Viernes, veinticuatro de marzo de 1.989.
Media noche.
Rasgaba el aire claro del ocaso el quejido ronco, sonido casi telúrico y primigenio, de la saeta.
¿Quién me iba a decir a mí que en Madrid una saeta iba a estremecerme de arriba abajo? A mí, que el flamenco nunca me ha apasionado, ni lo he entendido y por ello no le he prestado excesiva atención, más bien ninguna. Aunque ahora que lo pienso, en realidad, no entiendo mucho ninguna música. Si acaso me gusta algo más la clásica, aunque más porque me permite aislarme que porque sea capaz de comprender los mensajes que tiene, que según dice tiene, y muchos.
¿Quién me iba a decir a mí que en Madrid una saeta iba a estremecerme de arriba abajo? A mí, que el flamenco nunca me ha apasionado, ni lo he entendido y por ello no le he prestado excesiva atención, más bien ninguna. Aunque ahora que lo pienso, en realidad, no entiendo mucho ninguna música. Si acaso me gusta algo más la clásica, aunque más porque me permite aislarme que porque sea capaz de comprender los mensajes que tiene, que según dice tiene, y muchos.
La deriva de mis pensamientos me ha llevado al jardín del Moro, esta mañana. Allí escribí lo que antecede. Cuando salí de su acogedora espesura, busqué, como he dejado escrito, una iglesia. Muy cerca topé con el convento de la Encarnación. Me acerqué a la puerta y vi que los actos comenzaban a primera hora de la tarde. Por una vez las cosas me coincidían.
Un rato antes de la hora indicada, entré al frescor de sus muros y quedé sobrecogida por el silencio y la paz que allí había. Hacía excesivo tiempo que no entraba en una iglesia. Está claro.
La celebración fue lenta, o mejor dicho, la falta de costumbre me la hizo lenta, un tanto agónica y aburrida. Había distorsión entre las maravillosas cosas que se decían y el modo de decirlas por el oficiante rutinario, como si se tratara de un mecánico que está aburrido de arreglar coches, para él son siempre lo mismo, que Dios, me perdone la comparación. Eso dejaba de ocurrir cuando las monjas alzaban sus voces a coro, lanzando hermosas notas al techo de la capilla. No es que entienda mucho de música, (como acabo de decir), pero al menos, era agradable escuchar sus puras voces, y se notaba que ellas sí ponían todos sus sentidos en lo que estaban haciendo. Éramos pocas personas en la capilla, cuarenta todo lo más. La mayoría mujeres mayores de rostros cansados y arrugados, hastiados y quejosos. Había un matrimonio de edad madura. Y un joven que no me quitaba el ojo de encima. No sé si extrañado por la presencia de una joven allí dentro, o ocupando sus pensamientos en cosas diferentes a las que pedía la liturgia. No me importó lo más mínimo. Era su problema. En todo caso, que le aprovechara. Me concentré en el silencio del templo, en la paz, en el sosiego que se respiraba ahí dentro. De lo que es la celebración poco me enteré, salvo del momento en el que unas a otras, las monjas, se lavaban los pies, en recuerdo de lo que Jesús hizo con sus apóstoles. Cuando acabó la misa, el sacerdote que la presidía, rodeado por una olorosa nube blanquecina de incienso se dirigió, con un copón lleno de formas consagradas, hasta el monumento que habían prepara-do las monjas.
Era un monumento sencillo, austero, pero de una estilizada belleza atractiva. Blancas calas lo enmarcaban y dos candelabros de velas apoyados sobre la enorme alfombra grana. Allí se arrodilló el sacerdote e introdujo en el sagrario el contenido del copón.
Después, durante unos minutos, el bisbiseo de las ancianas llenó el templo como de leves brisas. También me arrodillé. Permanecí muda, por dentro y por fuera. Estaba allí, simplemente.
Si Dios existe, supongo que se habrá compadecido de mí.
