Dalmacio Allende avizoró el fondo de la calle, y a pesar de la
catarata que convertía en nebuloso cualquier paisaje que acariciase su mirada,
creyó vislumbrar una sombra que se colaba en el portal de su casa.
No
tenía miedo –o eso se decía-, pero a la vista de la oleada de robos que
asediaban la ciudad, no convenía actuar a la ligera, porque, según su máxima,
una cosa es valentía y otra locura. Lo que leyó en el Diario de Euritmia no dejaba dudas: durante el año, el índice de
criminalidad había ascendido un quince por ciento. Por si fuera poco, un
detalle agravaba aún más la información: el incremento sustancial se había
producido tras el verano. Hasta entonces los números eran similares a las de la
década.
Allende
sabía que su amigo, el comisario Balmes, no era partidario de revelar detalles
a la ciudadanía sobre las investigaciones policiales ni acerca de los mundos
oscuros de la delincuencia, aunque en la vieja ciudad tal cuestión se redujese
casi siempre al amor de los cacos por lo ajeno y a esporádicas riñas
tabernarias que concluían en algún descalabro y destrozos varios en los locales
convertidos en campo de batalla. Otros crímenes eran inevitables y dañinos,
como las heladas en primavera, pero su número era inapreciable en las
correspondientes estadísticas. Aunque recluir en ese término cualquier afrenta
contra la vida o la dignidad, era un insulto para las víctimas y sus allegados.
En el último lustro, desde el secuestro y asesinato del diputado Isacio Jumilla (1), no había habido, por suerte, ningún homicidio en la ciudad. Euritmia se movía
en parámetros de normalidad absoluta, hasta que en septiembre comenzó el
huracán de robos que disparó las alarmas, incluso en el gobierno de la Nación.
A
pesar de lo borroso de su mirada, Dalmacio estaba seguro de haber visto a
alguien entrando en su edificio, por lo que se aproximó con suma prudencia. Las
doce menos cinco no era la hora más peligrosa para temer un asalto, pero, por
lo leído en el periódico, el «modus
operandi» de los delincuentes era tan variado que no se podía establecer un
patrón que ayudase, tanto a las fuerzas de seguridad en la investigación, como
a la ciudadanía en sus cautelas. Cualquier persona –especialmente los
residentes del centro- podría ser objeto de robo, cualquier hora servía para
perpetrarlos. Sólo había dos características comunes a cada sustracción: cuando
robaban, nunca desvalijaban del todo y la vivienda siempre estaba vacía.
En
casa de Dalmacio, a causa de su viudez, no había nadie. A medida que sus pasos
le acercaban, percibía cómo se aceleraba la velocidad cardiaca, no podía
evitarlo. ¿Miedo?
Cuando
entró en el portal, supo de dónde procedía el sonido. Cada vez que se abría o cerraba
la puerta, la melodía era inevitable. Había sido un capricho infantil de Alicia
y desde entonces ni él ni su pobre Anunciación habían sido capaces de quitarlo.
Total, a ellos no les molestaba. Algún día que la soledad le pesaba más,
Dalmacio abría la ventana de la sala para que la brisa agitase el pequeño
carillón de tubos metálicos. Su música le acompañaba, y ejercía sobre su
corazón propiedades similares a las de los abrazos.
De
inmediato supo que había sido objeto de uno de los robos que, como una plaga,
asolaban la ciudad. ¿Pero qué le podrían haber robado, si no tenía nada de
valor?
Nadie
había hablado hasta ahora de daños personales, y no quiso ostentar el dudoso
honor de ser el primero en abrir tan siniestra lista, así que prefirió girar en
redondo. No es que tuviera miedo, pero no iba a poder con aquellos desalmados.
Salió de nuevo del portal, y subió otra vez la calle hacia la Plaza. Procuraba
olvidar las notas del carillón e intentaba recordar algo que se le hubiera
olvidado comprar, de ese modo se explicaría a sí mismo la razón por la que se
había dado la media vuelta.
De
regreso, dos horas más tarde, Dalmacio comprobó que faltaban las joyas
favoritas de Anunciación. Era lo más próximo a su piel que le quedaba. Algunas
madrugadas en que el insomnio se convertía en fortaleza inexpugnable, las
cogía, como si tomase a la propia Nunci, y aún sentía, a través de la
superficie de la alhaja, su cálido latido. Sin embargo, la desaparición de unos
doscientos euros, no le afectó.
De
golpe se le borró todo el apetito que traía.
*
—Gayano, un día este afán suyo de ocultar datos a la prensa nos
causará problemas. —Arcadio Colmenares del Castillo, Subdelegado del Gobierno,
se desesperaba cada vez que Balmes le obligaba a convocar una rueda de prensa
para informar sobre diversos aspectos relacionados con la seguridad ciudadana.
