—Aquellos días mis padres, tus bisabuelos, no tenían la misma
sonrisa pintada en los labios. Yo era muy pequeña y casi no me acuerdo de las
cosas de entonces, pero de eso sí. ¿Por qué no sonreían…? Pues no lo sé muy
bien, aunque años después deduje que era porque mi padre se había quedado sin
trabajo y se sentía como si colgase bocabajo de un precipicio. Pero con mis
cinco o seis años no podía llegar a tales conclusiones.
La mirada de la abuela se extraviaba en los
recuerdos, como si atravesara un largo sendero flanqueado por la sombra de los
troncos de árboles de otoño. La mañana de ayer sábado, mi padre me dijo que
tenía que ir yo a su casa. Mi madre no podía ayudarle a hacer la limpieza
semanal. Ella y mis dos tíos se turnan para esa labor. Mi abuela está muy torpe
de piernas, lo demás, sobre todo la cabeza, le funciona como un reloj de precisión.
Parece ser que a mamá no le quedó más remedio que acudir a la oficina, por culpa
de un trabajo que no habían acabado a tiempo y que tienen que entregar de todas
maneras mañana lunes. Eso, o pierden un importante cliente, y las cosas no
están como para perder clientes.
Reconozco que me enfurruñé un poco, pues los
planes que tenía previstos para el fin de semana se habían torcido de mala
manera. El lunes no sólo es mi madre la que tiene que dar cuentas a alguien de
algo. Su hija mayor, o sea yo, se examina de un parcial importante y había
planeado estudiar en casa todo el día, hasta por la noche en que quedaría con
Nacho a cenar y a lo que surgiera. La tarde del domingo la dedicaría a repasar
a fondo el examen que se asoma como el último escollo antes de las vacaciones.
Pero era imposible negarme a lo que pedía mi padre. Más que nada porque no
estaba en casa, estaba en su oficina, liado con la contabilidad de final de
año, y la nota gritaba con contundencia sobre la mesa de la cocina, junto a la
tostadora del pan. Imposible no verla. Es decir, imposible aducir desconocimiento
como excusa. Mi noche con Nacho se evaporó. Tendría que recuperar de algún modo
las horas que estuviera con mi abuela Estefanía, y tal reparación fue rápida,
como no podía ser de otro modo, y me ocupó la tarde y la noche de ayer. A mi
novio no es que le alegrase mucho la idea, pero ha entendido que no esté
dispuesta a suspender el parcial, este parcial, por una cena más o menos
romántica y sus postres. Ya le compensaré a lo largo de la semana. Nacho es un
buen chico.
En resumen, no fui muy contenta a casa de mi
abuela. Me presenté ante su puerta, como decía mi madre, mohína. Mi abuela que
tiene una gran intuición, se dio cuenta en cuanto que me vio la cara, al
abrirme.
—Vaya, Violeta, parece que no te alegras de
ver a tu abuela. Cuando me ha llamado tu madre para decirme que serías tú quien
vendría hoy en vez de ella, me he alegrado, me he alegrado muchísimo, pero veo
que a ti no te ha parecido muy bien, eso de venir a ver a la vieja Estefanía.
—Si es que tengo que estudiar muchísimo,
abuela…
A ella no le podía revelar las verdaderas
razones que explicaban el gesto de mi rostro, pero no hacía mucha falta…
—Ya, hija, ya, mucho que estudiar. ¿Qué tal
tu novio…? ¿Nacho, verdad?
Y estoy segura de que sonreí, pues con
aquella pregunta se desmontó mi contrariedad, como si tuviera la solidez de un
castillo de naipes. La verdad es que era poco más que eso, porque ir a casa de
mi abuela siempre había sido una fiesta para mí, y más desde hace unos años,
desde que acudo por mi cuenta, y charlamos de nuestras cosas, sin la presencia
de otros adultos o niños que entorpezcan nuestras conversaciones bien con
distracciones, bien con intervenciones más o menos desafortunadas.
—Anda —me dijo— ven a tomarte un cafetito
con tu abuela y me cuentas cómo te va, que hace muchos meses que no charlamos
tú y yo.
—¿Y la limpieza…?
—Bah, bah, la limpieza, la limpieza… Ya
vendrá tu tía a la semana que viene. Total qué más da un sábado, si está todo
como los chorros del oro. Luego le pasas un poco la aspiradora a la casa y
listo. Nadie va a decir nada, tenlo por seguro… Eso sí, será un secreto entre
las dos, que si se lo cuentas a alguien seguro que las cuñadas de tu madre o
sus hermanos, me vienen con monsergas.
Mi abuela es así.
Seguro que si hubiera ido mi madre o alguna
de mis tías, habría actuado de otro modo, pero conmigo las cosas son
diferentes, y no seré yo quien escamotee sus ilusiones. No era difícil deducir
que tenía ganas de cháchara con su nieta mayor.
—Lo malo, es que no me avisasteis con
tiempo. Si llego a saber que eres tú quien vienes, hubiera comprado esas pastas
de té que tanto te gustan… ¿o eso era cuando eras pequeña?
—¡Qué cosas tienes, abuela! ¿Qué más da? No
quiero nada. Con el café me vale.