Cuando salí del templo, un poco aturdida presté atención a conversaciones sueltas. De palabras de aquí y de allá, me he enterado de que por aquella parte de Madrid había una procesión. Creo que era una cofradía que habían creado inmigrantes andaluces, hermana de otra de Sevilla. Quedé sorprendida, pues ignoraba que en Madrid hubiera procesiones. Decidí quedarme para verla.
Y fue entonces, cuando la virgen llorosa pasaba frente a mí, desde el balcón de la casa donde estaba apoyada, una poderosa voz de hombre rasgó el aire con una lastimera saeta. No me molesté en separar mi espalda del muro. No intenté poner rostro a aquella voz. Hubiera matado la magia. Volví a llorar. Está claro que tengo la sensibilidad a flor de piel. La tarde era calma. La luz del ocaso, todavía era intensa. La virgen, como yo, lloraba. Y el aire era traspasado por el eterno sonido del lamento que plasma el dolor del ser humano. Me sentí parte de ese dolor, de esa angustia, de esa soledad.
Una vez más (como tantas veces he escrito ya), las lágrimas me han confortado. He vuelto a la casa con ciertos ánimos recobrados, con cierta ligereza dentro de mí, como si hubiera arrojado lastre, un lastre amargo y opresivo.
A estas horas, en algunas iglesias celebran la hora santa, conmemorando la oración de Jesús en Getsemaní. Ese momento de la pasión, siempre me ha impresionado, sobre todo, si pienso aquello que dicen, que mientras oraba a su Padre, sudó gotas de sangre, debido a la angustia que tuvo que soportar. En esos momentos, Jesús siempre me ha parecido muy humano, muy cercano y es cuando más le he admirado, ya que fue capaz de asumir lo que le esperaba con tal de no traicionar la confianza que habían puesto en él. Si tengo alguna duda acerca de la existencia de Dios, es precisamente por este momento. Es tan poderoso, y me consuela tanto, que no sabría qué hacer si alguien demostrara definitivamente que Dios no existe. Acaso que sea lo único que me ate a la vida.
Si es verdad, Jesús, todo lo que dicen de ti, si es verdad que padeciste y sufriste por nosotros, si es verdad que estás en algún lugar del cielo, mírame. Contempla mi dolor y mi angustia, esta pena que me asfixia. Estoy presa. Soy menos que una piltrafa. Sé que una vez perdonaste a una puta, como yo, pero ella cambió de vida, yo no puedo. (¿O no quiero? Sinceramente, no lo sé). Entre todos me han ido quitando lo que más anhelaba. Entre todos me han ido empujando hasta este estercolero en el que naufrago.
Jesús ten compasión de mí.
Continuará...
6 comentarios:
Si el pensamiento de Jesus y el perdón le sirven para retomar las mismas fuerzas que le hicieron huír de Euritmia e iniciar una nueva vida.....sería lo más conveniente. Un fuerte abrazo.
Pedir perdón a Jesús es el principio de perdonarse ella misma, porque aunque nunca esperara esta evolución de su huída, ella es la principal responsable de su tortura.
Está empezando el buen camino madurando y asumiendo su error. Si sale de esta...
Hermosa descripción de la sencilla procesión y sobre todo del canto que rasga el ambiente y emociona.
Un abrazo mientras la neb lina ocupa el cielo de esta tierra, Á.
Mira que si a Mila le da por coger los hábitos…Veremos en los siguientes capítulos.
Un abrazo.
El sufrimiento de Mila es tan profundo que es bello, aunque yo no crea, que encuentre aliento en algo que la tenga atada a la vida y a las ganas de recomenzar. Es impresionantemente hermoso como nos has contado este capítulo.
Un abrazo fuerte.
Leo
Amando, este capítulo me emociona de una forma, que tengo que llorar... creo en Jesús y me caen unas lagrimas. Hasta puede que él, ayude Mila. Claro está que todo depende de la pluma del literato, a donde llegue la consecuecia del error cometido por la protagonista. Un abrazo ESCRIBIDOR. Hasta pronto.
Cuánta emoción hay en este capítulo!
Cómo está madurando esta niña!
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