Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Fin de Trayecto. Parte primera. Capítulo 07

Lunes, veinticinco de julio de 1988.
Mediodía.

Como era de suponer, las pocas horas que he dormido han estado plagadas de pesadillas y de llanto.
No me acuerdo de nada de lo que me ha alterado el sueño. Sólo sé que la madrugada, el final de la madrugada, ha sido una pelea con alguien. Ahora sería divertido inventarme algún sueño raro y escribirlo, sin embargo no sería honesto.
Desde el primer día, sólo escribiré cosas ciertas en este diario, o, al menos las cosas como yo las vea, las sienta, las viva, o sea, verdaderas para mí. Es lo más próximo que conozco a la objetividad. No quiere decir que todo lo que me ocurra lo ponga por escrito. Al menos no es mi intención.
En la casa hay tensión. Nadie se ha molestado en dirigirme la palabra, salvo Marc que ha llamado a la puerta de la habitación.
Lo he abierto, después de ponerme una camiseta, pues por culpa de este calor estaba casi desnuda. Me ha preguntado cómo me encontraba y si no bajaría a desayunar.
Le he dicho que bajaría un poco más tarde.
Me ha preguntado si quería que le dijera algo a Joaquín. Me ha emocionado su solidaridad, sin embargo, le he prohibido tajantemente que lo intentara. Él no tiene nada que ver con todo el lío de anoche y mejor que no se meta. Ya le explicaré por la tarde.
No he bajado a desayunar. No me ha apetecido.
Mi cabeza da vueltas a mil cosas. He estado sentada sobre la cama. He pensado en todo lo que ha sucedido, y no sólo en lo de ayer, sino en todo lo que ha sido mi vida desde que puedo recordar, y más que recordar, comprender: los golpes que me han propinado el abuelo y mamá, lo mismo que a mis hermanos, sobre todo a Marc. Pedro, como es el pequeño, es el niño mimado de la casa. Desde hacía unos cuantos años nadie me pegaba.
La bofetada de anoche (y el insulto) va a significar un momento clave. Sin duda va a haber un antes y un después de esa bofetada, para mamá también, por supuesto. Aunque, en el fondo, sólo significa una cosa. Sólo significa la demostración palpable de que el odio que sentía hacia mí desde niña, no ha desaparecido. Ella sigue culpándome del fracaso de su vida. ¿Fuí un embarazo no deseado? ¿Pudo hacerle tanto daño que fuera una chica y no un varón? ¿Fue tan brutal la persecución a la que la sometió el abuelo? Nunca he indagado en todas esas preguntas. Probablemente papá me pudiera responder de algún modo. Analizo mi vida bajo esa nueva perspectiva y descubro que soy un estorbo. Sí, será mejor que marche de esta casa.
También he pensado en las mil y una discusión entre papá y mamá. Siempre sucedían cuando papá había bebido alguna, o muchas, copas de más, entonces cogía, al menos en apariencia, el mando del hogar por unas horas y todo se volvía patas arriba en favor de nosotros, sus hijos.
Supongo que podría haber sido un buen padre, pero su falta de fuerza para afrontar cualquier discusión se lo ha impedido. Tenía que beber, y no poco, para enfrentarse al abuelo y a mamá. Al final, mamá hizo que desaparecieran las bebidas alcohólicas de la casa. Eso fue una medida positiva, porque me temo que si no, la cosa hubiera sido peor, hubiéramos llegado a serios problemas de violencia. Pero tal era la pusilanimidad de su espíritu, que mamá consiguió que no saliera de su casa salvo a mandados muy concretos o con ella colgada de su brazo. Sólo algunos años después, con el abuelo pegado a los talones, iba al bar a jugar la partida de después de la sacrosanta siesta. No sé si bebía. No me importa. Lo que si sé es que ahora, ni bebido, es capaz de enfrentarse a mamá. Como si le hubieran castrado el alma.
Con estas vivencias, y con este clima de violencia soterrada y asfixiante, oculta y cegadora, anhelo más el cariño de Joaquín, igual que se anhela la brisa suave y refrescante en uno de estos días calurosos del verano ....
Y luego, durante un buen rato, lo único que he hecho ha sido recordar cómo le conocí...
Aquella tarde, apenas reparé en él. Le conocía, claro, pero nunca hubiera sospechado que sería mi primer ligue serio. Era sábado. Un sábado del principios de primavera. Un sábado iluminado. Casi con exceso de luz, tanta que podría emborracharnos. Estaba en el parque de san Emilio con mis amigas, hablando, o, más bien, discutiendo sobre chicos. (Esta conversación es la más recurrente desde que comenzó el curso, incluso en las peores épocas de estrés producido por lo exámenes, y aquella era una de ellas). Laura, la más observadora del grupo, y mi mejor amiga, me susurró: “En la cuadrilla de los chicos no hacen más que mirarnos. Parece que traman algo. Creo que a la que más miran es a ti.” Me situé mejor para ver sin ser vista.
Efectivamente, el grupo de chicos no hacía más que mirarnos y reírse, con esa risa nerviosa que da la preparación de algo excitante. La primera intención que tuve fue sugerir que nos largáramos, no fuéramos a ser víctimas de alguna broma pesada de aquellos brutos. La panda que formaban (¿forman todavía?) Jorge, Ricardo, Rodri y el propio Joaquín, la catalogábamos de asnos sin educación, que iban a lo que iban con las chicas.
(Ahora me doy cuenta de que utilizo los mismos argumentos del abuelo para justificar la defensa que hace de su postura frente a mis deseos de libertad. Pero existe una diferencia: él habla en abstracto, en teoría; en realidad, le importa muy poco que existan, o no, peligros ciertos para mí integridad física o moral, lo único que le basta es que exista el riesgo teórico).
El principal problema es que Jorge, Ricardo y Rodri seguían estudiando, mejor dicho, matriculados en el Insti porque no han tenido oportunidad de encontrar un curro, por pequeño que sea. Joaquín se lanzó a la aventura y no le va mal.
(Aunque si con ese dinero tuviera que formar una familia, la cosa cambiaría ... En fin, a lo que iba, me lío a escribir y no sé lo que pongo...).
El caso es que no dije nada. Actué con prudencia (bendita prudencia la mía aquel día) y esperé acontecimientos; ávidamente, si soy sincera... A los pocos minutos, se acercaron y nos propusieron ir a un bar que no está lejos del parque. Aceptamos, por vencer el aburrimiento y por ver qué pasaba. Nos lo tomamos como una pequeña aventura, al menos yo...
Desde el principio, se vio que el plan era de Joaquín. Se trataba de que él y yo nos quedáramos solos. No me desagradó la idea. Joaquín, sin duda, es el más guapo de todo el grupo, sin embargo, no supe cómo actuar.
Siempre he sido muy tímida con los chicos. Muy pocas veces he sido natural frente a ellos. Las cosas que decían, y dicen, en casa eran, y son, una muralla que me obstaculiza para actuar con ellos con normalidad. Les veía como enemigos, aunque nunca lo he expresado así...
Joaquín tomó las riendas del asunto. No sé cómo sucedió, pero al poco rato estábamos los dos solos hablando acerca de todo lo humano y lo divino.
Desde ese momento, me quedó una impresión imborrable y decisiva: con Joaquín estaba a gusto y segura. El reloj corría y no me enteraba. Sin darme cuenta, pasó el resto de la tarde. Cuando me percaté de que había oscurecido, quedé sorprendida. Llegué tarde, y sofocada, a casa. Pero con latidos enormes y vivos dentro de mí: aleteo de mariposas en el corazón. No sabía entonces, ni sé ahora, si eso es amor, pero era nuevo para mí. Era una sensación placentera que me invadía y me colmaba de ilusión.
En esa semana tenía importantes exámenes, sin embargo, no pude concentrarme en ellos. Sólo quería que llegase el siguiente viernes por la tarde para estar con Joaquín.
Gracias a Dios que le advertí, sin mucho detalle, de la situación familiar que vivía. Le puse como excusa, además, los exámenes. Se trataba de evitar llamadas a casa que desbarataran la aventura en sus inicios.
Desde ese día, cada vez que entraba en la habitación para estudiar, la cabeza era una golondrina, como las que están en el alero de la casa, y que surcaban el cielo de la ciudad sin ton ni son, en apariencia... No podía, ni quería, quitarme del pensamiento su cara, su voz, sus manos, sus ojos...
No intentó nada aquella tarde. Ni se declaró. Ni siquiera, si soy objetiva, de la conversación que mantuvimos, podría deducir que pretendiera ligar conmigo. Pero me sentí atrapada por una red invisible, que, sin duda, había tendido sobre mi corazón con sus vigorosos brazos, y su mirada esmeralda.
Así transcurrió esa semana: sueños, vuelos de fantasía, mezclados con recuerdos de la primera tarde con él: como un collage, un rompecabezas.
Y llegó el viernes...
Desde que salimos del Insti, sólo pensé en la ropa que vestiría para mi primera cita, porque lo de la semana anterior no había sido una cita. Podría ponerme elegante, incluso con una falda larga que se cierra mediante una botonadura que va desde la cintura hasta los pies. Si abrochaba sólo la mitad, mis piernas quedarían descubiertas cuando yo quisiera. ¿Me debía pintar? ¿Y si llevaba el suéter blanco ajustado? Me vestí de esa manera. Cuando me vi retratada en el espejo, me encontré maravillosa, mágica.
Recordé a mi madre. Recordé que yo era Cenicienta y que no tenía hada que me visitara. Y no tuve que hacer ningún esfuerzo para adivinarla inquisitorial a la puerta de la casa cuando pretendiera salir de aquella manera.
La conclusión fue fulminante. Continué con mis eternos vaqueros (eso sí, ajustados). Aunque sí retoqué el peinado: me eché todo el cabello sobre el hombro izquierdo, dejando la cara despejada por el derecho. Ese es mi perfil más atractivo.
Gracias a Dios mamá no se extrañó. No tenía por qué extrañarse no es la primera vez que lo hago.
No ocurrió nada destacable. Estar con Joaquín era suficiente para mí.
Para el sábado decidimos que me invitaría a la discoteca.
No le dije que tenía prohibidas las discotecas. Fue un ardid para que no se alejara de mí, antes de acercarse. Me arreglé, me puse la ropa que me hacía más atractiva. La falda larga y el suéter blanco que se me ajustaba como una segunda piel. Me esmeré en los ojos, mi baza principal. Pensé que, más que pintarlos, los decoraba. La comparación me hizo gracia. Por no sé qué avatares, mi madre no reparó en mi vestuario. Lo que me intrigó un tiempo.
Él se vistió con camisa blanca y unos ajustados vaqueros negros...
No esperó.
Se me declaró.
No utilizó frases muy románticas. O un párrafo elaborado lleno de poesía. Hubiera sido imposible en él, y hubiera quedado ridículo, como si los albañiles trabajaran con frac y pajarita. (Joaquín tiene otra virtud, o a mí me lo parece, que actúa con mucha naturalidad). Me dijo, más o menos: “Me gustas mucho. Desde hace un par de meses, me he fijado en ti... Me gustaría que empezáramos a salir, si es que quieres y no tienes otro compromiso”. Lo dijo con voz tímida, pero sus ojos verdes estaban seguros de lo que hacían. Desmentían el tono empleado. Dijo algo conmovedor, porque no me lo esperaba, “Mila, tus ojos me han embrujado”. Utilizó esa palabra. A pesar del estruendo de la música, juro que la oí.
No me lo pensé. La presión en casa no me dejaba otra posibilidad. Si hubiera estado afectivamente cubierta, hubiera sopesado las cosas. Al fin y al cabo, la fama de Joaquín no era desconocida para mí, todos en el barrio le comparaban con don Juan. Le dije que sí. Un sí pequeñito y dubitativo, quizá, o eso me pareció. Desde luego, muy alejado de la seguridad y el aplomo que él mostraba, a pesar de la aparente timidez.
Salimos de la discoteca. Se dio cuenta que en aquel ambiente no estaba cómoda. Demasiadas miradas a mi alrededor. Demasiado ruido. Demasiado humo. Tenía la boca seca.
Mi corazón se desbocó. Me cogió de la mano. Un estremecimiento me conmovió de arriba abajo. No sé cómo será para las demás, a mí me pareció que una sinfonía de colores sonaba por todas partes. Era la primera vez que alguien me quería, o lo aparentaba. Era la primera vez que alguien valoraba en serio mis cosas, mis ilusiones, mis ideas, mi persona, o lo aparentaba. Me sentía halagada y plena. Me sentía mujer..., por fin, persona.
Llegamos al parque donde nos conocimos. Eligió, no sé si adrede, el banco donde estuvimos sentados el sábado anterior. Me sonrió. Me rodeó con su fuerte brazo y me besó. Fue mi primer beso.
El tiempo se detuvo durante aquel largo y profundo beso, o a mí me lo pareció. Por vez primera, mi boca era traspasada por otra lengua. Por vez primera, mi saliva se mezclaba con otra saliva. Por vez primera, su respiración, como esencia de sí mismo, entraba, por mi boca, hasta mis entrañas, hasta mi corazón. Me gustó. Me produjo sensación de plenitud. Quise muchos más como aquel. Infinitos, a ser posible. A mi alrededor, de pronto, no había nada, nadie. El universo ovacionaba sobre nuestras cabezas. Aún hoy, me estremece el recuerdo de aquel primer beso, bajo el oloroso castaño en flor, mientras sentía por muchos minutos el aplauso del infinito, presentía, emocionada, que nos observaba mientras sonreía esféricamente.
Después llegaron otras tardes en la discoteca. Las primeras caricias, sentir otras manos distintas de las mías recorriendo mi piel (al menos la superficie de piel que le permitía), o el abandono en sus fuertes brazos mientras la música suave y placentera, lenta y dulce, como un sueño de bebé, me mecía y mostraba infinitos horizontes de luz y libertad.