—Estoy harto —continuó el Subdelegado— de recibir llamadas del Secretario de
Estado, pidiéndome explicaciones, sobre esa brillante afirmación suya de que la
policía no tiene ni idea de las razones del radical incremento de los robos en
Euritmia.
Gayano
se encogió de hombros. En estos momentos odiaba más que nunca a cualquier político,
en especial a quien le había prohibido fumar en su despacho. Situaciones como
ésta eran las ideales para cubrir el rostro con una densa humareda que evitase
el recorrido detallado que Arcadio Colmenares hacía de sus facciones…
—Señor
Subdelegado, con el debido respeto…, no me toque los cojones. Si no me meto en
su trabajo, no se meta en el mío. —Ante el gesto hostil del Subdelegado
prefirió cambiar de táctica y adoptó un tono casi profesoral. —Mire, Arcadio,
si ante la prensa diéramos la idea —y subrayó el plural como si lo enfocase con
linterna— que sabemos algo de estos cabritos, seguro que desaparecen por una temporada.
Seguro que se evaporan… A mí me encantaría trincarlos antes de Navidad, porque
barrunto problemas para esos días. Si para conseguirlo tengo que parecer
imbécil, pareceré. —Tiñendo su voz de cierto tono desafiante, concluyó—. Ya
sabe que sólo tengo que abrir el cajón y firmar la renuncia. Si eso es lo que
quiere…—retó.
—Bueno,
Gayano, bueno… Siempre con la misma estupidez en los labios. Hablar con usted
es imposible. Pero cualquier día le hago caso y ya verá el disgusto que le doy.
—De vez en cuando a Colmenares le apetecía tensar la cuerda. —A veces parece
que se le olvida que las cuestiones de seguridad ciudadana, como todo lo demás,
dependen de la acción política. Estamos en un estado de derecho, no policial…
¿Me explico?
—No
me venga con historias. Mayor demócrata que yo no encontrará en otra Comisaría
del país. No pretendí ocultar información a la ciudadanía, traté de esconder
nuestras armas a los delincuentes, que es bien distinto. Si supiera que dando
más datos encerraría a estos malditos, los daría… Pero si lo prefiere —continuó
mientras se inclinaba y abría el cajón de donde extrajo un folio
mecanografiado—, firmo mi dimisión, y aquí paz y después gloria. —Miró al
calendario de la mesa—. Diecisiete de diciembre. Lo escribo aquí, donde la fecha…
A
Arcadio Colmenares le dieron todas las ganas del mundo de aceptar (esta vez sí)
la bravata del gallego. Por un instante estuvo dispuesto a que rellenara los
espacios correspondientes a la fecha y que luego firmara; pero supo que sería
un error. Sin hacer caso de la última amenaza continuó con su argumento, en un
tono más conciliador.
—Entonces,
Gayano, ¿si va a ofrecer información incompleta, por qué convocar una rueda de
prensa? Mejor mantener el silencio. Mejor que los ladrones no sepan lo que
sabemos.
—Esa
es la duda, Arcadio, esa es la duda. Del Río es de su misma opinión, pero me
dio en la nariz que no es así. Ya sabe, soy de la vieja escuela, y creo en mi
olfato más que nada… Mi napia me dice que al publicar que no tenemos ni idea,
los criminales se relajarán y cometerán un error. Y allí estaremos nosotros,
esperando… Además, queramos o no, cuando acabe el año, daremos las cifras
oficiales de los delitos cometidos. Si esperamos a ese momento, quizá se nos
acuse de indolencia, y a lo mejor, al habernos adelantado, se dio mejor
imagen…, incluso política —subrayó—. La ciudadanía tendrá la impresión de que
el problema que vive, no deja indiferente a sus políticos y a sus fuerzas de
seguridad que intentan con todas sus energías poner remedio a la situación…
—En
la Dirección General no están tan seguros.
—¿Qué
sabrán en Madrid de nuestros problemas?
—Temen
el contagio, Gayano. Si la Policía afirma que no sabe por dónde empezar para
capturar a los culpables, otros, en otras partes, también pueden empezar a copiar
ideas…
—Paparruchas.
Usted lo sabe como yo. Salvo que la banda se traslade, esto no ocurrirá.
Gayano
era consciente del efecto fulminante de la palabra banda en el Subdelegado: la
estridencia de un despertador en pleno sueño. Sonrió al descubrir el gesto del
político.
