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Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

jueves, 20 de enero de 2011

Fin de trayecto. Parte quinta. Capítulo 47

Jueves, veintitrés de marzo de 1989.
Mediodía.

Me dicen que es Jueves Santo. Me lo ha dicho Belinda, bueno Sole, que a pesar de la profesión es muy devota y piadosa. Y además se encarga de transmitírnoslo. Supongo que reminiscencias de su Latinoamérica lejana y añorada. (¡Qué distintas son las sudamericanas de las españolas! Ella siempre aparenta felicidad. Ella mira al futuro con la transparencia de los niños. Recuerdo que le pregunté por qué siempre estaba alegre. Y me dijo algo que se me clavó en el alma: “Verás, Mila, nosotras hemos sido criadas con cariño, con amor, mientras que ustedes han sido criadas a gritos. Si yo estoy en este mundo es sólo para mandar plata a los míos de allá. Ustedes, ¿por qué?”).

Esta sola noticia, la de que es Jueves Santo, me ha animado, leve, pero apreciablemente. Lo he notado, no solo en mi interior, sino que, cuando me he mirado al espejo, un brillo especial, casi olvidado, nacía de mis ojos. Como si mi alma estuviera agobiada por el sofoco del calor, y, de pronto, como un milagro, se sintiera acariciada por una leve brisa, leve, pero refrescante, al fin. Hasta he roto mi compromiso y mis precauciones, y he sacado mi diario, aún a riesgo de que el vigilante de turno se dé cuenta de su presencia, informe de su existencia, y ellos piensen que es peligroso. No saben cuánto lo es. Me he vuelto a repetir que es importante que tenga cuidado, que sea prudente.

Mi recuerdo vuela rápido y anhelante hacia Euritmia, otra vez. En estos días, en las horas en que todavía no he sido atrapada por el fango del güisqui, o cuando aún el sueño intranquilo no me ha acorralado, recuerdo con mucha frecuencia mi ciudad. Pero mis recuerdos son de cuando era niña. Recuerdo el trasunto que me ha dejado de mi niñez. Y la añoro. La añoro mucho. Más, incluso de lo que me reconozco, porque tal reconocimiento me duele más aún, porque significa mi fracaso, y mi error.
Cuando era niña, era un hermoso día el de Jueves Santo. Era fiesta en casa, puedo afirmar que era una de las fiestas más importantes de todo el año. La siguiente en importancia a las navidades. No tanto como la de los Reyes Magos, pero casi. Mamá hacía montones de torrijas dulces y doradas, esponjosas y apetecibles. Incluso ese día ella se hacía más esponjosa, como una extraña ósmosis entre el alimento cocinado y la cocinera. Yo me preguntaba que por qué no haría más veces esas deliciosas torrijas.
Por la tarde, una vez que habían concluido los oficios en las distintas iglesias de la ciudad y la luz declinaba, recorríamos con el abuelo casi todas, sobre todo, las que están en la parte más antigua, las del Barrio Alto. En cada una de ellas las feligresas, siempre eran las mujeres, se afanaban por poner el Monumento más hermoso, más repleto de flores que, como estallidos de colores, explotaban en nuestras retinas. En todas ellas, olía a incienso, a cera quemada y a perfumes de las señoras que se habían arreglado (engalanado), porque aquel día era uno de los tres jueves que brillaban más que el sol. En todas, había un ajetreo inusitado, una marea continua de grupos de personas que entraban y salían, el contumaz chirrido de las puertas, que tan nervioso ponía al abuelo, un revuelo de bisbiseos y rezos quedos, el eco de pisadas amortiguadas… Y un misterio inasible flotando en aquella atmósfera densa, casi sólida.
Más tarde, ya anochecido, el ronco sonar de cientos de tambores llenaba de ecos fúnebres e inquietantes, las pinas callejuelas de la ciudad. Comenzaba la procesión. Y toda Euritmia, a parte de sus creencias, o sus no creencias, salía a la calle a contemplar el dolor del Hijo y de la Madre paseándose por entre las callejuelas. A mí me gustaba todo aquello, por el aire de aventura y de cierto romanticismo añejo que tenía. Incluso me emocionaba, a veces. (Luego, con más años, me aburría un tanto, todo hay que decirlo). Era impresionante el silencio de la ciudad, apenas un murmullo inaudible brotaba temeroso de las filas de los espectadores, un murmullo acallado muy pronto por seseo de cientos de pasos tenues, por los redobles de los tambores y los lamentos de las cornetas. Los colores de las cofradías morados, negros, carmesíes, cerúleos, céreos, blancos, verdes flotaban un poco fantasmales entre nosotros. Las expresiones doloridas y desencajadas de los rostros de las vírgenes impactaban como un golpe en mi cerebro infantil. El verismo contundente de las anatomías que representaban al crucificado, o al yaciente, prácticamente desnudo, hacía correr un frío estremecimiento por el mismo centro de la espalda. En suma, el exacerbamiento del dolor y el desgarro, de la soledad y la muerte trocados en arte, y peligrosa cercanía, exaltados a la categoría de emoción y belleza. La pasión en la mirada, en los sentidos todos. Los olores penetrantes e intensos de alguno de los pasos que dotaban de magia y más vida a la imagen. La enormidad, casi inmoral, de las cruces de los penitentes que levantaba, por igual, admiración, dudas, maledicencias y envidias. La elegancia austera y silenciosa de las señoras ataviadas con la mantilla, siempre de negro, siempre de riguroso luto, como si quisieran multiplicar el dolor de la Madre. Normalmente eran aquéllas, noches frías, de relentes y vientos ábregos, incluso de pequeñas gotas que más bien parecían trozos de hielo arrojados desde algún lugar desconocido y lejano. De hecho, más de una vez, hubo de suspenderse tal procesión debido a la climatología. Pero había veces, muy pocas que yo recuerde, en que la primavera había entrado, contundente, y las noches calmas y templadas, hacían más verosímil y trágico todo aquel drama que se representaba un año más, por lo que la fría culebrilla deslizándose por el centro de las vértebras era más intensa y duradera.