Sin embargo, qué distinto es todo lo que ocurre en esta casa. Llevo toda la mañana sin salir de la habitación y nadie ha venido a preguntar si me pasa algo. Y lo peor no es eso, lo peor, es que no me sorprende...

(Continuará...)

martes, 28 de septiembre de 2010

Fin de Trayecto. Parte primera. Capítulo 06

Domingo, veinticuatro de julio de 1988.
Madrugada.

Es la una y veinte de la madrugada, solamente.
¡Qué noche tan larga! ¡Qué noche tan calurosa!
Por fin, he reunido fuerzas para levantarme, buscarte, corazón herido de tinta y recuerdos.
Toda la ciudad (como el resto del país) emocionada y alegre, eufórica diría yo, pues Perico ha ganado el Tour de este año, el primero que gana un español desde Bahamontes, y yo sumida en la angustia más profunda.
Llevo dos horas llorando. Mi corazón se inunda, a partes iguales, por el odio y por la desolación.
Creía que las cosas iban a ser de otra manera, pero se ha descubierto, he descubierto, todo el percal. Era un truco, un truco muy sucio por cierto.
El abuelo, demostrando sus dotes de estratega, ha conseguido mitigar la ira de la discusión del otro día ampliándome los horarios y haciéndome algunos regalos, aquello que él sabe que me gusta. No en vano soy su nieta.
¡Qué tonta he sido!
He llegado a pensar que los gritos que les di no cayeron en saco roto. He pensado que algo había cambiado en mi situación familiar. Ingenuamente confiaba en que ellos hubiesen descubierto que ya no era una niñita. Así que, esta tarde, he vuelto a intentarlo, sabía que me la jugaba, pero... La presión de Joaquín crece, y corro el peligro de perderlo por estas tonterías.
Esta noche están de fiestas en otro barrio de la ciudad, en El Ángel, y hay una buena verbena. Joaquín me ha pedido que fuéramos y que fuéramos sin horario. “Una noche de verano para nosotros solos”, ha dicho. Le he vuelto a recordar mi situación. “Insiste, cónvenceles”. En su tono y en su mirada, he notado que no se termina de creer lo que le digo... Creo que piensa que le engaño... Intuyo que empieza a pensar que son trucos míos para tenerlo bien agarrado.
Pero creo que tiene razón, así que he vuelto a pedir permiso. Mi sorpresa ha sido mayúscula, ya que esta vez la negativa ha sido a tres bandas, pues también papá, seguramente adiestrado por mamá para la ocasión (para siempre que se produzca esta situación), ha exclamado que no iba a salir por las noches, más allá de las doce.
Pero el abuelo ha ahondado en la herida, soltando un globo sonda, algo acerca de un rumor que corría por el barrio y que había llegado a sus oídos en las interminables partidas de tute después de su siesta, en el café.
— Niña, como me entere que sales con algún chico a tu edad, sin que nosotros lo sepamos y sin nuestro permiso, no solo no sales por la noche, sino que vas a pisar la calle cuando yo salga, ni antes ni después, ¿entendido? Soy capaz de llevarte al colegio, como cuando eras pequeñita...
Me he sentido impulsada por un brazo invisible que me manejaba y me impedía valorar, mínimamente, el resultado de mis actos. Me he lanzado a una piscina de la que desconocía su profundidad, ni había mirado si tenía agua, o me arrojaba en seco. Luego ha sido muy tarde para dar marcha atrás.
— Si me gusta Joaquín y salgo con él a ti qué. Además, ¿cuántas veces has contado que te hiciste novio de la abuela cuando tenía diecisiete años?
He tocado al abuelo en su línea de flotación, en su gran debilidad, le he devuelto a los instantes más felices de su vida, sin duda... Sus ojos, por primera vez en años, al menos quince, desde que murió la abuela Asunción, han abandonado esa mirada de depredador al acecho de la presa, y se han puesto de acuerdo con la eterna sonrisa de su boca. Me he dado cuenta; iba a proseguir por ese flanco, buscando en mi repertorio el tono (ese que toda mujer ha de tener para convencer a un varón, sea éste abuelo, padre, hermano, amigo, novio, esposo, amante o hijo), de dulzura infantil que le cautivaba hacía años; pero no he podido, mamá, tan ágil de lengua como siempre, ha interpuesto una muralla infranqueable.
— ¿Así que sales con un chico?
Me he sentido herida, y he respondido con rabia.
— Sí, ¿pasa algo?.
Es la primera vez que planto cara a mamá así. A pesar de la entereza de mi mirada, por dentro me recorría, y ahora que lo pienso me vuelve a recorrer, un temblor de pánico que temía que fuera descubierto.
— O sea, que era cierto lo que dicen en el bar... — Murmuró el abuelo, recuperándose del golpe bajo que le había asestado inconscientemente.
Papá, mientras, miraba alternativamente: a mí, a mamá, al abuelo... Su mirada cada vez era más vacuna. Se ha odiado una vez más. He descubierto un destello de vergüenza en sus pequeños ojos, normalmente vacíos. (Es increíble la capacidad de percepción que se adquiere en situaciones límite. Como si cada sentido aumentara su capacidad para recibir todos los estímulos que llegan desde el exterior. Si hubiera estado charlando, por ejemplo, sobre lo caluroso del verano. o cualquier otra cosa, seguro que ni me hubiera acordado que estaba allí sentado, leyendo su periódico).
He detectado la abulia que recorría cada milímetro de su espíritu. Me ha parecido que quería transmitirme una frase de apoyo, siquiera una. Supongo que por su cabeza han pasado varias, seguramente continúan pasando como luces, pero no ha articulado ni una. En aquel momento, fijo que añoraba un trago para enfrenarse a su esposa y a su suegro, y evitar que su hija continuara perdiendo la dignidad, ya que él la había perdido hacía tanto tiempo. Seguro que también odió más que nunca a mamá. El secuestro de las voluntades a las que mamá somete a los miembros de la familia le parece más grave, porque sus hijos nos asomamos a la vida definitivamente. ¿Qué será de nosotros en esta situación? Un escalofrío de miedo ha inundado su mirada, que se mezcló con un lagrimón, casi de viejo chocho. Cuando me he percatado, el desprecio hacia él ha aumentado en tal grado que soy incapaz de calificarlo. He comprendido, además, que para mí la única solución está en salir de esta atmósfera opresiva que inunda cada poro mi joven y anhelante piel.
Mamá ha continuado sofocándose paulatinamente, como si hubiera descubierto que su hija es una criminal.
— ¿Y vais cogidos de la mano por la calle?
A partir de esta pregunta, he estado fuera, exiliada de las cuatro paredes que me ahogan. Me he tomado con fastidio y desidia el interrogatorio. He colocado a las respuestas tono de dejadez que enojaba más a mamá.
— Sí, mamá.
— ¿Te lleva abrazada por la cintura?
— Muchas veces, mamá. Para ser exactos, casi siempre.
— ¿Te ha besado en la boca?
Me he decidido a herirla en serio, ya que tanto le importa la opinión de los demás sobre mi honra y mi pureza. He respondido exageradamente, total su opinión sobre mí es imposible que varíe ni un ápice. “A estas alturas, ¿qué más da?, después de diecisiete años de desprecio y odio”, me he dicho. He tratado de hacer daño también yo. Sabía que en el envite perdía lo poquito logrado hasta ahora, pero era imparable mi decisión.
— No, mamá, eso no es exacto. En realidad no me ha besado..., nos hemos besado... Nos hemos besado durante largos minutos, ¿sabes? En cada esquina, en cada banco del parque, en los portales, en el de su casa, ahí al lado, en cualquier sitio, y cuando llueve, en los bares..., en cualquier sitio, ¿entiendes?, hasta en la esquina de esta calle, expuestos a que nos vieran los vecinos. ¿Te imaginas que nos viera el escritor que vive ahí enfrente y luego lo cuenta en una novela? Creo que el otro día nos vio.
Mamá estaba a punto de explotar. Lo supe perfectamente. Le delataban sus manos que no hacían más que retorcerse en un perpetuo acariciarse a sí mismas. De pronto, a la velocidad del rayo, he sentido el estampido de su mano en mi mejilla. Sí, me ha abofeteado, mientras seguía chillando.
— Y claro, se habrá acostado contigo, puta, que pareces una puta.
Concluyó, por fin. Ahí es donde quería llegar desde el principio. También lo he tenido claro.
— Mamá, ¿lo afirmas o lo preguntas?
Y la he devuelto la mirada imitándola perfectamente. Aunque me cueste, he de reconocer que soy sangre de su sangre. Y no he parpadeado por aquella bofetada y aquella vejación, que me siguen doliendo, pero más en el alma que en otro sitio. Juro que es la última vez que lo hace.
Marc no pudo contener más su estado de ansiedad.
— Mamá ya está bien, pobre Mila.
Cómo le he agradecido esta intervención. Por lo menos me ha dejado unos segundos para pensar lo siguiente que haría.
— Bueno, ¿vas a responder? — Intervino el abuelo.
Un velo de tristeza, como si mis ojos fueran la orquesta del adagio más triste, los ha llenado de lluvia. Por fin se ha descubierto completamente el pastel. Se trata de eso, de asegurarse la pureza, el honor familiar, la virtud sin tacha. Para poder entregarme a algún digno varón de esta ciudad. A ser posible con dinero...
Mi felicidad les importa un bledo.
Mamá pretende que, públicamente, se reconozca la moralidad de la familia. El abuelo es el guardián de mi honra. Papá es la prueba palpable de que los errores se pagan. Una lágrima recorría mi espíritu y una sombra asomaba en mi mirar ya de por sí melancólico. Iba a responder al abuelo con otra pregunta, “¿A qué quieres que responda a la pregunta, a la bofetada o al insulto?”, pero un pétalo de la rosa que estaba en el búcaro azul celeste del salón cayó, mansamente, en el suelo. Y ese pequeño acontecimiento me ha enseñado que todo es tan breve, que, o lo vivo, o me quedaré sin ello para siempre.
Así que he mirado a mi alrededor. Primero a papá: lo he visto fofo, aniquilado, he comprendido que su reacción es imposible ante aquella presión a la que sin duda ha sido sometido durante los años: aún así desprecio que no haya intentado echarme un capote ante aquello. Luego a mis hermanos: ¿Qué será de ellos? He escrutado al abuelo: le he herido, con puñales lanzados desde la más profundo de mi mirada. Por fin, a mamá: la he aniquilado dentro de mi corazón. Pero mamá estaba tan ofuscada que no sintió aquellas espadas penetrar en su corazón. Era insensible. Es insensible.
— Te parece bonito. ¿Te da igual lo que diga la gente?.
— Me parece muy bonito y, además, me da exactamente igual lo que diga la gente. No me creo, mamá, que antes de casarte con papá ni os besarais, ni otras cosas. Con el tipo que tenías, supongo que habrás tenido más de un novio.
— ¡Deslenguada...! ¿Tú qué sabrás? Eran otros tiempos...
Como le había sucedido al abuelo, esto le ha tocado y ha sentido que viajaba a momentos del pasado que creía perdidas. Ha llegado a playas idílicas donde, durante décimas de segundo, ha recordado ciertas caricias, ciertas miradas y ciertas posturas que casi le han sonrojado sólo de recordar. Durante unos segundos sus bellos ojos han brillado como si volviera a tener quince años; pero sólo han sido breves segundos.
— He dicho que no sales, y no sales. ¿Entendido?

