Jueves, dieciséis de marzo de 1989.
Atardece.
Hoy, después de casi un mes, he vuelto a salir a la calle, por fin. He recibido la suave y dulce caricia de los dedos de ámbar del sol en mi rostro pálido y demacrado. Me ha sorprendido el día soleado y tibio. Mis recuerdos han volado como golondrinas asustadas hacia Granada, hacia aquella tarde en el Albaicín en la que, a través de las pupilas de Enrique, miré la puesta de sol, tan enamorada, a pesar de que mi cerebro asustado se lo quisiera negar a mi corazón anhelante… He temblado con el recuerdo, como las gotas de rocío titilan al amanecer.
Sospecho que me siguen. No se fían de mí. Tardarán, me imagino. Casi estoy convencida. Pero me da igual, porque no pueden perseguir el camino de los latidos de mi corazón, mejor dicho, la senda invisible por la que viajan los latidos de la oquedad que ahora es mi corazón.
Me he encaminado con calma, intentando disfrutar del sol, hasta Plaza de Castilla y desde allí he cogido un taxi. He ido hasta la Almudena, el cementerio donde estaban los restos de Enrique. Tenía que hacerlo. Era mi postrer recuerdo hacia él, hacia mí, hacia lo que debió ser, pero arrancaron a cuajo.
No he podido evitar otro escalofrío cuando he llegado al camposanto. Me ha sorprendido, me ha embargado, el brutal contraste entre el silencio que había en el recinto, y el ensordecedor trasiego de las calles colindantes. He preguntado en un susurro, no sé muy bien por qué (¿quizá por no perturbar esa quietud?), a uno de los sepultureros por la tumba en la que habían enterrado a Enrique Lozano Muñoz. Al pronunciar su nombre, una lágrima furtiva ha vuelto a resbalar por debajo de mis negras gafas de sol.
—¿Era su padre, señorita?
A pesar de la tristeza que me anudaba, una sonrisa de picardía ha nacido desde mis ojos, estoy segura. Menos mal que las gafas de sol me ocultaban, si no qué habría pensado aquel hombre. No he respondido. He preferido que la duda continuara en su mente. O mejor, he preferido que pensara que la emoción me embargaba con tal intensidad, que no podía responder, afirmativamente, por supuesto. ¡Si supiera que era mi amante! ¿O mi cliente?
Con la delicadeza propia de quien conoce su oficio en todos su matices, me ha dejado sola ante la tumba, tras consultar el correspondiente libro de registro.
Es un nicho con una lápida de granito pulido y brillante, en la que se lee, “PERPETUO”. La palabra me ha impactado.
Perpetuo.
Perpetuo, sonido de percusión dolorosa y breve, contundente y precisa, en el centro del alma. “O sea para siempre, que no tiene final”, he pensado. “Enrique, estarás tan frío allá dentro. Estará todo tan oscuro. No verás la hermosura de este día.” He agitado la cabeza enérgicamente. “De ésta, enloquezco, seguro, si es que no lo estoy ya”, he vuelto a pensar. Debajo de la contundente palabra, el nombre de Enrique y dos fechas: veintitrés de noviembre de 1949; veintiuno de febrero de 1989.
Perpetuo.
Perpetuo, sonido de percusión dolorosa y breve, contundente y precisa, en el centro del alma. “O sea para siempre, que no tiene final”, he pensado. “Enrique, estarás tan frío allá dentro. Estará todo tan oscuro. No verás la hermosura de este día.” He agitado la cabeza enérgicamente. “De ésta, enloquezco, seguro, si es que no lo estoy ya”, he vuelto a pensar. Debajo de la contundente palabra, el nombre de Enrique y dos fechas: veintitrés de noviembre de 1949; veintiuno de febrero de 1989.
Nada más…
Ni una flor en el vacío búcaro que tiene adosado la lápida en la esquina inferior derecha, ni una corona. Ni los restos de pétalo marchito. Nada.
De pronto, como una aguda punzada, con la misma sensación dolorosa de un alfiler, he sentido, pegados a mi nuca, dos ojos inaccesibles al cansancio, constantes en su trabajo.. No he querido girarme, pues sabía positivamente que, en cuanto mi cabeza iniciara el movimiento previo a darme la vuelta, aquellos dos alfileres desaparecerían, se harían invisibles.