Últimamente, aunque sean pocas veces, cuando
me acerco yo sola a su casa, le da por las confidencias, por esos relatos que
hace unos pocos años me parecían rarezas de viejos y ahora me apasionan. Que
estudie Sociología no sé si tendrá mucho que ver con este cambio en mi
percepción de las historias de mis antepasados. A veces creo que es al
contrario, que estudio Sociología porque veo a las personas y a cuanto les
rodea (incluyendo el pasado, que imagino como una pesada mochila sobre los
hombros) de una manera muy diferente a como las veía antes. No hace mucho,
tampoco soy tan vieja.
El café estaba a punto, bien caliente,
arrojando su aroma desde la cafetera de toda la vida, la que le he conocido
siempre, una cafetera que a pesar de sus muchos años, parece nueva.
—Hale, hija, coge esa bandejita, y vamos al
cuarto de estar.
Mi abuela dice cuarto de estar y no salón.
Protesté.
—Pero abuela, si soy de confianza, creo que
podemos tomar el café en la cocina, sin tanta etiqueta, y de paso no corremos
el riesgo de ensuciar algo.
—Anda, anda, doña etiquetas, que me quiero
sentar tranquila en mi butacón… No creas que te vas a ir tan pronto. Una cosa
es que no vayas a limpiar, y otra que te largues así como así. Quiero que el
rato que estemos juntas estemos cómodas.
Con ella no se puede, está visto. Sólo había
un servicio sobre la bandeja, lo que me sorprendió un poco.
—¿No tomas nada?
—Disfruta, tú que puedes. —Sonrió con una
pizca de resignación, ya que el café es una de sus debilidades—. Me ha dicho el
médico que reduzca la dosis. Mi cuerpo no es lo que era. Ya he desayunado, y
hasta después de la comida no puedo tomarme otro.
La miré con un poco de miedo. No es tan
mayor. Unos setenta y dos o setenta y tres años. Aunque en casa siempre he oído
que su tensión es un poco alta, y que tendría que haber adelgazado hace años.
Según mi madre, que parece la médica de cabecera de la abuela, si tiene tantos
problemas en las piernas se debe a sus muchos kilos. Supongo que el café no
debe ser un buen aliado con estas perspectivas. De todos modos no me rendí.
—Pero podrías tomar otra cosa, y así me
acompañas.
—Zalamera, que no eres más que una zalamera.
¿Qué me voy a tomar yo a estas horas, un güisqui?
—Abuela, anda que no eres tú exagerada… No
sé… una infusión, un cafetito descafeinado, un refresco…
Me empujó hacia el salón, y quedó concluida
aquella parte de la conversación. Ella quería que habláramos, pero no
precisamente de estas cosas que tenían que ver con su salud.
—Vamos, vamos, Violeta, deja de insistir y
sentémonos ya que las piernas se me pueden partir… Si quiero tomarme algo, ya
me lo tomaré…
Sin embargo, al llegar al cuarto de estar,
el silencio nos envolvió con su manto denso. Como si de pronto fuera imposible
articular palabra. Me mantuve a la expectativa, pues era ella quien quería
decirme algo. Sin embargo, no abría la boca. Sus ojos, oscuros y brillantes,
escrutaban mi fisonomía con intensidad, y en su cara sin arrugas, salvo las
líneas propias de la expresión, se dibujaba una sonrisa de beatitud extraña.
Por un momento pensé que había sufrido una especie de un vacío mental, como si
hubiera perdido contacto con el tiempo y el espacio que ocupábamos. Tras un
suspiro satisfecho se decidió a hablar.
—¿No bebes el café…? —Me apresuré a servirme
del líquido negro, que apenas aclaré con unas gotitas de leche, y lo endulcé
convenientemente a mi gusto. Aunque aún estaba muy caliente, aguanté la
quemazón de la lengua y los labios sin rechistar. —¿Sabes, Violeta…? Me
recuerdas mucho a mi padre, a tu bisabuelo Lorenzo…
Ya estaba acostumbrada a esa comparación. La
primera vez que la escuché, me asusté un poco, porque pensé que se refería a
que parecía un hombre, y por aquel entonces, que me comparasen con un hombre,
me fastidiaba muchísimo. Ya tenía yo bastante con mis propios fantasmas, puesto
que era a quien menos le había aumentado el pecho del grupo de amigas, como
para que mi abuela dijese tales cosas. Incluso creo que tuve pesadillas con la
posibilidad de que me creciera la barba o el bigote en cualquier momento. Y no,
por ahí no quería pasar. Yo quería ser lo que era. Es decir, yo quería que todo
el mundo supiera que tenía ante sí a una mujer, o el proyecto avanzado de lo
que sería una mujer. Con trece o catorce años se piensan cosas muy extrañas.
Con el tiempo, me di cuenta que se refería a otra cuestión, a algo parecido al
gesto, al corte de algunas facciones, probablemente a alguna expresión de su
rostro que ha pasado de modo invisible e inexplicable a través de las
generaciones para aterrizar en mí, pero que es imposible de comprobar, pues se
disponen de muy pocas imágenes de mi bisabuelo y las dos o tres que tenemos
son, obviamente, unas instantáneas en que el tiempo se ha congelado para
siempre, y que no permiten captar esa sutiliza a la que se refiere mi abuela.
—Siempre me han dicho que me parezco a tío
Higinio…
Ella asintió.
—Sí, hija, Higinio es la viva imagen de su
abuelo. Cada día me le recuerda más.