Sin decir nada más, he abandonado la estancia, que ha quedado inundada por un profundo y tenso silencio, casi un silencio que se podía tocar, salvo por el eco atronador de aquella bofetada y aquel insulto que no podré perdonar. Por una de esas miradas inteligentes y cómplices que de vez en cuando me manda Marc, sé que piensa que el abuelo y mamá están llevando demasiado lejos todo esto, todo su afán de preservar la pureza, la dignidad, el honor, en definitiva, el buen nombre de una familia que el único blasón que posee es el trabajo de conserje en una oficina y una casa heredada de no sé sabe qué antepasados. Marc, además, ha adivinado que en muy poco tiempo explotaré por algún sitio. También se ha sorprendido por la reacción del abuelo, por fin ha descubierto la realidad última de su forma de ser. Marc, de momento, es un aliado, aunque dudo que sea perenne, pues al ser varón, y, teniendo en cuenta la escala de valores de mamá y el abuelo, pronto le llenarán de prebendas, lo que le convertirá en uno más de su cuerda, en uno más de los explotadores. Pero, si hay una mínima oportunidad, intentaré convencerle de que ni siquiera para él será buena esta situación, porque tendrá encerrada alguna trampa.
Papá seguía leyendo, como de costumbre, impertérrito, el periódico local, pero estoy segura que desde el principio de la discusión no ha avanzado de página, incluso pondría la mano en el fuego de que tampoco ha proseguido más allá de la línea en que se encontraba, pasando los ojos, una y otra vez, por ella sin leer nada en absoluto, como si un rayo le hubiese paralizado. A él le ha tenido que doler también la bofetada ... y el insulto.
El abuelo y mamá se han sorprendido y enfurecido porque, a pesar del férreo control que ejercen sobre la familia, está claro que hay movimientos que desconocen, hay ciertas rendijas por las cuales se les escapan.
Esta noche lo han descubierto. Creo que están asustados porque han sentido, después de casi veinte años, que su poder en la casa se tambalea.
Esto es lo que ha pasado. Esta es la narración más menos objetiva de lo que ha ocurrido.

Ahora que me he descargado, que la rabia que me ahogaba ha tenido un cauce de salida estoy mejor, y seré más fría para analizar mis sentimientos, y decidir, con más posibilidades de éxito, qué he de hacer.
¡Qué razón tiene mi profesor de Literatura! Esto de escribir lo que a uno le pasa, puede ayudar a muchas cosas.
No sé cómo se sentirán los asesinados por una navaja, o por cualquier arma blanca, cuando les atraviesan el pecho, pero mi corazón está herido en lo más íntimo, y esta herida tiene pinta de ser mortal. Sólo ha sido una bofetada, pero la humillación a la que me ha sometido no la pasaré.
Haga lo que haga mi camino está truncado por esta noche. No es el hecho en sí mismo. Si ante una situación de este calibre, reaccionara como lo estoy haciendo, se me podría definir de infantil... La herida está producida por la actitud, incluso ante una situación extrema, de mamá y del abuelo.
No sé si tendré hijos, pero sí sé que una madre ha de demostrar un sexto sentido, con el que distinga cuándo lo que le dice su hijo es, o no, fruto del capricho; al revés, ha de reconocer cuándo se trata de una necesidad. Creo que mamá se quedó en la comida, en la ropa, en cierta educación, poco más... Su sensibilidad respecto del resto de problemas de la vida es nula.
Noto el primer atisbo de sueño que entra por pequeñas rendijas de mi cerebro excitado, exacerbado.
...Acabaré largándome de esta prisión en la que mi libertad ha quedado anulada. No sé si aguantaré que transcurra este año, y alcanzar la mayoría de edad, y evitarme problemas; o, saldré zumbando cualquier día. Si fuera posible, mañana mismo.
La decisión dependerá de lo que diga Joaquín. Aunque, tampoco estoy convencida de que su opinión sea importante. Si se muestra renuente, si duda, lo más probable es que también me decida y suelte amarras.

Sigue siendo calurosa la noche. Son los cuatro y veintisiete.
Ni la luz de la casa del escritor está prendida. He de acostarme.
A ver si puedo dormir cuatro o cinco horas tranquila.
Espero, Joaquín, que después de esto te des cuenta que no me invento nada. Espero que esta noche me hayas echado de menos.
Eso sí, que se fastidien, que me voy a acostar como si efectivamente me hubiese ido de verbena. Aunque no he estado bailando, precisamente.
Continuará...

sábado, 25 de septiembre de 2010

Fin de Trayecto. Parte primera. Capítulo 05

Viernes, veintidós de julio de 1988.
Principio de la tarde.

Acaba de terminar la etapa del Tour. Parece imposible que se le escape a Pedro Delgado. La cosa toma ribetes de gesta histórica, hasta los telediarios (fuera de los espacios reservados al deporte) hablan de la actuación del ciclista como si fuera el nuevo héroe a nacional. Incluso con el suspense añadido del dopaje que, al final, parece que no ha sido. El supuesto dopaje se ha tomado, incluso por los políticos, como si toda la nación hubiera sido ultrajada por los franceses. Franceses tenían que ser.
Lo he comparado con los caballeros medievales, o con un héroe mitológico que ha luchado contra el dios del tiempo, Cronos, y contra otras criaturas semi divinas como los titanes, y contra la diosa Ceres, que, como representante del mal, ha urdido el satánico plan del posible dopaje con la probenecida. (¡Hasta me he enterado del nombre de la sustancia!). Al final vencerá. Eso sí, no va a ser una victoria normal. Creo que se podría escribir algo sobre ello, aunque haría falta un Homero moderno para hacerlo como se merece. En Euritmia no se habla ya de otra cosa.
Hasta yo misma, que hace un par de días escribí lo que escribí sobre el deporte, si he abandonado el diario por la tarde es porque he estado pendiente de las etapas del Tour, y eso que Perico ha demostrado una superioridad insultante sobre sus competidores. Y eso que me perdí la etapa del Alpe d’Huez, que fue el día de mi cumpleaños. Allí se vistió de amarillo.
El domingo va a ser un día de afirmación nacional, estoy segura.

Joaquín está emocionado con la hazaña del segoviano. El otro día me contó, que escuchó a un locutor de radio muy famoso que tiene un programa nocturno de deportes a las doce de la noche; ha prometido que lo va a dejar de escuchar. Y me ha dicho que como lo pille en la ciudad, como se le ocurra venir a algo, se la va a preparar. Le ha llamado de todo, menos guapo.

Joaquín tiene reacciones primarias en ocasiones. He procurado calmarlo. Supongo que su trabajo, lo pronto que dejó los estudios, le hace ser demasiado impulsivo, o demasiado poco racional, a veces.


Sábado, veintitrés de julio de 1988.
Madrugada.

