Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

domingo, 27 de diciembre de 2009

MAÑANA AMANECERÁ (XX)

Estábamos dentro del torbellino de gentes que se forma cuando concluyen este tipo de actos. Había indecisión en el ambiente. Nos sentíamos zarandeados por tantos acontecimientos que nos sobrepasaban. El miedo se había convertido en parte integrante de las moléculas de la noche y flotaba mezclado con el frío. Pero, a la vez, algo parecido a la esperanza, o, mejor dicho, a la tozudez para no perderla, brillaba en los ojos.
Retornar a casa se me hacía costoso. Estaba a gusto con aquellos jóvenes, mis amigos. Me sentía identificado con sus sentimientos. No quería encerrarme. No sabía lo que querían hacer los demás. Intuí que todos andábamos en lo mismo.
Las vaharadas de nuestra respiración se mezclaban con el humo de los cigarrillos. El helor, como miriadas de alfileres, se dejaba sentir, nos abofeteaba inmisericorde. Permanecer a pie firme en conversaciones que languidecían no parecía la mejor solución de las posibles.
Alguien, acaso Gabi, propuso buscar algún bar cercano que continuara abierto, y tomar alguna copa. Habíamos estado más de media hora a la puerta del templo, eran casi las dos de la madrugada. Unos cuantos le secundamos, cómo no. Nos acercamos al Texas. Cuando llegamos allí, nos dimos cuenta de que no habíamos sido los únicos en tener la misma idea. Como alguien del grupo solía decir, raramente las ideas geniales se le ocurrían a uno solo.
La cara de los camareros denotaba mucho cansancio. Había sido un día muy duro. A pesar de ello, no dejaban de servir copas y más copas. El ambiente parecía distendido. Durante unos segundos pensé que si alguien salía beneficiado de aquellos días iban a ser los bares, mejor dicho, los dueños de los bares, aunque hubieran bajado los precios.
Dijeron que iban a ofrecer informaciones muy importantes. Subieron el volumen de un aparato de radio.

Después de más de cuatro horas de contactos Estados Unidos de América ha aceptado las condiciones del Vaticano, y ha ordenado el alto el fuego. E, igualmente, ha comenzado las retiradas de sus tropas de la República Democrática de Alemania, así como de Polonia. Ante este gesto el gobierno de la URSS ha declarado también el cese de las hostilidades. El Vaticano ha convocado a las delegaciones de ambos países mañana a las diez de la mañana, hora española, para una primera ronda de conversaciones. Las autoridades italianas, tras felicitarse por estas decisiones, han garantizado que la delegación soviética podrá utilizar su espacio aéreo, y podrán aterrizar en Roma con todas las garantías. En este mismo sentido, los gobiernos de la República Federal Alemana y de Austria han asegurado la apertura de su espacio aéreo, para el citado vuelo. Al conocer estas noticias, el Gobierno español, reunido en Gabinete de Crisis, se ha felicitado por el nuevo y deseado rumbo que toman los acontecimientos y se felicita por este paso destinado a que la cordura vuelva a imperar. Igualmente, hace votos para que las negociaciones sean fructíferas y se restablezca con total garantía la paz mundial...
Fue imposible escuchar más palabras. Una algarabía de felicidad estalló en el bar. y no sólo en el bar. Como si se hubiera decretado fiesta nacional, la gente comenzó a salir a la calle. Se oían vítores. Más de uno pidió champán.
Como si la naturaleza también se quisiera sumar a la fiesta, se levantó una fría ventisca que creó hermosos remolinos de nieve que revoloteaban por el aire transparente de la noche invernal, como plateados confites.
Salimos del bar a celebrarlo. Necesitábamos saltar, gritar. Teníamos que arrojar muy lejos de nosotros toda esa tensión que se acumulaba dañinamente en nuestros espíritus Nos tirábamos bolas de nieve, como si nos arrojáramos balazos de paz blanca. Como si hubiéramos regresado a aquellos días de la infancia en que el futuro consistía en ver la trayectoria de un proyectil de nieve arrojado por nuestras manos. Necesitábamos empaparnos de ella. Éramos jóvenes, volvíamos a ser felices. Aunque la felicidad era un simple alto el fuego, nos pareció el mejor de los armisticios posibles. Nos conformábamos con poco. Los mayores, que empezaban a compartir aquel territorio, nos miraban con envidia y sonreían. Creo que descubrieron en nosotros un trasunto de sus espíritus. Con las dos manos ocupadas por sendas bolas de nieve, y la gabardina condecorada con el testimonio de los que había recibido, grité desaforadamente, '¡Mañana amanecerá!' Gabi, no menos estentóreamente que yo gritaba, mientras que saltaba al unísono conmigo, 'Sí, tronco, sí, va a ser que sí...'

