Jueves, catorce de julio de 1988.
Mediodía.
Hoy es mi diecisiete cumpleaños y me he autorregalado este cuaderno de pastas de hule negro. Hoy, sin más demora, lo comienzo, y, desde este momento será mi gran confidente, pues a nadie más le puedo entregar los anhelos de mi corazón. Y menos que a nadie, a la que más tenía que estar conmigo, a mi madre, que conseguirá que la odie, más aún. Cada día se pone más en contra mía, como si fuera mi enemigo más peligroso. No lo entiendo. No la entiendo... Mis amigas tienen problemas y discusiones con sus padres, pero no soportan como madre a una del calibre de la mía. Lo cierto es que nunca me ha querido. Desde que era pequeña, me trataba con una dureza y con un desprecio que era extraño. Desde que nací, según me ha contado mi padre (cuando a mi padre todavía le quedaba algo de iniciativa), fui un estorbo. Mamá siempre ha pensado que nací para estropearle la vida, que tenía que haber sido un chico. El abuelo no soportó nada bien que yo fuera chica, por lo menos hasta que nació Marc. Luego las cosas cambiaron algo. No sé, quizá lo cuente más adelante.
Lo cierto es que no he hecho demasiado caso a esas historias. No he querido, al menos conscientemente, que me afectaran. Por eso, tampoco quiero centrarme en ellas ahora. Tengo cosas más importantes en las que pensar. Ante mí se abren las puertas del futuro. Será un futuro difícil de conseguir con la familia que me ha tocado en suerte, pero estoy luchando por conseguirlo.
Y me parece, que tú, querido diario, serás un arma importante en mi estrategia. Quiero que seas el confidente de mis más recónditos pensamientos y anhelos.
No lo tenía pensado. Se me ha ocurrido de pronto.
Cuando he salido de casa esta mañana, mamá me ha preguntado que adónde iba, le he dicho que a dar una vuelta. Esta vez, y sin que sirva de precedente, como dice don Tomás nuestro profe de lengua, no la he mentido.
La mañana ha sido calurosa. Sospecho que la más calurosa en lo que va de verano. Pero a mí no me ha importado... En realidad, últimamente me importan muy poquitas cosas.
Después de dar muchas vueltas, me he sentado en el parque de San Emilio donde conocí a Joaquín. Hace cuatro meses ya, y parece que ha pasado mucho, mucho tiempo, desde entonces. No entiendo cómo es posible que todo se me complique tanto. Desde lejos, mi vida parece normal, pero si supieran la cantidad de sufrimiento y de desprecios que soporto para que me salgan mínimamente las cosas.
Por supuesto, que en esta casa nadie sabe nada de mi relación con Joaquín. El día que lo sepan (y barrunto que no tardarán mucho, porque esta ciudad parece el salón de casa), se preparará bastante gorda, no tengo dudas. Pero hasta ese momento fatídico, trataré de disfrutar al máximo de lo que la clandestinidad me permita.
(Ahora que lo pienso, es muy curioso que la clandestinidad me permita ser libre. Normalmente es todo lo contrario. En fin, paradojas del amor, supongo).
Joaquín dice muchas veces que verse con una chica, así, medio en secreto, le recuerda las películas de antes (creo que quiere decir las que están ambientadas en la Edad Media, o el Renacimiento, o algo así) en las que la chica termina siendo raptada para que la pareja pueda hacer realidad su amor. El problema, y creo que Joaquín no se da cuenta del todo, es que nosotros no somos actores que estemos representando un papel, sino que somos personas de carne y hueso.
Me encantan los fuertes brazos de Joaquín. Cuando me sujeta por la cintura, me siento bien: protegida, a gusto; siento que bajo su piel existe la decisión de quererme, quizá sea algo parecido a la posesión, pero no me parece malo, de momento. Bajo esa piel curtida por el aire libre, palpita una sangre apasionada que quiere, indudablemente, mezclarse con la mía. Bajo esa piel debe de existir ternura, que, sin embargo, desmienten las profundidades un turbulentas de sus ojos esmeraldas y enrojecidos.
Cuando he recordado su primer beso, bajo los castaños en flor (que esos días arrojaban desde sus pequeños conos blancos y rosados un aroma denso de frescura y vida), he decidido que debía de escribir todas las experiencias que me surjan. He decidido que necesitaba un espacio y un tiempo para dedicármelos a las confidencias. He pensado que sería el mejor escape para la angustia que siento. Y además sería el mejor regalo para mi cumpleaños.