En este Madrid, no se notan tales cosas. Probablemente, si Sole no me lo hubiera dicho, ni me habría enterado. Madrid es un monstruo que sólo se contempla a sí mismo.
Creo que soy injusta. Creo que Madrid alberga todo, porque, en el fondo, tiene entrañas de madre y a cualquiera admite. Hasta a mí me admitió.
Supongo que en las iglesias será distinto. Todo se parecerá a mi ciudad, pero en la calle, salvo que los comercios cierran en su mayoría, no se nota nada. De hecho, como cualquier otro día de fiesta, mucha gente aprovecha la jornada como asueto y acaba en cualquiera de los parques de la ciudad, o incluso, desaparecen de Madrid y se acercan a los sitios con más tradición.

Creo que esta tarde buscaré y entraré a una iglesia. Intentaré sumergirme en su silencio, e intentaré dejarme empapar del misterio que allí se respira. No sé a cual todavía, pues si soy sincera no me he fijado en prácticamente ninguna en todos estos meses, pero voy a ir, a ver si logro que un poco de paz llegue a mi corazón y lo rebose. su-pongo que en el centro serán más fáciles de encontrar. Además, si hay algo que me pueda acercar a aquellos años infantiles, sin duda ninguna que será por el centro.

Continuará...

7 comentarios:

emejota dijo...

Qué buena descripción del jueves Santo en Euritmia. Un fuerte abrazo extendido.

Flamenco Rojo dijo...

Este capítulo me ha recordado una asignatura pendiente...asistir a una Semana Santa castellana. Un año de estos nos escapamos para Euritmia.

Un abrazo.

Isolda Wagner dijo...

Otra vez un capítulo tristísimo y evocador. Mis recuerdos del jueves y viernes santo, se reducen a los diferentes Requiems que se cantaban en los oficios de Sitges. Aquellos momentos eran sublimes, fuera todo era silencio y prohibiciones. Así que puedo entender lo que siente Mila.
Besos escribidor de Sábado lluvioso.

Marina Filgueira dijo...

Un capítulo más y tristón sin apenas cambios... Excepto que Mila, vuelve la vista al pasado- con motivo de jueves Santo. Quizá el ir a visitar una Iglesia, le ayude a encontrar la paz que necesita. Gracias Escribidor. Espero con ansia el siguiente. Besos a puñados ser felices.

Ángeles Hernández dijo...

Todavía persiste en Mila la capacidad de añorar y añorando empieza a v er su otra viad, la de Euritmia como algo bueno y deseable.

La cita de Sole es toda una lección de ecucación infantil, y de las consecuencias de la falta de amor -motivo de la desgracia de la protagonista: "Verás, Mila, nosotras hemos sido criadas con cariño, con amor, mientras que ustedes han sido criadas a gritos. Si yo estoy en este mundo es sólo para mandar plata a los míos de allá. Ustedes, ¿por qué?”".

Tanta tristeza en la historia me va invadiendo y ahora ya no estoy tan segura de la posibildad de una salida, de un final feliz.

Un abrazo relajado de sábado Á.

Unknown dijo...

Hay estados de ánimos, que para curarlos sirve una sola medicina, el silencio, reparador y acogedor, aunque a veces sea también el cuchillo que se clava en el alma, me ha encantado este capitulo, Amando, aunque me contagie su tristeza.
Un abrazo.
Leo

Ana J. dijo...

Como con los toros, consigues que casi me guste la Semana Santa.
Y Mila sigue con su estado de ánimo brumoso... no es para menos.
Sigo leyendo con fruición