Esta vez las noticias eran esperanzadoras. No sabíamos muy bien qué habría llevado al gobierno americano a esa determinación. Algunos calculábamos que la propia respuesta en el interior del país, o la falta de apoyos internacionales, pues la OTAN había entrado en el conflicto a regañadientes y España y Alemania habían declarado su neutralidad, o que la resistencia soviética había sido mayor de lo esperado, o que les falló parte del plan, o que vieron con horror las verdaderas consecuencias de la utilización de las armas nucleares. Otros, más pesimistas, opinaron que en realidad era una táctica dilatoria para situar mejor sus ejércitos. Otros, más fríos, opinaron, que, en el fondo, ya habían conseguido lo que buscaban, no pretendían mucho más. Se trataba de una demostración de fuerza, como si pegaran un puñetazo encima de la mesa, por si alguien había tenido dudas de quién era el gendarme de este Planeta. El caso es que después de tantas horas de angustia, se veía una luz en el fondo del túnel.

Una media hora después, casi a las tres menos cuarto de la madrugada, subimos hacia la Plaza. La calle Imperial estaba como un domingo por la tarde. El gentío, que exultaba de emoción, subía hacia allí. Habían suspendido la manifestación, pero aquel paseo improvisado se parecía bastante a una.
La Plaza volvió a ser el círculo de sonrisas. Volvió a ser el centro de operaciones. Nos había dado a todos una risa tonta, floja y fácil. Cualquier cosa era objeto de carcajadas ruidosas, horrísonas. Quizá era una muestra más de lo maltrecho que se encontraba nuestro alma zarandeada de un lado a otro. Seguía nevando blandamente. No nos importaba. Sólo nos importaba que el futuro estaba ahí de nuevo, casi intacto, como el lunes, cuando me acosté. Ese razonamiento era otra muestra de que la alegría que nos ocupaba era infantil y artificial, irracional y forzada. El mundo no estaba intacto. Estaban por ver las consecuencias de aquellas horas en las que el mal y la destrucción se enseñorearon de la faz de la tierra.

