Cómplices

Advertencias y avisos

Querido lector, querida lectora a partir de este momento, Euritmia en la Red ha eliminado de sus contenidos la novela corta "Alas rotas", cuya primera versión fue escrita en el verano de 2003.
Como explico en el post correspondiente la razón se debe a que la editorial "La Esfera Cultural" ha decidido publicarla en papel.
Puede adquirirse si pulsáis en ESTE ENLACE

VERSIÓN EN AUDIO DE ALAS ROTAS

Introducción a la versión en Audio.

domingo, 27 de diciembre de 2009

MAÑANA AMANECERÁ (XX)

Estábamos dentro del torbellino de gentes que se forma cuando concluyen este tipo de actos. Había indecisión en el ambiente. Nos sentíamos zarandeados por tantos acontecimientos que nos sobrepasaban. El miedo se había convertido en parte integrante de las moléculas de la noche y flotaba mezclado con el frío. Pero, a la vez, algo parecido a la esperanza, o, mejor dicho, a la tozudez para no perderla, brillaba en los ojos.
Retornar a casa se me hacía costoso. Estaba a gusto con aquellos jóvenes, mis amigos. Me sentía identificado con sus sentimientos. No quería encerrarme. No sabía lo que querían hacer los demás. Intuí que todos andábamos en lo mismo.
Las vaharadas de nuestra respiración se mezclaban con el humo de los cigarrillos. El helor, como miriadas de alfileres, se dejaba sentir, nos abofeteaba inmisericorde. Permanecer a pie firme en conversaciones que languidecían no parecía la mejor solución de las posibles.
Alguien, acaso Gabi, propuso buscar algún bar cercano que continuara abierto, y tomar alguna copa. Habíamos estado más de media hora a la puerta del templo, eran casi las dos de la madrugada. Unos cuantos le secundamos, cómo no. Nos acercamos al Texas. Cuando llegamos allí, nos dimos cuenta de que no habíamos sido los únicos en tener la misma idea. Como alguien del grupo solía decir, raramente las ideas geniales se le ocurrían a uno solo.
La cara de los camareros denotaba mucho cansancio. Había sido un día muy duro. A pesar de ello, no dejaban de servir copas y más copas. El ambiente parecía distendido. Durante unos segundos pensé que si alguien salía beneficiado de aquellos días iban a ser los bares, mejor dicho, los dueños de los bares, aunque hubieran bajado los precios.
Dijeron que iban a ofrecer informaciones muy importantes. Subieron el volumen de un aparato de radio.

Después de más de cuatro horas de contactos Estados Unidos de América ha aceptado las condiciones del Vaticano, y ha ordenado el alto el fuego. E, igualmente, ha comenzado las retiradas de sus tropas de la República Democrática de Alemania, así como de Polonia. Ante este gesto el gobierno de la URSS ha declarado también el cese de las hostilidades. El Vaticano ha convocado a las delegaciones de ambos países mañana a las diez de la mañana, hora española, para una primera ronda de conversaciones. Las autoridades italianas, tras felicitarse por estas decisiones, han garantizado que la delegación soviética podrá utilizar su espacio aéreo, y podrán aterrizar en Roma con todas las garantías. En este mismo sentido, los gobiernos de la República Federal Alemana y de Austria han asegurado la apertura de su espacio aéreo, para el citado vuelo. Al conocer estas noticias, el Gobierno español, reunido en Gabinete de Crisis, se ha felicitado por el nuevo y deseado rumbo que toman los acontecimientos y se felicita por este paso destinado a que la cordura vuelva a imperar. Igualmente, hace votos para que las negociaciones sean fructíferas y se restablezca con total garantía la paz mundial...
Fue imposible escuchar más palabras. Una algarabía de felicidad estalló en el bar. y no sólo en el bar. Como si se hubiera decretado fiesta nacional, la gente comenzó a salir a la calle. Se oían vítores. Más de uno pidió champán.
Como si la naturaleza también se quisiera sumar a la fiesta, se levantó una fría ventisca que creó hermosos remolinos de nieve que revoloteaban por el aire transparente de la noche invernal, como plateados confites.
Salimos del bar a celebrarlo. Necesitábamos saltar, gritar. Teníamos que arrojar muy lejos de nosotros toda esa tensión que se acumulaba dañinamente en nuestros espíritus Nos tirábamos bolas de nieve, como si nos arrojáramos balazos de paz blanca. Como si hubiéramos regresado a aquellos días de la infancia en que el futuro consistía en ver la trayectoria de un proyectil de nieve arrojado por nuestras manos. Necesitábamos empaparnos de ella. Éramos jóvenes, volvíamos a ser felices. Aunque la felicidad era un simple alto el fuego, nos pareció el mejor de los armisticios posibles. Nos conformábamos con poco. Los mayores, que empezaban a compartir aquel territorio, nos miraban con envidia y sonreían. Creo que descubrieron en nosotros un trasunto de sus espíritus. Con las dos manos ocupadas por sendas bolas de nieve, y la gabardina condecorada con el testimonio de los que había recibido, grité desaforadamente, '¡Mañana amanecerá!' Gabi, no menos estentóreamente que yo gritaba, mientras que saltaba al unísono conmigo, 'Sí, tronco, sí, va a ser que sí...'

Esta vez las noticias eran esperanzadoras. No sabíamos muy bien qué habría llevado al gobierno americano a esa determinación. Algunos calculábamos que la propia respuesta en el interior del país, o la falta de apoyos internacionales, pues la OTAN había entrado en el conflicto a regañadientes y España y Alemania habían declarado su neutralidad, o que la resistencia soviética había sido mayor de lo esperado, o que les falló parte del plan, o que vieron con horror las verdaderas consecuencias de la utilización de las armas nucleares. Otros, más pesimistas, opinaron que en realidad era una táctica dilatoria para situar mejor sus ejércitos. Otros, más fríos, opinaron, que, en el fondo, ya habían conseguido lo que buscaban, no pretendían mucho más. Se trataba de una demostración de fuerza, como si pegaran un puñetazo encima de la mesa, por si alguien había tenido dudas de quién era el gendarme de este Planeta. El caso es que después de tantas horas de angustia, se veía una luz en el fondo del túnel.

Una media hora después, casi a las tres menos cuarto de la madrugada, subimos hacia la Plaza. La calle Imperial estaba como un domingo por la tarde. El gentío, que exultaba de emoción, subía hacia allí. Habían suspendido la manifestación, pero aquel paseo improvisado se parecía bastante a una.
La Plaza volvió a ser el círculo de sonrisas. Volvió a ser el centro de operaciones. Nos había dado a todos una risa tonta, floja y fácil. Cualquier cosa era objeto de carcajadas ruidosas, horrísonas. Quizá era una muestra más de lo maltrecho que se encontraba nuestro alma zarandeada de un lado a otro. Seguía nevando blandamente. No nos importaba. Sólo nos importaba que el futuro estaba ahí de nuevo, casi intacto, como el lunes, cuando me acosté. Ese razonamiento era otra muestra de que la alegría que nos ocupaba era infantil y artificial, irracional y forzada. El mundo no estaba intacto. Estaban por ver las consecuencias de aquellas horas en las que el mal y la destrucción se enseñorearon de la faz de la tierra.