Esta noche nos hemos despistado. Lo estábamos pasando tan bien en el parque que, ni él ni yo, nos hemos fijado en la hora. Cuando me he querido mirar la muñeca, eran las doce y veinte. Me he puesto histérica. No se me olvidará nunca.
He chillado como si me violaran, o si me quisieran matar. Pobre Joaquín, se ha asustado.
— Vamos, corre, Joaquín, que son casi las doce y media. ¡Venga, déjame ya de sobar!
— Vale, vale...
Le ha fastidiado. Esta noche le había dejado que avanzara un poco más y aprovechaba el momento, pero ciertamente, eso no me importa casi nada. Se trata de mantener el deseo y, a la vez, de tenerle atado corto. Solo lo que cuesta se aprecia. Tiene que aprender. Mientras me abrochaba la blusa he seguido apresurándole.
— Venga, Joaquín, corre, ya verás la que me cae.
— Pues diles que se te ha parado el reloj. Mejor diles que se te ha retrasado. Cuando llegues, lo pones en menos cinco y te haces la sueca.
— Ya sabes que no me gusta mentir.
—¡Coño, Mila, que no es para tanto! Además, con todo que has mentido, ¿qué importa una más?
Así lo he hecho, pues tenía razón. No me gusta mentir..., pero llevo mintiendo tanto. Antes de llegar al portal, no, antes de atravesar la verja del jardín he retrasado el reloj y lo he puesto en las doce menos cinco. Creo que me he puesto colorada. En ese momento me hubiera gustado ser una de esas actrices que aparentan cualquier cosa para sacar adelante la situación.
Efectivamente, mi madre me estaba esperando con cara de yogur agriado.
— Te dijimos que tenías que volver a las doce. Son más de las doce y media.
He puesto cara de oveja pastando, o eso he intentado.
— Imposible, mamá, van a dar las doce en un par de minutos.
— Mira hija, ese truco es muy viejo. Ahí tienes el reloj de la sala. Para que veas que no te engaño.
— Pues mira la hora que tiene el mío.
Seguí aferrada a mi historia, a pesar de que había pillado la mentira.
— Mila, es la última vez. Como te vuelvas a retrasar, se acabaron las salidas más allá de las diez y media, ¿entendido?

Esta vez me he salvado. Además, con el rollo de la hora no me han preguntado dónde he estado, ni qué he hecho... No había pensado nada.
Tengo que tener más cuidado...
Aunque, a veces pienso, que tanto cuidado lo único que me traerá, es que Joaquín se canse. Al fin y al cabo, él está harto de estar con chicas que no se hacían tantos remilgos, ni le planteaban tantos problemas...
Si se quiere, ha de ser con todas las consecuencias...

Esta noche vamos a pasar verdadero calor.

Joaquín, ten paciencia, todo llega, no te preocupes. Sé que tienes ansias por poseerme. Empiezo a estar enamorada de ti, y cada minuto que pasa me importa menos lo que el universo diga de nuestra relación, pero ten paciencia. Han sido tantos años de pensar de una manera, que no puedo cambiar de la noche a la mañana. Confórmate con días como hoy. Ante las estrellas, que nos sonríen temblando, te juro que, si quieres, serás el primer hombre de mi vida, ése que me hará mujer de veras.
¡No sabes, Joaquín, amor mío, cómo me gustaría tenerte aquí a mi lado! Contemplarte entero, sentir cómo me recorres de arriba abajo y me subes a lo más alto del cielo. Pero ahora es imposible.
¡Cómo me gustaría, por lo menos, soñar contigo esta noche! ¡Cómo me gustaría que el mundo supiera de esto que sienten nuestros corazones...!
Continuará...

jueves, 23 de septiembre de 2010

Fin de Trayecto. Parte primera. Capítulo 04

Miércoles, veinte de julio de 1988.
Madrugada.

Después de un par de días de copiosas e, incluso, preocupantes tormentas vespertinas, hemos disfrutado de un día de absoluto verano. Las temperaturas han subido hasta cotas muy elevadas.
He estado en la piscina con mis amigas.
Todas me han preguntado por nuestra relación. Me han dicho que los amigos de Joaquín nos llaman los tortolitos (supongo que ellas también, claro). No he descubierto si es algo cariñoso, irónico, o, simplemente, describen lo que ven.
Desde que tuve la discusión familiar y, en consecuencia, me ampliaron los horarios, hemos procurado no estar mucho tiempo con nuestras pandillas. Tratamos de aprovechar el tiempo exprimiéndolo hasta el último instante. Queremos convertir en borrachera de ríos de amor, lo que no son más que gotas de su néctar. Eso sí, concentrado.
Supongo que para Joaquín la cosa tiene mejor remedio; estoy segura de que después de dejarme en la calle paralela a la mía (todas las precauciones me parecen pocas), hacia las doce menos cinco, se va a tomar alguna copa con sus amigos. Nunca lo dice, tampoco pierdo el tiempo preguntando, ¿para qué?
Yo salgo mucho menos con mis amigas. Por las mañanas tengo que ayudar en casa (¿por qué mis hermanitos se pueden largar con viento fresco a jugar sus eternos partidos de fútbol, mientras yo me quedo soportando las regañinas y los sermones de mamá?) y, además, alguna del grupo tiene algún pequeño curro o tiene que estudiar.
Pero ayer decidimos, un momento en que coincidimos todas, que esta tarde iríamos a la piscina. No he tenido que inventarme ninguna excusa...

Me he sentido extraña. Parece mentira que una relación de pareja convierta en anodinas las conversaciones y las situaciones que, hasta ayer, eran habituales. Ahora me importa muy poco la mayoría de esas cosas.
Mi corazón y mi mente sólo están pendientes de Joaquín. Me interesa su trabajo; me preocupa que tenga algún accidente con la furgoneta, o con alguno de los bultos que transporta; me desazona que no haga bien las cosas y pierda clientes... De hecho, le he insinuado en alguna ocasión que se buscara algo más seguro. Eso le puso nervioso. Quizá me precipité...
Aunque parece que está muy a gusto conmigo, creo que no está dispuesto a perder sus cotas de libertad. Le cuesta trabajo entender que para mí todo es distinto.

El sol que he tomado esta tarde me arde en la piel. Espero que mamá no sé dé cuenta que la he engañado, pues me he puesto bikini, a pesar de lo que me tiene dicho. La verdad es que es pudoroso para lo que he visto. No sé de dónde le vienen esas preocupaciones. Si llama más la atención una chica con un traje de baño completo que con bikini. He comprobado que más de un chico me ha mirado, y eso, para qué negarlo, me ha gustado mucho. En fin, somos jóvenes.

Después de volver a casa y cambiarme, tras una pequeña cena, he corrido, como posesa, hacia Joaquín, a nuestro lugar de cita, la trasera de un quiosco abandonado, medio escondido, en el jardín de San Emilio, donde suele aparcar la furgoneta.
Tener un lugar de cita ajeno al mundo es fantástico; nos llena de sensación de aventura, de escapada, como de huida. Lo primero que hacemos es besarnos, como si hiciera un siglo que no nos viéramos. Después pensamos qué hacer. Un día, de la semana pasada, nos quedamos en la furgoneta. Lo cual no deja de ser un peligro. Aunque cada vez me importa menos.
Hoy hemos ido a un cine de verano que hay en un pueblito cercano. Lo hemos pasado bien. Era una comedia romántica. A Joaquín le aburren, pero sé que busca lo que me agrada.
Me gusta que se esfuerce. Me gusta que no me hable mucho de los últimos acontecimientos deportivos, aunque en estos días, sí me comenta alguna cosa de las olimpiadas. Parece ser que esta vez España está quedando un poco mejor que de costumbre. No es que no me guste el deporte, lo que ocurre es que, como en mi casa les gusta a todos los hombres, para mí es una reacción. Adopto una pose rebelde y culta. Pongo a leerme un libro.

Oigo ruido en el pasillo, creo que mamá se ha levantado. Me acostaré, no vaya a asomarse de improviso.

(Continuará...)

martes, 21 de septiembre de 2010

Fin de Trayecto. Parte primera. Capítulo 03

Lunes, dieciocho de julio de 1988.
Mediodía.

No sé si será una falsa alarma o si es que han pactado, entre papá, mamá y el abuelo. ¿Les asustaría mi reacción del otro día? El caso es que, este fin de semana, me han dejado un horario más flexible. No tengo que llegar a las diez y media de la noche; de pronto me he convertido en Cenicienta, y he de llegar a casa antes de la media noche (¡Ay, pero no tengo carroza de caballo blancos, ni lacayos de librea a mi servicio, ni tampoco zapatitos de cristal! Y, por desgracia, hace tiempo que no creo en los poderes maravillosos de las hadas. Suponiendo que existan, ninguna me visitará). Las condiciones son tajantes: tengo que explicar, antes de salir y después, con quién y dónde he estado. Tengo la advertencia, de que no salga sola con ningún chico, ni ir a la discoteca, que para ellos es la antesala del infierno, de mi condenación eterna. Han subrayado, como si la voz fuera un lápiz rojo, “Sólo se trata de una ampliación del horario, mientras dure el verano. Cuando empiece el curso, volverás al antiguo horario, ¿queda claro?”.
Sólo ha faltado que les hiciera la venia, como hacen en las pelis antiguas a los reyes, y que, caminando hacia atrás, me retirara de la salita mientras hacía reverencias... Tal magnanimidad no merecía menos.
Así que he de agudizar mis imaginación. He de conseguir serias y sólidas alianzas y falsas coartadas, como en las pelis, si quiero continuar con Joaquín sin que se enteren, lo que supondría para mí, prisión incondicional.
He tomado la noticia como me imagino que se la tomarán los presos cuando les comunican la libertad provisional, o, mejor aún, el tercer grado. No he reparado en las trampas que tienen sus condiciones. Me dan un poco más de cuerda, como se hace con los perros, para que corretee, incluso galope, y se tranquilicen. Menos es nada, digo yo.

He aprovechado fantásticamente el fin de semana. Tanto, que te he olvidado, querido diario.
Hoy he vuelto a la normalidad y he recordado que estabas en el fondo del cajón donde pongo los libros del Instituto. (Aquí nunca mirarán, suponiendo que en alguna ocasión sospechen algo raro, o piensen que escondo algún secreto. He sonreído pensando que, en unos años, si te vuelvo a releer, me burlaré de estos momentos).
El fin de semana ha sido como sobrevolar una ciudad en aeroplano: he sentido el vértigo que produce la felicidad; he escuchado el aplauso cómplice del universo sobre mi cabeza; he aprovechado hasta el último segundo para disfrutar con y de Joaquín.
Desde el sábado por la tarde, cuando Joaquín dejó el curro, he dedicado a pasearme de su brazo, colgada de él, materialmente soldada a su costado, sintiendo su fuerte musculatura.
Tiene una furgoneta de reparto que pone a disposición de agencias y empresas. La verdad es que nunca le falta un duro, ni le falta el trabajo. Quizá sea el único de nuestro grupo que tiene dinerito fresco a todas horas sin que dependa de sus padres, lo que, por otra parte, me intranquiliza un poco, con la cantidad de lagartas que hay en todas partes, y con lo que gusta beber.

Joaquín ha insinuado más de una vez que quiere acostarse conmigo.
Todavía no me conoce. No estoy segura. Son sólo unos meses
¿Se precipita él? ¿Me retraigo yo?