No sé si he rezado. Casi no me acuerdo. Hace tiempo que los rezos me parecen palabras hueras que sólo sirven para consolarnos vagamente, que se me han olvidado hasta las oraciones que me enseñaron cuando era pequeña. He pronunciado palabras de odio hacia Ricky, hacia Madelaine, hacia el mundo. Pero la mayoría de mis frases eran en las que pedía perdón a Enrique. Por no haber sabido decir no aquella tarde en la cafetería. Por no haber aprovechado la puerta de salida que me había abierto. Le he pedido perdón por haberme abrazado a su cuello como una niña tonta. Por haber regresado junto a él a la semana siguiente, y a la otra… Me tendría que haber tragado mi soledad una vez más. Quién sabe, a estas alturas, quizá, lo hubiéramos hecho más veces que de la otra manera. Quizá nos seguiríamos viendo en Jazmín. Como puta y cliente, sí, pero también con un pequeño sentimiento especial entre los dos, disfrutando de esa leve corriente eléctrica que de algún modo nos unía, aún en el ambiente oscuro, fétido y artificial del club. He vuelto a agitar la cabeza, pues no me parecía un pensamiento correcto para aquel lugar, que siempre me han dicho que era sagrado. Desde esta mañana, estoy convencida de que, es el más sagrado de todos los lugares. En fin, me he encogido de hombros.
He buscado a mi alrededor. No había nadie a la vista. He supuesto que el sepulturero estaría a sus cosas, y lo que viera el poli (o lo que fuera) que tenía pegado a la nuca me daba la mismo. Un par de tumbas más allá, a mi derecha, he localizado lo que buscaba. Me he acercado, y he pedido en silencio perdón a su morador. “Total, a ti seguro que te vienen a ver más, Fidel”, le he dicho mentalmente, una vez que he leído el nombre del que allí yacía. “Para Enrique, lo más probable, es que ésta sea la primera y última flor, en toda la eternidad”. La contundencia de la palabra, aun en mis pensamientos, fue tan dura, que mis manos temblaron. Con decisión, a pesar del escalofrío que me recorría, me he acercado a la tumba de Enrique y he colocado en el interior del búcaro la flor que he quitado a Fidel. Al mismo tiempo, y con un cuchillo clavado en lo más profundo del corazón (mejor dicho, en su oquedad), he besado la fría lápida. No he podido evitar pensar que sus labios, normalmente tan ávidos de mí, estarían exactamente a esa temperatura. El estómago se ha rebelado, pero he logrado sujetarlo. Después, me he despedido de la tumba de Enrique. “Enrique, no volveré a este lugar, te lo juro. Te llevaré dentro, en el hueco en el que antes tenía el corazón. A partir de ahora, mi corazón será tu recuerdo. Y te recordaré mientras me sonreías, cuando yo veía cómo el sol poniente de Granada sacaba rebrillos de oro viejo en tus ojos de miel. Hasta la eternidad, Enrique. Te prometo que un día volverá a tu lado.”
Cuando he salido de aquel lúgubre lugar, las lágrimas volvían a correr su veloz carrera hacia la nada.
Yo que pensaba, que ya no me quedaban más lágrimas que llorar...
Continuará...
6 comentarios:
"La oquedad que ahora es mi corazón"..."Te llevaré dentro, en el hueco en el que antes tenía el corazón. A partir de ahora, mi corazón será tu recuerdo."
Bella despedida, hermoso duelo el que hace nuestra niña-mujer, a la que estos momentos ya nada le importa, ni siquiera desaparecer para siempre. El dolor de la pérdida es grande pero no amargo porque amó y fue amada y eso probablemente la reconforte consigo misma, aunque en su bondad sienta culpa por no haber hecho las cosas de otra manera.
Feliz finde Amando. Un abrazo de Á.
La congoja que destila el capítulo es inevitable. Pobre Mila...
No sabes cómo me tienes engachada a esta historia, querido.
Besos alegres para ti, que no nos afecte la ficción!
Triste, tristísimo capítulo...Esperemos que en los próximos le acuda alguna alegría a esta chica.
Un abrazo.
Este capítulo embriaga con su tristeza tan bien escrita, que cada día que pasa me parece más corto lo que leo.
Un abrazo.
Leo
Muy triste si señor! Pobrecita Mila. Amando, me parece un privilegio extraordinario que puedas ver con tus ojos y tu mente,todos y cada uno de los detalles y pensamientos de la protagonista- y luego plasmarlo tan divino, con frases tan bonitas... Está tan deliciosamente escrita, que me quedo con el ansia de que llegue lunes para el siguiente capítulo.
!He leído lo de la niña de catorce años que ha sido secuestrada y violada! Yo que tengo nietas de esa edad, me tiembla el corazón.
Un brazo Escribidor, y un puñado de besos para todos vosotros. En una tarde lluviosa aquí en Pontevedra.
Me has llevado, como a Mila, al borde de las lágrimas.
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