Entre todo el gentío la descubrí.
Por fin se materializaron mis deseos. Casi ni me había acordado de ella a lo largo del día. Bueno, tres o cuatro veces, pero con menos intensidad que otros días. Y de nuevo, me di cuenta de que estaba enamorado.
Me vio y vino corriendo hacia mí. Se reía. Se colgó de mi cuello. Aparenté calma, casi frialdad, sólo yo sabía lo desbocado del galope de mi corazón, 'Pareces muy contenta', 'Vaya, con motivo. ¿Tú no?' Le sonreí de oreja a oreja, y como estaba, la alcé en volandas e hice de eje para que volara, cual aspa de molino, mientras le decía con toda mi energía, 'Pues claro, tonta, mañana amanecerá'. Sentía sus ojos húmedos en los míos. No sabía si me había comprendido, aún girándola le dije, 'Ya era hora que tuviéramos una esperanza un poco más fundada que sólo el deseo de un milagro'. La bajé al suelo, estaba un poco mareado. Me contestó, 'Eso mismo he pensado yo'. Hice como que le reprochaba algo, '¿Dónde has estado todo el día...? Mira que me he pateado la calle y no te he visto ni de lejos'. Se encogió de hombros, 'Es que he estado en casa porque no me han dejado salir; mi madre estaba muy asustada, y yo también para qué mentirte'. Su mirada se alegró algo, 'Hasta que me han llamado para lo de San Emilio, lo que pasa que no me has visto, yo a ti sí'. Me sonrió un poco pícaramente. Un poco adolescentemente. Como si me quisiera decir más cosas.
Miré al fondo de sus ojos. Ella no dejó que hablara, 'Luego me he ido a casa otra vez y les he dicho que no me esperen a dormir, que esta niña quiere ver amanecer, por si acaso es la última vez'. Su mirada era casi de fuego, 'Me lo han intentado prohibir, pero no han podido; les he dicho que un poeta muy amigo mío había estado dudando todo el día si mañana amanecería y que yo tenía que comprobarlo, así que hasta mañana por la mañana no me van a ver'. Me volvió a sonreír del mismo modo. Parecía que me decía más cosas, acaso todas las cosas. Me dejó alelado. Se había referido a mí en su casa llamándome un poeta muy amigo mío. Resulta que mi dicho de este día repetido como pregunta, como esperanza, como súplica, como meta, había hecho fortuna. Además percibía el regusto de algo más. Creo que la entendía, pero no me decidía. Eran demasiadas emociones a lo largo del día. No quería precipitarme. Por fin se decidió a preguntarme, '¿Tú qué vas a hacer?'
Miré al reloj, eran más de las tres y media de la madrugada. Faltaban unas cuatro horas y media para que amaneciera, pero estaba muy claro que me estaba invitando a que lo viviéramos juntos, no iba a ser tan torpe de rechazar esa oferta, además yo no tenía los problemas que ella tenía en su casa, 'Ir contigo a donde me lleves'. Pero antes tenía que avisar, 'En casa no saben nada, y cualquiera llama por teléfono a estas horas, y no está el día como para no aparecer'. Mi mente no funcionaba con claridad para las cosas domésticas, pero allí estaba ella, '¿Tú crees que estarán acostados?, eso es imposible, pero si hasta mi abuela no se había dormido aún'. Y tenía razón. Era algo tan evidente, que me fui a una de las cabinas de la Plaza, 'Oye, que no me esperéis en toda la noche'. Al otro lado respondía mi madre. No me prohibía nada, claro, pero hacía indicaciones para disuadirme, digamos, '¿Pero qué vas a hacer con el frío que hace?'. Era cierto, pero en aquel momento no lo sentía, 'Es que hemos decidido que vamos a ver amanecer, creo que merece la pena'. No me contestaron, así que entendí que no les importaba en exceso. En este caso su silencio me supo a gloria. Reconozco que utilicé el plural pensando que ellos creerían que hablaba de mis amigos. No me atreví a hablarles de una chica. Creo que sentí algo parecido a la vergüenza, al pudor. Como si tuviera otra vez catorce años.
Cuando colgué, fui corriendo hacia ella. La levanté en vilo y di tres o cuatro vueltas sobre mí mismo. Me di cuenta de que también me repetía en mis actos, no sólo en mis palabras. Era consciente de que estaba enamorado. Esta sensación vital volvía a ser la realmente importante. No sé si era algo irracional, pero el miedo, la angustia, habían retrocedido un tanto. 'Faltan unas cuatro horas para que amanezca, ¿qué vamos a hacer?' Ella estaba decidida a que nada le aguase la fiesta que se había organizado, 'Espero que tengas más dinero que el otro día, porque yo sigo sin un duro, y si no entramos en algún sitio cerrado nos moriremos de frío; y morirse de frío, cuando te puede mandar al otro barrio una bomba de neutrones, o un misil de cabeza nuclear, es peor que un chiste malo'.
Asentí, mientras sonreía. Tenía más dinero. Bastante más. Y si no lo hubiera tenido, juro que hubiera sido capaz de hacer una colecta allí mismo, o pintarlo, o haberme quedado a fregar vasos y platos en algún bar, que buena falta debía hacer, dicho sea de paso.
Fuimos al Enebral. El bullicio no había descendido. Los camareros miraban a los clientes y suspiraban resignados a su suerte. Supongo que al dueño le encantó tener más público que en Noche Vieja. Buscamos una rincón donde sentarnos. No quería nada más que un rincón para los dos.
Pero fue imposible. Todos estaban ocupados. Por allí vimos a la mayoría de las parejas que conocíamos. Si no fuera porque sabía perfectamente la hora que era, pensaría que estábamos en el vermú del domingo. Todos nos saludaban y cuchicheaban. Ella sonreía radiante, colgada de mi brazo. Yo no sé si sonreía, o no me creía lo que veía, y en realidad tenía cara de lelo. No sabía si había entrado en una alucinación colectiva, o todo era verdad. Sólo quería que fuera eterno, que no tuviera final. Me daba igual si nos habían liquidado con una bomba de neutrones. Si estábamos en el otro barrio, y me había tocado en suerte que ella se colgara de mi brazo, pedía que fuera para siempre. Que por nada del mundo, acabara sentir el leve peso de su cuerpo que cargaba en mi brazo. Llegué a pensar: 'Si se tiene que acabar el mundo uno de estos días, que sea ahora mismo, por favor'.
Lo juro.
Escuché su voz junto a mi oído, creo era la tercera vez que me repetía lo mismo, '¿Pedimos algo o buscamos otro sitio?' No sé lo que acerté a responder, si es que respondí algo. El caso es que ella interpretó que nos marchábamos y nos fuimos.
El vaivén de gentes descendía despacio, pero descendía. Eran más de las cuatro y media de la madrugada. Y el frío arreciaba como si quisiera revisar con detalle cada una de las células del planeta y de nuestros cuerpos.
Ella seguía colgada de mí. La sentía leve, pero muy concreta. Nos vimos descendiendo por la calle Imperial, hacia el Puente. Como tantas veces, el miedo, la vergüenza, me hacían ir en silencio a su lado, '¿Qué te pasa que no dices nada?' La verdad es que me vinieron a la mente varias respuestas del tipo, 'Estoy alucinando', o, 'Soy tan feliz que no quiero romper el hechizo', o, 'Estoy tan impresionado que no sé qué decir', o, 'Sólo quiero decirte que te quiero, pero tengo tanto miedo a que me rechaces que no me atrevo a decírtelo'... Pero todas ellas se trastabillaron entre sí y contra mis neuronas, cayéndose por el pozo del miedo y no contesté ninguna. Al fin, no fuera a creer que me incomodaba su presencia, sólo me faltaba eso, dije como pude, 'Es que tantas emociones...'.
Y fui incapaz de seguir. Yo que había imaginado tantas veces, una situación parecida, cuando me encontré con ella, entorpecí. Pero ella, al contrario que, era pura locuacidad, 'Ya, tantas emociones... y tanto alcohol; seguro que has bebido como un cosaco todo el día', 'No sé yo si los cosacos habrán bebido hoy mucho'. Parecía que el sentido del humor no había huido del todo, aunque fuera tan macabro. Me paré un segundo y la miré, 'En serio, prefiero disfrutar del paseo en silencio, así, tu agarradita a mí, no te sueltes ni un milímetro'. Y le propuse, 'Vamos al Postigo del Puente'. Terminé mi respuesta reconociendo la realidad de una jornada bañada en alcohol y miedo, 'Sí, es verdad que he bebido mucho, pero no estoy borracho, te lo juro'.
No respondió. Dudé en ese momento si había avanzado demasiado deprisa. Su silencio hizo que el miedo a perderla cruzara como un ratón asustado por el centro de la columna vertebral. Por fin la miré. Asintió. Noté en sus ojos un brillo especial.