Cada día, le quiero un poco más y, si las cosas siguen igual, accederé, pero no de inmediato. Ni cuando él diga. Me tiene que apetecer a mí. No sé por qué, pero tengo la sospecha que, desde ese instante, todo se puede estropear. También influye en esa sensación la fama de conquistador, de don Juan que tiene. He de asegurarme para no convertirme en una más de sus piezas de colección, que dicen por ahí que es grande, aunque él asegura que la gente habla demasiado. He intentado sonsacarle, pero ha respondido con vaguedad, dando largas. Sobre eso, absoluto silencio. Creo, incluso, que se enfada si saco el tema a colación, por lo que he decidido no volver a hablar de ello, al menos hasta que él diga, aunque a mí tampoco me apetece mucho.
Le quiero, es verdad, pero no creo que una relación tenga que tener desde tan pronto una escena de cama. Y hay más: no tengo claro que Joaquín sea el hombre con quien comparta mi vida.
De todas maneras, no ha sido excesivamente plasta con esa cuestión. Una mínima negativa por mi parte ha sido suficiente para que lo dejara. Esto me alegra. Por un lado es evidente que me desea y, por otro, respeta mi persona, mis decisiones libres. Esto para mí es una novedad.
(Aunque algunas dicen que si un chico empieza así, en el fondo, no es más que otra estratagema, o que te la da con otra... Empiezo a hartarme de la condición humana. Parece que todo son tácticas y estrategias encaminadas únicamente a conseguir los fines que uno desea).
Se ha conformado con los típicos arrumacos de discoteca. (La palabrita es cursi y no exacta; en realidad, fueron más que arrumacos). Los besos, las caricias, los tocamientos me han enervado más de una ocasión. Mis piernas eran goma reblandecida, que se doblaría en cualquier instante.
Los mejores momentos han sido los paseos solitarios por los umbríos jardines de Euritmia, sobre todo, los alejados de esta casa. ¡De algo vale que Joaquín posea furgoneta! En esos paseos, he conocido mejor a Joaquín; he descubierto que, a pesar de que abandonó pronto los estudios, dentro de él anida un hombre sensible; el problema es que esa cualidad le avergüenza en los hombres, y más en él. Prefiere la apariencia de viril macho hispánico, al que no le afecta nada. La percepción sensible de la realidad es una cursilada, o, una mariconada, como dice él.
Cuando estamos a solas, actúa de otro modo. Me mira con un fulgor especial desde lo profundo de sus ojos. Su boca sonríe arrebatadora. Sus manos, endurecidas por el trabajo, cuando me acarician, se tornan suaves plumas que me cosquillean. No habla mucho, pero anoche me estremeció, me emocionó lo que dijo sobre las estrellas.

Estábamos sentados en un banco de un jardín alejado del centro. En la esquina donde nos besábamos no había luz. La farola que estaba a nuestra derecha había sido apedreada, quizá por algún gamberro, quizá por algún enamorado molesto ante posibles espías de los ajenos escarceos amorosos. El caso es que, de pronto, Joaquín elevó su mirada y comenzó a hablar.
—Cómo brillan las estrellas. ¡Hace tanto tiempo que no me fijaba en ellas de esta manera! Por lo menos desde que era niño. Parece mentira cómo pueden taparlas a nuestras miradas unas bombillas. Fíjate, parece que el cielo es un vestido añil cubierto de piedras preciosas. Hay cientos.
Se entusiasmaba. Parecía un niño.
—Si cada vez que te fijas con más cuidado aparecen más y más. Mira, parece que tiemblan. Ojalá pudiera estirar la mano y ponerte una en mitad de la frente... ¿Hará frío ahí arriba? Por cierto, Mila, cuando te miro a los ojos, parece que allá dentro tienes dos estrellitas que me sonríen...
No vi si se sonrojó, pero no se atrevió a seguir por esa pendiente.
— En el barrio creen que soy un bruto, porque sólo me interesan ciertas cosas, pero por las noches, antes de dormir, mi cabeza da muchas vueltas. Pienso en cosas... — Se paraba. Me miraba. Agitaba la cabeza como si le costara trabajo llevar desde su cerebro hasta su boca lo que quería decir. Mientras, le acariciaba el cabello, le decía, en silencio, que se calmara, que me encantaba escucharle. Que hablara como le saliera. No quería interrumpirle con mi voz. —  No sé expresarme muy bien. Por ejemplo, muchas noches pienso en lo que puede pasar cuando muramos... Una vez, de pequeño, oí un cuento en el que decían que cada estrella es el alma de un ser humano que ha muerto, y que desde allí nos protege y vela por nosotros. ¿Te parece que llamo al mal fario?, qué le voy a hacer, me da por eso... Otras veces pienso en que me gustaría que los niños negros que salen por la tele, comidos por las moscas y tan delgaditos no pasaran hambre...
Su mirada viajaba a lugares recónditos e inaccesibles para mí.
— Pero todas esas cosas no se las digo a los colegas, se reirían de mí, hasta lo mismo me llaman maricón... O peor aún, lo piensan y no lo dicen...

Desde el principio, he descubierto que tiene miedo al pensamiento que no se dicen en voz alta. Odia a las personas taciturnas y calladas, pero que no dejan de pensar. Giró, tras un silencio, su cabeza hacia mí, y casi abruptamente me susurró con su voz un poco más ronca, como si la idea hubiera sido un avión a la espera de obtener autorización de la torre de control para el aterrizaje.
— Últimamente, a esas horas sólo pienso en ti. Tus ojos bailan dentro de mí, detrás de los míos, y me duermo, como cuando era pequeñito y mi madre me arrullaba...
Esta vez sí lo callé con un beso. Las lágrimas brotaban alegres, regando mi rostro y mi corazón solitario y aterido.
Lo malo es que el reloj, imparable, marcaba las doce menos diez de la noche.
No hablamos más, no fuéramos a estropearlo. Creo que hasta él se dio cuenta. Además, igual que el resto de los días, me puse nerviosa. Joaquín, ante mis palabras de ansiedad, y mis miedos, no fuera a llegar tarde y perdiera todo este breve territorio de libertad que he ganado, ha cometido más de una imprudencia conduciendo que le ha podido costar cara, si la poli lo hubiera pillado. Gracias a Dios, la ciudad se vacía por el calor y el veraneo y, a esas horas, el tráfico es casi nulo. La ciudad es una lengua negra de asfalto cuyo fin es llevarme de Joaquín a mi cárcel, de mi cárcel a Joaquín...

Me gustaría algo más. Creo que me acerco, al menos un poquito, al camino de la felicidad tal y como la entiende la mayoría.
(Continuará...)

sábado, 18 de septiembre de 2010

Fin de Trayecto. Parte primera. Capítulo 02

Viernes, quince de julio de 1988.
Noche.

Me pongo ante tus hojas, en blanco la mayoría, y lloro. A mi alrededor sólo existe una incomprensión que no entiendo...Como me he imaginado, se ha preparado jaleo, mayor de lo que pensaba...
Esta tarde, efectivamente, ha descargado una gran tormenta. El cielo se ha ennegrecido rápidamente a eso de la una del mediodía. Pareció que anochecía. Al poco, unos truenos profundos, de ultratumba, han surcado el espacio. Los rayos atravesaban, espadas de fuego, el firmamento, el agua ha descargado, casi inmisericorde, sobre la ciudad creando, en breves segundos, rápidos ríos urbanos, grises de asfalto: presagio de lo que pasó más tarde.
Lo de la cena he de catalogarlo como el primer incidente familiar grave desde que me he propuesto luchar contra la atmósfera de agobio y persecución a la que estoy sometida. El primer enfrentamiento sin paliativos. Esto será la gota que colme el vaso de mi paciencia. Cualquier día me largo. Esta frase, que parece fruto del enfado de una joven alocada (o enfadada por un contratiempo), anida con más vigor en mi interior de lo que cualquiera supone. Esta idea revolotea en mi interior desde hace un par de años, más o menos.
Las cosas han sucedido peor de lo que el más pesimista imaginaba.
He pedido permiso a papá para ir a la fiesta.
Era un truco estudiado, sabía de sobra que era en vano. De los tres adultos de la casa el único, en teoría, accesible es papá. Pero sólo en teoría. No podía resultar. Ni se ha dignado a levantar la vista del periódico, ha señalado a mamá con una leve elevación de uno de sus hombros, sin recapacitar lo más mínimo en la cuestión, ni una centésima de segundo. En resumen papá es accesible, pero se ha anulado, no opina. Supongo que la conclusión a la que ha llegado es que debe de dejar de sufrir, y lo mejor, en vez de enfrentarse, es meterse en un caparazón de indiferencia y abulia.
Sin embargo, el abuelo, como siempre, ha espetado:
— No, Mila. No saldrás esta noche, y menos a la Estrella, donde no conocemos a nadie. Luego pasa lo que pasa.
Lo ha dicho subrayándolo, apretando las palabras entre los dientes, intentando hacerlas daño, como queriéndolas ahogar. Ha continuado con sus teorías, las de siempre. Además de tiránico, resulta aburrido, monótono.
— Hay mucho desaprensivo al que le gustan las chicas guapas como tú para meterse con ellas. Además, la Estrella es un barrio de borrachos.
Yo sólo quería pasarlo bien, nada más, y tengo la certeza absoluta de que con Joaquín lo hubiera hecho, aunque no sea mi príncipe azul.
— Abuelo— le he escupido, más que gritado —, no tienes ningún derecho sobre mí. Si por ser guapa, no puedo salir, pues que vivan las feas...
De pronto, se han dado cuenta de que no soy la niña que ellos veían.
El abuelo ha dirigido un gesto imperativo, teñido por la sorpresa de mi reacción, supongo que inesperada, a mamá para que actuara. Y lo ha hecho. Ha utilizado un tono de voz que me ha desconcertado, por lo frío y agresivo; pero lo que más descorazonador ha sido la mirada que me ha enviado: mezcla de desprecio y asco. No he entendido tanto odio. La he imitado. El daño que nos hemos hecho es irreparable. Y no sé por qué, pero intuyo que es para siempre, además.
— Niña, el abuelo tiene razón. No hay nada más de qué hablar. Has de saber que mientras no tengas tu trabajo, y no aportes el sueldo, o parte de él, aquí haces lo que se te diga, te falte un año para ser mayor de edad, o tengas cincuenta años. ¿Entendido, mocosa?
He vuelto a dirigir una mirada solicitando ayuda a papá. Sé que en su fuero interno reprueba tal actitud, pero es tan blando por dentro como por fuera, y, por no enfrentarse con mamá y el abuelo, ha callado, una vez más. Únicamente he sentido de él cierta mirada cariñosa, apenas unos segundos; aunque, me ha recordado una mirada bovina, más que humana; se ha encogido de hombros y ha señalado a mamá y al abuelo, volviendo a la lectura. He vuelto a constatar que papá no es nadie en esta casa, menos que yo. Lo he despreciado más que al abuelo y a mamá: definitiva, eternamente.
A ellos dos, al abuelo y a mamá, los he odiado. Este sentimiento es imparable, un camino sin retorno, algo dentro de mí lo atestigua. No sé cuándo daré el primer paso.
Después, he mirado a mis hermanos que callaban como cadáveres que respiraran. Marc percibe, desde hace tiempo, que en casa pasan cosas infrecuentes en otras. Barrunto, por sus gestos y algunas miradas cómplices, que empieza a odiar el ambiente tiránico al que nos someten, sin embargo, tiene miedo a las reacciones del abuelo; se le nota en que, una vez más, ha callado a pesar de estar a favor de mí, aunque sólo sea porque a él le beneficia... En un año, él no tendrá problemas, al fin y al cabo es hombre, y el abuelo le permitirá más cosas. Ya se las permite. A pesar de ello, intuyo que su solidaridad conmigo es, ahora por lo menos, total y absoluta.
Pedro considera al abuelo como el general de un ejército y está orgulloso de ser un soldado de sus tropas. Él me cataloga de niña repipi que prepara jaleos y hace que el abuelo lo pase mal. Causando problemas, en definitiva. Sólo tiene diez años, y para él la figura del líder es muy importante. Así que piensa que, si el abuelo me prohibe salir por la noche, sus razones tendrá. Nunca entiende mi postura, ni la de papá. Para Pedro, papá es un bicho raro que no usa las dotes de mando que por naturaleza debería de ejercer. Supongo que envidia a los demás compañeros y amigos cuando hablan de las iniciativas de sus propios padres. En el fondo, ha sustituido el papel que debería desempeñar en su vida papá por el abuelo.