*
Había hablado con Alicia y ésta le había rogado que dejase
Euritmia y viajase hasta Madrid, donde ella vivía con su marido y sus dos
hijos. Pero Dalmacio se negó en rotundo. Después de un intenso diálogo, la hija
consiguió que su padre le prometiera que acudiría a la Comisaría a poner la
denuncia. Ambos suponían que parecía imposible que aparecieran las joyas
robadas, pero al menos, si ocurría el milagro, todo sería más fácil, por no
hablar de los riesgos que corría. Ante semejante miedo, Dalmacio argumentó que
no se habían producido daños personales, por tanto no era de esperar que él se
convirtiera en el primero. Su hija, no obstante, sostuvo que siempre había una
primera vez para todo, así que, o iba a la Comisaría, o se encargaba ella misma
de hablar con Balmes, pues para eso era su amigo…
En
cumplimiento de su palabra, aquella misma tarde Dalmacio atravesaba las puertas
de la Comisaría, y solicitaba información para poner una denuncia.
—¿Un
robo? —preguntó el agente, seguro de que no erraba. Dalmacio no contestó,
esperó a que el hombre uniformado continuase. —Sí, mire, llegue a la esquina,
coja el pasillo de la izquierda y en la primera puerta, allí es.
Para
su sorpresa, a pesar de lo que se había dicho en los medios de comunicación, no
había nadie dispuesto a denunciar el robo. En algunas ocasiones los datos
necesitarían alguna explicación más precisa o clara para que los ciudadanos
corrientes tuvieran comprensiva percepción de los acontecimientos. Un
incremento tan abrumador del número de delitos contra la propiedad en una
ciudad como Euritmia, no significaba que todos los días hubiese cincuenta o
cien robos. Diez o quince diarios –teniendo en cuenta el número de habitantes
de la ciudad- serían suficientes para que las alarmas policiales y políticas se
disparasen. La joven policía que se sentaba ante un ordenador, le hizo un leve
gesto para que Dalmacio se acercase.
—Buenas
tardes, señorita, no parece que hoy haya habido tantos robos…
Maribel,
policía en prácticas, le sonrió sin comprender lo que le había dicho aquel
hombre de porte distinguido y avanzada edad.
—No
entiendo a qué se refiere.
—En
la prensa han publicado el alarmante incremento de robos en la ciudad, y a mí
me han robado esta mañana, a eso del mediodía, ¿sabe usted? Lo sé porque al
poco han sonado las campanadas de la Esbelta Dorada. Como no hay nadie, será
que hoy sólo me ha tocado a mí.
—A
veces no se publican bien las cosas —comentó Maribel, mordiéndose los labios de
inmediato. No debería haber hecho semejante comentario, extralimitaba sus
funciones—. ¿Va a denunciar el robo? —Dalmacio asintió y ella prosiguió—. Si me
permite su DNI…
Después
de acabado el trámite burocrático, se dirigió a Maribel.
—¿Cuándo
cree que recobraré las joyas de mi mujer…, es lo único que me queda de ella?
La
joven agente se encogió de hombros.
—Llevamos
más de tres meses detrás del asunto. No le puedo decir más. Lo único que le
aseguro es que estamos haciendo lo que podemos.
—¿Sabe
usted si el comisario Gayano…?
Maribel
se tensó. No era una buena señal para ella que Dalmacio preguntara por el Jefe.
Quizá quería quejarse por algo que ella, inconscientemente, hubiera hecho mal.
Los pensamientos cruzaron su cabeza como una daga de hielo y anidaron en su
rostro, puesto que Dalmacio precisó a toda prisa.
—Soy
viejo amigo suyo. Nada que ver con usted… Me gustaría hablar con él del asunto,
seguro que si sabe que las joyas de Anunciación me las han robado… ¿Dónde
podría verle?
—Su
despacho está en el piso de arriba. —Maribel parecía más calmada—. Pero quizá a
estas horas ya se haya marchado. Pregunte a alguno de mis compañeros.
No
fue necesario. Nada más salir de la oficina, se encontró con Gayano que
abandonaba la Comisaría. Se escuchaba su voz de lija gruesa por culpa del
tabaco.
—Hasta
mañana, Ramón. Espero que no suceda nada grave esta noche. Como tenga que salir
de casa, creo que mi mujer no me lo perdonará nunca.
—No
se preocupe, Comisario —respondió Ramón como si recitara un papel memorizado—.
No creo que sea necesario que abandone su casa. Ya sabe que esta ciudad es muy
tranquila.
—No
se fíe, las apariencias engañan… Y ya sabe el crimen nunca descansa.
—¡Gayano!,
¡Gayano!