Contemplar la cima del Puente a su misma altura era una gozada para cualquier euritmitense. Y aquella madrugada, en que las estrellas, al fin, pudieron con las nubes y una hermosa luna llena brillaba en el cielo, otear la ciudad que flotaba en una atmósfera transparente era casi tan maravilloso como sentir, aunque fuera a través de las prendas de abrigo, que ella estaba allí, apoyado todo su concreto y leve peso sobre mí. No había nada que decir. Los dos lo sabíamos. No me atrevía a mirarla, pero intuía que también la emoción la embargaba. Un escalofrío, sentido a través de tanto abrigo, hizo que despertara en mí la realidad que se había dormido, 'Busquemos una churrería, un bar, lo que sea, que vas a acabar con una pulmonía. Son más de las cinco, todavía faltan tres horas para que amanezca'. Ahora era ella la silenciosa. Dio otro paso y apoyó su cabeza a lo largo de mi brazo, 'Como quieras', susurró.
Ya estaba seguro. No había duda. Estaba eufórico. Pero tenía que seguir despacio. No precipitarme, 'No vayas a lo loco, a ver si lo pierdes todo', me recriminé, en silencio, por su puesto.
Volvimos, callejeando lentamente por la Euritmia amurallada hacia la Plaza. Las calles, de pronto, ¿cuándo?, se habían vaciado. Parecía una ciudad dormida, una ciudad de cuento de hadas. Sólo escuchábamos el eco de nuestras pisadas que crujían sobre el hielo que se fracturaba. La gelidez de la madrugada de cristal nos rodeaba. No sabía muy bien si nos protegía o nos atacaba. Ella se estrechaba más a mí. Y llegué a la conclusión, ni nos atacaba, ni nos protegía, nos abrazaba y nos obligaba a abrazarnos.
Ya en la Plaza observamos que quedaban muy pocas personas. Jóvenes todas. Gabi y Enma, Fer y Noelia, entre otros. Nos acercamos. Nos miraron sonrientes. Fer y Gabi me preguntaron con los ojos. Yo les respondí, del mismo modo: cautela, silencio, no lo estropeéis con una palabra a destiempo. Habíamos perfeccionado mucho el lenguaje de las miradas...
Encontramos una churrería que abría a aquellas tempranas horas de la madrugada, las cinco y media. Supongo que el dueño pensó que quedarían rezagados de la noche y que todavía podría aprovechar las migajas del negocio que habían hecho los bares. Los otros cuatro nos dejaron solos. Como siempre, tuvieron tacto. Pedimos un par de chocolates muy calientes y dos raciones de churros. Para los churros hubimos de esperar un buen rato, lo que agradecimos, pues alargábamos el tiempo de estancia al abrigo.
Hicimos durar la consumición todo lo que pudimos. Apenas hablamos. Sólo nos mirábamos. Estuvimos solos mucho tiempo. El camarero se sentía un poco molesto pues no consumíamos más. Me di cuenta de que nos miraba con cara de pocos amigos, '¿Quieres una copa de algo?', 'Bueno, una de anís'. Y me fui a él con cara de cordero degollado, como si no me hubiera dado cuenta de todo el tiempo que había pasado, 'Una copa de anís y otra de ginebra, por favor'. Aquellas dos copas fueron nuestra salvación. Con ellas sobre las mesas, el camarero aguantaría otra media hora. Además entró algún cliente más. Nos pudimos difuminar del poder de su mirada inquisitiva y torva; tuve la enorme sensación de alivio de pasar a formar parte del decorado de una escena. Y cuando saliéramos quizá fueran más de las seis y media, a lo mejor las siete.

Y así fue. Cuando abandonamos la churrería, el silencio era más denso aún. Un silencio que anunciaba paz. Me decidí a llevar la iniciativa. Mentalmente hice un recorrido de la ciudad. Había varios sitios preciosos para ver amanecer: el Postigo, el valle del Óreo, el Calvario... Quizá la Alcazaba no era el mejor, porque los edificios de la ciudad que desde allí se ven, ocultan parte del Este, pero no me pude sustraer al romanticismo del lugar, y lo que representaba para nosotros, por lo menos para mí. Además intuía que al amanecer tan tarde, pues nos acercábamos al solsticio de invierno, el orto del sol sería más hacia el sur con lo que el lugar sería bueno, o no muy malo, al menos, '¿Bajamos a la Alcazaba?' Asintió satisfecha. Parecía que lo estaba deseando. Nuevamente el leve peso de su cuerpo se apoyaba en el mío.
Mi cuerpo debería estar cansado, sin embargo no lo estaba. Tenía la sensación en ese momento de que podía volar hasta el fin del mundo sin esfuerzo. De nuevo era consciente de que estaba enamorado, y ese sentimiento era el más importante de todos los que me pudieran ocupar nunca. Una guerra estaba a punto de aniquilarnos a todos, sin embargo ni la guerra pudo con ese sentimiento. Es verdad que lo apartó a un segundo plano durante aquellas horas, pero no lo venció.
Aunque mis ojos no habían leído aún ese soneto de Quevedo, intuía ya que se podría acabar todo, la vida, el mundo, incluso el amado, y quedaría el amor, aunque fuera como cenizas, como rescoldo para toda la eternidad:
Ceniza serán, mas tendrán sentido,
Polvo serán mas polvo enamorado.
Todavía era noche cerrada, pero hacia el oriente, apuntaba cierta claridad, cierto azul menos oscuro, habría que decir. Definitivamente las nubes habían huido. Iba a caer, estaba cayendo, una buena helada. Aunque eso importaba muy poco.

Al llegar a la parque de la Alcazaba, estábamos entre dos luces. Y aquella fue la señal. Nos volvieron todas las energías. La volví a llevar en volandas. Reíamos, corríamos, pero sobre todo, reíamos.
A la puerta, nos paramos y miramos al cielo. Dirigimos nuestros pasos hacia ese lugar maravilloso, ese balcón sobre el que contemplamos la iglesia de la santa Roca.
Pero, en aquel momento nos giramos. Queríamos ver el amanecer. Porque, efectivamente, amanecía. Y casi lo estropeo. Toda la madrugada callado y en aquel momento, no pude por menos de abrir mi boca, '¿No es maravilloso?', 'Calla, por favor'.
Y me callé, gracias a Dios. Comprendí que, tras la alegría, le embargaba la emoción. Si había llegado hasta aquí, era necesario que me contuviera un poco más.
El cielo comenzó a tomar colores morados. Eran los minutos más hermosos que recordaba haber vivido.
Hacia el oriente, que añorábamos, comenzaba a columbrarse el azul celeste, el azul que menos esperábamos ver el día anterior. ¿Quién sabía si lo veríamos algún día más? Los morados y grises que enmarcaban el lugar por donde aparecería el futuro sol, palidecieron y luego se hicieron parientes de los colores del fuego y despúes se iluminaron. Los árboles también tomaban parte del juego. Y el rebrillo blanco de la nieve, al contacto con la luz acariciadora, dotaba de vida propia al paisaje, como si fueran cristales que reían.
El frío huía del espacio y se adhería a nosotros... Todo estaba dispuesto para el amanecer, sólo restaba que, como diría un clásico, Febo apareciera tras las lomas que señalaban los dedos rosáceos de la aurora.
El silencio se hizo anhelante. El aire paró, también a la espera. Asistíamos al acontecimiento más importante de las últimas horas. El acontecimiento por el que todos habíamos suspirado. El acontecimiento que muchos pensaron, yo también, que no volveríamos a presenciar.
Un rayo, luego otro, y otro más, lanzaron a puñados sus hilos dorados y sonrientes sobre un trozo de la faz de la tierra doliente. Muchos árboles parecieron correr a bebérselos ávidos. Un trozo de esfera rojo asomó, como un rubí gigante, parece que miró a su alrededor, y, satisfecho, continuó su camino, con la misma ilusión de cada día, como si nada pasara acá abajo.
Había amanecido un día más.
Volví la vista hacia la Alcazaba. Su torre recibía aquellos primeros rayos y su rostro parecía el de una joven avergonzada, o asustada, o sorprendida.
Por fin, detuvimos nuestras miradas una frente a la otra. Yo estaba dispuesto a que ella diera las órdenes, aunque fueran tímidos gestos. Bajo ningún concepto rompería el hechizo.
Como la nieve en los árboles, una lágrima transparente titilaba en el borde de sus ojos. Rodó lentamente por sus mejillas, frías y arreboladas. Había amanecido. Era increíble. Habíamos visto amanecer. Y los dos estábamos juntos. Nos abrazamos. Nos besamos. Mejor, nos acariciamos con los labios. Entrelazados, subimos de nuevo a la Plaza, en silencio.
Había mucha gente por la calle, otra vez. Habían salido a presenciar el acontecimiento. En sus ojos se notaba una emoción contenida, una perla salada que brillaba en el alma.

Había amanecido un día más.

domingo, 20 de diciembre de 2009

MAÑANA AMANECERÁ (XIX)

Como he dicho, la iglesia donde nos juntaríamos era en la parroquia de san Emilio. Al principio, habíamos pensado en nuestra pequeña iglesia de las monjas. Pero, con buen criterio, hablamos con el párroco de san Emilio. Intuíamos que íbamos a ser muchos y acertamos.
Nuestro grupo de jóvenes era los escombros de otro grupo mucho más numeroso que nos había precedido. Pero, como todas las cosas en esta vida, tuvo su final. Y aquello acabó, pero no es la cuestión.
Los que quedamos, decidimos continuar, más que nada porque necesitábamos, de algún modo, que alguien nos orientara en el duro camino de nuestra fe. No nos conformábamos con las cosas que nos decían en la misa de los domingos, intuíamos que había que hacer más. Pero, por otra parte, no queríamos pertenecer a ninguna asociación con ramificaciones nacionales o internacionales. Es decir, queríamos ser nosotros, nada más. Un grupo de anónimos muchachos y muchachas, sin siglas, sin encuadres en ningún lugar. Lo único que buscábamos era un espacio y un tiempo para la reflexión. Poco más.
Y funcionaba. O nos servía, que era lo mismo.

