El martes se presentaba como un día ajetreado, pero, si hubiera adivinado, aunque fuera por aproximación, hasta qué extremos de dolor iba a llegar, hubiera preferido que el sol no hubiera hecho acto de presencia... Bueno, lo del sol es más que una licencia poética, es pura imaginación e inventiva. Cuando desperté, totalmente agotado por una noche de sueños muy especiales y extraños, observé que todo estaba blanco. Exclamé sorprendido y contento, ¡Pero si ayer hacía sol! En efecto, había nevado, todo tenía una extraña apariencia fantasmagórica, sobre todo, el Puente. Cuando secaba mi rostro, lo contemplaba a través del ventanuco que existía en el cuarto de baño. Lo tenía a menos de cincuenta metros. Mis ojos veían su color cárdeno cubierto por el albo de la nieve y rodeado por el gris plata del cielo. Todo ello, le daba aspecto de gigante que se hubiera enfadado por alguna fechoría y comenzaba a moverse; un estremecimiento me hizo volver a mi toalla. Realmente hacía frío. Mucho frío, por ser más precisos.
Me apresuré a salir de casa, la nieve me atraía como un imán al hierro.
Entonces, recordé, casi seguro que por vanidad, quizá por el mero hecho de recordar, que, cuando presentaron, mi primer libro, dijeron que los mejores poemas eran los relacionados con la nieve.
Mi bufanda roja y larga, bufanda con vocación de estola, que me encantaba llevar alrededor del cuello en todo instante, me la crucé por el pecho. No era cuestión de andar con tonterías. Luego la gabardina. Una vieja gabardina que había abrigado a mi abuelo, creo, que por esnobismo utilizaba entonces. Introduje, con parsimonia, mis manos en unos guantes que un día fueron marrones. Estaba listo. Se abrió todo de par en par. Pensé que la vida me sonreía.
En efecto, y a pesar de lo que más tarde y durante más días sucedió, había amanecido un día más. Entonces me alegré de ello, puesto que, al fin y al cabo, tenía vida.
Inicié la ascensión de la calle muy despacio, me dirigía hacia la Escuela de Magisterio. Caminaba tan lento porque me gustaba contemplar el paisaje nevado, necesitaba empapar mi espíritu de su belleza silenciosa y leve, blanda y breve. Un belleza que había que disfrutar rápidamente, pues podía ser efímera, en cuanto la caldera, el horno de la ciudad, se pusiera en funcionamiento y el aumento de la temperatura ambiente la hiciera desaparecer.
El primer punto hacia donde dirigí mi vista fue al Cementerio, hacia la ladera donde se alzaba, colina, que según la leyenda de la construcción del Puente de Euritmia, ocupaba Valtén antes de la noche de la supuesta batalla. Muchas veces había imaginado los preparativos del enfrentamiento bélico y fratricida. Era una historia triste y hermosa. Me gustaba. A ratos, acariciaba la idea de escribir un romance épico sobre ella.
Después de andar unos metros, contemplaba debajo de mí mismo las heridas que las botas iban dejando en la suave piel de la nevada.
Crucé al otro lado de la calzada. No me di cuenta que, en esos minutos, y en toda la zona, no circulaba ningún coche. Me apoyé en el pretil que cubre ese lado de la subida, ausente de edificios, y contemplé la bajada que desemboca en la Alameda del Óreo. En realidad, los árboles impedían que la visión llegara más allá de cuarenta metros; por el mismo camino, y como arrojada, se distinguía una parte muy pequeña del barrio del Río. Desde allí, no se veía su hermosa iglesia mudéjar, entorno a la que había crecido su primer núcleo; por otra parte nada distinto de la mayoría de los pueblos y aldeas que, sin yo saberlo todavía, corría el grave peligro de desaparecer.
Seguía paseando mis ojos por todos los lugares que me eran conocidos, ignorante de lo que se me venía encima. No me pregunté, por qué motivo la calle estaba desierta, pensé que había salido temprano de mi casa; pero no me preocupaba. Era dichoso contemplando tanta belleza. O acaso, ni me diera cuenta de tales menudencias ante la contemplación del espectáculo que se me regalaba.
Si me giraba, el Puente parecía, aún, huraño. Aquella nevada, por alguna razón que no desentrañaba, no le había favorecido. Lo normal, quizá por la luz, o por la cantidad del prístino elemento caído, era que el blanco elemento lo embelleciera más aún, si ello fuera posible. Unas veces le disfrazaba de anciano abuelo que espera sonriente a que sus nietos se acerquen a pedirle caramelos; otras, parecía vestido con la desmayada túnica de una lánguida doncella a la espera, siempre a la espera, de las tiernas caricias de su eterno amante; si la nieve era iluminada por el sol, parecía un hermoso ángel gigante recién posado en nuestra ciudad, aún plegando sus alas como de algodón; en otras ocasiones, era un vigía cansado por la propia vida, como si la nieve, casi helada, se convirtiera en el uniforme de un guerrero; pero aquella mañana, el Puente no esperaba. Pensé que estaba enfadado de veras y que, en cualquier instante, pondría todo su corpachón en movimiento, para aclarar algún turbio asunto que parecía tener pendiente, no sé si con alguna deidad desconocida, o algo así...