—Dalmacio…
Benditos los ojos… ¿Tú por aquí? ¿No me digas que…? —Balmes se giró hacia la
oficina donde se denunciaban los robos e intuyó el motivo por el que el viejo
Allende estaba en la Comisaría—. ¿Cuándo te robaron?
—Esta
mañana… Lo peor es que eran las joyas de Nunci.
El
cariñoso apodo de la esposa, reservado para el coloquio íntimo, sobrevoló la
breve distancia que separaba a ambos cubriéndola de recuerdos. Evocaciones de
años transcurridos demasiado rápido, truncados con uno de los mordiscos que la
vida da sin previo aviso.
El
Comisario, desde hacía muchas décadas, no se implicaba emocionalmente en los
casos que tenía que resolver. Era una medida, no sólo de higiene mental, sino
de eficacia profesional. Pero aquella frase había desbaratado, sin buscarlo,
tal precaución. Desde ese instante, el caso de los robos en Euritmia, ya no era
uno más —especialmente delicado a causa de la alarma social que estaba
provocando en la ciudad—, sino que había afectado a su viejo amigo Dalmacio
Allende, y nada menos que al recuerdo de Anunciación. Era como si le hubieran
secuestrado lo último que le quedaba de ella, aunque tal afirmación no se sostuviese
objetivamente.
*
El
frío se había enseñoreado de la ciudad. La Navidad se acercaba,
como siempre, escondida bajo un lastre de edulcorantes como fuegos
artificiales, luces como sonrisas de cartón, gastos como robos a los
desheredados, regalos como egoísmos compartidos… Y por no romper con los
tópicos, para que estuviesen todos, la nieve se asomaba como niña curiosa sobre
la cresta de las montañas. Nevaría en la ciudad en cualquier momento.
Pero
este año en Euritmia, algo había cambiado. El miedo se había apoderado de una
parte de su sustancia. Era un miedo pegajoso e inexplicable. Un miedo que
crecía en el interior de algunos ánimos, sin afectar a otros. Los robos habían
comenzado donde residían las fortunas de la ciudad, tal y como sostenían las opiniones
más generales y aceptadas. Después de los primeros, que se mantuvieron en
secreto por un prurito de orgullo y porque la propia Policía lo recomendó, los
hurtos se extendieron como una mancha de aceite que terminó por colarse en la
mayoría de hogares de La Plaza, calle Imperial, avenida Gonzalo Fernández de
Córdoba, calle del Cabildo, y la parte baja de la calle Arcipreste de Hita, la
más próxima al Puente.
Sólo
en el despacho de Gayano se tenía la noción precisa. El plano de la ciudad,
como un pajarillo con las alas cerradas, se desplegaba sobre una de las
paredes. Donde se había producido algún robo habían clavado pequeñas
chinchetas, tal que un reguero de hormigas. Los barrios más humildes, en
teoría, como El Óreo o El Ángel o Nueva Euritmia, aparecían limpios, como si
sólo le crecieran plumas a aquella avecilla en la cabeza y el cuello. Para dos
policías expertos como Balmes y del Río, allí estaba la mano de una banda bien
organizada que tenía un firme propósito y que conocía muy bien los entresijos de
la ciudad sobre la que asestaba golpes precisos, pero cuya última determinación
no parecía ser el desfalco.
Se
repetía sistemáticamente la forma de actuar. Nunca había nadie en la casa
asaltada. El único daño, aparte del robo, era el que se producía en la
cerradura de la puerta de entrada, aunque no era muy grande. (Este detalle
llevó a pensar en la mano de un experto). Lo robado, salvo el dinero —si lo
encontraban de modo sencillo—, era identificable por los propietarios (joyas,
relojes, pequeños cuadros, alguna miniatura de cierto valor, aunque fuese por
su antigüedad). Excepto algún desorden, no causaban más daño en la vivienda.
Nunca se llevaban todos los objetos de valor, ni siquiera todo el dinero. Jamás
se sustrajeron algo de gran tamaño. Tampoco se había producido ningún hurto
después de las seis de la tarde, ni antes de las once de la mañana. En un
intervalo de siete horas los ladrones robaban todos los días entre dos y seis
domicilios. Al menos ésa era la frecuencia de las denuncias.
La
Policía estaba atónita, era la primera vez que se encontraban con un tipo de
atracos de esta clase. Si por el delito se intuye al delincuente, en este caso
todas las líneas de investigación topaban con soluciones de difícil
explicación…
Las
señales que dejaban los ladrones, analizadas por el departamento científico de
la Comisaría, no aportaban muchos datos. Las huellas encontradas no figuraban
en ningún fichero policial. Uno de ellos era de cierta edad puesto que habían
encontrado en varias viviendas algún cabello blanco, que no aclaró nada, pues,
una vez hecho el estudio de ADN y cruzados los resultados con la base de datos,
no estaba fichado.