Pero lo de aquella noche era radicalmente distinto. No era algo nuestro, sólo fuimos la chispa. A pesar de la nevada, el ambiente estaba lo suficientemente preparado, como para que no costara ningún trabajo que la cosa saliera. Desde que por la mañana nos autorizaran la manifestación, la gente de Euritmia tenía ganas de sentirse unida.
Pensé que el miedo tiene mucha fuerza. No me gustaba la idea, pero tenía que reconocerlo.
A medida que me acercaba a la parroquia de san Emilio, observaba con una extraña mezcla de incredulidad y alegría que la calle era un verdadero hormigueo de jóvenes que caminábamos en la misma dirección. Si hubiera sido policía, y no me hubieran avisado, habría sospechado seriamente que algo se estaba tramando, y me habría puesto nervioso.
No sólo jóvenes se dirigían allí. Familias enteras llevaban el mismo camino. Vaya, pensé, Como esto haya pasado en más ciudades, habrán suspendido la manifestación, pero no habrán impedido que nos juntemos.
Había quedado a las once en la Meseta con Gabi. Antes de llegar al bar, me encontré con Felipe, al que desde el comienzo de aquel curso casi no veía. Nos juntamos los tres. El bar, curiosamente, estaba vacío. Se conoce que el personal estaba en casa, pegado a la radio o a la tele, o iba camino de la iglesia. Faltaba casi media hora para el comienzo del acto. Teníamos tiempo. Pedimos tres cafés. Desde que había salido de casa, no se habían producido noticias, por lo que deduje de lo que dijo Eduardo, un resumen de lo que había escuchado unos minutos antes.
La pregunta era la misma repetida con miles de variaciones desde la mañana, durante todo el día. Esta vez fue Felipe quien la formuló en voz alta, ¿Creéis que servirá de algo?, todavía no sé por qué me he decidido a bajar, con lo calentito que estaba en casa. Mientras soplaba el café, le contesté, Chico, no lo sé, pero me supongo que, por lo menos nos calmara un poco. Después de un corto tragó, que me quemó el paladar, continué, No sé vosotros, pero yo no puedo estar más de media hora sin hacer nada; me parece que estoy contemplando cómo me quieren destruir, y digo yo que me tendré que oponer de alguna manera. De nuevo me había venido la locuacidad, Por lo menos tendré que gritar, o algo, no sé; además, qué queréis que os diga, tengo miedo, joder: imaginaos que esto es el final de este mundo... ¿Os habéis parado a pensar qué significa? ¿Y después habrá algo? Y si hay algo más, qué será de nosotros, tíos, que nos vamos al carajo, y no quiero, joder.
Por fin fui capaz de decir en voz alta todo lo que me atormentaba el corazón, y todo junto. Había necesitado más de doce horas, muchas ginebras y estar con dos de mis mejores amigos para soltarlo todo, pero mereció la pena. Sentí una profunda liberación. Noté, además, un escalofrío. Y por si fuera poco, un par de lágrimas, no sé si de impotencia, de angustia o de tensión, me rodaron por las mejillas. Me sentí muy a gusto, y no me importó, casi agradecí, que Gabi y Felipe hubieran sido testigos de todo ello. Ellos callaron, aunque noté en su semblante cierto azoramiento, reminiscencias de una cultura machista que impide llorar a los hombres en público. Fue Gabi quien continuó, Joder, macho, ya era hora que alguien dijera lo que todos pensamos. Suspiró y nos miró con intensidad, Si es que parecemos imbéciles: están jugando con nuestra vida, y nosotros como si fuéramos espectadores de un partido de fútbol. Pensé que aquella comparación era muy buena. Un partido de fútbol macabro y con el agravante de que el resultado del partido podía suponer el final de todo, absolutamente de todo.
Ya en silencio, cada uno metido en sus pensamientos, acabamos el café y continuamos hacia la iglesia de san Emilio. El cura nos había pedido a Gabi y a mí que llegáramos con algo de antelación, por si hacia falta ayudarle en algo.
Cuando entré en san Emilio, la oscuridad y la paz me devolvieron, como una caricia, parte de la entereza que había ido dejando a lo largo de aquel día tan largo y tan peligroso.
Junto a nuestro cura, estaba el párroco de san Emilio y otros sacerdotes y religiosos. Nos acercamos a saludar, más que nada porque viera que estábamos allí, aunque supuse, que con tanto clero, nuestra presencia y nuestra ayuda no sería necesaria. Así fue. Nos miramos con satisfacción. A mí por lo menos, sólo me apetecía estar sentado en un banco y escuchar lo que nos dijeran, rezar en silencio, si era el caso... En fin, ser uno más.
Lo cierto es que la espaciosa iglesia románica, desnuda de la decoración habitual en otras de Euritmia, estaba prácticamente llena. Conocía a muchos de los que iba llegando. Al fin y al cabo, Euritmia era pequeña, y con tanto movimiento como había tenido yo en aquellos años no era difícil que tuviera que saludar a muchos.
El cura me llamaba. Pensé que tampoco era cuestión de que nadie supiera que la idea se nos había ocurrido a nosotros. Pero no era nada de eso, sólo me pedía que le hiciera el favor de decir que íbamos a empezar. Eran las doce menos cuarto, llevábamos un pequeño retraso.
Cuando comenzó el acto, casi no se había sitios libres en los bancos de la iglesia, y eso que tenía una capacidad para unas quinientas personas sentadas. Muchos se quedaron de pie.

Fue un acto sencillo y hondo. Fue un acto descarnado, sin pretensiones estéticas. Parece ser que entre nosotros había personas no católicas, que se quisieron unir al acto, por lo que la liturgia fue un encuentro ecuménico. El acto lo dirigió una religiosa, a la que conocía vagamente.
Predominaron, más que las palabras, los gestos, los símbolos y los cantos. Empezó con una oración, que era un alegato de una parte de la humanidad, nosotros los jóvenes, los que más perdíamos en el envite, para que la divinidad escuchara nuestro gemido. Luego, nos presentamos desnudos ante Dios, reconocimos nuestra fragilidad, nuestro miedo y nuestra torpeza. Después, nos preguntamos con mucha calma, si aquello había sido cosa de Dios o del Maligno, varios textos bíblicos iluminaron la respuesta. La conclusión era evidente. La que siempre había sospechado. El día que llegue el final, por lo menos el que Dios quiera, no será con esa destrucción del hombre por el hombre, será de una forma que no nos imaginamos, y que se nos escapa a todos, tanto en el tiempo, como en la forma. A continuación, desgranamos, quien quiso, de forma individual, su propia queja, su propio miedo, su propia petición. Por último, pedimos a ese mismo Dios que se nos había revelado misericordioso, a través de los textos, que utilizara todo el poder de su brazo para ablandar los corazones de aquellos que nos habían llevado hasta aquella situación absurda. También pedíamos que el Espíritu de la divinidad soplara a favor del Papa, y que su mediación fuera capaz de ayudar a que se solucionara el problema.
Pensé que si las autoridades americanas y soviéticas habían aceptado esa mediación, no estábamos haciendo nada extraño allí reunidos. De algún modo, se podía interpretar que estábamos al lado de la postura del Papa, que era la de la paz. Pensé, durante unos segundos, que si el mal había emprendido su galope alocado hacia la destrucción, el bien también tenía sus propios caminos, seguro que más lentos y menos ruidosos, acaso más parecidos al silente murmullo de la brisa que al atronador y destructivo del vendaval, pero eran sus caminos. Eso me dio fuerzas, e incluso cierta ilusión, aunque me hizo mucho más consciente de lo frágil de nuestra situación.
Pasó algo más de una hora y media. Ya habíamos cruzado más de sesenta minutos del nuevo día. Faltaba menos para que amaneciera, unas siete horas, y seguíamos vivos. Y en Euritmia, y alrededores, no había estallado ningún tipo de bomba, que se supiera. Aquello iba bien. O, por lo menos, no tan mal como en otros lugares donde la muerte había llenado sus fauces.
No sé por qué, pensé en los funámbulos que caminan por el alambre, sobre todo los que no tienen red. Cuando llegan a la mitad del trayecto, pensarán que es mucho lo que les falta, pero que han recorrido también mucho. Quizá fuera la situación más delicada. Yo me sentía igual. No sabía a qué carta quedarme. No sabía si temblar por todo lo que nos quedaba que atravesar, o, por otra parte, debía alegrarme por todo lo que habíamos recorrido. Como digo, había pasado más de una hora y media, que se me había hecho muy corta.
No sé a quien se le ocurrió, pero antes de acabar alguien propuso que mientras durara la situación, todos los días habría una oración de este tipo. Cada día, se comunicaría en qué lugar sería al día siguiente. Dado que no se había pensado antes, nos citaron para la noche siguiente en la misma iglesia de san Emilio. Mientras ellos siguieran matando y destruyendo, nosotros seguiríamos diciendo que nos daban asco, y que no queríamos saber nada de sus patrañas, y que nuestra postura de jóvenes ciudadanos del mundo estaba al lado de la paz. Era lo único que se podía hacer, pero, por poco que fuera, nuestro deber era hacerlo.