Eran los últimos metros de ascensión, antes de virar hacia la izquierda, siguiendo la curva trazada en la cima de la cuesta. Allí se acababa para mí, la visión del paisaje. Me introducía entre callejas. Por una especialmente estrecha, con sabor a tiempos remotos, tenía que descender hacia la Escuela de Magisterio. La nevada y el frío, que habían convertido aquélla en hielo, la hacía especialmente peligrosa. En su tramo final adelgazaba aún más. Prácticamente, los edificios que estaban enfrentados se tocaban. Al final, hacia la derecha, se abría, y la vista se encontraba con una zona que no era urbana del todo, pero tampoco era un jardín.
Era un amplio rectángulo, casi perfecto. Uno de sus laterales, el del mediodía, lo cerraban los edificios; el lado del septentrión por un amplio seto que limitaba unos frondosos jardines; el límite del orto estaba cerrado por la muralla que, allí era una caída vertical construida, salvo en sus almenas, por el propio roquedal; el cuarto, el de Poniente, en realidad no existía, sino que era el espacio libre por el que circulaba, hacia el edificio en que tenía su sede la Escuela. Los jardines parecían engalanados, preparados para una fiesta, con sus coníferas como vestidas de novia, con su fuentecilla que seguía, impertérrita, manando agua e impidiendo que en su derredor se acumulase la nieve. Una pequeña iglesia románica, San Pedro de los Fijosdalgo, parecía izarse más que de costumbre. Desde principios de siglo, en que ya no se utilizaba como lugar de culto, había pasado a formar parte de las propiedades de la Sociedad de Amigos del País. Pasado el tiempo, la convirtieron en museo de escultura.
Si en vez de ir hacia la derecha, hubiera continuado de frente, habría descendido por un recoleto paseo, y, unos trescientos metros más abajo, habría desembocado en otro de los lados del polígono irregular que dibuja la muralla. Aquel paseo parecía hecho a propósito para llevar de la mano a la amante y escuchar el canto del verderón, o del jilguero entre los árboles que lo poblaban. Por ese lugar, di mi primer paseo a solas con una chica. Fue una tarde repleta de latidos hermosos y a veces descompasados. Una tarde en la que presentí que el problema que tenía que resolver, el único, era el de encontrar pareja. Me había enamorado de ella irremediablemente, pero intuía yo, desde el primer momento, que era demasiado inexperto para hacer las cosas medio regular. Efectivamente, actué con torpeza, casi como un patán, pero ella delicadamente nunca me echó en cara nada. Simplemente no me quería. Como mucho, y según recuerdo vagamente que me dijo, me estimaba. Demasiado poco como para compartir una vida.
En fin, recuerdos.
Allí, a mi derecha, descansaba la mole triste, abrumadora y fea de la Escuela, donde estudiaba, no por perder una apuesta, que decía Javier, sino por un poco de desconocimiento de las posibilidades de otras carreras, y, un mucho, por imposibilidad económica de mi familia, que no se podía permitir el lujo de pagarme una carrera de cinco años, ¿quizá más?, en Madrid, y, también, por mucho de romanticismo, pues, desde niño, había dicho que lo que me gustaba era enseñar. Lo cierto, es que no estudiaba en exceso. Desde el primer momento, me topé con las Matemáticas, o ellas conmigo, pues nunca dejé que entraran en mi vida, y allí supe que no podría obtener la ansiada plaza directa que resolvía de inmediato el futuro profesional, por lo que mi aspiración era pasar los cursos sin sobresaltos, abocado a unas competidas oposiciones, o a un contrato en la enseñanza privada. Me esforzaba, pero quizá me reservaba muchas energías. De todos modos, y salvo esa asignatura, que apunto estuvo de mandarme al traste, tras una angustiosa quinta convocatoria, no tuve ningún problema. Incluso, en algunas materias, obtuve brillantes calificaciones.
Una persona que tenía un especial predicamento entre el alumnado era el bedel. Sonreía casi constantemente y fumaba. Fumaba mucho. Ahora que lo pienso, entonces, los que fumábamos, fumábamos mucho. Yo intuí que le gustaba su trabajo, pero, fundamentalmente, le gustábamos nosotros, sobre todo, como él decía, cuando éramos educados. Era, pobre hombre, el encargado de repartir lo que a cada uno le había deparado su suerte, y su esfuerzo, durante un año. Nos hacía más fácil el rato a lo que teníamos algún “suspensejo”, como él los llamaba.