Entre todo el gentío la descubrí.
Por fin se materializaron mis deseos. Casi ni me había acordado de ella a lo largo del día. Bueno, tres o cuatro veces, pero con menos intensidad que otros días. Y de nuevo, me di cuenta de que estaba enamorado.
Me vio y vino corriendo hacia mí. Se reía. Se colgó de mi cuello. Aparenté calma, casi frialdad, sólo yo sabía lo desbocado del galope de mi corazón, 'Pareces muy contenta', 'Vaya, con motivo. ¿Tú no?' Le sonreí de oreja a oreja, y como estaba, la alcé en volandas e hice de eje para que volara, cual aspa de molino, mientras le decía con toda mi energía, 'Pues claro, tonta, mañana amanecerá'. Sentía sus ojos húmedos en los míos. No sabía si me había comprendido, aún girándola le dije, 'Ya era hora que tuviéramos una esperanza un poco más fundada que sólo el deseo de un milagro'. La bajé al suelo, estaba un poco mareado. Me contestó, 'Eso mismo he pensado yo'. Hice como que le reprochaba algo, '¿Dónde has estado todo el día...? Mira que me he pateado la calle y no te he visto ni de lejos'. Se encogió de hombros, 'Es que he estado en casa porque no me han dejado salir; mi madre estaba muy asustada, y yo también para qué mentirte'. Su mirada se alegró algo, 'Hasta que me han llamado para lo de San Emilio, lo que pasa que no me has visto, yo a ti sí'. Me sonrió un poco pícaramente. Un poco adolescentemente. Como si me quisiera decir más cosas.
Miré al fondo de sus ojos. Ella no dejó que hablara, 'Luego me he ido a casa otra vez y les he dicho que no me esperen a dormir, que esta niña quiere ver amanecer, por si acaso es la última vez'. Su mirada era casi de fuego, 'Me lo han intentado prohibir, pero no han podido; les he dicho que un poeta muy amigo mío había estado dudando todo el día si mañana amanecería y que yo tenía que comprobarlo, así que hasta mañana por la mañana no me van a ver'. Me volvió a sonreír del mismo modo. Parecía que me decía más cosas, acaso todas las cosas. Me dejó alelado. Se había referido a mí en su casa llamándome un poeta muy amigo mío. Resulta que mi dicho de este día repetido como pregunta, como esperanza, como súplica, como meta, había hecho fortuna. Además percibía el regusto de algo más. Creo que la entendía, pero no me decidía. Eran demasiadas emociones a lo largo del día. No quería precipitarme. Por fin se decidió a preguntarme, '¿Tú qué vas a hacer?'
Miré al reloj, eran más de las tres y media de la madrugada. Faltaban unas cuatro horas y media para que amaneciera, pero estaba muy claro que me estaba invitando a que lo viviéramos juntos, no iba a ser tan torpe de rechazar esa oferta, además yo no tenía los problemas que ella tenía en su casa, 'Ir contigo a donde me lleves'. Pero antes tenía que avisar, 'En casa no saben nada, y cualquiera llama por teléfono a estas horas, y no está el día como para no aparecer'. Mi mente no funcionaba con claridad para las cosas domésticas, pero allí estaba ella, '¿Tú crees que estarán acostados?, eso es imposible, pero si hasta mi abuela no se había dormido aún'. Y tenía razón. Era algo tan evidente, que me fui a una de las cabinas de la Plaza, 'Oye, que no me esperéis en toda la noche'. Al otro lado respondía mi madre. No me prohibía nada, claro, pero hacía indicaciones para disuadirme, digamos, '¿Pero qué vas a hacer con el frío que hace?'. Era cierto, pero en aquel momento no lo sentía, 'Es que hemos decidido que vamos a ver amanecer, creo que merece la pena'. No me contestaron, así que entendí que no les importaba en exceso. En este caso su silencio me supo a gloria. Reconozco que utilicé el plural pensando que ellos creerían que hablaba de mis amigos. No me atreví a hablarles de una chica. Creo que sentí algo parecido a la vergüenza, al pudor. Como si tuviera otra vez catorce años.
Cuando colgué, fui corriendo hacia ella. La levanté en vilo y di tres o cuatro vueltas sobre mí mismo. Me di cuenta de que también me repetía en mis actos, no sólo en mis palabras. Era consciente de que estaba enamorado. Esta sensación vital volvía a ser la realmente importante. No sé si era algo irracional, pero el miedo, la angustia, habían retrocedido un tanto. 'Faltan unas cuatro horas para que amanezca, ¿qué vamos a hacer?' Ella estaba decidida a que nada le aguase la fiesta que se había organizado, 'Espero que tengas más dinero que el otro día, porque yo sigo sin un duro, y si no entramos en algún sitio cerrado nos moriremos de frío; y morirse de frío, cuando te puede mandar al otro barrio una bomba de neutrones, o un misil de cabeza nuclear, es peor que un chiste malo'.
Asentí, mientras sonreía. Tenía más dinero. Bastante más. Y si no lo hubiera tenido, juro que hubiera sido capaz de hacer una colecta allí mismo, o pintarlo, o haberme quedado a fregar vasos y platos en algún bar, que buena falta debía hacer, dicho sea de paso.
Fuimos al Enebral. El bullicio no había descendido. Los camareros miraban a los clientes y suspiraban resignados a su suerte. Supongo que al dueño le encantó tener más público que en Noche Vieja. Buscamos una rincón donde sentarnos. No quería nada más que un rincón para los dos.
Pero fue imposible. Todos estaban ocupados. Por allí vimos a la mayoría de las parejas que conocíamos. Si no fuera porque sabía perfectamente la hora que era, pensaría que estábamos en el vermú del domingo. Todos nos saludaban y cuchicheaban. Ella sonreía radiante, colgada de mi brazo. Yo no sé si sonreía, o no me creía lo que veía, y en realidad tenía cara de lelo. No sabía si había entrado en una alucinación colectiva, o todo era verdad. Sólo quería que fuera eterno, que no tuviera final. Me daba igual si nos habían liquidado con una bomba de neutrones. Si estábamos en el otro barrio, y me había tocado en suerte que ella se colgara de mi brazo, pedía que fuera para siempre. Que por nada del mundo, acabara sentir el leve peso de su cuerpo que cargaba en mi brazo. Llegué a pensar: 'Si se tiene que acabar el mundo uno de estos días, que sea ahora mismo, por favor'.
Lo juro.
Escuché su voz junto a mi oído, creo era la tercera vez que me repetía lo mismo, '¿Pedimos algo o buscamos otro sitio?' No sé lo que acerté a responder, si es que respondí algo. El caso es que ella interpretó que nos marchábamos y nos fuimos.
El vaivén de gentes descendía despacio, pero descendía. Eran más de las cuatro y media de la madrugada. Y el frío arreciaba como si quisiera revisar con detalle cada una de las células del planeta y de nuestros cuerpos.
Ella seguía colgada de mí. La sentía leve, pero muy concreta. Nos vimos descendiendo por la calle Imperial, hacia el Puente. Como tantas veces, el miedo, la vergüenza, me hacían ir en silencio a su lado, '¿Qué te pasa que no dices nada?' La verdad es que me vinieron a la mente varias respuestas del tipo, 'Estoy alucinando', o, 'Soy tan feliz que no quiero romper el hechizo', o, 'Estoy tan impresionado que no sé qué decir', o, 'Sólo quiero decirte que te quiero, pero tengo tanto miedo a que me rechaces que no me atrevo a decírtelo'... Pero todas ellas se trastabillaron entre sí y contra mis neuronas, cayéndose por el pozo del miedo y no contesté ninguna. Al fin, no fuera a creer que me incomodaba su presencia, sólo me faltaba eso, dije como pude, 'Es que tantas emociones...'.
Y fui incapaz de seguir. Yo que había imaginado tantas veces, una situación parecida, cuando me encontré con ella, entorpecí. Pero ella, al contrario que, era pura locuacidad, 'Ya, tantas emociones... y tanto alcohol; seguro que has bebido como un cosaco todo el día', 'No sé yo si los cosacos habrán bebido hoy mucho'. Parecía que el sentido del humor no había huido del todo, aunque fuera tan macabro. Me paré un segundo y la miré, 'En serio, prefiero disfrutar del paseo en silencio, así, tu agarradita a mí, no te sueltes ni un milímetro'. Y le propuse, 'Vamos al Postigo del Puente'. Terminé mi respuesta reconociendo la realidad de una jornada bañada en alcohol y miedo, 'Sí, es verdad que he bebido mucho, pero no estoy borracho, te lo juro'.
No respondió. Dudé en ese momento si había avanzado demasiado deprisa. Su silencio hizo que el miedo a perderla cruzara como un ratón asustado por el centro de la columna vertebral. Por fin la miré. Asintió. Noté en sus ojos un brillo especial.