Por eso me he levantado y me he ido del jardín. He caminado, he vagado, de nuevo, por Euritmia que, a esas horas, quedaba casi aplanada por lo implacable del calor del verano. El sol tenía intenciones asesinas: procuraba calcinar todo aquello que se moviera, o que respirara. Los pasos de los transeúntes cada vez se veían más dificultados por la propia inercia que propiciaba el abundante sudor, el insoportable padecimiento de aquellas temperaturas desérticas. En las zonas con más tráfico, era peor todavía, pues, al agobio propio de la mañana, se añadía el que producían los humos de los coches.
Al fin, he llegado a la librería que buscaba, me he dirigido, segura, al interior. Entonces me he dado cuenta de que no había mirado en ningún momento si llevaba dinero. He registrado los vaqueros y allí estaba, arrebujado y un poco sudado, un billete de mil pelas, que debía de ser de la propina del domingo pasado. He suspirado aliviada.
Al chico (rubio y con gafas doradas, con cara de empollón imposible de disimular, por lo que he deducido que sería el hijo del dueño, que estaba ayudando en el periodo estival) le he pedido que me mostrara los cuadernos que tenía. Le he dicho que se trataba de un regalo, que estaba buscando algo especial, pero que no lo tenía muy claro.
—¿Quieres, a lo mejor, un cuaderno que sirva para diario?
—Sí—, musité apenas, asustada, como si me hubieran pillado en una travesura infantil. Me había sorprendida que aquel rubio empollón adivinara mis intenciones.
—¿Es para un chico, o para una chica? Para una chica, ¿verdad? — Asentí, un tanto fascinada —. No sé por qué te pregunto estas cosas —prosiguió con una locuacidad que mi primera mirada sobre él no intuí—. Es evidente que a un chico no se le regala un cuaderno para que lo convierta en diario, salvo que se le conozca muy bien. Sin embargo, a una chica...
Gracias a Dios se dio la vuelta y buscó por los estantes. De pronto, se giró. Me eché un paso atrás sorprendida por lo repentino de la brusca reacción.
—¡Uy, perdona!— Exclamó, dándose cuenta de mi sobresalto—. Estoy pensando que tenemos un modelo abajo, en el almacén, que te va a encantar. Se sale de lo ordinario y, además, es muy práctico. Espérame, por favor... Bueno, si es que no tienes mucha prisa, total, tardaré un par de minutos.
En el último momento, se ha dado cuenta de que imponía su criterio al de la hipotética compradora, por eso ha cambiado el tono. Le he sonreído, más que nada por agradecerle los detalles que estaba teniendo con la clienta. Sospecho que si me ha atendido así es porque le he gustado, y porque no tenía mucho que hacer. Por otro lado, era lógico: un catorce de julio a las doce y veinticinco del mediodía no es el momento más propicio para entrar en una librería, y menos en Euritmia.
Tardó menos de dos minutos. Su sonrisa era triunfante.
—Mira qué preciosidad. Estas pastas de hule negro, brillantes. Mira el sistema que tiene para añadir hojas. ¿Ves?
Le observaba a él más que al cuaderno. Según le miraba, me daba cuenta de que en muy pocos años se haría con las riendas del negocio sin dificultades. Sus manos eran dos criadas blancas, cuidadas y obedientes, que seguían inexcusablemente las órdenes de su dueño. Sobrevolaban el objeto, acariciándolo apenas, como si, con esa leve caricia, lo quisieran dotar de vida propia, como un prestidigitador. Desde luego, estaba dispuesta a llevarme ese cuaderno; pero me divertía; había olvidado mis malos rollos unos instantes, por lo que demoré la elección, sólo por disfrutar de las dotes de aquel vendedor en ciernes. Así que le pregunté, como si hubiera descubierto un obstáculo insalvable.
—¿Qué precio tiene?
Levantó la cabeza de pronto, accionada por un mecanismo invisible. Mientras, en su mirada se producía un retroceso, como cuando los ofidios vuelven sus lenguas a sus bocas. Ha recordado, igual que si le hubiera caído un terrible mazazo, que no había cumplido una de las máxima de un vendedor: catalogar al cliente, en función de sus posibilidades económicas.
—Bueno —balbució—, seiscientas cincuenta pesetas (1). También los hay más baratos e igualmente pueden realizar ese cometido. Mira éste de aquí.
