Jueves, veinte de abril de 1989.
Hora de la siesta.
La habitación de la fonda en la que estoy hospedada, es una habitación sencilla, blanca y limpia. Blancas las paredes, blanco el armario, blanca la ropa de la cama, blanca la mesa. Sólo rompe el monocromo el níquel de la cama y el color madera de la silla en la que ahora me siento. Dispone de una confortable cama, una pequeño lavabo, un armario, la mesa donde estoy ahora, una ventana desde la que contemplo un hermoso panorama de sierra añil, moteada de miles de puntos verdes y amarillos. El cuarto de baño, y las duchas están al final del pasillo. También están muy limpios. Somos muy poco clientes, creo.
Ahora mismo estoy muy tranquila. Lo escribo, porque es una noticia.
Cuando he llegado al pueblo, nadie ha descendido del tren, excepto yo misma. Eso me ha puesto de muy buen humor, pues deduzco que nadie me ha seguido. Claro que pueden tener otros medios, o no ser tan evidentes. Pero si me siguen, a fe que lo hacen muy bien. Claro, que no soy ninguna experta en dar esquinazo a polis, y, además, tampoco lo intento.
Lo primero que he hecho, cuando he bajado del tren, ha sido tomarme un café en el bar de la estación, vacío a aquellas horas. Me he informado sobre los posibles alojamientos. He preferido esta fonda porque está más a las afueras. Quiero decir, más cerca de las primeras lomas de la Sierra. Tampoco es que tuviera mucho más que elegir, un pequeño hostal, justo enfrente de la estación.
He recorrido pausada el pueblo para llegar hasta la fonda. Es un pueblo ya muy urbanizado, con poco o nada de rural. Queda algún resto, en esta parte, que se ve que, al estar más apartada del centro, y de la estación, no ha sido devorada por las ansias constructoras. Tiene pinta de ser eso que llaman ciudad dormitorio de Madrid. A esas horas todo, casi todo, estaba desierto. En apenas diez minutos, lo he cruzado y he llegado hasta aquí. El camino es una suave pendiente.
La dueña de la fonda ni me ha mirado. No ha preguntado nada. Se ha limitado a darme la llave de la habitación y a enterarse si comería en el pequeño comedor o lo haría fuera. Le he dicho que, si no era demasiado inconveniente, lo haría en la fonda.
—Ninguno, por supuesto —. Ha respondido seca—. Se come a las dos y media.
He asentido en silencio.
Tras dejar el bolso de viaje y despejarme un poco, he salido a pasear. He subido un poco al monte, por ver si respirando el oxígeno más puro, algo entraba en mí, algo que los acontecimientos pasados me han arrancado a cuajo. Reconozco que no me ha venido mal.
Durante el almuerzo he comprobado que hay algún huésped más. Cada uno ocupábamos mesas distintas en el comedor. El silencio sólo se veía roto por el ruido, más o menos apresurado, de los cubiertos sobre la loza de la vajilla. La dueña me ha observado con detenimiento, pero distante y silenciosa. No he debido de gustarle en exceso, fruncía mucho las cejas cada vez que se detenía en mí. No he procurado caerle simpática. No tengo ni ganas, ni necesidad, ni fuerza. Simplemente he sido correcta. Ella también, si soy sincera.
Tras comer comida casera muy bien hecha, aunque, como siempre, enseguida se me ha acabado el buen apetito, me he subido aquí. Sé que la patrona me ha mirado con cierto recelo. No sabe muy bien a qué carta quedarse. Lo malo es que yo tampoco.
Mi primera intención ha sido la de echarme la siesta, pero he pensado que sería mejor que el sueño me venciera esta noche. Pues, cada vez descanso menos y peor. Al principio, lo achaqué al golpe que sufrí con la muerte/asesinato de Enrique, pero ahora no sé a que se debe. Me preocupa.