Balmes
y del Río construyeron con paciencia de miniaturista un posible perfil de los
ladrones. Sus conclusiones, en principio, no hablaban muy bien de las
facultades mentales de ambos policías: personas de cierta edad –deducción a la
que se llegó por la zona en que actuaban-, probablemente naturales de la
ciudad, o residentes en ella desde hacía tantos años que todo el mundo les
consideraba euritmitenses, que robaban, bien porque padecían alguna enfermedad
mental, bien porque pretendían obtener un alto número de pequeñas ganancias con
la venta de lo robado. No buscaban el gran golpe, sino pequeños hurtos que
sumaban una buena cantidad.
—Esto
suena —comentó Daniel del Río una tarde de noviembre, cuando el estupor ya ocupaba
la inteligencia de los policías— a que alguien está solucionando el problema
que le ha causado la crisis a base de sisas, más que robos. Un viaje a Madrid u
otra ciudad próxima, les permitiría su venta al menudeo, sin que nadie pueda
dar la señal de alarma.
—¿Y
si las empeñaron?
—No
fastidies, Gayano… ¿No me digas que son ladrones buenos que una vez que recuperen
el dinero, van a ir a desempeñar las joyas y luego devolvérselas a sus
propietarios?
Balmes
se encogió de hombros y encendió un cigarrillo en su despacho. Del Río se apresuró
a abrir la ventana.
—Gayano,
que está prohibido…
—Coño,
Daniel, se me olvidó… ¿Me vas a denunciar? —preguntó Gayano con una sonrisa
inocente, que se acentuaba al paso del humo junto a sus ojos obligándole a
guiñarlos como si mirara a un horizonte lejano.
La
tarde en que denunció Dalmacio, algo se consolidó en la percepción de Gayano.
Una intuición confirmaba la sospecha sobre un aspecto de la identidad de los
ladrones. Fue como un chispazo que aún no sabía concretar muy bien ni para qué
servía.
—¿Dalmacio
—preguntó— sólo te robaron las joyas de Anunciación?
—También
algo de dinero, pero eso no me preocupa.
—¿Eran
las únicas joyas que tenías en casa?
—No,
aún queda alguna más.
Gayano
se frotaba la barbilla en un gesto muy suyo que mostraba a las claras que su
cabeza trabajaba a bastante velocidad…
—¿Tenías
las joyas guardadas en diferentes habitaciones del piso?
Allende
intuyó qué derroteros pensaba el Comisario, e intuyó las conclusiones.
—Pues
no… Ahora que lo dices tienes razón. ¿Por qué sólo se han llevado estas joyas y
han dejado las otras? No lo entiendo… Una vez allí podrían haberse llevado
todas.
*
Cuando, unos días después, Dalmacio abrió el buzón, le sorprendió
ver un sobre. Cada mañana, antes de la comida, repetía maquinalmente el gesto,
aunque sabía que no habría nada, salvo publicidad, cartas del banco o recibos
de la luz o el teléfono. Los pocos amigos que le iban quedando, vivían en
Euritmia, con su hija hablaba a diario por teléfono y raro era el mes en que no
le visitaba acompañada por los nietos y el yerno. Por navidades era él quien se
desplazaba a Madrid.
Desde
la muerte de Anunciación, odiaba las navidades en Euritmia; cada adoquín era un
recuerdo de su ausencia. No estaba dispuesto a que las navidades se
convirtiesen en una navaja que le reabriese heridas. Alicia no era capaz de
concretar semejante sentimiento, pero intuía lo fundamental. Además ella no se
podía permitir el lujo de pasarse dos semanas en Euritmia. Era mejor –sobre
todo para ella y los niños- que el abuelo estuviese en Madrid.
Después
de leer la nota, llamó a su hija: habría cambio de planes. Hasta después de Navidad
no se desplazaría a Madrid. Si ellos querían pasar con él nochebuena y Navidad
tendrían que venirse, de lo contrario se quedaría solo, pero tal cosa no le
importaba.
Estimado señor Dalmacio Allende,
El motivo de la presente, es invitarle a una celebración
comunitaria de la Navidad que organizamos en los locales de la Residencia de Estudiantes Santos Justo y Pastor, el próximo día 25 de diciembre a partir de
las 12:30 horas.
Somos representantes del grupo de reciente creación Navidad sin Cuento.
Pretendemos con este sencillo acto, demostrarle las inmensas posibilidades que
aún nos quedan para disfrutar del verdadero espíritu de la Navidad.
Sabemos que últimamente ha tenido alguna experiencia muy
desagradable, de la que intentaremos sea resarcido del modo más conveniente. A
la espera de que se produzca el encuentro personal, reciba nuestro más cordial
saludo.