Contemplar la cima del Puente a su misma altura era una gozada para cualquier euritmitense. Y aquella madrugada, en que las estrellas, al fin, pudieron con las nubes y una hermosa luna llena brillaba en el cielo, otear la ciudad que flotaba en una atmósfera transparente era casi tan maravilloso como sentir, aunque fuera a través de las prendas de abrigo, que ella estaba allí, apoyado todo su concreto y leve peso sobre mí. No había nada que decir. Los dos lo sabíamos. No me atrevía a mirarla, pero intuía que también la emoción la embargaba. Un escalofrío, sentido a través de tanto abrigo, hizo que despertara en mí la realidad que se había dormido, 'Busquemos una churrería, un bar, lo que sea, que vas a acabar con una pulmonía. Son más de las cinco, todavía faltan tres horas para que amanezca'. Ahora era ella la silenciosa. Dio otro paso y apoyó su cabeza a lo largo de mi brazo, 'Como quieras', susurró.
Ya estaba seguro. No había duda. Estaba eufórico. Pero tenía que seguir despacio. No precipitarme, 'No vayas a lo loco, a ver si lo pierdes todo', me recriminé, en silencio, por su puesto.
Volvimos, callejeando lentamente por la Euritmia amurallada hacia la Plaza. Las calles, de pronto, ¿cuándo?, se habían vaciado. Parecía una ciudad dormida, una ciudad de cuento de hadas. Sólo escuchábamos el eco de nuestras pisadas que crujían sobre el hielo que se fracturaba. La gelidez de la madrugada de cristal nos rodeaba. No sabía muy bien si nos protegía o nos atacaba. Ella se estrechaba más a mí. Y llegué a la conclusión, ni nos atacaba, ni nos protegía, nos abrazaba y nos obligaba a abrazarnos.
Ya en la Plaza observamos que quedaban muy pocas personas. Jóvenes todas. Gabi y Enma, Fer y Noelia, entre otros. Nos acercamos. Nos miraron sonrientes. Fer y Gabi me preguntaron con los ojos. Yo les respondí, del mismo modo: cautela, silencio, no lo estropeéis con una palabra a destiempo. Habíamos perfeccionado mucho el lenguaje de las miradas...
Encontramos una churrería que abría a aquellas tempranas horas de la madrugada, las cinco y media. Supongo que el dueño pensó que quedarían rezagados de la noche y que todavía podría aprovechar las migajas del negocio que habían hecho los bares. Los otros cuatro nos dejaron solos. Como siempre, tuvieron tacto. Pedimos un par de chocolates muy calientes y dos raciones de churros. Para los churros hubimos de esperar un buen rato, lo que agradecimos, pues alargábamos el tiempo de estancia al abrigo.
Hicimos durar la consumición todo lo que pudimos. Apenas hablamos. Sólo nos mirábamos. Estuvimos solos mucho tiempo. El camarero se sentía un poco molesto pues no consumíamos más. Me di cuenta de que nos miraba con cara de pocos amigos, '¿Quieres una copa de algo?', 'Bueno, una de anís'. Y me fui a él con cara de cordero degollado, como si no me hubiera dado cuenta de todo el tiempo que había pasado, 'Una copa de anís y otra de ginebra, por favor'. Aquellas dos copas fueron nuestra salvación. Con ellas sobre las mesas, el camarero aguantaría otra media hora. Además entró algún cliente más. Nos pudimos difuminar del poder de su mirada inquisitiva y torva; tuve la enorme sensación de alivio de pasar a formar parte del decorado de una escena. Y cuando saliéramos quizá fueran más de las seis y media, a lo mejor las siete.