He decidido escribir nuevamente. No tengo otra cosa mejor que hacer. Ni tampoco me apetece. Y a lo mejor me puede servir, al menos para ordenar mis pensamientos.
He contemplado, nuevamente la Sierra, el cielo claro y limpio. Aquí se escuchan los trinos frenéticos de los pájaros que a estas altu-ras están como locos empezando a criar. Un par de cigüeñas planean majestuosas del nido de la torre de la Iglesia hacia la sierra. Cada poco tiempo, cruzan por delante de la ventana. Me voy empapando de si-lencio y quietud.
Me he quedado sorprendida pues, de pronto, he escuchado los latidos de mi corazón. Pausados, constantes, rítmicos. Como siempre, claro, como si nada hubiera pasado. Pero hacía tanto tiempo que no los oía… Quizá sea eso lo importante. No me ha pasado nada nuevo. Sigo viva.
Un cansancio, que nace desde lo más hondo, niega vertiginoso tales palabras. Sí que estoy viva, orgánicamente. Pero anímicamente me destruyeron definitivamente el veintiuno de febrero. La reconstrucción de todo lo que mataron se me antoja imposible. Quizá una larga temporada en un lugar como éste.
Levantar cada una de las piedras que han caído hasta el fondo supone un esfuerzo agotador sólo de pensarlo. Además, habría que reconstruir, en primer lugar, muchos de los peldaños que he descendido hasta llegar a la sima en la que estoy. Miro hacia arriba y veo un muro vertical, mohoso, verdinegro, húmedo, sucio, que hiede. Con la falta de fuerzas que tengo, ese trabajo se me antoja inalcanzable. Así que he decidido quedarme sentada en el fondo. No sé si podrá bajar más. Ojalá que no, pero lo que sí empiezo a saber es que volver a subir me parece imposible.
Noto cómo declina la luz de la tarde. Casi lo mejor va a ser salir de nuevo y aprovechar hasta la hora de la cena. Volveré a llenarme de oxígeno, al menos mi organismo me lo agradecerá, aunque para lo que necesito a mi organismo con el alma tan gravemente enferma.
(Continuará...)
7 comentarios:
Cada vez que llegan estos capítulos de calma aparente, me parece que lo peor todavía no ha llegado, y esto me aterroriza, sobre todo por Mila.
Espero (im)pacientemente el proximo capítulo, Amando.
Un abrazo.
Leo
Mila encuentra silencio y quietud en las iglesias y la sierra.
Acabo de leer los 3 o 4 hermosos capítulos de retraso de un tirón. Y volví a leer el poema de Pablo Neruda... No digo más.
Aquí sigo enganchada a la historia de esta criatura, pero mucho me temo que podría estar de acuerdo con Leonel. Un fuerte abrazo.
Creo que estamos todos de acuerdo, que estos capítulos presagian tormenta. Pero son deliciosos, calmos, intimistas, como un paseo por la Sierra en silencio. ¡Qué maravilla, Amando si siempre fuera así!
Besos como siempre, también para Mila.
De acuerdo con los comentaristas que me preceden...Tanta tranquilidad hace sospechar que lo peor está por llegar. Y nosotros aquí esperando capítulos.
Un abrazo.
Por no repetirme en lo de los malos presagios me paro en una frase terrible:
"No sé si podrá bajar más. Ojalá que no, pero lo que sí empiezo a saber es que volver a subir me parece imposible."
Ya sé que en las circunstancias de Mila el optimismo sería de una ingenuidad pasmosa pero, tanto derrotismo es muy peligroso. La probre necesita un pequeño impulso para esa subida ¿no habra manera de....?
Un abrazo sin calma que a pesar de la aparente beatitud del capítulo, no me ha dejado nada tranquila. Á.
¿Está enferma? El alma ya la tiene tocada pero, ¿y el cuerpo?
Habrá que esperar para saberlo.
Magníficos capítulos estos últimos.
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