—¿Entonces me voy a quedar calva y voy a
tener bigote blanco…?
A estas alturas de mi vida soy capaz de
bromear sobre el asunto. Aunque supongo que a Nacho no le haría mucha gracia
semejante perspectiva.
—Anda, guasona, que ya sabes a lo que me
refiero.
Negué con la cabeza. Y no mentía. No sabía
exactamente a lo que se refería. Suponía que en sus palabras había algo más que
una mera referencia al aspecto físico. Era cierto que mi estructura ósea, tan
distinta de la suya, más bien alargada y estrecha, como tío Higinio, era cierto
que el rostro parecía el de un óvalo perfecto, que en mi tío era más
perceptible que en mi rostro, puesto que mi melena difumina la pureza de la
línea que en su caso, debido a la ausencia de cabello, resalta la obra de un
escultor muy perfeccionista. Es verdad que el tono de nuestros ojos, como de
miel, no abunda entre los miembros de la familia que se dividen casi a partes
iguales entre el marrón oscuro y el verde. Es verdad que la forma de la sonrisa
es muy semejante. Pero sospechaba que mi abuela, no se refería a eso, o a eso
solamente.
—Verás, hija, muchas veces he pensado que tu
bisabuelo tendría que haber sido músico. Lo intenté con tus tíos y con tu
madre, pero las circunstancias económicas no eran las mejores, y por lo que se
ve ni tu padre ni tu madre han considerado esa posibilidad contigo. Y es una
lástima, la verdad… A mi padre le podía la música. En cuanto que escuchaba el
principio de una melodía se iba detrás de ella, como un poseso y entornaba los
ojos de un modo especial, como si realmente viese pasar a lo lejos las notas
que se escapaba como niñas traviesas. Ese mismo modo de entornar la mirada lo
tenéis tú e Higinio. Por eso digo que me le recuerdas, por eso digo lo de la
música. Quizá se trata simplemente de que era un hombre de muchísima
sensibilidad y lo percibía todo cuanto pasaba a su alrededor de manera especial…
Intuí que en ese preciso momento empezaba la
historia que me quería contar. Lo anterior fue la introducción para llegar a
este punto. Lo mismo habríamos llegado a ella, si hubiéramos empezado por el
tiempo, o por la política o por el sexo de los ángeles… Hubiera dado
exactamente lo mismo. La abuela Estefanía pretendía contarme lo que me contó.
—Y te voy a poner un ejemplo de cuando yo
era muy, muy niña… No sé… ¿cinco, seis años…? Déjame echar cuentas, nací en el
treinta y siete… o sea, pon que estábamos en el cuarenta y dos o cuarenta y
tres… Aquellos días mis padres, tus bisabuelos, no tenían la misma sonrisa
pintada en los labios. Yo era muy pequeña y casi no me acuerdo de las cosas de
entonces, pero de eso sí. ¿Por qué no sonreían…? Pues no lo sé muy bien, aunque
años después deduje que era porque mi padre se había quedado sin trabajo y se
sentía como si colgase bocabajo de un precipicio. Pero con mis cinco o seis
años no podía llegar a tales conclusiones.
Me arrellané lo mejor que pude en el sofá, y
me dispuse a escuchar. Aquello era como leer una novela, pero más interesante
para mí, porque al fin y al cabo hablaba de alguien de carne y hueso y alguien
de mi propia estirpe. Entonces sí que eché en falta poder mordisquear con
tranquilidad una de esas famosísimas pastas que había mentado mi abuela, pero
tampoco eran imprescindibles para disfrutar del relato…
—Como te digo, tu bisabuelo Lorenzo tenía
una especial sensibilidad para la música, y eso hacía que pareciera atento y
distraído a la vez, como si siempre estuviese escuchando una melodía en algún
sitio, normalmente desconocido para la gran mayoría. Aunque no sonreía de la
misma manera que en los meses anteriores, y aunque seguro que estaba pasando
por muchas dificultades, procuraba que sus hijos no nos diéramos cuenta, o sólo
lo justo. En especial su hija pequeña, su preferida, es decir tu abuela Estefanía.
Solía decirme, cuando me daba por alguna de mis llantinas, que siempre había
una canción para borrar una lágrima.
Sonrió con una pincelada de melancolía
distribuida sabiamente en la luz intensa de su mirada. A pesar de que hubieran
transcurrido tantos años (hice un cálculo rápido, unos sesenta y seis o sesenta
y siete) estaba claro que lo que me iba a contar era un tatuaje en su cerebro.
Estoy segura de que se trataba del primer recuerdo, ése que cada uno sabe que
es el que inicia su memoria, pues sabe que todo lo anterior que conoce de sí
son como implantes impostados, ideas que otros introdujeron en nuestra baúl de
evocaciones y que, de tanto escuchar, parece que recordemos su vivencia, cuando
lo único que hacemos es repetir el eco de sus palabras.
En unos instantes abandonó el surco de su
memoria y volvió al presente.
—Llevo pensando en ello toda la mañana.
Desde que me dijeron que serías tú la que vendrías, no se me ha ido de la
cabeza…Creo que es la primera vez que se lo cuento a alguien, y no sé por qué
no lo he hecho, aunque no pienses que se trata de grandísimos secretos o de
algo tremendo. Es una historia muy simple. Y mira que fue importante para mí…
Faltan pocos días para las navidades y quizá también eso me lo ha recordado… Violeta,
es que cada vez que te veo o te citan en mi presencia, no puedo evitar pensar
en papá… Y pensar en él es pensar en aquello.
