexión. A veces vienen a la mente de Mila unos recuerdos dulces pero prevalece la amargura.
Ya sabemos como terminará.
Bien, Amando, en este capitulo- la pobre Mila, recuento de lo vivido o más bien de lo si nvivir.
No sé porque, pero tengo la carazonada, de que no va a hacer nada. ¡Por no llegar a tiempo! Mejor así. ¿O estaré equivocada? Me ocurre muchas veces... Gracias Amando por este trozo un poco más sosegado. Un abrazo y ser felices.
Creo que este capitulo no solo sea de gran valor literario y descriptivo, creo que has logrado dar detalles que hablan mucho de la psicología de tu personaje, y sin caer en sentimentalismos me has hecho conmover sintiendo, a través de tus palabras, toda la congoja y la desesperación de Mila.
Un abrazo, Amando.
Leo
Yo sigo con el corazón encogido.
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