Cuando salimos de allí, la mayoría de los rostros estaban más relajados. Pero la preocupación no había desaparecido. No podía desaparecer, porque acabábamos de escenificar con rigor, sin edulcorantes, que sólo esperábamos el milagro, pero no nosotros, el género humano entero.

Había dejado de nevar. La ciudad parecía vestida de plata. Algunas nubes se apartaban y un hermoso cielo estrellado parpadeaba limpio y sorprendido, acaso triste, acaso indiferente, pues la distancia era excesiva para poder descubrir el mal, tantos millones de kilómetros más abajo.

domingo, 13 de diciembre de 2009

MAÑANA AMANECERÁ (XVIII)

Después de los preparativos, quedamos para las once y media. Como se presentaba larga noche, opté por regresar a casa. En ese momento los demás comenzaban a cenar. Me miraron extrañados, no me esperaban, '¿No decías que vendrías muy tarde?', 'Es que, entre unos cuantos, hemos decidido que íbamos a ir a hablar con el cura'. Y no añadí lo que realmente pensaba, 'No sea que mañana no amanezca', aunque estuve a punto. Continué como si se tratara de algo habitual, 'Hemos adelantado la oración de mañana para esta noche, como han quitado el toque de queda, pues aprovechamos'. Mis palabras tuvieron la virtud de demostrar que el miedo seguía albergándose en su corazón, 'Pero no deberías salir esta noche, ya sabes que la cosa se puede poner fea'. No le di excesiva importancia al comentario, '¿Y qué más da? A lo mejor es más peligroso mañana, yo que sé... No te preocupes que tendré cuidado'.

La cena fue silenciosa, como si todos estuviéramos a la expectativa. Parecíamos liebres acechadas por un lobo hambriento. Ni la radio, ni la televisión daban noticias. Después de la avalancha de todo el día, era como si alguien se hubiera tomado un respiro. Me preguntó Diego, '¿A qué hora dices que va a ser?', 'A las once y media', '¿Por qué tan tarde?', 'Como hemos decidido el cambio hace nada, a eso de las nueve, para que dé tiempo a avisar a todo el mundo, y todos puedan organizarse, además, hay que prepararla bien... El cura ha supuesto que la voz se correrá y vendrán más personas de los cuatro gatos que nos juntamos. Ha pensado que lo mejor es hacerlo en la iglesia de san Emilio, así que hemos tenido que hablar con el párroco de allí... Hasta se lo van a explicar a la policía, para que no haya malos rollos... Ya sabéis, aunque hayan quitado el toque de queda, también han avisado desde el Gobierno que la policía se emplearía a fondo en caso de altercados, así que si la pasma ve a tanto joven por ahí a esas horas lo mismo se mosquea y tenemos alguna carrera... Por eso...'.

La televisión cortó de golpe su emisión para pasar las primeras imágenes de lo sucedido en Cádiz y en Alemania Democrática.
Fue horrible.
Muerte, destrucción, desolación por todas partes. Los que quedaban con vida gritaban, lloraban, se golpeaban en el pecho, huían despavoridos, algunos con la sangre aún corriéndoles por el cuerpo. Lo peor de todo eran los niños, esos llantos desgarrados que me rasgaban los oídos. No era lo mismo oír las consecuencias de las batallas a través de los lacónicos comunicados o partes de guerra, y en consecuencia imaginarse algo borroso, informe, que contemplar las consecuencias con la brutal objetividad de una cámara de televisión, que hacía las veces de un ojo, de nuestro ojo, como si éste hubiera viajado a varios cientos o miles de kilómetros.
El horror no era imaginario. Lo teníamos delante, llamando a nuestras puertas, a punto de golpear nuestros rostros. Ciertamente, el caudal de espanto, que se desbordaba a través del aparato cúbico, ahogaba cualquier resquicio para la misericordia. Un odio voraz, pero sin destinatario concreto, invadía la habitación. En Rota había sido el ataque soviético quien provocó las escenas de pánico, infernales, que se vivieron en la costa española. En la Alemania Democrática, fue el imperialista americano quien sembró su semilla de muerte, de averno en este planeta. En Polonia, como siempre, sufrieron la crueldad de ambos contendientes. En mi corazón, creció cierta alegría amarga porque el gobierno español se hubiera declarado neutral. A nosotros no se nos había perdido nada en aquella locura devastadora, que ahora invadía nuestros hogares, menos mal que filtrada por el aparato receptor de las imágenes. Lo que veía, era peor que cualquier película bélica filmada. Por muy buen director, por muy buena fotografía, por muy buen reparto, por muy buenos efectos especiales que se usaran, jamás se podría reproducir la muerte en su dimensión más drástica, la real. Y sabíamos que aquello no era un montaje, los carbonizados cuerpos yertos amontonándose por las calles, las casas hundidas, el humo que ascendía por doquier, todo era demasiado real, sórdido y devastador. El cámara no tenía que buscar para lograr comunicar una imagen terrible, con abrir el objetivo era más que suficiente, incluso excesivo.
Los pocos que mantuvieron la mínima entereza para situarse ante una cámara repetían, sobre todas, una frase: 'Esto es el infierno'. El llanto casi traspasaba los aparatos y nos salpicaba. A mí me llegaba vestido de rabia y de impotencia. Cada vez iba entendiendo un poco menos.

Durante unos minutos, la sala donde todos veíamos la tele se inundó del denso silencio de la angustia y la espera.
Por romper el mutismo, una vez pasada la primera oleada de estupor, rabia y odio, pregunté a mi padre si tendría que trabajar al día siguiente, 'Nos ha dicho el jefe que no vayamos, que si hay algo nos llamará, que solo piensa abrir el bar'. Descubrí cierta esperanza en la mirada que lanzó, 'A última hora se ha rumoreado que, a lo mejor, se organice alguna reunión secreta y puede que sirvamos nosotros la comida, pero seguro que no es en el restaurante'. Y remachó con cierto orgullo, 'En secreto nos ha pedido a tres o cuatro, por favor, que mañana no salgamos de casa, por lo menos hasta las dos, por si acaso'. Asentí, 'Vaya no se ha portado mal del todo', ¿Para qué va a abrir el restaurante?', 'Ya, si yo pienso lo mismo'. Y pasé a contarle de lo que me había enterado, 'Nos ha contado Che, que su jefe les ha dicho que a trabajar todos los días y les ha prohibido las radios', '¿Y qué han hecho?', 'Aguantar lo que han podido, pero al final se han largado todos, claro'. Serafín apuntó una noticia que ya conocía, 'Ya tenemos vacaciones', 'Ya lo sé, pero como han dicho que los centros estarán abiertos, a lo mejor me paso por la Escuela'. Diego explicó las razones de tal decisión, 'Han dicho que lo hacen por facilitar lo más posible que las familias estén juntas'. Pensé que había más posibilidades, pero no dije nada, no quería expresar en voz alta lo que se me ocurría, no se fuera a cumplir.

Volvieron a interrumpir la programación, un reportaje sobre las ballenas en la Antártida. Había más noticias. Salió un locutor con cara lánguida, y aspecto cansado.
Señoras y señores telespectadores, interrumpimos la programación, para comunicarles un despacho de la agencia France-Press que acaba de llegar a los teletipos. Según fuentes oficiosas, pero de toda solvencia y habitualmente bien informadas, se puede afirmar que Polonia ha dejado de formar parte del Pacto de Varsovia. Estas mismas fuentes añaden que la presión de una parte del ejército y del sindicato Solidaridad, dirigido por Lech Walesa, han hecho que el gobierno polaco tome esta decisión. Oficialmente, y dada la situación extrema de destrucción del país, Polonia se ha declarado neutral y ha solicitado a las tropas soviéticas, que por razones humanitarias, se retiren de su territorio. Esta situación, paralela a la española, ha tenido la misma respuesta por parte de la URSS, que tuvo España por parte de USA. Es decir que el ejército soviético procede a la retirada estratégica de sus tropas. La decisión soviética ha sido recibida con relativa satisfacción por la mayoría de observadores internacionales. Los analistas creen que algunos de los dirigentes soviéticos y americanos, empiezan a ver absurdo esta conflagración. Seguiremos informando.
Yo no era muy comunicativo en casa, pero no soportaba tanta tensión, así que tenía necesidad de hablar, de preguntar, de saber, 'Por cierto, ¿Habéis oído algo de lo que se ha dicho en Cádiz de la declaración de neutralidad?' Diego, que creo que le ocurría lo mismo que a mí, fue el encargado de ilustrarme, 'Parece que, en general, lo han acogido bien'. Ante mi cara de sorpresa aliviada dio más explicaciones, 'Dicen que a lo mejor todavía se está a tiempo de que los daños no sean irreversibles'. Fue mi padre quien tomó el relevo, 'Cuando esto pase, si es que pasa, se verá si se puede volver a Puerto de Santa María, pero esperan que la cosa no sea irreparable'. Serafín fue el que aportó un nuevo matiz, 'Algunos han dicho que el Gobierno no se debe de conformar con esto y debe solicitar enérgicamente una compensación a los rusos por el daño causado: que una cosa es la base de Rota y otra muy distinta el resto del territorio, y por supuesto la población'. Mi madre dio la última pincelada al paisaje, 'Han dicho que ha habido más de dos mil muertos civiles, y no sé cuántos desaparecidos'. Dos mil muertos de un plumazo... La cifra se quedó grabada en mi cerebro como si hubiera sido una perfecta cuchillada sobre el corazón... Dos mil muertos... No me podía caber en la cabeza semejante desastre. Seguí preguntando, más que nada para que aquel dato no me aplastara definitivamente contra el infierno... '¿Y el gobierno?', 'Pues ya sabes, buenas palabras, pero nada concreto, que lo intentarán todo y que eso no se puede quedar así...'