Y así fue. Cuando abandonamos la churrería, el silencio era más denso aún. Un silencio que anunciaba paz. Me decidí a llevar la iniciativa. Mentalmente hice un recorrido de la ciudad. Había varios sitios preciosos para ver amanecer: el Postigo, el valle del Óreo, el Calvario... Quizá la Alcazaba no era el mejor, porque los edificios de la ciudad que desde allí se ven, ocultan parte del Este, pero no me pude sustraer al romanticismo del lugar, y lo que representaba para nosotros, por lo menos para mí. Además intuía que al amanecer tan tarde, pues nos acercábamos al solsticio de invierno, el orto del sol sería más hacia el sur con lo que el lugar sería bueno, o no muy malo, al menos, '¿Bajamos a la Alcazaba?' Asintió satisfecha. Parecía que lo estaba deseando. Nuevamente el leve peso de su cuerpo se apoyaba en el mío.
Mi cuerpo debería estar cansado, sin embargo no lo estaba. Tenía la sensación en ese momento de que podía volar hasta el fin del mundo sin esfuerzo. De nuevo era consciente de que estaba enamorado, y ese sentimiento era el más importante de todos los que me pudieran ocupar nunca. Una guerra estaba a punto de aniquilarnos a todos, sin embargo ni la guerra pudo con ese sentimiento. Es verdad que lo apartó a un segundo plano durante aquellas horas, pero no lo venció.
Aunque mis ojos no habían leído aún ese soneto de Quevedo, intuía ya que se podría acabar todo, la vida, el mundo, incluso el amado, y quedaría el amor, aunque fuera como cenizas, como rescoldo para toda la eternidad:
Ceniza serán, mas tendrán sentido,
Polvo serán mas polvo enamorado.
Todavía era noche cerrada, pero hacia el oriente, apuntaba cierta claridad, cierto azul menos oscuro, habría que decir. Definitivamente las nubes habían huido. Iba a caer, estaba cayendo, una buena helada. Aunque eso importaba muy poco.