O sea, aquí estoy, con mil lágrimas que, atravesándome el corazón y cruzando la garganta, ruedan por mis mejillas. Envidio la suerte que tienen mis amigas. No sé si en esta casa comprenden que esta situación es insostenible. Que me siento como una pantera enjaulada y cualquier día haré algo que ahora no son capaces de prever.
Se creen fuertes, se creen mis dueños y señores, pero olvidan que dentro de mí late un corazón con ganas de vivir. Parece que soy una mascota de su propiedad que les debe obediencia eterna. Es como si quisieran encerrar la brisa en alguno de los jarrones que pueblan el salón. O como si quisieran que el aroma de las rosas del jardín permaneciese para siempre en la casa.

Me queda el consuelo de que mañana veré a Joaquín.
Menos mal que me imaginaba todo lo que ha sucedido. Así que he quedado con Joaquín donde siempre, a la hora de siempre... Ni he mencionado la fiesta, ¿para qué?
Parece que no se dan cuenta de que para estar con algún chico no necesito que el sol desaparezca del firmamento. Suponen que el sol ejerce su misma labor de vigía omnipotente y omnipresente.

Me llega, desde fuera, un aroma embriagador. La mezcla del olor a tierra mojada por la tormenta con los efluvios de los dondiegos me ha llevado por unos segundos a un respiro en mi ánimo. Con razón dicen que no hay mal que cien años dure. Parece que el infinito se alía conmigo y me envía suaves caricias en forma de fragancias que aplacan el llanto de mi corazón.
Me acabo de asomar a mi ventana, que, como cada noche estival, tengo abierta (aún a riesgo de ser machacada a picaduras por los insectos que entran en la habitación atraídos por la magia de la luz ) y he disfrutado de la amabilidad con la que la Naturaleza me obsequia. Las estrellas, perlas del infinito, sonríen con ternura. Una serenata melancólica de grillos me acuna...

No soy la única despierta a estas alturas de la noche, la luz del piso del escritor de enfrente sigue funcionando. ¿También escribirá, como yo?

¡Cómo me gustaría ser mayor y hacer lo que quiero hacer! No lo soporto más. A veces, creo que debería atreverme a visitar a ese escritor, para que supiera mis cosas, quizá él escribiera alguna novela inspirada en mi vida; luego, me encargaría de regalársela a mamá, a ver si se enteraba de algo.
Empiezo a desvariar. Debo acostarme.
(Continuará)

jueves, 16 de septiembre de 2010

Fin de Trayecto. Parte primera. Capítulo 01, continuación.

Jueves, catorce de julio de 1988.  
Mediodía.
(Continuación)

Cuando he vuelto a casa, mi madre me ha mirado con ojos de cocodrilo hambriento que ha descubierto a una descuidada garza. Una de sus típicas miradas.
—¡Ya está bien, niña, desde que has salido esta mañana!
—Mamá, hoy es mi cumpleaños, no creo que por pasearme un rato pase algo.
—No, hija, nunca pasa nada, pero podías haberte quedado para ayudar un poquito—. De pronto, se ha dado cuenta del papel del regalo. Sus ojos adoptaron la mirada del ave rapaz que ha divisado en la lontananza una próxima presa. Otra de sus miradas—. ¿Qué llevas ahí? ¿Quién te lo ha regalado?
—Nadie mamá—creo que, incluso, le he llegado a sostener la mirada—. He sido yo misma. Me apetecía comprarme un cuaderno, y como es mi cumpleaños, me ha dado la ventolera y le he dicho al de la librería que lo envolviera en papel de regalo.
Ante tal respuesta, ha desaparecido la avidez de sus ojos. Parecían dos globos desinflados. Pero ha opinado... Siempre da su opinión, que es la definitiva, siempre tiene la última palabra.
—Estás como una cabra.

Ahora, que el silencio invade toda la casa, y sus alrededores, salvo el matarile continuo de las chicharras, ahora que cada uno está en su habitación echándose la siesta, creo que es la mejor hora para escribir. Esta o la de la noche, supongo.
Siempre amparada en el secreto del silencio y de la soledad.

Querido diario, ahora que te empiezo puede ser, debe ser, es, el instante adecuado para las presentaciones formales del resto de los miembros de esta familia sobre los que tantas veces tendré que escribir, supongo, muy a mi pesar, y para mi dolor.

Te contaré cómo es un día normal en esta casa.

La jornada empieza temprano ya que papá abre la oficina, donde trabaja como conserje, a la siete y media de la mañana, y, en invierno, además, pone en marcha el sistema de calefacción. Mi padre es la fuente de nuestro sustento diario, además de unas rentas de unas propiedades en el pueblo del abuelo y de mamá, que ayudan a que esta casa no se desmorone, poco más. Sólo con el sueldo de papá no podríamos vivir aquí y comer, estudiar... Y con las rentas, tampoco. Con las dos fuentes de ingresos, esta familia mantiene cierto decoro, y apariencia de bienestar.
(Nunca he entendido por qué mamá y el abuelo se empeñan que creamos que somos como marqueses o, al menos, hidalgos, y que hemos de codearnos con la alta sociedad de esta añeja Euritmia... Al fin y al cabo, no somos más que la familia de un conserje de oficina, por mucho que nuestros ancestros tengan parentescos con gentes de abolengo, incluso aunque contemos con escudo heráldico en la puerta de la casa, que, es auténtico, al parecer. Personalmente no me termino de creer tal grado de familiaridad, pero el abuelo lo jura y lo perjura... Muchas veces, viendo sus comportamientos me da la risa; otras tantas, sino más, siento una profunda tristeza, incluso vergüenza ajena. La mayor parte de los problemas que sufro tienen su raíz en este anhelo de ser lo que, acaso, alguna vez fuimos).
Papá sale a la misma hora cada día, y cada día repite el mismo gesto automático de mirarse el reloj: invariablemente son las siete y trece de la mañana. Papá, querido diario, es un hombre rechoncho, pálido, fláccido, blanco, de rostro anodino, se llama Marcos, Marcos de Andrés...
Mi madre, Milagros Sebastián (de los Sebastián de Villa Franca del Arroyo, por ahí nos viene el escudo, y el título), cada mañana, le despide desde la ventana de su dormitorio que es la que está arriba a la derecha. Debe de tener cerca de los cincuenta años, aunque, curiosamente, desde hace cuatro o cinco siempre cumple los cuarenta y cinco cada seis de noviembre. Sea invierno, primavera, verano, otoño, esté el cielo encapotado, o despejado, nieve, o llueva, o no se precipite nada desde el cielo, cada mañana, se despide de papá con la misma frase exenta de cariño, o de cualquier afecto:
—Abrígate bien, que hace frío.
Y cierra la ventana de golpe, con brusquedad, diría yo.
Papá, liberado al fin de la presión cotidiana, enciende un cigarrillo y, parsimoniosamente, se dirige hacia la oficina. Éste es el único momento del día en el que se puede sentir libre, por eso sale con tiempo de casa. Calculo que le sobran, al menos, diez minutos. No recuerdo que, ni una vez haya llegado tarde. Alguna vez, cuando tengo que terminar de preparar algún examen, o algún trabajo de esos que se dejan para última hora, me asomo con disimulo a través de los visillos de mi dormitorio y le contemplo. Parece que anduviera más erguido, mientras saborea su cigarro de aurora.
Si hace buen tiempo, a los pocos minutos, mamá abre de nuevo la ventana y es habitual escucharle cantar, con bonita y afinada voz, tremendas coplas que cuentan amores imposibles y desgarrados, prohibidos y trágicos, o infidelidades monstruosas borradas con un simple beso, crímenes que sorprenderían a los guionistas más atrevidos... Mientras, arregla su dormitorio.
Según me han contado ella misma y el abuelo (durante algún raro momento de confianza, normalmente durante alguna sobremesa navideña), tuvo ciertas veleidades artísticas. Quiso subirse a los escenarios para dedicarse al mundo de la canción, incluso adquirió el primer vestuario. Pero el abuelo, representante fiel de la moralidad imperante entonces en Euritmia (para él, aún hoy), se lo prohibió con profusas amenazas (supongo que algún pescozón o paliza). Llegó a sentenciar que las tonadilleras (esta palabra la empleaba con un acento despectivo, escupiendo, casi, las sílabas) estaban siempre a un paso de acabar en el arroyo (otra expresión empleada como sinónimo de maldad, de hampa, de crimen, de vicio). Cuando me contaban aquello, yo era pequeña, y no entendía lo del arroyo, pues Euritmia tiene dos ríos. Llegaba a la conclusión de que hablaba del que hay en el pueblo, la cosa no me parecía muy peligrosa...
Mamá no es fea. En su juventud era hermosa. Me atrevería a decir, esto sólo lo intuyo, que ha despedazado más de un corazón. En sus facciones queda la huella clara y contundente de su pasada belleza a la que ha sacado partido, sin duda. Se lo noto en la coquetería que todavía utiliza y que la hace ser un punto presumida. Me saca de quicio, quizá porque soy de otra manera, quizá porque no me gusta pintarme, ni vestirme para atraer, ni mirar como dicen mis amigas que hay que mirar cuando interesa un chico.
(Eso de mirar de un determinado modo, me da risa. Cuando mis amigas se ponen a sí mismas como ejemplo viviente para ilustrarme ante mi incultura gestual, acaban con rictus de ternera parapléjica. En fin...).
Sin embargo, el carácter de mamá no es hermoso, ni siquiera agradable, es de vampiresa: quiere sacar hasta el último jugo a cada persona que le rodea. Intenta controlar todo lo que se mueve a su alrededor; y no solo controlarlo, sino dirigirlo por el camino que a ella le interesa; ejerce un mando supremo sobre todos nosotros, su familia, con una disciplina que en ocasiones es dictatorial, casi nazi. Por decir todo, con ciertas dosis de violencia, sobre todo conmigo... Y desde que yo era muy pequeña. Quizá estrella conmigo todas sus frustraciones…