Nos cortaron desde la tele. Sólo el rostro del locutor era una invitación para que pensáramos que el amanecer podría estar próximo.

Buenas noches de nuevo, señoras y señores televidentes. Interrumpimos nuestra programación para comunicarles dos noticias, ambas tendentes a rebajar la tensión de este conflicto. La primera de ellas es que Francia, siguiendo el ejemplo español, suizo y polaco, ha decidido declararse neutral en este conflicto. En el comunicado oficial se dice textualmente:
"Por el bien de la humanidad entera sin distinción de creencias, ideologías, raza, situación económica, o sexo, solicitamos de las dos partes en conflicto la inmediata deposición de las armas, sin que medie ningún tipo de acuerdo previo".
Por otra parte, y esta es la segunda noticia que les podemos adelantar a estas horas de la noche, y sin duda la de más calado, la que puede hacer cambiar la situación... Parece ser que, tanto la diplomacia soviética como la norteamericana, han aceptado en primera instancia la mediación vaticana en el conflicto. En sendos comunicados, han explicado las razones de tal aceptación. De la lectura de ambos, se deduce que los dos gobiernos acceden gracias al papel clave de Su Santidad como líder espiritual de millones de seres humanos, de que es una voz reconocida en todo el orbe, con independencia de la ideología o creencias de cada uno y en que no le mueven intereses territoriales o de otra clase. Su Santidad Juan Pablo II, a través de una breve nota leída por su portavoz en la Santa Sede, ha manifestado su satisfacción esperanzada ante la noticia. Al mismo tiempo, y después de pedir la colabración de todos los fieles y de los hombres y mujeres de buena voluntad con la fuerza de su oración, ha dado a conocer las condiciones previas al inicio del diálogo: inmediato cese del fuego y que las tropas abandonen todos los territorios ocupados por la fuerza. Asímismo desde la Secretaría de Estado vaticana se ha girado invitación a que participen en las negociaciones el Patriarca de la iglesia ortodoxa de Atenas que, se cree, hará de portavoz de la iglesia ortodoxa rusa que por obvias razones no participará directamente en las conversaciones, y al Rabino de Roma quien, como es bien sabido, es amigo personal de su Santidad. Otras fuentes apuntas que si las administraciones norteamericana y soviética aceptan las condiciones impuestas por el Pontífice, la primera reunión podría tener lugar mañana mismo en la Basílica de San Pedro. Para ello, se ultiman preparativos con las autoridades italianas para que no obstaculicen la llegada del vuelo procedente de Moscú. Por su parte la administración Reagan y el gobierno soviético analizan las condiciones previas demandadas desde el Vaticano. Parece que por parte soviética no habría ningún problema. Sólo ponen una condición, reclaman que sean primero los americanos quien ordenen el alto el fuego y se retiren de los territorios ocupados durante estas horas de conflagración. Según informan fuentes fidedignas, algunos gobiernos aliados están presionando a Washington para que vuelva a la situación anterior. En este sentido y según nos informa vía telefónica nuestro corresponsal en Nueva York, ya se han elevado las primeras voces en el interior del país que se oponen a esta avalancha de destrucción y muerte. En concreto, James Carter, y Robert Kenneddy se han manifestado en este sentido, al igual que los principales líderes negros y por los derechos civiles. La mayoría de los dirigentes religiosos del país, han convocado jornadas de oración unitarias. Desde la Casa Blanca el silencio es hermético. Seguiremos informando.

Después de las devastadoras imágenes que nos habían ofrecido, aquella noticia, o aquella suma de noticias, por hablar con propiedad, abría nuevas puertas a una lejana esperanza. Pude exclamar con más razón que en toda la jornada, 'A ver si es posible'. Con una sonrisa, hice un comentario un poco malévolo, 'Va a resultar que lo que ha hecho el gobierno no ha estado mal y otros nos imitan'. Diego se encargó de desmontar mi optimismo, él lo había analizado desde otra perspectiva. No en vano era mejor estratega que yo, siempre me ganaba al ajedrez. Emprendió un largo monólogo que no interrumpimos, 'Creo que hemos tenido mucha suerte, no les ha importado irse, porque los yanquis cuentan en esta parte del mundo con Portugal e Inglaterra, además de los marroquíes para controlar el Estrecho y esta zona del Atlántico; si no llega a ser por eso, de aquí no se largan'. Se tomó unos segundos de respiro, y se rascó la cabeza. 'Como la cosa se ponga fea, van a tardar menos en volver de lo que han tardado en salir; hemos sido un contratiempo, pero no excesivo, vamos como una espinilla'. Luego aportó la visión de conjunto, parecía que lo había estudiado, 'La clave estaba en Alemania, bueno en centro Europa, como se ha visto; lo del ataque directo al territorio de Rusia ha sido un movimiento de pura distracción; además, seguir penetrando por ahí no les interesaba a los yanquis, puesto que les abriría demasiado el frente, y eso era peligroso militarmente; han pensado que era mejor que las fuerzas que tenían aquí marcharan a centro Europa; además, no me creo que se hayan ido por las buenas, seguro que han sacado algo del gobierno: han dicho, nos vamos, pero si la cosa se pone fea, volvemos y nos ayudáis; y, lo más importante, cuando esto se acabe, aquí estaremos de nuevo; digamos que interesa que la parte sur de Europa esté tranquila, por lo menos ahora mismo. Me parece que la batalla se libra en el corazón de Europa, como siempre'.
Tenía más razón que un santo. Me miré al reloj, tenía tiempo, pero me apetecía salir. Aquel día, no paraba mucho en ninguna parte, 'Me voy; No sé a qué hora volveré, pero no os preocupéis; Además seguro que estáis despiertos: esta noche no es como para perdérsela'.
Mi madre se levantó de la mesa, 'Voy a preparar unos cafés bien cargados, tómate uno, No, déjalo, ahora me lo tomaré por ahí, que he quedado'.

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NOTA DEL ESCRIBIDOR DE DICIEMBRE DE 2009:

Queridos lectores, sé que es indemostrable, pero puedo asegurar que, salvo la referencia a la amistad personal del rabino de Roma con Juan Pablo II, dato que conocí tras el fallecimiento del anterior Papa, lo fundamental de este texto está escrito allá por 1982. Lo digo por las alusiones a Polonia, Lech Wallesa y al papel del papa Wojtyla en este conflicto.
Cuando lo escribí, pensé que se me había ido la mano, pero como sabía que aquello no tenía mayor trascendencia, pues nadie leería esta novela nunca, lo dejé estar. Más aún, pensé que la redacción de este capítulo eliminaba toda verosimilitud al argumento del relato, pero por alguna extraña circunstancia no alteré en nada sustancial en el argumento de la escena.
Cuando en 2004 procedí a la rescritura de la novela, me sorprendí al llegar a este capítulo, pues comprobé que otros sucesos posteriores, en concreto el derribo del Muro de Berlín en 1989, vinieron a dotar de verismo a esta intuición.
Como se podrán figurar, mi satisfacción no fue pequeña.

domingo, 6 de diciembre de 2009

MAÑANA AMANECERÁ (XVII)