Al llegar a la parque de la Alcazaba, estábamos entre dos luces. Y aquella fue la señal. Nos volvieron todas las energías. La volví a llevar en volandas. Reíamos, corríamos, pero sobre todo, reíamos.
A la puerta, nos paramos y miramos al cielo. Dirigimos nuestros pasos hacia ese lugar maravilloso, ese balcón sobre el que contemplamos la iglesia de la santa Roca.
Pero, en aquel momento nos giramos. Queríamos ver el amanecer. Porque, efectivamente, amanecía. Y casi lo estropeo. Toda la madrugada callado y en aquel momento, no pude por menos de abrir mi boca, '¿No es maravilloso?', 'Calla, por favor'.
Y me callé, gracias a Dios. Comprendí que, tras la alegría, le embargaba la emoción. Si había llegado hasta aquí, era necesario que me contuviera un poco más.
El cielo comenzó a tomar colores morados. Eran los minutos más hermosos que recordaba haber vivido.
Hacia el oriente, que añorábamos, comenzaba a columbrarse el azul celeste, el azul que menos esperábamos ver el día anterior. ¿Quién sabía si lo veríamos algún día más? Los morados y grises que enmarcaban el lugar por donde aparecería el futuro sol, palidecieron y luego se hicieron parientes de los colores del fuego y despúes se iluminaron. Los árboles también tomaban parte del juego. Y el rebrillo blanco de la nieve, al contacto con la luz acariciadora, dotaba de vida propia al paisaje, como si fueran cristales que reían.
El frío huía del espacio y se adhería a nosotros... Todo estaba dispuesto para el amanecer, sólo restaba que, como diría un clásico, Febo apareciera tras las lomas que señalaban los dedos rosáceos de la aurora.
El silencio se hizo anhelante. El aire paró, también a la espera. Asistíamos al acontecimiento más importante de las últimas horas. El acontecimiento por el que todos habíamos suspirado. El acontecimiento que muchos pensaron, yo también, que no volveríamos a presenciar.
Un rayo, luego otro, y otro más, lanzaron a puñados sus hilos dorados y sonrientes sobre un trozo de la faz de la tierra doliente. Muchos árboles parecieron correr a bebérselos ávidos. Un trozo de esfera rojo asomó, como un rubí gigante, parece que miró a su alrededor, y, satisfecho, continuó su camino, con la misma ilusión de cada día, como si nada pasara acá abajo.
Había amanecido un día más.
Volví la vista hacia la Alcazaba. Su torre recibía aquellos primeros rayos y su rostro parecía el de una joven avergonzada, o asustada, o sorprendida.
Por fin, detuvimos nuestras miradas una frente a la otra. Yo estaba dispuesto a que ella diera las órdenes, aunque fueran tímidos gestos. Bajo ningún concepto rompería el hechizo.
Como la nieve en los árboles, una lágrima transparente titilaba en el borde de sus ojos. Rodó lentamente por sus mejillas, frías y arreboladas. Había amanecido. Era increíble. Habíamos visto amanecer. Y los dos estábamos juntos. Nos abrazamos. Nos besamos. Mejor, nos acariciamos con los labios. Entrelazados, subimos de nuevo a la Plaza, en silencio.
Había mucha gente por la calle, otra vez. Habían salido a presenciar el acontecimiento. En sus ojos se notaba una emoción contenida, una perla salada que brillaba en el alma.