Hacia las siete y media, al poco de marchar mi padre a la oficina, una voz atronadora, la de mi abuelo, Cecilio Sebastián (último de Hidalgo de Villafranca del Arroyo, pues al estar viva mamá (que fue su único descendiente) no lo ha heredado, y supongo que pasará a Marc, pues es un título hereditario que pasa a los descendientes varones de mayor edad), brama por el desayuno. El abuelo es de buena estatura, incluso, se le podría considerar alto, todavía conserva buena parte de las energías de su madurez, sin embargo, su rostro, surcado por centenares de arrugas delata su edad avanzada. (Cuando era niña, y todo en mi casa me parecía maravilloso, uno de mis juegos preferidos, y que a él más le gustaba, era encaramarme en sus rodillas y contarle sus arrugas. Al llegar a la sesenta y cinco lo dejaba. Siempre. Me parecía imposible acabar). Lo que más me gusta de él son sus profundos ojos entre grises y verde musgo, según la luz o el humor; la mirada que arrojan no es que impresione, asusta: laguna cenagosa de muerte, depredador al acecho de la próxima víctima; la mirada resulta más siniestra, al convivir, con un rictus bucal curvo, que asemeja una eterna y aviesa sonrisa desmentida por su torvo mirar.
Su vozarrón es la señal del principio de la actividad en la casa, que, como en cualquier hogar, siempre comenzamos con las típicas bromas matutinas repletas de gritos y risas (cada vez menos) de los más jóvenes, tras las pertinentes órdenes maternas, más bien gritos, de abandonar el sueño y el lecho esgrimiendo la típica y tópica retahíla de que llegaríamos tarde a clase, de que éramos unos perezosos, de que en esta vida al que madruga Dios le ayuda. Y si su humor era pésimo solía concluir con una de sus frases lapidarias, “Ninguno merecéis el noble apellido que lleváis. Son indignos herederos de tanto valor y gloria”.
Tras el desayuno, frugal en la mayoría de los casos, el general de la casa, que no es otro que el abuelo, ordena a sus mesnadas la correspondiente y detallada distribución de posiciones, así como las misiones pertinentes para el resto de la jornada. Sus nietos, o sea nosotros, acatamos escrupulosamente las órdenes. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Como parte inaugural de este diario no está mal.
Empiezo a escuchar los primeros ruidos de la tarde. Están desperezándose de la siesta, que también es una especie de tradición familiar. Creo que bajaré con el resto, por si hay alguna orden.

(Continuará)

martes, 14 de septiembre de 2010

Fin de Trayecto. Parte primera. Capítulo 01

Jueves, catorce de julio de 1988.
Mediodía.


Hoy es mi diecisiete cumpleaños y me he autorregalado este cuaderno de pastas de hule negro. Hoy, sin más demora, lo comienzo, y, desde este momento será mi gran confidente, pues a nadie más le puedo entregar los anhelos de mi corazón. Y menos que a nadie, a la que más tenía que estar conmigo, a mi madre, que conseguirá que la odie, más aún. Cada día se pone más en contra mía, como si fuera mi enemigo más peligroso. No lo entiendo. No la entiendo... Mis amigas tienen problemas y discusiones con sus padres, pero no soportan como madre a una del calibre de la mía. Lo cierto es que nunca me ha querido. Desde que era pequeña, me trataba con una dureza y con un desprecio que era extraño. Desde que nací, según me ha contado mi padre (cuando a mi padre todavía le quedaba algo de iniciativa), fui un estorbo. Mamá siempre ha pensado que nací para estropearle la vida, que tenía que haber sido un chico. El abuelo no soportó nada bien que yo fuera chica, por lo menos hasta que nació Marc. Luego las cosas cambiaron algo. No sé, quizá lo cuente más adelante.
Lo cierto es que no he hecho demasiado caso a esas historias. No he querido, al menos conscientemente, que me afectaran. Por eso, tampoco quiero centrarme en ellas ahora. Tengo cosas más importantes en las que pensar. Ante mí se abren las puertas del futuro. Será un futuro difícil de conseguir con la familia que me ha tocado en suerte, pero estoy luchando por conseguirlo.
Y me parece, que tú, querido diario, serás un arma importante en mi estrategia. Quiero que seas el confidente de mis más recónditos pensamientos y anhelos.

No lo tenía pensado. Se me ha ocurrido de pronto.
Cuando he salido de casa esta mañana, mamá me ha preguntado que adónde iba, le he dicho que a dar una vuelta. Esta vez, y sin que sirva de precedente, como dice don Tomás nuestro profe de lengua, no la he mentido.
La mañana ha sido calurosa. Sospecho que la más calurosa en lo que va de verano. Pero a mí no me ha importado... En realidad, últimamente me importan muy poquitas cosas.
Después de dar muchas vueltas, me he sentado en el parque de San Emilio donde conocí a Joaquín. Hace cuatro meses ya, y parece que ha pasado mucho, mucho tiempo, desde entonces. No entiendo cómo es posible que todo se me complique tanto. Desde lejos, mi vida parece normal, pero si supieran la cantidad de sufrimiento y de desprecios que soporto para que me salgan mínimamente las cosas.
Por supuesto, que en esta casa nadie sabe nada de mi relación con Joaquín. El día que lo sepan (y barrunto que no tardarán mucho, porque esta ciudad parece el salón de casa), se preparará bastante gorda, no tengo dudas. Pero hasta ese momento fatídico, trataré de disfrutar al máximo de lo que la clandestinidad me permita.

(Ahora que lo pienso, es muy curioso que la clandestinidad me permita ser libre. Normalmente es todo lo contrario. En fin, paradojas del amor, supongo).

Joaquín dice muchas veces que verse con una chica, así, medio en secreto, le recuerda las películas de antes (creo que quiere decir las que están ambientadas en la Edad Media, o el Renacimiento, o algo así) en las que la chica termina siendo raptada para que la pareja pueda hacer realidad su amor. El problema, y creo que Joaquín no se da cuenta del todo, es que nosotros no somos actores que estemos representando un papel, sino que somos personas de carne y hueso.

Me encantan los fuertes brazos de Joaquín. Cuando me sujeta por la cintura, me siento bien: protegida, a gusto; siento que bajo su piel existe la decisión de quererme, quizá sea algo parecido a la posesión, pero no me parece malo, de momento. Bajo esa piel curtida por el aire libre, palpita una sangre apasionada que quiere, indudablemente, mezclarse con la mía. Bajo esa piel debe de existir ternura, que, sin embargo, desmienten las profundidades un turbulentas de sus ojos esmeraldas y enrojecidos.

Cuando he recordado su primer beso, bajo los castaños en flor (que esos días arrojaban desde sus pequeños conos blancos y rosados un aroma denso de frescura y vida), he decidido que debía de escribir todas las experiencias que me surjan. He decidido que necesitaba un espacio y un tiempo para dedicármelos a las confidencias. He pensado que sería el mejor escape para la angustia que siento. Y además sería el mejor regalo para mi cumpleaños.
Por eso me he levantado y me he ido del jardín. He caminado, he vagado, de nuevo, por Euritmia que, a esas horas, quedaba casi aplanada por lo implacable del calor del verano. El sol tenía intenciones asesinas: procuraba calcinar todo aquello que se moviera, o que respirara. Los pasos de los transeúntes cada vez se veían más dificultados por la propia inercia que propiciaba el abundante sudor, el insoportable padecimiento de aquellas temperaturas desérticas. En las zonas con más tráfico, era peor todavía, pues, al agobio propio de la mañana, se añadía el que producían los humos de los coches.

Al fin, he llegado a la librería que buscaba, me he dirigido, segura, al interior. Entonces me he dado cuenta de que no había mirado en ningún momento si llevaba dinero. He registrado los vaqueros y allí estaba, arrebujado y un poco sudado, un billete de mil pelas, que debía de ser de la propina del domingo pasado. He suspirado aliviada.
Al chico (rubio y con gafas doradas, con cara de empollón imposible de disimular, por lo que he deducido que sería el hijo del dueño, que estaba ayudando en el periodo estival) le he pedido que me mostrara los cuadernos que tenía. Le he dicho que se trataba de un regalo, que estaba buscando algo especial, pero que no lo tenía muy claro.
—¿Quieres, a lo mejor, un cuaderno que sirva para diario?
—Sí—, musité apenas, asustada, como si me hubieran pillado en una travesura infantil. Me había sorprendida que aquel rubio empollón adivinara mis intenciones.
—¿Es para un chico, o para una chica? Para una chica, ¿verdad? — Asentí, un tanto fascinada —. No sé por qué te pregunto estas cosas —prosiguió con una locuacidad que mi primera mirada sobre él no intuí—. Es evidente que a un chico no se le regala un cuaderno para que lo convierta en diario, salvo que se le conozca muy bien. Sin embargo, a una chica...
Gracias a Dios se dio la vuelta y buscó por los estantes. De pronto, se giró. Me eché un paso atrás sorprendida por lo repentino de la brusca reacción.
—¡Uy, perdona!— Exclamó, dándose cuenta de mi sobresalto—. Estoy pensando que tenemos un modelo abajo, en el almacén, que te va a encantar. Se sale de lo ordinario y, además, es muy práctico. Espérame, por favor... Bueno, si es que no tienes mucha prisa, total, tardaré un par de minutos.
En el último momento, se ha dado cuenta de que imponía su criterio al de la hipotética compradora, por eso ha cambiado el tono. Le he sonreído, más que nada por agradecerle los detalles que estaba teniendo con la clienta. Sospecho que si me ha atendido así es porque le he gustado, y porque no tenía mucho que hacer. Por otro lado, era lógico: un catorce de julio a las doce y veinticinco del mediodía no es el momento más propicio para entrar en una librería, y menos en Euritmia.
Tardó menos de dos minutos. Su sonrisa era triunfante.
—Mira qué preciosidad. Estas pastas de hule negro, brillantes. Mira el sistema que tiene para añadir hojas. ¿Ves?
Le observaba a él más que al cuaderno. Según le miraba, me daba cuenta de que en muy pocos años se haría con las riendas del negocio sin dificultades. Sus manos eran dos criadas blancas, cuidadas y obedientes, que seguían inexcusablemente las órdenes de su dueño. Sobrevolaban el objeto, acariciándolo apenas, como si, con esa leve caricia, lo quisieran dotar de vida propia, como un prestidigitador. Desde luego, estaba dispuesta a llevarme ese cuaderno; pero me divertía; había olvidado mis malos rollos unos instantes, por lo que demoré la elección, sólo por disfrutar de las dotes de aquel vendedor en ciernes. Así que le pregunté, como si hubiera descubierto un obstáculo insalvable.
—¿Qué precio tiene?
Levantó la cabeza de pronto, accionada por un mecanismo invisible. Mientras, en su mirada se producía un retroceso, como cuando los ofidios vuelven sus lenguas a sus bocas. Ha recordado, igual que si le hubiera caído un terrible mazazo, que no había cumplido una de las máxima de un vendedor: catalogar al cliente, en función de sus posibilidades económicas.
—Bueno —balbució—, seiscientas cincuenta pesetas (1). También los hay más baratos e igualmente pueden realizar ese cometido. Mira éste de aquí.
Se agachó buscando otro cuaderno un poco más sencillo. La sorpresa y el miedo habían pasado. De nuevo, tomaba las riendas de la situación. Se trataba de un muchacho cuya verdadera naturaleza era la de vendedor, como si fuera la segunda capa que le conformaba inmediatamente debajo de la epidermis, por cierto, blanca en extremo, casi lechosa. No era tan importante el valor de la venta, lo trascendente era vender, y vender bien. Que el cliente comprara algo, y que, además, se fuera satisfecho, con la definitiva convicción de que volvería a su establecimiento. A pesar de tratarse de una librería, el negocio prosperaría en sus manos. Cuando le he prestado atención, seguía hablándome.
—¿Te das cuenta de la clase de tacto del papel? Tiene que ser una delicia escribir cualquier tipo de sensación o de vivencia sintiendo la seguridad, la entereza de este papel. Sabes que esto es para siempre, que de ahí no se puede escapar la tinta. Este cuesta —y dio la vuelta al cuaderno haciendo como que buscaba el precio que sabría de memoria— cuatrocientas diez, bueno, cuatrocientas pesetas (2).
Me divertía observando las dotes de persuasivo vendedor que le adornaban, incluso ofrecía ciertas rebajas sobre el precio, como si yo fuera cliente habitual del negocio. Empecé a dudar sobre lo que quería, ya que al explicarme las características de este nuevo cuaderno sentía que, efectivamente, podía ser bueno también.
—Me quedaré con el de las pastas de hule negro. Envuélvemelo con papel de regalo, por favor.
Asintió. Aquellas manos blancas, nuevamente acariciaron el cuaderno y lo envolvieron en ese papel que ahora yace, roto y maltrecho, en la papelera de mi cuarto.