Al final, como siempre, entramos en la popularmente conocida como calle de las Tascas. Aquel nombre definía a la perfección su contenido fundamental. Era como un monocultivo.
Mientras subíamos por la calle Imperial, nos llegó la noticia de que habían eliminado el toque de queda, dada la neutralidad española en el conflicto, no parecía necesaria, pero se advertía que no se toleraría el más leve altercado. La policía estaba autorizada a emplearse a fondo con cualquier alborotador callejero. Según nos comentaron, hubo cruce de declaraciones, y la postura de los socialistas parece que fue asumida por la UCD. En fin, temas de política menor, comparado con lo que se cocía fuera de nuestras fronteras, pero que nos daban un mayor respiro.
Conclusión, que era lo que más nos importaba, teníamos la noche libre.
Tampoco era mala noticia aquella. Parecía que la tranquilidad podía llegar poco a poco. El frío era cada vez más intenso. Se hacía casi sólido, como de piedra. Gracias a la cantidad de alcohol, sin embargo, lo notábamos menos.
Al llegar al bar Roma divisé al grupo de amigos del que había formado parte hasta hacía unos meses. Mi primera pandilla de adolescente. No es que nos enfadáramos, ni nada de eso. Lo que ocurre es que al entrar yo en el Club, comencé a relacionarme con otros compañeros. De vez en cuando, todavía me veía con ellos, y tomábamos alguna copa juntos.
El aspecto del bar parecía el de cualquier sábado por la noche. Estaba repleto. Me acerqué hasta ellos. Los demás, supongo que por inercia, me siguieron, con lo que el grupo, por las circunstancias, se había ampliado sustancialmente.
Allí estaban muy enfrascados en alguna conversación apasionante Chus, Casio, Rocas, Alberto, Ángel y Che. A Chus, o sea Jesús Manuel, lo conocía yo desde hacía más de seis años. De cara al grupo, funcionaba de un modo, de cara a los desconocidos de otro. Era muy tímido, sin embargo, con nosotros actuaba con sensibilidad y tacto. Casio, o sea Raúl, como su mote indicaba, era el sabio del grupo. De todo tenía opinión formada, de todo sabía. Casio siempre estaba bien informado. Era el único que leía entonces la prensa a fondo y con asiduidad. Y cuando digo a fondo digo dos periódicos de tendencia diferente, sus editoriales, entrevistas a políticos... Y cuando digo con asiduidad digo cada día. Aunque alguna vez resultaba un poco pedante, convenía escucharlo. Sus criterios solían estar reflexionados. Siempre tuvo las cosas muy claras. Actuó al revés que la mayoría. Primero se preparó unas oposiciones, y una vez aprobadas, siguió sus estudios universitarios. Rocas, había sido una nueva incorporación al grupo. Yo no le conocía mucho. Llegó cuando yo ya apenas iba con ellos. Alberto era todo bondad. Había dejado de estudiar, antes de acabar la básica. Desde entonces, trabajaba. Parecía mucho mayor que nosotros, pero su madurez era una adherencia artificial, como si se hubiera hecho una fotocopia de lo que veía en el mundo de los adultos en el que se movía. Ángel se pasaba la vida con cara de felicidad. Era feliz. Sonreía constantemente. Se dejaba llevar por Che, pero esto tampoco era problema, porque Che no manipulaba, ni dirigía. Che, o sea Pedro Pablo, era con quien más comulgaba. Ambos éramos unos soñadores. Siempre andábamos con utopías. Cuando hacía unos años, se topó con el personaje de Che Guevara, fue tal la pasión la que puso en contarnos su vida y sus ideales revolucionarios, que automáticamente, empezamos a llamarlo así. Sin embargo, aquellas utopías juveniles, en las que nos movíamos los demás, en su caso habían dado paso a una actitud más concreta, más de pisar la tierra. Más revolucionaria, por así decir. Desde el final del curso anterior, por ciertos problemas a los que no tuve acceso en su totalidad, trabajaba como albañil. El contacto con el cemento le había hecho más duro en lo personal, y más radical en lo político.
Ambos grupos juntos, sumaban un buen número de personas, por lo que de forma natural nos subdividimos. Si no, hubiera sido imposible entendernos. Primero pedimos las consumiciones, lo que fue todo un logro. Yo encargué mi eterna ginebra. Había perdido la cuenta de las que llevaba aquel día. También pedí un bocadillo, pues me temí que no bajaría a casa a cenar. Después de haber eliminado el toque de queda, seguro que a alguien se le ocurrirá algo para que la noche no fuese una noche diferente. Ese pensamiento me llevó a otro, medio a voces, se lo dije al camarero, '¿Me pones el teléfono?' Llamé a casa. Ya se habían enterado de lo del toque de queda. Así que no les extrañó que les dijera que no se preocuparan si tardaba. 'A lo mejor es mucho', les dije, 'Porque nos hemos encontrado muchos amigos y lo mismo organizamos algo', 'No hagáis ninguna tontería', 'Tranquila'.
No sé por qué dije tales cosas, pero dentro del estómago sentía un zumbido lejano, una premonición. Y no era ni hambre, ni efecto del alcohol. Seguro que iba a pasar algo.
Cuando volví a por mi consumición, me quedé en el grupo de Casio, Che y Gabi. Parecían tres políticos. Después de unos minutos de escucharles se lo dije, 'Si os pusierais un poco de traje y corbata, pareceríais diputados, vaya tres'. Casio me sonrió, 'No, si encima de que no se te ve el pelo desde hace meses, vienes a nuestro territorio a meterte con nosotros'. Le devolví una respuesta, como se merecía, eso sí, sonriendo, 'Disculpe usted, señoría, pero creía que el gobierno del Reino de España se había declarado neutral, por lo que el territorio no es del enemigo', 'Vale, vale Romanones'. Che nos interrumpió, 'Les estaba contando, que esta mañana nuestro jefe se ha puesto en plan cabrón, y dice que hasta que no pase todo esto no piensa pagarnos, para que sigamos yendo al curro'. Gabi preguntó, yo, mientras, mordía el bocadillo con avidez, '¿Para qué quiere él el dinero?' Con la boca medio llena sugerí, 'A lo mejor se compra una parcela de cielo y la urbaniza'. Che lo entendió como una broma. Estaba muy sensible, '¿Nos reímos o echamos pesetas?' Me defendí, 'Oye que lo he dicho en serio, seguro que piensa eso, seguro que dice que su sacrosanto deber es el de trabajar'. Por mi parte le conté lo que nos había pasado a nosotros, para que viera que no todos los jefes eran iguales, 'Pues fíjate qué diferencia, a nosotros nos han liquidado por si acaso'. Chus llegó a la evidente conclusión, 'Por lo que veo aquí cada uno ha hecho lo que se le ha puesto en los mismísimos, y a éste le ha tocado la parte buena del asunto'. Asentí.
Más calmado, pues me había entendido, Che siguió con el relato, 'No creas que eso ha sido lo único'. Se notaba que estaba indignado, 'El mamón ha prohibido los aparatos de radio, porque dice que así no nos ponemos nerviosos; como que hemos pensado que es que no se lo cree, que el tío piensa que es un camelo de la prensa o yo que sé'. Gabi también intervino, '¿Vosotros qué habéis hecho?', 'Hemos aguantado un par de horas; luego nos hemos largado; si no se podía estar allí; que nos intente despedir, si se atreve'. Casio dio su opinión, 'Pues como haya habido muchos como él, no me extraña que al final se prepare algún jaleo'. Tomó aire y siguió, yo me había encendido un cigarrillo después de acabarme el bocadillo, 'Luego, cuando pase algo, empezarán a quejarse y a protestar, que si la democracia trae desmanes, que si en tiempos de Franco con más mano dura estaba todo más controlado, que así no se puede ser feliz'. Gabi asintió, 'Justo'.
Era lo que me faltaba por oír en el día aquel, que también la opresión se aprovechara del desconcierto, 'A veces pienso que con gente de esa calaña, no me importaría que todo esto acabara por arder'. Che, que bebía cerveza, se pasó la mano por los labios, para quitarse la espuma, 'Y que lo digas...' Parecía que la intervención de Casio le había dado alas, 'El problema es que no es el único, hay muchos más como él'. La conversación se calentaba. Me recordaba a las reuniones clandestinas de los primeros sindicalistas, o algo así me imaginaba yo. Los argumentos, por desgracia, habían cambiado poco en los últimos cien años, como decía Casio en ese momento, 'Hasta el último día sacando un duro a los demás, es el afán de ganar dinero, cómo es lo único que saben hacer, y lo hacen de maravilla'. Che introdujo el elemento que a mí me preocupaba más aquel día, 'Ni nos dejan disfrutar de los últimos días que nos quedan.' Le pregunté ávido, como había hecho con todos los que habían sacado el tema, '¿Crees que esto se acaba?' Me miró, creo que no esperaba el giro en la conversación, pero me respondió,' Muy negro lo veo, ¿y tú?'. Contesté lo que llevaba contestando todo el día, quizá con un matiz un poco más amargo, acaso el cansancio emocional del día, 'Pues igual, pero todavía me queda una esperanza, será porque sigo soñando en exceso'. Después de un suspiro, y de inhalar una buena cantidad de humo de mi cigarrillo, que expulsé intentado que formara aros en el aire, acabé mi argumento, 'Aunque no sé si mañana amanecerá, si soy sincero'. Casio también dio su opinión, 'Ni yo tampoco'.
Cuando hablaba de mis esperanzas lo decía por algo y se lo quise aclarar, 'Por lo menos han declarado la neutralidad'. Casio, por lo que se ve, tenía muy estudiado el tema, 'Yo creo que el movimiento de los americanos de aceptar tan deprisa la solicitud española, es algo táctico; aparentemente aceptan, pero en función de cómo vayan los acontecimientos, pueden tener excusa para invadirnos en cualquier momento, porque técnicamente ya no somos sus aliados'.
Sí que era cierto que su decisión había sido muy rápida. Casio, como siempre, podía tener razón. Un nuevo miedo me entró. Ser neutral también significaba que los dos contendientes podían utilizarnos; ser neutral, llegados a un extremo que ninguno deseábamos se parecía bastante a ser enemigo de todos y amigo de ninguno, 'No se me había ocurrido esa posibilidad'. Le había dado donde le dolía y amplió su tesis, 'Pues está clarísimo, dan el zarpazo y una nueva colonia, bueno más colonia de lo que ya somos, y encima en Europa; pueden argumentar que, como no pertenecemos a la OTAN, somos un peligro potencial, o algo así'. Gabi manifestaba su impotencia, y el dolor que le estaba produciendo todo aquello, '¿No se darán cuenta de que ellos también se van al carajo?' Che manifestó el cariño que sentía por los norteamericanos, 'Como son así, lo mismo se piensan que ellos son los elegidos de Dios y se salvarán, algo así como el nuevo pueblo de Israel... Ya me les imagino con el viejo Reagan atravesando el Mar Rojo... de sangre'. Por fin Rulos, que no había abierto el pico, y que, por lo que dijo, se había enterado de poco, vio la opción de meter baza, 'Ahora que dices Dios, como Él no lo arregle, vamos listos'.
Aquello era una novedad. Ni en la clase de religión de la mañana habíamos discutido sobre el asunto; nos habíamos limitado a la Iglesia, a su jerarquía, pero no habíamos llegado a la divinidad. Así que me pilló un poco por sorpresa la acritud en el comentario de Che, 'Lo único que se les ocurre a los de la Iglesia es que hay que orar', mierda. Respondí con tacto, no quería herir, 'No creas, Che, lo mismo en este caso no está la cosa tan mal pensado'. Le miraba de hito en hito mientras hablaba, pero no deduje nada de sus actitud, así que seguí, 'Quizá sea lo único que nos queda; o eso o mirar como van cayendo los misiles, uno tras otro, en cualquier parte del mundo'. Explotó, 'Venga ya, si no hubiera contemplado tanto y durante tanto tiempo al capitalismo y a los poderosos, no estábamos con estas gaitas'. Iba embalado, no se le podía detener, 'Joder, con la iglesia, siempre estamos igual; tienen ahí un programa cojonudo, pero nadie se ha molestado en intentar ponerlo en práctica, salvo cuatro chiflados, como san Francisco, y unos cuantos de la teología de la liberación, nadie ha hecho nada, con arrodillarse y pedir perdón, porque me la he meneado, o he mirado a la vecina del quinto, es suficiente, ya está hecho todo'. Dejó el vaso de la cerveza con excesiva energía sobre la barra de zinc, 'Y además, los muy cínicos se enorgullecen, Dios es bueno y llevará al cielo a los buenos, que claro somos nosotros los bien pensantes burgueses y capitalistas, no van a ser esos rojos comunistas de mierda, así que los pobres y marginados que se jodan y esperen a llegar el cielo, esa es toda la oferta de los cristianos: sufrid aquí, porque allí seréis los más felices'. Se había disparado. Toda la inquina del día, y probablemente de mucho tiempo la arrojó en aquella parrafada. Intenté calmarlo, 'Vale, llevas razón, pero estás hablando de una parte de la jerarquía y de algunas asociaciones, no todos actuamos igual'. Le miré de frente y por derecho, él sabía que por ahí yo no pasaba, 'Hay grupos de bases, jóvenes, otros grupos comprometidos que aborrecemos esa situación, tú lo sabes como yo'. Después de un pequeño silencio, adecuado para refrescara la memoria, añadí, 'Además, en este caso concreto, creo que poco hubieran podido hacer'.
Un espeso silencio, que provocamos con cierta sabiduría poniéndonos todos a beber para evitar que la discusión aumentara, cubrió a nuestro grupo.
El resto de los que fuimos juntos, hablaban de sus cosas. Parecían más relajados que nosotros.
Lo volví a intentar. Más que nada como gesto. Me dolía que Che nos hubiera metido a todos en el mismo saco. Él sabía que yo no iba por ese camino. Él sabía que yo apostaba por otra cosa, 'Mañana, suponiendo que lleguemos a tanto, tenemos oración los del Club'.
¿Era acaso una estrategia? ¿Una justificación? Se me ocurrió de pronto. Es como si hubiera descubierto en aquellas quejas doloridas de Che, que latía, en el fondo, el anhelo de que fuera verdad todo por lo que protestaba. Ante su terco silencio seguí, 'Seguro que mañana el cura no pone pegas porque vengáis gente que no estáis en el Club'. Se quiso escabullir, no quería reconocer que le había gustado la idea, 'Pero como tú has dicho, ¿mañana amanecerá?' Cerré la cuestión, no podía dejar que fuera él quien lo hiciera, 'Por si acaso va y amanece, estás invitado'. Se encogió de hombros. Aquel vago gesto podía significar tanto que sí que vendría, o lo contrario.
Me volví hacia Casio que escuchaba al camarero. Le había preguntado por las últimas novedades que acababan de dar en la radio, 'En Polonia', decía el camarero, 'Se ha terminado de preparar el cisco con el Walesa de por medio, parece ser que allí tienen algo parecido a una guerra civil: unos a favor de los americanos, otros de los soviéticos; la OTAN, al final, apoya a Estados Unidos, así que sólo quedamos fuera Suiza y España; parece que Rusia se recupera rápido y contraataca en la RDA; los dos han rechazado la mediación del PCE y de Mitterrand; A última hora parece que el Papa se ha ofrecido; Esto lo están estudiando'. Casio me sonrió sibilino, 'Al final, lo mismo hasta tienes razón'.