Creo que es la primera vez que he escuchado
a la abuela referirse al bisabuelo, diciéndole papá. Aquella sola palabra fue
como el timbre en los teatros que anuncia el final del descanso y el comienzo
del siguiente acto, rogando a los espectadores que vuelvan a la sala y ocupen
sus localidades para no perder ni un detalle de la obra.
—Aquella mañana estaba muy extrañada, porque
papá estuviese en casa y no fuera a trabajar. Le pregunté si estaba malito y
por eso se había quedado en casa. Me miró y me sonrió, y me dijo que por qué no
iba yo al colegio, que si estaba malita. Le contesté que no, que no iba a la
escuela porque teníamos vacaciones. Y él me preguntó que por qué teníamos
vacaciones. Pues porque estamos en Navidad. Pues eso, me contestó, estamos en
Navidad… Con esa respuesta me conformé porque de inmediato, sin variar de tema,
cambió tanto de perspectiva que aquel asunto de su estancia en casa un día de
trabajo se me olvidó por completo…
—¿Y tus hermanos…?
Creo que metí la pata, tendría que haberla
dejado continuar, pero es que a veces, me surgen estas preguntas tontas que no
llevan a ninguna parte, salvo que a quien habla se le vaya el hilo de su
historia, hasta perderlo, pero por suerte, mi abuela sabía perfectamente lo que
me quería contar.
—Mis hermanos no estaban en casa. Un par de
días antes habían ido al pueblo, a casa de nuestros abuelos maternos, los padres
de tu bisabuela Mirella. Oficialmente para pasar las vacaciones. Ahora sé que
era una forma de ahorrar unas monedas. De hecho Jacinto, el mayor de los tres,
se quedó allí después de las fiestas, para ayudar a los abuelos, dijeron. Es
como si se hubiera ido de casa quince años antes de lo que correspondía. Tendría
diez años y ya casi no nos vimos. De Pascuas a Ramos. Luego se casó en el
pueblo con Oria, con lo que ya casi ni nos vimos. Desde entonces es como si
Paco hubiera sido mi único hermano. Creo que eso consumió a mamá, al fin y al
cabo Jacinto fue su primer hijo… Pero de esta parte de la historia de la
familia, hemos hablado muchas veces y ahora no viene al caso…
No venía al caso, pero sus ojos revolotearon
a la captura de una lágrima que, por suerte, o no, no llegó a atravesar el
dique del lagrimal. A penas unos pocos segundos y continuó su lento monólogo.
—Se te va a quedar frío el café… —Apresuradamente
dirigí mi taza a los labios. No me había dado cuenta que estaba vacía, así que
volví a verter el líquido de la cafetera. En esta ocasión, sólo lo endulcé—.
Decía que mi padre, sin cambiar el tema, me metió en otro asunto. ‘Ya que los
dos estamos de vacaciones de Navidad, ¿qué te parece si empezamos a pensar en
el belén?’ Como te puedes figurar, me dejaron de importar las razones por las
cuales papá estaba en casa un día en que no tendría que estar, o por qué no
sonreía como antes, o por qué mis hermanos se habían ido con los abuelos
durante esas fechas tan señaladas… Sólo me importó el rescate de las figurillas
del belén. Apareció mamá, secándose las manos con un paño de cocina. Nos había
escuchado y venía refunfuñando… Dijo que no, que era muy pronto aún para poner
todas la casa patas arriba. Pero papá le sonrió, como siempre y le dijo, ‘No te
preocupes, Mirella… Aún no vamos a hacer nada, sólo miraremos las figuras y
veremos a ver si están todas en condiciones, o tenemos que buscar alguna por el
mercado. Además, no es tan pronto, sólo faltan cinco días para Navidad’.
Por un momento, se me vino el alma a los
pies. Menudo recuerdo, pensé. Quizá la abuela comienza a chochear. ¿A quién le
interesan las figuritas de un pesebre? Parece que aún estamos en la
prehistoria.
Quizá la abuela Estefanía intuyó parte de
mis pensamientos…
—Claro que a lo mejor no te interesa lo que
te estoy contando… —Y sonrió con picardía.
—No es que no me interese lo que me cuentas,
es que estas cosas de la Navidad, como que a mí…
Detuvo su mirada de ámbar sobre mi rostro.
Me acarició con sus ojos. Se intentó levantar, pero sus piernas le fallaron…
—Anda, Violeta, acércate, que mis piernas
hoy no están para nada.
Me levanté lamentando mi sinceridad tan
brusca como un acantilado. Pero ya era tarde. Estaba dicho y no quedaba más
remedio que cargar con las propias palabras, como quien arrastra un
irremediable defecto físico.
—Más cerca, que tu abuela no te va a reñir.
Me arrodillé a sus pies, para estar próxima
al escrutinio de sus ojos. Pero ahora no era con los ojos con lo que me quería
mirar, sino con sus dedos, que me recorrieron la cara milímetro a milímetro. El
tacto de su piel era suave y cálido. Infundía paz.