(Continuará)
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(1) Según la calculadora, 3,91 €. Es sencillo que hoy le hubieran cobrado 4 € ó, más bien, 4,50. (Nota del Autor)
(2) 2,40 €. NA

viernes, 10 de septiembre de 2010

A modo de prólogo.

Fin de trayecto es una novela que nació de un cuento, uno de los primeros que escribí directamente con mi ollivetti azul que pesaba lo suyo y que ametrallaba las tardes de verano... Pero mejor que volver a escribir lo que ya tengo escrito, transcribo, el capítulo 24 de otro libro mío, Autorretrato de un escribidor, escrito en 2004, en el que habla sobre esta novela...

Autorretrato de un escribidor

Capítulo 24

Después del primer verano en el que rematé Aquel sábado lluvioso, al siguiente, comencé a escribir Fin de trayecto. Esta novela es la que más quebraderos de cabeza me ha levantado hasta la fecha. La versión definitiva la acabé en el verano de 2002, como luego contaré. La primera idea, diga-mos que el hilo conductor de la misma, el esquema, la estructura fundamental, del relato surge hacia 1978 o 1979, no lo sé. Es un cuento que escribí en verano.


(Ahora mismo me doy cuenta que debo hablar algo de mi querencia por escribir en verano. Quizá la mejor explicación al asunto es que es la época del año en que he disfrutado de más tiempo libre y la he empleado en lo que más me ha gustado desde los diez años, leer o escribir. Mi familia nunca pudo disfrutar de vacaciones de verano fuera de Segovia, tanto da la playa, o el Polo Norte, debido al trabajo de mi padre. Cuando le cogí el gusto a la Literatura, aproveché para aporrear a la vieja Ollivetti azul con la que había perfeccionado mi mecanografía (cuyos rudimentos básicos había aprendido con trece o catorce años), sobre todo por las mañanas y a la hora intempestiva de la siesta, que casi nunca me he echado.

Volviendo la vista atrás, recuerdo la redacción durante el estío de varios cuentos, mis dos primeras novelas a las que me referiré, y varios borradores de otras tantas ideas que no sé a dónde habrán ido a parar, hasta el inicio de un guión para un cortometraje. Me atrevía con cualquier cosa, aunque no tengo ni la más remota idea de lo más básico que tienen que tener los guiones cinematográficos. No hay nada tan atrevido como la ignorancia mezclada con la juventud. Aunque quién sabe, lo mismo hubiera acertado.

Podía hacer esas cosas, o sea, darle a la tecla con vehemencia, porque en el mismo edificio en el que vivíamos mi padre alquiló un piso que se quedó vacío (al que ya me he referido vagamente cuando hablé de Benigno). Lo tuvo que alquilar como estudio, y no como vivienda, porque desde no sé qué organismo no daban la cédula de habitabilidad. (Lo que hasta las vísperas había servido como vivienda a varias familias a lo largo de la historia, en ese momento, ya no reunía tales condiciones. Era necesario acometer no sé cuántas obras de reforma. En fin, supongo que cosas del progreso). Entre otras cosas, la diferencia conceptual de vivienda a estudio suponía que el precio de la luz correspondía a una tarifa más elevada. En todo caso, acordamos quedarnos con él. Así, mi hermano Mariano disponía de lugar para pintar (era al que más falta le hacía ese espacio independiente), mi hermano Antonio podía tocar el violín, la mandolina, la guitarra, la bandurria, el laúd o la balalaica, la flauta, lo que quisiera, y yo, que sólo necesitaba una mesa, podía aporrear la máquina. Durante el curso, utilizaba poco el estudio, casi nada; pero en verano, ocurría al contrario, mis hermanos paraban poco por él y yo estaba casi todo el tiempo solo en él. Mi situación ideal para escribir, antes y ahora...

Siempre me ha gustado madrugar o no me ha importado. Así que, en las mañanas del estío, muchas veces antes de las nueve, cogía la mesa camilla sobre la que escribía (que a propósito no estaba montada, sino que sus piezas iban separadas, un tablero de un metro veinte de diámetro y las cuatro patas que formaban otro bloque independiente) y la sacaba a la terraza. Al fresco del amanecer segoviano, teniendo como compañeros no sé cuantos cientos de pájaros y palomas, acariciado por la limpia brisa del orto, he escrito muchas páginas. Si era demasiado temprano, no sacaba la ametralladora que disparaba sueños, y lo hacía a mano. Me parecía más hermoso no alterar el natural despertar de la terraza con el sonido seco y desagradable de las teclas sobre el carro, solo protegido por el leve parapeto del folio.

Tiempos hermosos, sin duda. Primeros sabores de la creación en plenitud. Probablemente ha sido la época de mi vida en la que he escrito con más desinhibición, con más libertad formal y conceptual. Probablemente, también, era una escritura apresurada, como ansiosa, poco sedimentada, casi una prosa volandera.

Como se recuerda por lo que he escrito más arriba, era la época de la vida (el comienzo de la juventud, casi recién abandonada la adolescencia) en que todo lo vivía con la pasión propia de un torrente, de una cascada que vierte el agua al lecho del río a toda velocidad, con toda la fuerza... No es que me quiera justificar, pero valga de explicación.

Perdón por la larga digresión).

El cuento, como la novela, desde el principio, o desde que lo terminé por vez primera, se llama Fin de trayecto. (...)
(...)

Como digo, su escritura me ha llevado muchos quebraderos de cabeza. De hecho, en el verano de 2000 no tengo nada datado. En el verano de 2001 tengo fechado Cuentos de Euritmia, que creo daremos a la luz antes de la próxima feria del libro, o sea a principios de este próximo verano, con más de un año de retraso; pero este es otro tema. Hasta julio de 2002 no concluí la novela, su versión definitiva.

Ya antes de la redacción de Aquel sábado lluvioso estaba dándole vueltas al cuento para convertirlo en novela. En el primer relato juvenil, había una frase en la que yo me tragaba, por así decir, dos años de la vida de la protagonista. Fue ese agujero del relato el que aproveché para reconstruir la historia en forma de novela. Sin embargo, la versión del año 2000 no funcionó. Estaba todo desencajado, como un mueble mal encolado y al que, además, le faltaban piezas, entre otras una de las patas, con lo que no se podía sujetar.

(...)

Este fue otro experimento para mí. El diario no lo había trabajado. Ni siquiera personalmente he llevado un diario. Sí que había leído varios diarios; pero nunca me había enfrentado a escribir uno. Menos aún el de una chica de diecisiete años. Tenía que contener las desmedidas ansias del narrador, y encerrarle en el lenguaje de una joven mujer que pasa por el calvario que ella pasa. El tema de fondo de la novela, el de la incomprensión familiar que arrastra al desastre absoluto, no lo varié en ningún momento; pero durante la escritura de la novela, abrí otros aba-nicos. Exploré el turbio mundo de la prostitución, la droga, la corrupción policial, el amor puro e imposible, en este ambiente sórdido...

Cuando le di la novela a Cristina Guerra, tenía la intuición de que había sido una novela fallida. No me equivoqué. Era necesario otro esfuerzo. Ella, en este caso, fue muy condescendiente conmigo, me hizo ver las carencias, pero presentándolas como potencialidades. Registró algunos errores de bulto. Me hizo dudar del planteamiento de la estructura sobre la que había construido la obra... Fue una conversación muy interesante, porque desde el principio, comenzamos a barajar posibilidades para mejorar y corregir la historia.

En este caso, afloró de nuevo una de mis características, de la que creo que ya he hablado en un par de ocasiones, el hecho de que soy cabezota, es decir, mi tozudez silenciosa, casi de acémila de montaña, de esas que utilizaba el ejército para atravesar los pasos más complicados y angostos de los Pirineos.

Cuando sé, o supongo honradamente, que hay algo bueno detrás lo que estoy haciendo no me importa hacerlo y deshacerlo y revisarlo cuantas veces sea necesario, aunque a ratos me entre el desfallecimiento y quiera mandarlo todo a la porra. En esto, ayuda la falta de presión de editores, la nula necesidad que tengo de la escritura para vivir; por tanto, me puedo permitir el lujo de no conformarme; y me puedo permitir el lujo de tardar en escribir una historia lo que sea necesario. Como se ve, cualquier situación tiene su lado positivo.

Pero hube de esperar casi dos veranos, para volver sobre ella. Entre medias, surgió la publicación de Aquel sábado lluvioso y la escritura de Cuentos de Euritmia.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Regreso

No me extraña que lo pensaráis.
Estáis en vuestro derecho.
Hasta yo pensé que este blog se acabaría por apagar, como una vela sin cera.
Demasiadas cosas, quizá demasiadas esperanzas.
Esta herramienta es de la que dispongo, y de nuevo la tomo.

De la publicación de Mañana amanecerá en este mismo blog, he obtenido algunas conclusiones. La primera, la más evidente, es que publicar una novela en entregas semanales es excesiva distancia para mantener un mínimo interés en la audiencia y en los lectores. Por corta que sea una novela, se hace muy larga con una entrega a la semana.
Así que he decidido el regreso con otra nueva novela de mi juventud que fue reescrita allá por el 2002. Se titula Fin de trayecto y a mi modo de ver va a resultar distinta a la anterior.
Tenía otro adjetivo en la punta de los dedos, pero me he contenido a tiempo, pues no quiero influenciar vuestra opinión.
Habrá tres entregas semanales: martes, jueves y sábado, y comenzaremos el próximo día catorce de septiembre.
Hasta ese día me dedicaré a desempolvar, lavar y peinar la novela que os brindo...
Quizá incluso, haya alguna otra entrada previa.