Navidad sin Cuento
Tras
escuchar el texto, Alicia sentenció que era una broma intolerable. Pero cuando
su padre le dijo que pensaba a acudir hasta allí, porque después de leer el
último párrafo se imaginaba que allí podría estar la solución al robo de las
joyas, cambió de idea.
—Quizá
tengas razón, papá… ¿Por qué no le comentas algo a Gayano?
—¿Qué
tendrá que ver Gayano en esta historia?
—Mira,
papá, si sospechas que allí pueden estar las joyas, lo más probable es que no
estén sólo las de mamá… —De inmediato se mordió los labios. No debería haber
evocado su imagen en ese momento, pero ya estaba hecho. —Quiero decir que habrá
más personas como tú, y que te vas a encontrar con los ladrones, o alguno de
sus cómplices. ¿No crees que la Policía debería saber algo?
—A
ver si se va a liar la cosa, y me quedo sin las joyas. Es lo único que me
interesa… Además, podría suceder que no hubiera nada de eso, que fuera sólo una
celebración que organizan las monjas de la residencia para los viejos como yo y
se refieran, ellas qué saben de robos, sino a la muerte de tu madre.
*
Gayano
Balmes bajó al bar de Pruden a tomar un
café en compañía de Daniel del Río. Desde hacía unos días no había habido ni
una sola denuncia por robo.
—Estoy
seguro de que algo traman, Dani. Nadie me lo puede quitar de la cabeza.
—A
mí me parece que no se han creído lo que dijiste en la rueda de prensa. Les has
asustado —comentó del Río ante la mirada escéptica de su jefe.
—Si
nuestras teorías son ciertas, aunque no podamos hacerlas públicas para que no
nos ingresen en un manicomio, esto sólo me cuadra porque están preparando algo
gordo.
—Tienes
la cabeza más dura que los apóstoles… Yo no lo creo, pero, suponiendo que sea
cierto, qué imaginas que están tramando.
—Y
yo qué sé. Si se me ocurriera, lo diría. Supuse que en esta semana iban a
arreciar los robos, precisamente por la cercanía de las fiestas. Pero pararon.
No sé, no me cuadra.
—Si
supiéramos qué pretenden, quizá fuera todo más fácil —musitó del Río, como si
pensase en voz alta…
—Tendríamos
que haber estudiado mejor cada robo. Seguro que hay algo que nos abriría los
ojos. Me parece que nos hemos quedado en la superficie.
—Nada
encaja con el perfil habitual de una banda de ladrones.
—Salvo
que roban, querrás decir.
Del
Río hizo caso omiso al intento de broma del Comisario, y continuó con sus
reflexiones.
—Digo
que el error ha sido pensar que luchábamos contra una banda de ladrones al uso.
Y me parece que no es eso. Me parece que se trata de otra cosa. —Del Río seguía
dando vueltas al contenido de su taza. El azúcar se había desleído hacía tiempo.
—Cualquier ladrón, y más una banda, se lleva todo lo que encuentra en una casa
y le pueda servir; no se anda con tantos miramientos. Hay ciertos objetos que
no valen absolutamente nada, salvo su valor sentimental. En algún caso se puede
aceptar casualidad o confusión, pero no en tantos. Es decir, los ladrones
conocen bien a muchas de sus víctimas. Sabemos que no son jóvenes. Intuyo que
son tan conocidos que nadie, ni nosotros, sospecharía que está ante un ladrón
si le viera entrar o salir de una de las viviendas asaltadas. Los
confundiríamos con alguna visita o algún otro vecino… O sea, Gayano, que roban,
sí, pero no sabemos para qué roban.
—¿Estás
seguro de todo lo que dices?
Del
Río llevó el café a los labios y sintió en la punta de la lengua el sabor
amargo del café, quizá ya un poco tibio. Cuando depositó la taza sobre el
platillo, negó con resignación.
*
El
día de Navidad llegó envuelto en viento del sur. Los restos de
nieve de las jornadas previas se habían disuelto y el ambiente de Euritmia era
más cálido de lo habitual para esos días. El sol hacía rutilar en nácar las
nubes que buceaban juguetonas en el cielo.
Sor
Matilde no había dormido, se acercaba el momento estelar de la operación Navidad sin cuento. En pocas horas
sabría si todo había sido un éxito, o, por el contrario, ella, su hermana y su
cuñado, comenzaban un calvario que les llevaría, sin duda, a prisión.