—¿Cómo es posible que los rasgos de esta
cara hayan perdido aquel gusto por la Navidad? —Intenté defenderme, pero fue
imposible—. Sssshhhh… Ahora no te queda más remedio que escuchar… Tu bisabuelo
me transmitió el amor a esta celebración, yo se lo transmití a mis hijos, o sea
tus tíos y tu madre, y suponía que también a vosotros… No, no puede ser que esa
cara que es la de papá sea indiferente a estos días… Ay, los tiempos, cómo
cambian… Creo que tendremos que hacer algo a ese respecto… Verás, a mí tampoco
me gustan mucho algunas cosas de las navidades de hoy en día. Parece que se
hayan convertido en la mejor época del año para derrochar dinero por todas partes.
Gastar hasta lo que no se tiene, tanta iluminación en las calles, comilonas
absurdas, ruido, bullanga…
—Ya, abuela, pero a eso se han quedado
reducidas las navidades. A unas vacaciones al principio del invierno que sólo
sirven para la juerga y para gastar. Nada más…’
Por unos momentos permanecimos en silencio.
No sé si ella meditaba mis palabras o yo las suyas. No supe si había desistido
de contarme la historia que me iba a contar. O simplemente dejamos pasar un
tiempo de silencio.
—¿Violeta, qué recuerdas de tus navidades de
niña? Tampoco hace mucho tiempo de eso, así que no será muy difícil.
La pregunta me pilló por sorpresa.
—No sé, recuerdo que me lo pasaba muy bien
en casa, que estábamos todos, que se cantaban villancicos, la cabalgata de los
Reyes Magos, los juguetes… —Le sonreí—. Y que se ponía un belén precioso, que
había regalado papá a mamá, porque ella lo pidió un año como regalo de reyes…
Bueno, un pesebre, sólo un pesebre, que venía de Valencia.
La abuela Estefanía sonrió…
—Vaya si me acuerdo, tú padre vino como loco
a casa para pedirme ayuda, y fui yo quien le puse en contacto, a través de un
amigo, con la fábrica de Valencia. Por suerte llegó todo a tiempo. Demostró
buen gusto, desde luego… Ves, cómo la cosa viene desde antiguo… ¿Y eso te
gustaba?
Tuve que admitir la evidencia de los hechos,
cómo no me iba a gustar, si allí estaba metida la memoria de lo mejor de mi
infancia allá al final de los ochenta, esa que ahora pedía que convocara mi
abuela.
—Claro, abuela, era una niña y me llenaba de
ilusión aquella bonita historia, aquellos días, el aroma especial de la casa,
los regalos, todo. Fíjate que aún hoy eso me gusta, cuando mi madre saca el
misterio.
El misterio le decimos en casa.
—El día de nochebuena por la mañana, nunca
antes, mi madre lo saca de la caja donde lo guarda, y lo pone en el salón. Es
el único adorno que ponemos. —Bien, bien, aún no está todo perdido, porque eso
quiere decir que, al menos, te gusta la esencia de la Navidad… ¿Cómo te lo explico?
Si alguien en quien tu confías a muerte…, por ejemplo tu novio, te dice que
dentro de una caja llena de cáscaras y desperdicios y lodo y otras inmundicias
hay un diamante de muchos quilates, ¿qué harías?
—Supongo que a pesar del asco, con unos
cuantos utensilios y guantes, eso sí, iría apartando toda la porquería para
llegar a dar con el diamante.
—Sensata respuesta. ¿No le pedirías que te
lo jurara, ni que te aportara un certificado o una foto previa que demostrase
tal cosa, verdad? Y si te lo pidiera un extraño, alguien que no conoces de nada
o bien no le harías ni caso o bien pensarías que se trata de algún engaño.
—Eso es —reconocí.
—¿Hasta dónde te fías de tu abuela?
—Vale, abuela, ya entiendo. Esta Navidad
nuestra es una caja llena de basura, lodo, desperdicios, inmundicias, cosas
inútiles, pero en su interior hay un diamante…
Asintió y me invitó a que volviera al sofá
de donde venía.
—Creo que la historia que te voy a contar,
aunque es muy corta, te ayudará a corroborar lo que digo… —Esperó a que me
acomodara, y continuó.
—Te decía que mi padre convenció a mi madre
de que aún no era el momento de instalar el belén, sino de revisar las piezas,
para ver que ninguna hubiera sufrido algún percance, no fuera ser que a última
hora no pudiésemos hacer uso de ellas. No pensaba tu bisabuelo en los
personajes secundarios del relato, sino en los principales. Así que me dejó en
la habitación, mientras, él subía al viejo desván, donde en una maleta
inservible para otra cosa, guardaba el nacimiento… Al poco bajó con ella y, a
pesar del refunfuño de mi madre con que lo iba a llenar todo de polvo, ella que
acababa de limpiar, él se limitó a sonreír y a decir algo así como que ya había
adecentado la maleta en el desván. Lo que no sé si era muy cierto… Ya sabes
cómo son los hombres para estas cosas… El caso es que ante mis ojos aparecieron
todas y cada una de las figuras del pesebre, y todas estaban sanas y salvas.
Pero a mi padre tal cosa le daba lo mismo. Fue tomando con mimo cada una de las
figurillas y me las enseñaba. Durante el rato en que fue explicando todo lo que
se le ocurría sobre cada una, la sonrisa que yo añoraba volvió a sus ojos, y
allí se quedó como si hubiera amanecido una estrella…
De nuevo los recuerdos de la abuela
parecieron materializarse en su mirada y el silencio volvió a acariciarnos.