Se agachó buscando otro cuaderno un poco más sencillo. La sorpresa y el miedo habían pasado. De nuevo, tomaba las riendas de la situación. Se trataba de un muchacho cuya verdadera naturaleza era la de vendedor, como si fuera la segunda capa que le conformaba inmediatamente debajo de la epidermis, por cierto, blanca en extremo, casi lechosa. No era tan importante el valor de la venta, lo trascendente era vender, y vender bien. Que el cliente comprara algo, y que, además, se fuera satisfecho, con la definitiva convicción de que volvería a su establecimiento. A pesar de tratarse de una librería, el negocio prosperaría en sus manos. Cuando le he prestado atención, seguía hablándome.
—¿Te das cuenta de la clase de tacto del papel? Tiene que ser una delicia escribir cualquier tipo de sensación o de vivencia sintiendo la seguridad, la entereza de este papel. Sabes que esto es para siempre, que de ahí no se puede escapar la tinta. Este cuesta —y dio la vuelta al cuaderno haciendo como que buscaba el precio que sabría de memoria— cuatrocientas diez, bueno, cuatrocientas pesetas (2).
Me divertía observando las dotes de persuasivo vendedor que le adornaban, incluso ofrecía ciertas rebajas sobre el precio, como si yo fuera cliente habitual del negocio. Empecé a dudar sobre lo que quería, ya que al explicarme las características de este nuevo cuaderno sentía que, efectivamente, podía ser bueno también.
—Me quedaré con el de las pastas de hule negro. Envuélvemelo con papel de regalo, por favor.
Asintió. Aquellas manos blancas, nuevamente acariciaron el cuaderno y lo envolvieron en ese papel que ahora yace, roto y maltrecho, en la papelera de mi cuarto.
(Continuará)
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(1) Según la calculadora, 3,91 €. Es sencillo que hoy le hubieran cobrado 4 € ó, más bien, 4,50. (Nota del Autor)
(2) 2,40 €. NA
7 comentarios:
Me encanta esta novela en la que el escribidor se convierte en una chica de 17 años. Encima lo bordas, Amando.
Muchos besos deseando seguir el trayecto.
Qué buen arranque!
Me ha despertado el deseo de escribir un diario. Claro, que sé que durará poco, lo suficiente como para llegar al cuaderno, pero lo importante es la sensación.
Como la sensación de esas tapas de hule negro y el papel que lo envuelve.
Por cierto, dile a la prota que los instintos posesivos de los novios NUNCA son buenos.
Estupendo, Amando
Besos
Claro en 1988 no existían todavía los blogs o bitácoras…donde el internauta de turno recoge sus vivencias y su día a día…y donde algunos otros comentamos sobre la vida cotidiana…Es lógico que está muchachita de diecisiete años, entonces, pensara en un diario...
Recibe un abrazo mientra esperamos la próxima entrega.
Dos escenas bien diferentes, una con el novio, el primer novio, otra con este vendedor muy amable, son dos escenas interesantes.
Esta novela, como ya se comenta en post de más abajo, Isolda, nace de un cuento escrito probablemente con la misma edad que Mila, la protagonista. Y de todos modos la edad, como se verá, es un detalle importante en el relato, al menos en sus arranques.
Esta novela la han leído varias personas (todas ellas mujeres, qué casualidad) y en todas la opinión es la misma...
Gracias Ana por estas palabras. Cuando escribí Fin de trayecto aún no llevaba diario. Un par de años después lo empecé, hasta que ahora, desbordado por los acontecimientos, (Esfera, 7 plumas, Pavesas, esto, otras cosas, la familia...) lo he tenido que abandonar muy a pesar. Y me duele. Acaba enganchando, y creo que volveré a ello, pero a otro ritmo y de otro modo. Si te decides a intentarlo verás que es muy útil, o a mí me ha sido, al menos.
Me parece, Flamenco que si Mila hubiera conocido internet hubiera tenido otros problems, pero seguro que no los que va a tener.
Espero que vaya aumentando el interés, Catherine
Ya ves, aquí estoy, después de disfrutar un buen rato de una lectura muy agradable que ha despertado mi curiosidad. Volveré en mejor momento a seguir, no puedo quedarme con las ganas de saber por qué el diario terminó en la papelera.
Me encanta esta primera entrada: Supongo que el diario va a dar mucho que contar. ¡Caramba con esa madre!
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