Salimos de allí. Cuando pisamos la calle, nos dimos cuenta de que nevaba nuevamente, si cabe con más fuerza. Nos detuvimos en mitad de la noche. No sabíamos a dónde ir. No era necesario que volviéramos a casa. Tenía la sensación de que no estábamos haciendo nada, y no se podía esperar de brazos cruzados. Era la misma sensación de todo el día. Dentro, muy hondo, sentía un vago impulso que me impedía mirar y esperar; notaba que algo, no sé si el amor o el instinto de supervivencia, me empujaba a hacer cosas, aunque parecieran inútiles, como los poemas. Se me ocurrió de repente, 'Y si nos juntamos hoy también con el cura, podíamos hacer algo más que hablar como comadres, ¿qué os parece?'
Algunos se animaron, otros se despidieron de nosotros con vagas excusas. Me daba lo mismo. Yo tenía la necesidad de hacer algo. No sé si eran excusas para la conciencia, si servía de algo. No sé si era algo más, o era algo menos.
Gabi me siguió, pero en su mirada descubrí cierto tono oscuro de pesimismo, '¿Crees que va a servir de algo?', 'Joder Gabi, no lo sé, no tengo ni idea. Ellos tiran bombas de neutrones, nos matan, nos acribillan. Nosotros no tenemos nada que arrojarles al rostro. Pero y si sirve, y si es verdad lo que dicen los curas. Joder, Gabi, venga, vamos, por si acaso, que no quede por nosotros'. Volví a repetir el argumento, parecía que tenía nada más que dos o tres argumentos, 'Sólo se me ocurren dos cosas: esperar, no sé si bebiendo o haciendo qué, o intentar que nuestra oración mueva el corazón de Dios, o cómo se llame'. Le miré con decisión, 'Prefiero hacer algo, a lo mejor sólo es tranquilizar la conciencia; pero chico, hablar con Reagan me pilla a trasmano, y mi inglés es muy justito'. Y le sonreí con amargura, 'Además, según me han comunicado fuentes bien informadas, anda ocupado en matar rusos, y todo lo que se menea por aquella parte, si es que queda algo'.

Era lo único que podíamos decir: por si acaso. Había que hacer cosas por no quedarse de brazos cruzados. Y había que hacerlo deprisa, porque las huestes del mal, o de la sinrazón, o de la locura, llevaban mucho trecho del camino recorrido. Me imaginaba la devastación en el extremo oriente de Rusia, o en Alemania, o en Cádiz, o en Polonia, ¿quién sabe si en más lugares?, y llegaba a la misma conclusión. La más pequeña gota de agua que pudiera arrojar para apagar ese fuego devastador, tenía que tirarla. No sabía si se evaporaría o apagaría alguna llama, pero yo debía de intentarlo.
Y seguí adelante, en medio de la copiosa nevada, camino de la casa del cura.