Cuando
su hermana Coronación le explicó su idea, no pensó que aceptaría, pero al final
lo hizo. Fue una mañana calurosa de agosto cuando escuchó por primera vez lo de
los robos. Se llevó las manos a la cabeza y recriminó a Coro con dureza por
semejante ocurrencia del diablo.
Según
su hermana, Euritmia, como el resto de Europa, caminaban con paso firme hacia
el desastre. La crisis económica, en realidad, no era más que una mezcla de
abuso de los bancos, miedo, engaño, avaricia y pérdida de valores. Se trataba
con esta acción de poner el dedo en la llaga. Era vehemente en su discurso.
—Nosotros,
Matilde, no podremos hacer nada frente a los bancos, y contra eso que llaman
mercados, pero a lo mejor podemos devolver sensatez a unas cuantas personas.
Ahora parece que todo en la vida se reduce a lo material. El dinero es lo único
que importa. Demostremos que a todos nos sobra algo, que sin parte de lo que
tenemos, podemos seguir viviendo.
La
mirada de Matilde reprobaba la verborrea justiciera de Coro. Adujo la monja que
todo aquello le sonaba a bandolerismo, que no estaba dispuesta a convertirse en
Sor Matilde, la Bandolera, que no era tarea suya quitar a los ricos para
repartir a los pobres y que como no se fuera de allí en ese preciso momento,
ella misma la echaría a patadas en su gordo trasero. Pero su hermana se
defendió.
—No
pienso repartir con nadie lo que robe, ni pienso quedarme con un céntimo. Sólo
será un depósito hasta Navidad. Ese día lo devolveremos a sus dueños, como un
regalo.
—Pero
si es suyo —protestó Matilde.
—¡Esa
es la cuestión, hermanita…! No hay nada que en el fondo sea nuestro. Si miras
bien, todo lo abandonaremos, aquí se quedará. Detrás de nosotros, habrá otros
que con ello harán lo que estimen más oportuno, y no podremos evitarlo. Las
monjas y los curas no hacéis más que repetirnos esas cosas una y mil veces… Ya
ves, lo habéis conseguido, me lo he creído. Pero si alguna vez no se practica,
sólo serán bonitas palabras…, música celestial.
Matilde
escuchaba a su hermana y no daba crédito. Empezaba a dudar. En un solo minuto
pensaba que había enloquecido o que estaba ante una verdadera santa. Decía
cosas muy parecidas a la propuesta evangélica, pero algún matiz se le había
pasado.
—Coro,
Coro, eso no es así. Se trata de que cada uno llegue por sí mismo a semejante conclusión.
Las imposiciones no sirven. Es en el propio corazón donde se decide.
—Sí,
ya lo sé. Pero el corazón también necesita de alguna ayudita.
—Ahora
me he perdido.
Coronación
sonrió. Intuyó que estaba a punto de lograr lo que pretendía.
—¿Cómo puede decidir el corazón sobre el asunto, si
sólo se le bombardea con el afán de tener más, de gastar más, de que a más
cantidad de cosas, más felicidad? De pronto, con esto de la crisis, el abuso y
el miedo han llegado como una bandada de cuervos hambrientos. Todo el mundo
piensa que es infeliz porque la economía va mal… Ellos son quienes nos están robando,
de acuerdo, pero lo peor es que no sólo nos quitan el dinero, sino también
nuestra alegría… Contra el abuso no podemos, quizá contra el miedo de algunos
sí.
—Y
llegas tú, y vas y les quitas más, para que se pongan tan contentos. No me
digas que no es extraño tu planteamiento…
—Sólo
temporalmente. No pretendo arruinar a nadie. No se trata de desvalijar las
casas, se trata de robarles una parte de lo que tienen. Si me apuras, a los que
conocemos más, yo sería partidaria de quitarles más que dinero, algo de cierto
valor, donde hayan puesto demasiado sentimiento. Eso les dolerá más, y se darán
cuenta que ni los recuerdos, o el cariño, desaparecen con la pérdida del objeto
querido. Quizá sean los que primero entiendan que no pierden tanto cuando les
desaparece una pulsera o una foto… Te repito, será temporal, como mucho, para
nuestras primeras víctimas, tres meses. Luego se lo devolvemos y que ellos
actúen en consecuencia. —Tras tomar aire, siguió, más convencida aún. —Éste ha
de ser tu trabajo. Hacerles ver dónde está la felicidad y cuál es el verdadero
sentido de la Navidad… Me parece que los males de este mundo comenzaron el día
en que la Navidad sólo parece que existe si se ha gastado mucho, a veces más de
lo que se puede. —Tras un nuevo silencio, un poco más largo esta vez, cambió el
tono de su voz. —¿No te parece muy triste que la época de mayor consumo y mayor
gasto en centros comerciales, joyerías, jugueterías, carnicerías, pescaderías,
fruterías y restaurantes sea precisamente Navidad?