Aquello me gustaba más bien poco. Había de reconocerlo. Lo percibía, más que como una carrera universitaria, como una prolongación del bachillerato. No sé, demasiadas asignaturas, poco afán investigador. O es que yo era utópico, también en eso, al pedir de la Universidad algo para lo que, a pesar de todo, aún no estaba preparada.
Divagaciones.
Iba con estas cosas y, entonces, es cuando realmente, por vez primera, me percaté de que eran casi las nueve de la mañana y nadie había llegado a clase. Una especie de duda amarga subió por mi pecho y se me agarró a la garganta con fuerza, pero decidí entrar. En realidad, y llegados a ese punto, no podía hacer otra cosa.
Por fin, me olí algo extraño y no precisamente bueno, pero no algo tan grave y tan radical. A mi alrededor solo silencio. Subí hasta la clase. No había nadie. Busqué al bedel, y me lo encontré saliendo de la sala de profesores, descubrí que estaba pálido.
Los profesores, los pocos que habían llegado, que permanecían en la sala estaban del mismo color. Como si todo rimara en consonante con el paisaje.
En pocos segundos, también yo me camuflé con el día. A lo mejor, fue una reacción del organismo generada de forma refleja. A lo mejor, el ser humano, como otros animales, tenía la capacidad de hacerse mimético con el entorno, cuando el acechaba la muerte, la destrucción.
Advertencias y avisos
Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE
VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS
Introducción a la versión en Audio.
domingo, 4 de octubre de 2009
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8 comentarios:
¡Otra vez, Amando! Nos metes en un relato precioso, con idas y venidas, vamos presintiendo algo terrible y nos dejas con la hiel en los labios.
Eres un narrador extraordinario.
¿Recuerdas que hicimos parte de ese camino juntos? Qué maravilla de vistas, tanto las del postigo como las del jardin sobre la muralla, junto a la escuela.
No nos hagas sufrir mucho tiempo, por favor.
Besos euritmianos, como si estuviera ahí.
Isolda
Espero no haceros sufrir. En esta ocasión no hay intriga. El próximo capítulo comienza la peripecia, pero no habrá intriga. El sufrimiento será, quizá, porque se alargue en exceso algo que en su día fue ciencia ficción y ahora es historia ficción.
la magia de un lugar con nieve: silencio, luz frìa y sentimiento de soledad. No me extraña que te inspire un suceso raro.
Catherine
La verdad es que la nieve siempre me ha inspirado, es una de las cosas que más me inspira. Pero como se verá a partir de la semana que viene, no es la nevada la que me inspira un suceso raro, sino que el suceso reviste a la nieve con esos perfiles un tanto extraños.
Tranquilo me quedo al saber que no habrá intrigas…Ya me imaginaba a Elio por ahí, por ese camino que sólo algunos privilegiados conocéis…
A mí la nieve me da “yuyu”. Tuve unas cuantas malas experiencias en Turquía con la jodia nieve. Supongo que Euritmia debe ser preciosa el primer día de la nevá ¿verdad? Volviendo a mi estancia en el país otomano recuerdo que el primer día de haber nevado en Ankara, al margen de accidentes, la ciudad estaba preciosa, el segundo ya menos, el tercero ya se veía oscurilla, pero a partir del cuarto la ciudad tornaba a un “negro oscuro” desagradable, la polución allí era y debe seguir siendo tremenda, entre los coches, la mayoría de las casa con calefacción a base de gasoleo…Vaya rollo que os he soltado eh…
Un abrazo.
Pepe Gonce
Claro que si cambio las fechas, o algunos personajes, el yu-yu puede ser generalizado... No lo haré, sería como cambiar el título a 1984y dejarlo en 2084. Por supuesto, esta novela no llega a la suela de los zapatos a la de Orwell.
La nieve en Euritmia es bellísima, convierte a la ciudad en una novia que tiembla... Pero también puede ser terrible, porque oculta el frío del infierno.
Personalmente me gusta la nieve viéndola desde la ventana, porque soy mu pato, cuá, cuá... Y en Euritmia, aunque no haya tanta polución como en Ankara, a los pocos días la nieve cada vez se parece más a canela, y luego a regaliz de palo y al final acaba siendo ese regaliz negro que me encantaba cuando chico.
Jopeeee, anda que ya te vale, que no puedo leer más de momento y es que no debería estar haciéndolo a esta hora pero es que no puedo pararrrrrr. Me matas con estos cortees, seguiré luego, que vaya intriga, Amando.
Por cierto, gracias por mover el video, ahí está perfecto, la verdad es que no podía leer, ni siquiera tratar de deducir lo que faltaba. Pero ahora está genial.
Bueno, que sigo luego, tengo que seguir, anda que si.
Evaasecas:
Tranquila... Tranquila...
Yo voy subiendo contigo hasta arriba. En dos ratillos lo tienes leído, je, je.
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