Esta vez tuve la delicadeza y la sensatez de no hacer añicos esa magia
especial. Dejé que el silencio que ella misma había provocado continuase el
tiempo que ella quisiera, hasta que retomó el hilo.
—Pero yo quería que me llevara al mercado
del que me había hablado, así que sólo se me ocurrió decirle… ‘Ya, papá, ¿pero
es que el niño Jesús nunca duerme?’ Creo que mi padre se quedó de piedra y no
supo qué responder. Al menos durante unos segundos. Tu bisabuela, que tampoco
se podía sustraer durante mucho tiempo al embrujo que un belén hace sobre esta
familia, debió de aparecer por el cuarto, lo que sirvió a mi padre para
trasladarle la pregunta, ‘¿Has oído lo que dice la nena?’ ‘Sí claro, Lorenzo,
cómo no voy a oírla, y es por culpa de que le metes muchos pajarillos en la cabeza
a una niña tan pequeña’. Esos segundos bastaron para que papá adivinara la
causa de mi pregunta, que me salió sin pensar y exclamó, ‘¡Mirella, la niña y
yo nos vamos al mercado! Estefanía tiene razón, el niño Jesús es un niño que
tiene que dormir, no le vamos a tener todo el día despierto, y menos aún toda
la noche, pobre niño y pobre madre…
—Vaya, abuela, qué cosas se te ocurrían’
—Sí, criatura. Yo quería ir a ese mercado
tan maravilloso, y además creía a pies juntillas lo que decía. Mi padre ponía
tanto empeño en lo que explicaba, que pensé que había que tomar alguna
solución. No sé explicarlo mejor, pero mi pensamiento aproximado fue la idea de
que la virgen no podría soportar tanto tiempo con el niño despierto. Los niños
tienen que dormir. Y al niño Jesús había que dormirlo, para que pudiera
descansar, él y los demás… Así que nos abrigamos y para allá que fuimos. No te
voy a explicar lo maravilloso de ese mercado, por él bien que has paseado.
Asentí, pues la afirmación es completamente
verídica. No quise volver a abrir la boca, preferí que ella continuase con el
relato.
—No hacía otra cosa que asomar mis narices
por encima de los puestos donde se vendían las figurillas del belén. Por mi
estatura tenía la suerte de que todos los personajes estaban a mi altura, los
veía de frente, con una perspectiva que les daba más relieve, como si fueran
reales. Papá preguntaba en cada puesto si tenían un niño Jesús dormido… Sí,
Violeta, sí, así se las gastaba tu bisabuelo. No se andaba con rodeos. Él se
imaginaba la respuesta, y quizá también sabía lo que luego iba a ocurrir, pero
creo que intuía que todo tenía que continuar por sus pasos. La mayoría de los
vendedores negaban y seguían a lo suyo, sin más. Me acuerdo que uno se le quedó
mirando y le respondió, ‘Mire que me han dicho cosas extrañas, pero un niño
Jesús que duerma… Ya me contará usted para qué queremos en el belén un niño
Jesús que duerma’. Pero papá le respondió con todo su aplomo, como si hablara a
un catedrático, ‘Pues mire usted, hasta hace un poco, ni me había dado cuenta
del asunto, como usted, más o menos. Ha sido mi pequeña Estefanía la que ha
logrado que me percatara del tremendo problema que supone para la virgen tener
todo el día al niño despierto; porque, fíjese usted, por mucho que el niño sea
Dios, y venga a salvarnos, también es hombre y tendrá que descansar, que si no
su pobre madre’. Me señalaba con orgullo, ¿sabes? Y añadió algo en lo que yo no
había pensado, pero desde entonces no se me ha olvidado nunca. ‘Además, ¿conoce
algo que transmita más paz y más ternura al corazón que un recién nacido mientras
duerme? Si tiene hijos seguro que me entiende, y seguro que intuye que la
Navidad también tiene que ver con eso’. El vendedor abrió la boca sorprendido,
se rascó la cabeza y murmuró algo así como que visto de esa manera… Pero lo más
probable es que pensara que la niña tenía demasiada fantasía, y el padre era un
padre muy consentidor… o lunático.
A mi pesar el relato me estaba atrapando, y
ya quería saber yo en qué paraba aquello del niño Jesús.
—Yo estaba terriblemente preocupada, aunque
no te lo creas. Es lo que más recuerdo de la primera parte del día. No podía
imaginarme aquella dureza de vida, todo el día el niño despierto, sin poder
dormir. Supongo que pensaba que las figurillas tenían una vida que nosotros
desconocíamos… Seguro que estás pensando que por qué no se me ocurrió lo mismo
con la virgen y san José y los reyes o los pastores… Pues bien sencillo, hija,
bien sencillo. Ellos eran adultos y estaba convencida yo entonces que ellos se
dormirían cuando quisieran, pero sólo si veían al niño dormido. Si le veían
despierto, simplemente no podrían dormir, cómo iban a dormirse los adultos, si
un niño está despierto. Aquello no tenía lógica… El caso es que por allí no
encontramos lo que buscábamos. Mi padre parecía sinceramente preocupado, como
yo. Y cuando regresábamos a casa me dijo: ‘No te preocupes, esta tarde con más
calma, volvemos al mercado y terminamos de ver algunos de los puestos’.