Había amanecido un día más.

7 comentarios:

Flamenco Rojo dijo...

Estaba viendo que terminaba el capítulo y no había besito…menos mal…

Cuando leía la parte que dice: “Nos tirábamos bolas de nieve, como si nos arrojáramos balazos de paz blanca” me acordé de la canción “Verdad que sería estupendo” del grupo “Cómplices”…

Verdad que sería estupendo
que las espadas fueran un palo de la baraja
que el escudo una moneda portuguesa
y un tanque una jarra grande de cerveza

Verdad que sería estupendo
que las bases fueran el lado de un triángulo
que las escuadras sólo reglas de diseño
y los gatillos gatos pequeños

Que apuntar fuera soplarle la tabla a Manolito
que disparar darle una patada a un balón
y que los "persing" fueran esa marca de rotulador
con los que tu siempre pintas mi corazón
Verdad que sería estupendo
que las bombas fueran globos de chicle
que las sirenas fueran peces con cuerpo de mujer
y las granadas una clase de fruta

Que alarma fuera un grupo de rock and roll
y que la pólvora fuera para hacer fuegos artificiales
y que los "persing" fueran esa marca de rotulador
con los que tu siempre pintas mi corazón
con los que yo siempre pintas tu corazón

Y no existiera más arma en el mundo
y no existiera más arma en el mundo
más que el "mi arma" andaluz

Cómplices

http://www.youtube.com/watch?v=YTqf9L8X8JM

Un abrazo

Amando Carabias dijo...

De parte de Flamnenco Rojo

Amando Carabias dijo...

Flamenco Rojo
Costó, la verdad es que costó, pero así eran las cosas entonces (para los que eran).
Este blog, esta novela se está convirtiendo en un lugar para la utopía.

catherine dijo...

Yo también noté "los balazos de paz". No se puede estar en la nevada con amigos sin hacer bolas de nieve excepto cuando ocurre algo muy muy especial.
Que esta novela tenga algo de utòpica, es normal con los veinte años de su autor, pero también tiene algo de anticipaciòn muy lògica y esto es estupendo.

Amando Carabias dijo...

catherine:
Sí que tienes razón. Qué difícil es estar en medio de la nevada sin disparar balazos de paz...
Un beso.

Isolda Wagner dijo...

A esos momentos me refería el otro día al afirmar que creo que todos hemos parado el mundo alguna vez. Seguro que el narrador y ella lo pararon durante el amanecer.

Catherine, admiro tu capacidad de comprensión y expresión del español.
Qué hermosos los balazos de paz!
Besos de juventud, intensos...

Amando Carabias dijo...

Isolda:
¡Es tan fantástico cuando el muro se detiene! Es una experiencia que, por suerte, como bien señalas, hemos sentido la grna mayoría alguna vez en la vida. Y vivirla, al menos una vez, es una razón más que suficiente para desear la vida.