Matilde
se sintió acorralada por el discurso de su hermana. Buscaba una salida.
—Robar
en una casa no es tan sencillo… ¿Les pedirás permiso para entrar y luego te
llevarás algo de allí sin que se enteren? ¿Se lo vas a coger del baño?
Coronación
sonrió.
—Para
algo tiene que haber servido casarme con el mejor cerrajero de Euritmia…
—¿No
me digas que Isaías está en el ajo?
—¿No
pretenderás que me ponga en contacto con una banda de ladrones?
Coro
había pensado también pedir a su hermana que la Residencia sirviese como
almacén de lo sustraído. Así se evitarían el transporte hasta allí durante las
vísperas de Navidad, pero le pareció demasiado para el primer día. Mejor
esperar al resultado de los primeros golpes. Si salían bien, sería más fácil
convencerla.
Todo transcurrió
según lo planificado, mejor aún, pues habían robado en todos los hogares
previstos, una semana antes de lo calculado por Isaías. Al final de octubre,
Matilde había accedido a cada pretensión de su hermana y ya estaba enfrascada
en la preparación del día de Navidad. Con cada lote hurtado confeccionaba un
paquete de regalo al que adhería una tarjeta con el nombre del destinatario.
Los bultos se apilaban en un local vacío y amplio de la Residencia y del que
sólo ella, como superiora de la comunidad, tenía la llave.
A
primera hora de la mañana de Navidad, tras los laudes, convencida de que sería
su última jornada en aquella Residencia, se encaminó hasta allí y se cercioró de
que todo estaba en su lugar. Había preparado un acto sencillo. En la capilla se
celebraría la primera parte.
Le
había costado muchos quebraderos de cabeza organizarlo. Había pensado muchas cosas,
pero ninguna le convenció.
Al
fin encontró la inspiración. Se trataba de ir a la esencia, así que a la
esencia fue. Leería dos textos bíblicos, el nacimiento tal y como lo narra
Lucas en su evangelio y el himno de la carta a los Filipenses, que desde que
llegó a su corazón no dejaba de arrullar en su corazón como una nana: “Cristo, a pesar de su condición divina, no
hizo alarde de su categoría; al contrario, se despojó de su rango y tomó la
condición de esclavo, pasando por uno de tantos..." (2)
Después,
aparecerían su hermana y su cuñado y dejarían sobre el altar la imagen de un niño
Jesús tumbado en su cunita. De fondo sonaría una música suave.
A
continuación bajarían a la sala donde estaban los paquetes con sus
pertenencias.
—Aquí
está lo que es vuestro —diría—. No os lo hemos robado. Tal cual lo tomamos os
lo devolvemos. Sólo pretendíamos que os dierais cuenta en dónde está la vida.
Por
último sólo deberían esperar su reacción.
Pero
en ese momento, mientras su mirada recorría los paquetes, temía su reacción.
Eran demasiados
Como cada aurora, al
levantarse se había asomado a la ventana de su celda, que daba a la calle
Arcipreste de Hita. Era una costumbre que conservaba desde la infancia, mirar a
la calle nada más salir de la cama. Y lo vio.
Frente
a la puerta de la Residencia, se apostaba un coche camuflado de la Policía.
En
Euritmia casi todos se conocen. Casi todos saben mucho de la mayoría de vidas,
aunque casi nadie sepa lo que importa, pero eso es otro cuento.
Cuando
sor Matilde se asomaba, el joven que se sentaba al volante del vehículo, salió
a estirar las piernas y encendió un cigarrillo. Era el nieto de una de sus
amigas de la infancia. Matilde sabía que era policía.
Un
nudo le apretó en el corazón. Quizá alguien, al recibir la invitación, se
malició algo y había dado un aviso a la Comisaría.
No
obstante, estaba segura que la Policía no tenía nada concreto. De lo contrario
habrían llamado a la puerta de la Residencia esgrimiendo una orden de registro,
y a esas alturas, ya estarían en algún calabozo. Por eso, porque sólo
sospechaban, esperaban acontecimientos con una discreta vigilancia.
Mejor mantener el
silencio. Toda la suerte estaba echada. Al menos habían llegado al día de
Navidad, que era mucho más de lo que había sospechado en el mes de agosto.
Mejor
no decir nada ni a su hermana, ni a su cuñado, no fueran a traicionarles los
nervios.
Mejor
esperar, sí.
Una
vez que los propietarios abran el contenido de los paquetes, que cada corazón
resuelva cómo actuar, que cada corazón escriba el desenlace de la Navidad sin
cuento.