La abuela se levantó de su butacón, esta vez
sí pudo hacerlo sin ayuda. Hice lo propio, pero no me dejó.
—Nadie ha dicho que te levantes. Espera un
minuto.
Quizá fuera algo menos. Regresó con un disco
de vinilo y con una figurilla de un niño Jesús, que nunca había visto.
—En efecto, volvimos por la tarde, y sucedió
lo mismo que por la mañana. No había solución para aquel problema, hasta que
vimos este niño Jesús… Ven, acércate que no muerde… Cógelo… Sí, es este. Ten
cuidado no se te vaya a caer. Ves qué cosa más preciosa, tan pequeño, tan sonriente.
Era del mismo tamaño que el otro que teníamos en casa. En realidad, siempre he
creído que fue este niño quien me descubrió a mí, porque sentí algo especial
cuando me asomé a aquel puesto. No pude apartar mi mirada de él, y papá descubrió
que mis ojos habían sido atrapados por una especie de imán. ‘¿Te ha gustado ese
chiquitín, Estefanía?’ Asentí entusiasmada. Así que lo compró. El vendedor lo
iba a meter en su cajita llena de pajas, pero mi padre denegó con la cabeza,
‘No se preocupe, nos lo tenemos que llevar así’. El vendedor y yo le miramos
extrañados, pero mi padre sabía lo que hacía, me parece. Cuando nos alejamos
del puesto se puso en cuclillas a mi altura y me dijo muy serio, ‘Ahora,
Estefanía, vamos a ir a esa iglesia tan grande que está allí, se llama
Catedral’. Yo le miraba con los ojos como platos. ‘Allí están tocando una
música maravillosa, algo que aún no has oído nunca, pero no te cansarás de
escuchar a lo largo de tu vida, estoy seguro… Tú sólo tienes que escuchar la
música y tener al Niño entre tus manos, seguro que a ti te hace caso, y cuando
llegue la melodía como de una nana, si tú lo deseas con todas tus fuerzas,
seguro que sucede’.
Yo que tenía al niño entre las manos, no
podía creer lo que estaba escuchando. Es imposible, me decía. Pero la verdad es
que aquella minúscula figurilla de unos tres o cuatro centímetros parecía
sonreír. Y si no fuera herejía, pensaría que hasta entendía lo que escuchaba.
Mi abuela me entregó el viejo disco de vinilo. Leí su título “Weihnachtsoratorium BWV 248 de Johann Sebastian Bach”. Y le miré aún
sin comprender…
—¿Serás capaz de ponerlo a funcionar?
—Creo que me acordaré.
El tocadiscos estaba en su sitio de siempre,
justo al lado de donde estábamos sentadas. Sospeché que todo estaba relacionado
con el tesoro que se escondía dentro de sus viejos surcos. Puse el disco en
funcionamiento y comenzó a sonar una música que a pesar de llevar tantos años
en la casa y unos doscientos setenta y cinco entre la humanidad yo no había
escuchado nunca. Las trompetas y el coro, no sé, todo era una maravilla.
(Efectivamente, su inicio sirve para resucitar a los muertos como leí anoche en
Internet, mientras reparaba mi deuda con esta obra). Mi abuela seguía en
silencio, mientras escrutaba mi rostro. Antes de que acabara la pieza, ya estaba
hablando.
—Con una cara parecida a esa es con la que
me quedé cuando entramos en la catedral. Estaban tocando esa obra. ¿Nunca lo
has oído?... Se trata del oratorio de navidad de Bach. Es una de sus obras
maravillosas. Con esta música descubrí que la Navidad también es ternura,
¿sabes?, pues al fin y al cabo, en navidad festejamos que Dios se hace niño.
¿No te parece maravilloso? Como mi padre era un gran amante de la música él
sabía estas cosas. Por eso me llevó hasta allí. Resulta que se trata de una de
sus preferidas. Se la conocía al dedillo y al comentar yo por la mañana lo del
niño, recordó que la interpretaban en la catedral por la tarde… Ahora vamos a
hacer una cosa, Violeta. Vas a avanzar hasta el noveno surco, si no me
equivoco. Es el tema previo al que ahora interesa, que es el décimo, lo que se
llama la sinfonía del oratorio. Si la memoria no me falla, es el que abre la
segunda cantata del coro. Cuando esté la aguja en ese punto, vuelves a coger al
niño en tus manos. Y cuando empiece a sonar la música de la sinfonía, mira al
niño, nada más… Como te decía, cuando entramos en la catedral la música me
asustó un poco, y me agarré bien fuerte a la mano de papá, en la otra mano
llevaba al niño Jesús, y tenía mi atención sólo puesta en que no se me cayera.
Creo que era el regalo más valioso que nunca me habían hecho. Tu bisabuelo se
percató de mi miedo y en vez de acercarnos a donde estaba el público, dimos una
vuelta por las inmensas naves de la catedral. Sabía que había tiempo. Me fui
tranquilizando, hasta que nos acercamos al lugar donde estaban los espectadores
del concierto. No entendía casi nada. Algunas partes me parecieron aburridas,
pero otras… De pronto, comenzó a sonar aquella música, y miré al niño en la
palma de mi mano, y…
Era como si tuviera todo el tiempo bien
calculado, porque no hizo falta que siguiera hablando. En ese preciso momento,
la música de la orquesta que llenaba el cuarto de estar acometió con dulzura
los primeros compases de este tema (1), y y el niño Jesús se fue quedando dormidito sobre mi palma que parecía sentir su
respiración tranquila, la respiración de un niño que se fía de la mano de una
joven que mañana tiene un importante examen parcial, un niño que es capaz de
dormirse en su cuenco, como si allí estuviese bien seguro, el lugar más seguro
del universo…
______________________________________________________
(1) Obviamente quienes esteis leyendo este cuento, aquí mismo, con subir a la cabecera del blog y presionar sobre el vídeo, escucharéis la melodía a la que se refiere Estefanía.
Los que recibáis este cuento vía Internet lo tenéis sencillo. En la dirección que señalo a continuación podréis escuchar una versión de esta música. El vídeo dura ocho minutos y medio, la melodía que parece una nana para el niño Jesús ocupa los primero cinco minutos y medio en esta versión:
______________________________________________________
(1) Obviamente quienes esteis leyendo este cuento, aquí mismo, con subir a la cabecera del blog y presionar sobre el vídeo, escucharéis la melodía a la que se refiere Estefanía.
Los que recibáis este cuento vía Internet lo tenéis sencillo. En la dirección que señalo a continuación podréis escuchar una versión de esta música. El vídeo dura ocho minutos y medio, la melodía que parece una nana para el niño Jesús ocupa los primero cinco minutos y medio en esta versión:
http://www.youtube.com/watch?v=pWHfyrboZz0&feature=related
Los leáis la versión en papel, si no disponéis de esta obra, tendréis que
entrar en internet y teclear la dirección anterior.
6 comentarios:
Queridos amigos:
Este relato de 2009 es el primero escrito con plena conciencia de mi presencia en Internet.
Y esto supone muchas cosas en mi vida, no sólo en mis letras, que también.
Sobre todo haber podido confrontar mis ideas y mis vivencias con muchas personas más allá de las cercanías habituales de la amistad, el compañerismo, la familia.
Se ensanchan los círculos y uno -a poco atento que esté- se da cuenta de muchas cosas.
Este relato, si mal no recuerdo, aún no lo publiqué en "Pavesas y cenizas", por su desmesurada extensión para lo habitual en un blog; pero sí lo remití por correo electrónico a muchas más personas que habitualmente hacía. La nota a pie de página (levemente alterada para este edición) es prueba de ello.
Que yo recuerde, es quizá de los más emocionantes que he escrito. Y, personalmente, le guardo un gran cariño.
Tengo ese cuento de Navidad muy cercano, querido. Rcuerdo los entresijos, que tanto te tocan.
Es emocionante. Gracias por traero de nuevo.
Otra vez una abuela! Qué importantes son!
Muchos besos siempre.
El misterio, en su casa lo llamaban el misterio... el misterio de una mano estudiantil que acuna una figurita, de unos ojos que se cierran confiados, de una música barroca en los recuerdos velados por la edad.
Tiene... algo, el texto. Un abrazo.
En el 2009 no nos lo podíamos imaginar...lo bueno y lo malo de internet. Para gente creativa, para gente relacioanda con la cultura es muy positivo, para adolescentes puede ser, en algunos casos muy negativos y a los padres nos tienen ojo avizor...
El cuento, quizás el de más emoción de los que has publicado hasta ahora.
Abrazo fuerte.
Para mí será la nana del niño Jesús.
Isolda:
Quien tiene bien en la memoria una parte -y no pequeña- de los entresijos del hilo conductor soy yo.
A veces parece que no escucho, o que las cosas se quedan por ahí, danzando, a su aire. Pero al final encuentran un acomodo y alguna vez brotan en otro sitio, como por descuido. Jajaja.
Amando:
En muchas casas lo llamábamos el misterio, en otras el nacimiento, en otras el belén.
Cuando era niño, y escuchaba lo de misterio, me decía vaya bobada, qué tiene de misterioso un niño recién nacido con sus padres.
Ahora sé que no hay misterio más grande, y por ello, cada vez que pienso en la Navidad, la palabra misterio acude a mí. Pero no un misterio que asuste, es el misterio que produce asombro y emociona.
Muchísimas gracias por tus palabras, muchas gracias.
Flamenco Rojo:
Para mí Internet es un reflejo del mundo, un trasunto de él. Si quieres con muchas cosas más acentuadas y con otras más difuminadas. La posibilidad de aparentar quien no eres quizá sea más sencilla que en la calle, pero tampoco es imposible en nuestros pueblos y ciudades encontrar a quienes muestran una cara y cuando tienen la contraria.
Sí, creo que junto con el de "El niño del pesebre", son los más emocionantes.
Y no deja de ser curiosas algunas coincidencias: protagonista joven mujer, un niñojesús como centro total y absoluto de la Navidad, si acaso unas leves pinceladas para el decorado, y una manifestación artística (no literaria) que acercan al centro de la Navidad: pintura y música...
catherine:
Es curioso. Cuando escribí "Eterna luz sonora", poemario inspirado en la música de Bach, no conocía y tardé en escuchar este "Oratorio de Navidad". Antes de escribir ese poemario, me curré una biografía de Bach y la llamé "Juan Sebastián Bach, músico de Dios".
Y desde luego lo fue desde el principio, porque desde hace tres años esta pieza, efectivamente, es una nana al niño Jesús.
Publicar un comentario